Los disciplinantes

«La Cuaresma no reduce ni modifica las diversiones, porque son éstas constantemente muy morigeradas, o, por lo menos, muy silenciosas. Durante la Semana Santa no deja nadie de visitar los Monumentos, donde se hacen las Estaciones desde los miércoles hasta el viernes. Ocurren cosas bien distintas en aquellos días entre los verdaderos penitentes, los amantes y los hipócritas. Algunas damas, con pretexto de devoción, no dejan de visitar ciertas iglesias, donde saben desde el año anterior que irán sus amantes, deseosos de contemplarlas, y aunque vayan seguidas por muchedumbre de dueñas, como son grandes las apreturas, el amor les ofrece recursos para librarse de los Argos que las vigilan, y, revueltas entre el gentío, salen y van a una casa vecina, que reconocen por cualquier señal, expresamente alquilada para servirles en aquel momento. Luego vuelven a la iglesia, donde las dueñas no dejaron de buscarlas, y aun se permiten reprenderlas por su imaginario descuido. Desde aquel momento se hacen acompañar de más cerca para mentir con más disimulo. Así, los maridos que guardaron durante doce meses a su querida esposa, la pierden con frecuencia el día en que debió serles más fiel. Por el mucho recogimiento en que viven, sienten más ansias de libertad, y su ingenio, ayudado por su ternura, pone a su alcance recursos que facilitan sus propósitos.

»Me ha parecido muy desagradable el espectáculo que ofrecen los disciplinantes; al ver el primero creí desmayarme; no sé cómo puede parecer bien un espectáculo que horroriza y asusta. El disciplinante se os acerca tanto, que al azotarse salpica con su sangre vuestro vestido; y esto se considera una galantería.

»Para darse azotes gallardamente y hacer que salte la sangre a un punto determinado, hay reglas formuladas y maestros que las enseñan y caballeros que las aprenden como se aprenden las artes de la danza y de la esgrima. Los disciplinantes visten una túnica muy delgada que los cubre desde la cabeza hasta los pies, con menudos pliegues, y tan amplia, que para cada túnica se necesitan de cuarenta a cincuenta varas de tela. Llevan sobre la cabeza una caperuza muy alta, delante de la cual cuelga un trozo de lienzo que cubre la cara y tiene dos pequeñas aberturas por donde asoman los ojos del disciplinante, que lleva guantes y zapatos blancos, muchas cintas en las mangas de la túnica y desnudos los hombros. Generalmente, llevan también enlazada en las disciplinas una cinta que a cada penitente regala su amada, y ellos la lucen como un señalado favor. Para ser admirado y hacer bien las cosas precisa no levantar el brazo, mover solamente la muñeca, darse los azotes sin precipitación, y que la sangre, al saltar de las heridas, no manche la túnica. Se despellejan de una manera horrible los hombros, de los que brota mucha sangre. El disciplinante anda pausada y ceremoniosamente, y al llegar junto a las rejas de su amada se fustiga con un brío maravilloso. La dama observa esta caprichosa escena desde las celosías de su aposento, y por alguna señal comprensible le anima para que se desuelle vivo, dándole a entender lo mucho que le agradece aquella bárbara galantería.

»Cuando los disciplinantes tropiezan en su camino con una hermosa mujer, suelen pasarse junto a ella y sacudirse de modo que al saltar la sangre caiga sobre su vestido. Ésta es una interesante atención, y la señora, muy agradecida, les dirige palabras amables.

»Desde que un hombre ha empezado a disciplinarse necesita repetir el suplicio todos los años, y el que no lo hace así, enferma. También usan esponjas con alfileres y se frotan la piel con ellas como si fuesen la cosa más fina y suave del mundo.

