Cómo veía a sus compatriotas un español del siglo XVII
«Los españoles siempre tuvieron fama de soberbios y presuntuosos, y revestido de gravedad su orgullo es tan grande que puede considerarse como una soberbia desmedida. Son valientes sin temeridad, y es tanta en este punto su cordura que no falta quien los crea poco animosos. Coléricos y vengativos, cuidan sin embargo de ocultar sus arrebatos. Generosos sin ostentación, sobrios en la comida, tan altivos en la suerte próspera como humildes en la suerte adversa, adoran a las mujeres y son tan amantes de la belleza que sus pasiones pocas veces cuentan con el talento de sus elegidas. Sufridos en exceso, tenaces, perezosos, independientes, honrados hasta el punto de arriesgar la vida por sostener una palabra empeñada. La Naturaleza les dotó de atractivo, ingenio y clara inteligencia; comprenden fácilmente y expresan con sencillez y precisión sus ideas. Son, además, prudentes, celosos en exceso, desinteresados, derrochadores, reservados, supersticiosos y muy católicos, al menos en apariencia. Versifican sin trabajo y podrían fácilmente abarcar los conocimientos científicos más difíciles e interesantes si decidieran aplicarse a su estudio, que, por regla general, desatienden. Muestran grandeza de alma y elevación de miras, firmeza, seriedad y un respeto hacia las damas a ningún otro comparable. Sus maneras son estudiadas, rebosantes de afectación; cada español está convencido de que su propio mérito es mucho, y raras veces hacen justicia cuando se trata del mérito de los demás. Su bravura consiste en sostenerse valerosamente a la defensiva, sin retroceder y sin temor al peligro; pero así como no lo temen cuando en él se hallan, no lo buscan por afán de arriesgarse, y esta buena cualidad, que algunos juzgan timidez, proviene de su sereno entendimiento. Cuando adivinan el riesgo procuran evitarlo con noble cordura; sólo cuando quieren vengarse no perdonan medios ni excusan razones; sus máximas en este particular son absolutamente contrarias al cristianismo y al honor. Cuando reciben afrentas mandan asesinar al que se las infiere, y, advertidos por esta costumbre, muchas veces asesinan traidoramente al ofendido para librarse de su venganza, seguro el ofensor de que si no mata será muerto. Para justificar estos abusos dicen que si nuestro enemigo logró por malos medios una ventaja, es lícito que nos procuremos otra por medios peores. La impunidad lo autoriza todo, y se abusa del privilegio de qué gozan las iglesias y los conventos en España, donde la Justicia no tiene derecho contra un hombre que se acoge a lugar sagrado. Los criminales procuran cometer siempre sus fechorías a poca distancia de esos lugares, para tener cerca el altar que los redime; y se ha visto alguna vez abrazado a una imagen a un malhechor que aún empuñaba el acero manchado con la sangre de la víctima.
»Acerca de la figura de las gentes, para designar sus trazos más comunes hay que suponer un tipo de poca talla, flaco, la cintura estrecha, la frente despejada, las facciones regulares, los ojos hermosos, los dientes iguales, el color pálido y moreno. Es distinguida condición andar velozmente y tener la pierna gruesa y pequeño el pie, ir calzado sin tacones, peinarse con raya sobre un lado de la cabeza y recoger detrás de las orejas el pelo, cortado por igual. No empolvarlo; cubrirse con un sombrero forrado de seda negra, usar golilla, más fea y más incómoda que la gorguera, y vestir siempre traje negro; en vez de camisa, ponerse mangas de seda o de tabí, ceñir espada desmesuradamente larga, cubrir el cuerpo con una capa de pañete negro y las piernas con calzas ajustadas. Al cinto, un puñal. En verdad, todo esto desluce mucho a quien lo viste, aunque sea gallarda figura; parece que han escogido las prendas más desagradables para engalanarse».