Anécdotas musicales (II)
¿Quién se acuerda hoy de Raimondi, el gran Pietro Raimondi, maestro di capella en San Pedro de Roma, amigo y protegido de Franz Liszt? Raimondi legó al mundo un catálogo de obras insuperado en extensión y extravagancia. Componer óperas u oratorios, aunque fueran supercolosales, no bastaba para satisfacerle. Durante su vida escribió 62 grandes óperas, 20 ballets, 8 oratorios, 4 misas, varios Réquiems, Tedéums, Misereres, Stábat Máters, Tántum Ergos y puso música al libro completo de los Salmos. Como contrapuntista escribía con tan fácil naturalidad que provocaba la envidia de cualquier estudiante de música. Entre sus 50 Fugas, hay una (Riemann la llama «el non plus ultra en cantidad de voces») a 64 partes, para coro de 16 voces; una combinación que da vértigo nada más de verla.
Su piéce de resistence, sin embargo, era una trilogía de oratorios: Putifar, Faraón y Jacob. Aunque cada uno de ellos constituye una obra separada, Raimondi consideraba que la culminación de su carrera consistía en ejecutar los tres en una sola sesión. Después de una labor titánica para reunir no sólo un ejército de solistas, coristas e instrumentistas, sino también un auditorio benovelente y lleno de paciencia, consiguió su glorioso objeto; las tres obras, bajo el título José, fueron presentadas juntas en el teatro Argentina de Roma. Fue un formidable éxito para el compositor; su último éxito.
Exhausto después de concebir, organizar y dirigir la ejecución de tan vasta obra, Raimondi fue languideciendo lentamente hasta morir en la paz del Señor.
También Lorenzo Perossi fue maestro di capella en San Pedro de Roma y la mayoría de sus obras han caído en el olvido. Pero no ha desaparecido todavía una generación que le consideró como uno de los más grandes de la música. Se escribieron libros sobre su personalidad, se dedicaron análisis didácticos a sus obras, y Romain Rolland saludó en él el advenimiento de un genio musical de primera magnitud.
En los años del último cambio de siglo no hubo seguramente otra personalidad musical que provocara más sorpresa e interés que este joven sacerdote, modesto e inteligente. Tenía veintiséis años y era delgado, moreno y elegante, cuando en 1899 sus primeros oratorios fueron publicados y acogidos con entusiasmo en Milán, Londres, Viena y París. El papa León XIII le encargó, insistentemente, la organización de toda la liturgia musical; viose colmado de honores y fue recibido cordialmente por todos los monarcas europeos.
Empezó a producir una enorme cantidad de música. Oratorios, todos sobre textos latinos; sinfonías, obras corales y para órgano fluían incesantemente de su pluma, hasta que un día, en 1917, el mundo se enteró, por una breve noticia periodística, que Lorenzo Perossi había sufrido un trastorno mental y había sido necesario recluirlo en una institución… Y así, inesperada y sorprendentemente como había aparecido, Perossi pasó al olvido, arrastrando con él la obra de su vida. En 1952 el mundo musical se enteró, con sorpresa y complacencia, de que continuaba viviendo y, con motivo de cumplir los ochenta años de edad, había recibido la bendición del Papa.
Fue necesario que pasaran más de tres siglos para que Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, fuera reconocido como una de las más grandes figuras de la música. Sólo la aparición de pianistas intrépidos como Liszt, Wagner, Debussy y Strauss, y las investigaciones fascinantes de Cecil Gray y Philip Heseltine, hicieron que el mundo tomara conciencia de que muchos años antes, alrededor de 1600, había vivido en Nápoles un hombre que fue un compositor de los que hacen época, pero al mismo tiempo un sanguinario asesino por partida doble.
A los veintiséis años Gesualdo se casó con doña Ana de Ávalos, la mujer más hermosa del reino de las Dos Sicilias, quien, a pesar de su extrema juventud (tenía sólo veintiún años), había ya enviudado dos veces. Un día, a los cuatro años de su matrimonio, doña Ana conoció en un baile al joven duque de Andría, descrito como un Adonis por sus contemporáneos. El hecho de que él también fuera casado, no impidió que la pareja cayera en las redes del amor y se lanzara a una aventura apasionada.
