Estampas de la vida cortesana en 1679 (III)

«Se nota en Madrid general expansión y regocijo cada vez que llegan los tesoros aportados por la flota de Indias. Como aquí nadie se afana en ahorrar, ese oro abundante y que se obtiene sin trabajo se derrama por todo el mundo, y esos enormes caudales, que tanto esfuerzo representan, se distribuyen locamente y se agotan pronto. Los que ocupan altos puestos reciben sumas considerables; llaman a sus acreedores y les pagan con una magnificencia que tiene mucho de noble y generosa. No se observa en país alguno la extremada esplendidez que aquí es natural y constante, como lo es igualmente la firmeza, digna por todos estilos de admiración. Los españoles han resistido a serios bloqueos, muy largos y penosos, en los cuales, sufriendo las fatigas de la guerra, se alimentaban sólo de pan amasado con harina sin cerner y de agua estancada, cuando no hay en el mundo un pueblo más amante del agua corriente y cristalina. Se los ha visto sufrir las injurias del tiempo casi desnudos y sin descanso, entre las rocas; a pesar de lo cual, se mostraban más altaneros y briosos que cuando les rodeaban prosperidades y opulencias. Su notoria sobriedad, condición que los caracteriza, favorece mucho sus exaltaciones y les permite resistir, sin dolerse, hambres, cansancio y privaciones. Aunque se hallen en posición desahogada, comen poco, y casi nunca prueban el vino: la costumbre de no tener compañía en la mesa sostiene su frugalidad; el hombre come solo, y la esposa y la familia se arreglan como pueden sentados en el suelo, sobre un tapiz, conforme a los usos moriscos; y como, por añadidura, raras veces invitan a sus amigos para compartir con alegría el regalo de su despensa, falta la ocasión que les incite a ningún exceso. Por lo cual, dicen los españoles que comen para vivir, haciendo lo contrario de otros pueblos, que viven para comer.

»Muchas personas razonables encuentran exagerada esta constante afectación, que no consiente ninguna familiaridad en el trato y hace de la vida una constante ceremonia que no permite las naturales expansiones de un afecto. Su constante aislamiento les induce a extravagancias que llaman filosóficas; les hace reservados, sombríos, soñadores, tristes y celosos, cuando si tuvieran otra manera de vivir serían capaces de todo, porque disponen de condiciones admirables: vivacidad, ingenio, memoria, buen gusto, juicio sereno y paciencia sin límites. No se necesita más para conquistar sabiduría, para perfeccionarse, distinguirse y sobresalir entre todas las naciones civilizadas y cultas. Pero, lejos de aspirar a lo que tan fácilmente podrían obtener si quisieran, afectan una indolencia que llaman grandeza de alma, desprecian los negocios que proporcionan la fortuna, no se preocupan del porvenir, y sólo se conmueven con amores o celos que desbordan más de lo que la prudencia permite.

Una sospecha les basta para herir de muerte a su esposa o a una manceba; su amor es siempre furioso, y las mujeres encuentran sus mayores goces en las torturas que tan absurdo amor les proporcionan; y aun a riesgo de sufrir grandes peligros, prefieren esos arrebatos que ver a sus amantes insensibles ante una sospecha de infidelidad, pues la desesperación es una prueba inequívoca del cariño apasionado. Y cuando ellas aman no son más comedidas que sus amantes, contra los que proyectan y ejecutan venganzas cada vez que alguno las abandona sin motivo. De modo que los amores apasionados tienen con frecuencia un desenlace funesto.

»Poco tiempo ha, una señora de noble alcurnia, quejosa de su amante, le citó a una casa en donde se había visto ya otras veces, y le reprochó su infame conducta. El caballero se defendía con tibieza, porque juzgaba merecidos los reproches, y la dama, segura de su razón, puso en manos del caballero un puñal y una jícara de chocolate envenenado, para dejarle en libertad de elegir el género de muerte que prefiriera. El caballero no se detuvo a implorar perdón; comprendió que su amada no cedería, y era más fuerte, sobre todo en aquel lugar donde sus criados la rodeaban. Y tomando la jícara de chocolate lo sorbió sin dejar ni una sola gota. Después, tranquilamente dijo:

»“Hubiera sido mejor con algo más de azúcar, porque la ponzoña que le añadisteis amarga mucho; tenedlo presente para cuando volváis a servir a un caballero estos brebajes”. Las convulsiones le cortaron la palabra: era un veneno muy activo y la muerte no tardó en llegar. La dama, que le adoraba con locura, no se apartó de allí hasta que sintió el cuerpo helado.

»El embajador de Venecia, que es muy galante, estaba días atrás en su casa, cuando le advirtieron que una tapada pretendía verle, y que la tal señora se cubría de modo que no era posible reconocerla. Iba muy bien acompañada por dos escuderos y bastantes lacayos. El embajador la hizo entrar en su sala de audiencia, y la señora le rogó que mandara salir a todos los presentes. Cuando estuvieron solos, mostró al descubrirse su espléndida hermosura: “Yo soy de una ilustre casa —dijo— y me llamo doña Blanca de Guzmán; he atropellado cuanto la prudencia prescribe dominada por la pasión que me inspiráis, y vengo a deciros que me dejéis pasar en vuestra compañía esta noche”. Al oír tan impúdicas palabras, el embajador comprendió que la supuesta dama era una bribona que se cubría con el nombre de una mujer digna para conseguir sus livianas pretensiones. Pero le contestó cumplidamente que si hasta entonces nunca le pesaron las obligaciones que le imponía el servicio de su república, en aquellos momentos lo hubiera preferido todo a ser embajador, porque su cargo le impedía gozar las gloriosas venturas con que le brindaba una bellísima señora. Pero como no era posible prescindir para sus goces de las tiranías de su cargo, que tanto le honraba, se veía en el trance de no consentir a persona tan distinguida tal exceso, porque su debilidad y su gusto podrían acarrearle deshonrosas reclamaciones. Y atento a lo dicho, rogaba a la señora enamorada que se retirase de aquel lugar. Al oír esto la dama, se enfureció de tal modo, que después de cubrir de injurias y reproches al embajador, se abalanzó a él para herirle con un estilete; pero él pudo evitar el intento; llamó a un criado y le dijo que dieran treinta o cuarenta escudos a la señora. La cual, en tan apurada situación, comprendió la generosidad de quien así la despedía cuando pudo vengar el atentado de que fue objeto, y confesó que realmente había querido engañarle; que jamás fue cosa distinta de una desgraciada envilecida; que había tomado el nombre de una dama principal con la idea de sacar mejor provecho de su aventura en una hora de cruel desesperación; que los escuderos y los pajes que a la puerta estaban eran sus amantes, quienes la hubieran golpeado bárbaramente si ella nada les llevase. Después de lo cual, tenía que pagar los gastos de aquella mentida ceremonia. Tanta gracia le hicieron al embajador estas razones, que mandó entregar a la dama otros cuarenta escudos, porque, según dijo, al repartir su ganancia entre tantos hombres honrados quedaría muy poco para ella. El dichoso fin de aquella torpe aventura le dio ánimos para repetirla con el embajador de Francia, el cual no estuvo tan cortés ni de tan plácido humor, y no fue poca suerte para la buscona y sus acompañantes poder escapar con el pellejo sano».