»Al anochecer, algunos caballeros de la Corte van a dar su paseo como disciplinantes; generalmente, los que tal hacen son jóvenes alocados, y sus amigos los acompañan provistos de armas. Este año salieron el marqués de Villahermosa y el duque de Béjar; a las nueve de la noche bajó el duque a la calle, precedido por sus pajes que le alumbraban con más de cien antorchas. Iban delante sesenta caballeros y detrás ciento, a los que seguían escuderos y lacayos; formaban así una lucida procesión; las damas se asomaron a los balcones, adornados con verdes colgaduras y con luces que las ayudaban a ver y las hacían más visibles. El caballero disciplinante pasa con su acompañamiento y saluda, pero con frecuencia ocurre que los dos disciplinantes que transitan a la misma hora y con idéntico aparato se cruzan en una calle y se hostigan, como ha ocurrido este año con los nobles caballeros que por su título nombré. Cada uno pretendía que le dejaran el paso libre los acompañantes del otro, y ninguno quiso acceder; los criados que llevaban delante las antorchas encendidas comenzaron a golpearse con ellas el rostro y a quemarse las barbas; los amigos del uno desenvainaron las espadas contra los amigos del otro, y los dos héroes de la fiesta, sin otras armas que las disciplinas con que iban castigando su cuerpo, se buscaron entre la confusión de la pelea, y al hallarse frente a frente dieron principio a un combate singular. Después de calentarse las orejas a puros disciplinazos recurrieron a los puños para golpearse fieramente, con brutalidad propia de carreteros. En estas algaradas no es todo gallardía, porque los hombres riñen despiadadamente, se hieren y se matan, y las antiguas enemistades encuentran ocasión de renovarse y satisfacer sus odios y sus venganzas.

»Al fin, el duque de Béjar cedió al marqués de Villahermosa; recogieron las disciplinas hechas pedazos y las arreglaron como Dios les dio a entender: las caperuzas, que habían rodado por el suelo, aunque sucias de barro, volvieron a cubrir las cabezas; llevaron los heridos a sus casas, y la procesión continuó grave y sosegadamente a través de media villa. El duque imaginaba tomar al día siguiente su desquite, pero el Rey le prohibió salir de casa, y otro tanto hizo con el marqués. Y como final de lo que acontece por lo común en tales ocasiones, me veré obligada a decir que cuando los disciplinantes, que de tal modo se sacrifican por Dios, vuelven a su casa, les espera una magnífica cena con todo género de manjares, y esto sucede con frecuencia en un viernes de Semana Santa. Sin duda, luego de realizar una penitencia tan difícil, se juzgan con derecho a dejarse vencer un poco por el pecado. Primero se hacen frotar las espaldas con esponjas impregnadas de vinagre y sal, para que las heridas no se enconen; luego se sientan a la mesa con sus amigos y reciben de todos alabanzas y aplausos que juzgan bien ganados. Cada uno, a su vez, dice que no hay memoria de hombre que tan gallardamente se disciplinara; se exageran los gestos, se ponderan con exceso las actitudes y más que nada la dicha de la señora por quien se realizó semejante galantería. Transcurre toda la noche muy feliz entre manjares deliciosos y adulaciones exageradas; pero algunas veces el que supo sacudirse con tanto brío queda enfermo, hasta el punto de no poder asistir a la misa el día de Pascua. No creáis que añado poco ni mucho a la verdad en esta relación; cuanto digo es tan cierto que puede tomarse al pie de la letra, y, en caso de duda, no sería difícil comprobarlo, pues nadie que haya estado en Madrid lo ignora.

»También hay verdaderos penitentes que inspiran verdadera compasión; sólo van cubiertos de los pies a la cintura y llevan arrollada en el desnudo torso y en los brazos una cuerda de esparto, cuyas vueltas oprimen de tal modo la carne, que toda la piel se pone amoratada y sanguinolenta. En la espalda llevan siete espadas metidas entre cuero y carne, que les producen dolorosas heridas a cada paso que dan, y como llevan los pies desnudos y las piedras de la calle son puntiagudas, con frecuencia se caen los infelices. Otros no llevan espadas: cargan sus hombros con una pesadísima cruz; y tanto éstos como aquéllos no son hombres vulgares acostumbrados al duro sufrimiento, sino personas de mucha calidad que van acompañados de varios pajes vestidos con túnicas y con la cara cubierta para que nadie los conozca; éstos llevan vinagre, vino y otros reconfortantes, y los ofrecen de cuando en cuando al señor, que a veces cae rendido, casi muerto, por los dolores agudos y la fatiga insoportable. Tan difíciles penitencias ya no son voluntarias galanterías; las imponen ciertos confesores, y el que las realiza, pocas veces puede librarse de la muerte, que le condena en breve plazo. Monseñor el Nuncio de Su Santidad me ha dicho que había prohibido a los confesores que aconsejaran tales penitencias; pero aún he presenciado bastantes, y se supone la devoción de cada penitente como única inspiradora de tan rudos martirios».