Mientras en el suntuoso Palazzo Sansevero Gesualdo, en compañía de su amigo y libretista Torcuato Tasso, trabajaba en sus elegantes y melancólicos madrigales, los amantes se reunieron secretamente en la alcoba de la señora. Pero, horrorizados, viéronse descubiertos por don Giulio, tío de Gesualdo, quien estaba también perdidamente enamorado de la bella Ana. Giulio fuese directamente a contar a su sobrino lo que había sucedido. Gesualdo no le creyó: necesitaba pruebas de la infidelidad de su mujer, y para obtenerlas recurrió a la más vieja de las argucias. En la tarde del 16 de octubre de 1590 informó a su mujer de que aquella noche no regresaría a casa, pues se proponía ir de cacería. Seguidamente partió y escondiéndose en una casa vecina vigiló la llegada del Adonis adúltero. Esperó luego un tiempo prudencial, regresó a su palacio y sorprendió a los amantes. Fuera de sí, desenvainó su daga, se lanzó sobre la pareja y dio muerte a ambos, hundiendo repetida e inexorablemente el arma en sus carnes.
Habiendo vengado así su honor, el príncipe declaró abiertamente las razones de su acción y ordenó que los cuerpos de los amantes fueran expuestos a la pública vergüenza. Durante los cuatro años siguientes vivió en su bien fortificado castillo, fuera de la ciudad, con el temor constante de que algún pariente o amigo intentara vengar a la pareja asesinada. Dedicó todo ese tiempo únicamente a la composición musical.
En 1594 conoció a Eleonora d'Este, una bella muchacha de la famosa familia d'Este. Declaróle su amor y, hecho sorprendente, esta intrépida dama le aceptó y el matrimonio vivió relativamente feliz durante veinte años, hasta el fin de los días del príncipe.
Setenta años después de su muerte el gran terremoto de Nápoles destruyó el Palazzo Sansevero y su suntuosa tumba. Pero el seísmo no pudo destruir la noble belleza de sus madrigales inmortales, ni la memoria de su crimen monstruoso.
La más preciosa pieza de todo el gabinete de curiosidades es aquel voluble Don Quijote del piano: Vladimir de Pachmann. Alexander Woollcott le adoraba, Lawrence Gilman calificaba sus recitales de «vaudevilles de un solo personaje» y James Hunoker le llamaba «el gran Chopincé».
Cuenta Harold Bauer que siendo muchacho asistió a un recital de Pachmann en el St. James Hall de Londres. Su localidad estaba junto a la de un crítico musical, joven mal vestido, de luenga barba rojiza, cuyo nombre era George Bernard Shaw. Cuando Pachmann empezó sus cabriolas en el piano, Shaw meneó la cabeza y profirió una sola palabra: «¡Macaco!». Al día siguiente escribió: «Anoche Pachmann ejecutó su conocida pantomima con acompañamiento de Chopin, un compositor cuya música quisiera escuchar toda mi vida interpretada por el señor de Pachmann, si de antemano se quitaran cuidadosamente todas las teclas del piano».
El principio de la carrera de Pachmann en Rusia fue la de un pianista estupendo y avasallador, intérprete de Liszt y de Chopin, de virtuosismo sin precedentes; pero gradualmente su manera de tocar degeneró hasta que por fin la música se convirtió en un pretexto para sus caprichosas payasadas. Durante sesenta años mantuvo en vilo al público de conciertos en todo el mundo, y hasta hoy no ha sido posible aclarar si sus excentricidades fueron válvula de escape de un carácter inocente e infantil o torpes impertinencias, simplemente.
