La toilette de una dama

Así como en Francia era costumbre de las damas encopetadas recibir visitas mientras estaban en la cama, en España a los caballeros no se les permitía entrar en sus aposentos cuando éstas no se habían levantado aún. La condesa D'Aulnoy dice que hasta los hermanos respetaban tal costumbre, que solamente rompían por enfermedad. Visita así a una señora y dice:

«Doña Teresa me recibió tan cariñosa como si fuéramos amigas; pero es necesario advertir, en favor de los españoles, que no degeneran sus confianzas en la familiaridad, que se convierte pronto en falta de respeto y mala educación, pues con mucho agrado, hasta en sus expresivos afectos, recuerdan siempre la consideración que merecen los demás y la que a sí mismos se deben. Doña Teresa estaba echada sin gorro ni papalina, con los cabellos partidos a uno y otro lado de la cabeza por una raya, y sujetos por detrás con una cinta; cubría su cuerpo una camisa muy delgada y muy larga, cuyas mangas le llegaban a las muñecas, con botones de diamantes; los puños y el cuello eran de seda, con flores bordadas. Apoyaba la cabeza entre varias almohadas pequeñas y guarnecidas con lazos de cinta y anchos encajes. Un cobertor bordado con oro y seda la cubría. La cama era de cobre dorado y tenía una cabecera muy alta labrada con bellas labores.

»Me pidió que la permitiese levantarse en mi presencia, y en cuanto puso los pies en las chinelas mandó correr el cerrojo por dentro. Pregunté a qué obedecía tanta precaución, y me contestó que por haber quedado en la sala contigua los caballeros, pues antes preferiría morir que darles ocasión de verla un pie. Reíme y la rogué que a mí no me los ocultara, por no tener el caso malicia, y vi unos pies diminutos, menores que los de muchos niños de cinco años. Luego cogió un frasco de colorete, y con un pincel se lo puso no sólo en las mejillas, en la barba, en los labios, en las orejas y en la frente, sino también en las palmas de las manos y en los hombros. Dijo que así se pintaba todas las noches al acostarse y todas las mañanas al levantarse; que no le agradaba mucho hacerlo y que de buena gana dejaría de usar el colorete, pero no era posible prescindir de una costumbre tan admitida, y por muy hermosos colores que se tuvieran, era de buen tono parecer pálida como una enferma. Una de sus doncellas la perfumó de pies a cabeza con excelentes pastillas; otra la roció con agua dé azahar, tomada sorbo a sorbo y con los dientes cerrados, impelida en tenue lluvia, para refrescar el cuerpo de su señora. Dijo que nada estropeaba tanto los dientes como esa manera de rociar, pero que así el agua olía mucho mejor, lo cual dudo, y me parece muy desagradable que una vieja que desempeña tal empleo arroje a la cara de una dama el agua que tiene en la boca».