Algunos porqués musicales
Junto a las leyendas sólidas, monumentales, la música nos ofrece también pequeñas pero sorprendentes anécdotas de los humanos afanes y éxitos, vejaciones, locuras y rarezas, increíbles coincidencias.
Nos asombramos al enterarnos de que Schubert era el menor de catorce hermanos; Haydn, uno entre doce; Massenet, el menor de once; y Caruso, el decimonono entre veintiuno… Y, también, cuando leemos que Josef Matthias Hauer, compositor y teorizador musical, descubrió que existen 479.000.600 posibilidades melódicas en la música.
Nos maravilla saber que Antonio Stradivarius, luthier de Cremona, vivió hasta alcanzar la edad de noventa y tres años, y durante su vida construyó con sus propias manos 1.115 instrumentos; y que Ricardo Wagner planeó su más extensa obra, El anillo de los Nibelungos, sabiendo que le costaría cuarenta años de trabajo.
Perplejos, nos enteramos del misterioso relato de la desaparición de Enrico Tamberlick, el más gran tenor de la época de Rossini, quien, según cuentan, se convirtió en habilísimo, aunque anónimo armero en España; y de la súbita aparición de un gran director de orquesta americano, Leopold Stokowski, que hablaba con ostensible acento ruso, pero resultó ser la misma persona que de chaval, auténtico cockney londinense, durante cinco años había sido organista en la iglesia de St. James en Piccadilly.
Nos avergüenza mencionar hechos como la negativa con que Ana Paolova rehusó danzar una «disparatada insensatez» como El pájaro de fuego de Stravinski… o la frustrada tentativa de Bing Crosby de cantar la particella protagonista del Rigoletto de Verdi, con la compañía de Ópera de San Francisco.
Intentamos inútilmente encontrar respuesta apropiada a los eternos «porqués» de la música. ¿Por qué Bach, el más puro y grandioso de todos los compositores, a quien (según Schumann) «la música debe el mismo infinito agradecimiento que una religión debe a su fundador», por qué Bach había sido totalmente olvidado un siglo después de su muerte hasta el punto de que sus manuscritos eran utilizados como envoltorio en las tiendas de ultramarinos y en las carnicerías? ¿Por qué Louis Spohr, músico inteligente y de espíritu progresivo erró tan lamentablemente en su juicio sobre la IX Sinfonía de Beethoven llamándola «monstruosa, de mal gusto y tan trivial que no puedo comprender cómo un genio de la magnitud de Beethoven pueda haberla escrito»? ¿Por qué Chaikovski, cinco días después del estreno de su Sinfonía Patética, bebió aquel fatal vaso de agua contaminada por el cólera?
Y ¿por qué Rossini, durante los últimos cuarenta años de su vida, no escribió ninguna ópera más? Murió a los setenta y seis años, pero, después de haber compuesto su Guillermo Tell a la edad de treinta y siete, jamás volvió a escribir una nota para la escena. Las razones de esa retirada tan prematura han traído de coronilla a generaciones enteras de biógrafos. Después de un triunfo no superado por otro alguno en su propia brillantísima carrera, abandonó sus cargos oficiales, retiróse en su hogar, rehusó toda suerte de invitaciones y durante el resto de su vida permaneció apartado del teatro y de la ópera. ¿Por qué? Tal vez fuera por indolencia o indiferencia, tal vez por haber alcanzado un punto de saturación artística y económica, quizá por mal estado de salud, temor de un fracaso, celos de los rápidos progresos de Meyerbeer, o terror, pánico de posibles críticas adversas.
Un día, su amigo Maffei preguntó descaradamente a Rossini:
—¿Por qué, Gioachino, por qué te has retirado?
—Escribía óperas —replicó el compositor—, cuando las melodías fluían abundantes en mí, cuando me perseguían…, pero un día me di cuenta de que ya no llegaban solas, sino que debía perseguirlas yo. ¡Y éste fue, amigo mío, el momento en que abandoné!
¿Por qué Schubert no terminó su Sinfonía en si bemol menor? Gracias a la intervención de Josef Hüttenbrenner, la Styrian Musik Gesellschaft de Gratz nombró a Schubert miembro honorario en 1823. Schubert escribió dando las gracias y prometió enviar a dicha sociedad, en prueba de reconocimiento, una sinfonía en la que precisamente estaba trabajando.
Un año después, Schubert entregó una partitura de música a Hüttenbrenner, rogándole que la enviara a Gratz. Josef, en lugar de enviarla directamente a la sociedad, la mandó a su hermano, el compositor Anselm Hüttenbrenner, funcionario de la misma. Sea cual fuese la razón, Anselm no entregó nunca el manuscrito de Schubert a la sociedad; guardóselo y lo metió entre sus propias composiciones.
Cuarenta años después, Josef Hüttenbrenner, tratando de despertar el interés del director Johann Herbeck hacia las composiciones de su hermano Anselm, mencionó que éste estaba en posesión de un tesoro: una sinfonía inédita, en si bemol menor, de Schubert. Herbeck fue a ver a Anselm:
—¿Qué es lo que cuenta su hermano sobre una sinfonía de Schubert, que dice estar en posesión de usted?
Hüttenbrenner se dirigió a una vieja arca y volvió con un montón de papeles. Herbeck miró la primera página:
—¿Me permite llevármela?
Así, treinta y siete años después de la muerte de Schubert, la Sinfonía Inacabada inició su carrera triunfal hasta convertirse en la composición orquestal más popular en el mundo entero.
¿Qué sucedió con el resto de la obra?
¿Había escrito Schubert los dos últimos movimientos y los había perdido después, como perdió tantos otros manuscritos en el bohemio desorden de su vida vienesa? ¿Encuéntranse todavía escondidos en alguna parte, esperando ser descubiertos un día? ¿Fueron robados por Anselm Hüttenbrenner, compositor mediocre y fracasado, para tratar de adornarse con plumas ajenas? ¿Tal vez Herbeck, músico distinguido y de exquisito gusto, los destruyó por considerarlos indignos de los tiempos precedentes? ¿No había Schubert terminado la obra porque nuevas ideas bullían en su cabeza y pensó que acabaría la composición más tarde, en momento oportuno? ¿O tal vez él mismo tuvo el sentimiento de que nunca de nuevo podría alcanzar y menos superar ese glorioso vuelo hacia las más altas regiones de la música sinfónica?