Pachmann aparecía en el estrado, avanzaba hasta el centro del mismo y después de una reverencia extremadamente solemne, anunciaba: «Empezaré con la Toccata y Fuga de Bach, una pieza muy difícil; y espero hacerlo muy bien». Después de una nueva reverencia se dirigía al piano. En una ocasión la obra fue premiada con aplausos frenéticos, en vista de lo cual Pachmann gritó al auditorio: «¡No, no, no! ¡No aplaudan! No entienden ustedes nada de música; he tocado muy mal. Ahora la tocaré de nuevo, y quizá salga mejor». Y repitió enteramente la Toccata y Fuga.
El público aún no se había recobrado de una sorpresa cuando les anunciaba: «Tocaré ahora el Scherzo en si bemol menor de Chopin, el mejor de todos los que escribió». Mientras lo interpretaba, hacía comentarios marginales: «¡Escuchen el “tumultuoso” de mi mano izquierda! Bonito, ¿verdad? ¡Ya lo creo, ja, ja, ja! Liszt lo tocaba más rápido, pero, ja, ja, ja… Rubinstein lo tocaba más lento». Al final de la pieza, antes de abandonar el escenario, declaraba: «Sí, señoras y señores, hubo dos grandes pianistas en el mundo: Liszt y Pachmann… ¡Liszt está muerto!». Y desaparecía, muy satisfecho. Mientras el público aplaudía, él echaba besos al piano y lo abrazaba tiernamente.
En otra ocasión, después de una feliz interpretación de la Invitación al vals de Weber, riendo cordialmente y frotándose las manos, aseguró al público: «Godowsky ha arreglado esta pieza. Es tan difícil que él no la puede tocar, ja, ja, ja… pero Pachmann sí. ¡Pachmann puede tocarla!».
Una noche, Ferruccio Busoni daba un recital en el Wigmore Hall; había acabado de interpretar Bach en la primera parte cuando con extrema sorpresa del artista y gran regocijo del auditorio, una figura portentosa se encaramó al escenario, besó con vehemencia los faldones del frac del pianista y vociferó: «Busoni, ¡el más gran intérprete de Bach en el mundo! Yo, Vladimir de Pachmann, ¡el más gran intérprete de Chopin!».
Con ocasión de un concierto en Chicago, Pachmann se permitió una de sus chifladuras más absurdas. A su llegada encontró la sala con la mitad escasa de las localidades ocupadas. «¡Oh, oh! —se lamentó—. ¡Esto es una vergüenza! ¡Tan poca gente para Pachmann! ¡No quiero tocar!». Y abandonó el escenario muy disgustado. En el camerino su empresario le suplicaba que desistiese de aquella locura. «Vladimir, no puede hacer eso; me costará una fortuna y ambos estaremos desacreditados. ¡Por favor, no me abandone!». Por fin, el virtuoso se dignó tocar. «Muy bien; pero sólo por consideración a usted, y con la condición de que tocaré sólo para usted y no para ese puñado de imbéciles». Y así no le quedó otro remedio al paciente empresario que salir al escenario y sentarse en una silla solitaria cerca del piano. Pachmann ignoró al público durante todo el concierto, tocó únicamente para el empresario, haciéndole, después de cada pieza, una profunda reverencia.
Una vez empezó un recital de Chopin, en Nueva York, sacando del bolsillo dos calcetines viejos que colocó reverentemente sobre el piano mientras anunciaba al sorprendido auditorio del Carnegie Hall: «Éstos, señoras y señores, son calcetines que usaba el maestro Fréderic Chopin». Más tarde, un amigo de Pachmann examinó la reliquia y diagnosticó: «Sin ninguna duda, son viejos calcetines de Pachmann, agujereados… y sin lavar».
Después de cada concierto su camerino rebosaba de admiradores y amigos, y cuando alguno de ellos le decía: «Vladimir, ¡esta noche has tocado como un dios!», reventaba de risa, hasta que se le saltaban las lágrimas. «¡Como un dios, dices! ¡Estás loco! ¡Pachmann no toca nunca como un dios! ¡No! ¡Yo toco como dos dioses, como tres, cuatro, cinco dioses, ja, ja, ja…!».