Doseles, vajillas y falta de previsión
«No quiero pasar por alto una noticia: muchas personas, sin contar los príncipes, los duques y los titulados, aquí muy numerosos, usan doseles en sus casas; aun cuando hay treinta o más habitaciones, en cada una se pone un dosel. Mi prima tiene veinte (ya dije que la hizo el Rey marquesa de Castilla). Me admiro de mi propia gravedad cuando me veo debajo de un dosel, sobre todo mientras me sirven de rodillas el chocolate dos o tres pajes vestidos de negro, como los notarios. Es una costumbre a la cual no me puedo habituar, porque me parece que tanto respeto sólo debe exigirse para servir a Dios; pero aquí es de uso tan corriente, que hasta el aprendiz de zapatero, para presentar un zapato a su maestro, hinca la rodilla en tierra.
»Pocos alcanzan a tener en Francia un mobiliario tan espléndido como usan aquí las personas de posición elevada. Es necesario verlo para juzgar de una diferencia tan notable. Nunca se hace uso de vajillas estañadas, y sólo se sirve en las mesas con las de porcelana o las de plata; y un plato aquí no tiene menos peso que una fuente en Francia; porque se requiere una solidez extraordinaria como condición esencial de tales objetos.
»El duque de Alburquerque, muerto hace algún tiempo, había empleado mes y medio para pesar, al inventariarla, su vajilla de oro y de plata, compuesta, entre otras muchas piezas, por mil cuatrocientas docenas de platos, cincuenta docenas de fuentes y setecientas bandejas; el resto del servicio estaba en la misma proporción, y, además, tenía cuarenta escalones de plata para llegar a lo más alto de su aparador, formado por gradas, como un altar, que ocupaba una sala inmensa. Cuando me hablaron de tan opulento ajuar supuse que se burlaban de mí; pregunté a don Antonio de Toledo, hijo del duque de Alba, si todo ello era cierto, y me aseguró que su hermano, sin considerarse rico en vajilla de plata, poseía seiscientas docenas de platos y ochocientas fuentes. Tan espléndido servicio sólo es necesario en banquetes de bodas muy sonadas por la calidad y el número de invitados. Tal riqueza se funda en que las vajillas de plata vienen ya labradas de las Indias y no pagan derechos reales. Su hechura es bastante tosca, como la de las monedas que se acuñan en los galeones mientras éstos regresan de aquel país.
»Es digno de compasión el desconcierto en las casas de los magnates, muchos de los cuales no quieren ir a sus estados (así llaman a las tierras, villas o castillos de su propiedad); pasan la vida en Madrid, y dejan todos sus bienes en manos de un administrador, que finge mucho interés hacia su dueño, y sólo por su particular provecho se afana, mientras el magnate no se digna siquiera enterarse de si le dice verdad o mentira; descender a tal información sería para su altivez una ruindad. Esto me parece un abandono muy grande, y juzgo un defecto no mayor al adquirir tal abundancia de vajilla para comer solamente de ordinario un par de huevos y un pollo.
»Pero no sólo en estas cosas yerran: en otras muchas también suelen descuidarse, y no es lo mejor atendido cuanto se refiere al gasto cotidiano de la casa. Nadie hace provisiones de nada y es preciso comprar todos los días al fiado lo que se necesita del panadero, del carnicero, del pastelero y de todo, sin preocuparse de lo que los vendedores apuntan en sus libros y sin rectificar nunca sus cuentas exageradas y engañosas.
»Algunas veces mueren de hambre los caballos de una cuadra por faltarles pienso; y cuando alguna persona, sea cual fuere su condición, después de acostarse necesita cualquier alimento, vese obligada a prescindir durante toda la noche de lo que sea, porque no ha quedado en la casa ni vino, ni agua, ni pan, ni carne, ni carbón, ni velas: nada enteramente; pues aunque todo se compre con abundancia, los criados tienen la costumbre de llevárselo todo cuando se retiran, y así cada día es necesario hacer iguales provisiones. En general, se desprecia tanto al comercio, que no se hallaría hidalgo presuntuoso (ni entre aquellos cuyos recursos escasos les obligan a sobrellevar una dura existencia) capaz de regatear una tela, una puntilla o una joya, ni de recoger el sobrante cuando el tendero se lo ofrece, porque el valor de las monedas desembolsadas excede al precio de las mercancías; y como si eso no fuera ya suficiente, aun regalan al vendedor, por el trabajo de haberles complacido, una cantidad a veces más importantes que la representada por los objetos comprados. Así, cuando alguien adquiere las cosas a precio justo, lo debe a la conciencia del comerciante, que no quiso abusar de las ventajas que le ofrece un orgullo tan exagerado; y como son muchos los que toman a cuenta cuanto necesitan, y arrastran algunas veces créditos de dos años, no son pocos los que se hallan al fin agobiados por las deudas.
»Raras veces dan ocasión los que así obran a que intervenga en sus asuntos la justicia, y espontáneamente reparten sus bienes entre sus acreedores para evitarse un proceso: los reúnen, les ofrecen una parte de sus tierras para que su disfrute durante un cierto número de años baste a saldar las deudas, o se las ceden por completo, reservándose una renta vitalicia que no puede ser nunca mermada por los nuevos acreedores que más adelante presten algo al arruinado caballero. Para que nadie pueda llamarse a engaño, se publican los tratos hechos por el señor con sus prestamistas. Todo el papel de oficio está sellado y cuesta bastante. En cierta época se distribuyen los procesos instruidos en Madrid, sin resolver gran cosa; se meten en un saco los documentos, en otro los del otro, y los que abarca la instrucción en un tercero. Al llegar el tiempo elegido, se remiten a los tribunales más lejanos y como se guarda con mucho secreto un registro en el cual se inscriben los lugares adonde los procesos fueron enviados, nadie sabe nada del suyo hasta que se dicta la sentencia. Esto evita recomendaciones y solicitudes, que deben ser siempre prohibidas. En cuanto a los asuntos que se ventilan sin salir de Madrid, sea en la Corte sea en la villa, suelen arruinar a los interesados por su mortal duración. Los escribanos españoles son muy arteros y explotan lindamente su oficio».