El convento de Lerma

El convento de Lerma estaba cerca del castillo o, mejor dicho, del palacio ducal, y la condesa D'Aulnoy y sus acompañantes quisieron visitarlo. Un conserje los guió.

«Nos hizo atravesar una galería, al fin de la cual descubrimos una reja, en la que aparecieron luego varias religiosas bellas como soles, amables, regocijadas y jóvenes, que discurrían acerca de todo con sumo acierto.

»Hablaba yo con la abadesa cuando una niña entró a decirle algo en voz baja, y, hecho el recado, supe que una dama de alta calidad, hija de don Manrique de Lara, duque de Valencia, y viuda de don Francisco Fernández de Castro, conde de Lemos y Grande de España, vivía retirada en aquel convento, y cuando averiguaba que alguna dama francesa se detenía en Lerma le rogaba que la visitase. Prometí hacerlo y la niña le llevó mi respuesta.

»La dama se acercó a la reja poco rato después, vestida como las españolas de cien años ha. Llevaba chapines, que son una especie de sandalias que no aguantan mucho el pie, y con las cuales no es posible andar sin el apoyo de otra persona; sostenían a la condesa las dos hijas del marqués del Carpio, una rubia, cosa poco frecuente en España, y la otra con los cabellos negros como el azabache. Su hermosura me sorprendió, y para mi gusto sólo las encontré algo delgadas; pero esto no es un defecto en un país donde agrada ver los huesos dibujados a través de la piel[2]. El traje de la condesa de Lemos me pareció tan extraño que me impuso cierta preocupación. Aquella señora vestía una especie de corpiño de raso negro, abrochado con gruesos rubíes de un valor considerable, y tan subido el cuello como un ajustador, con mangas estrechas rematadas en altas hombreras. Un espantoso guardainfante, que no le permitía sentarse como no fuera en el suelo, ahuecaba una falda bastante corta de raso negro, acuchillado profundamente con brocado de oro. Llevaba un cuello alechugado y un collar de magníficas perlas y diamantes. Sus cabellos eran blancos, pero los ocultaba cuidadosamente bajo una blonda negra. Tenía setenta y cinco años, y juzgué que había sido extraordinariamente bella; sus ojos brillaban aún y su piel estaba tersa, libre de la más insignificante arruga. Fuera difícil encontrar un carácter más delicado y más vehemente que el de la anciana condesa. Su talento chispeante y su hermosa figura, según me refirieron, habían lucido mucho entre la sociedad de su tiempo. Yo la contemplaba como se contempla una interesante antigüedad».