Clemenceau

Uno de los personajes con más anécdotas de la historia contemporánea de Francia es sin duda Georges Clemenceau, el célebre político y periodista que empezó su carrera como médico y que fue el alma francesa durante la Primera Guerra Mundial de 1914-1918. Nació en 1841 y murió en 1929. Durante la guerra fue llamado el Tigre, y terminada la misma se presentó como candidato a la Presidencia de la República, pero fue derrotado.

Desde joven militó en los partidos revolucionarios y se cuenta que durante la revolución de 1870, a la caída de Napoleón III, mientras Gambetta llamaba al pueblo a las armas Clemenceau se encontraba con algunos amigos en una subasta de porcelanas. Entraron en la sala algunos ciudadanos y le informaron de lo que sucedía en aquel momento por las calles de París. Clemenceau salió rápidamente a unirse a los revolucionarios, e invitado a hablar lo hizo con mucho ardor, pero con pocos gestos y con las manos en los bolsillos. Sus amigos, habituados a su oratoria violenta, no sabían explicarse la razón de ello. Más tarde el mismo Clemenceau explicó el misterio: había comprado unas tazas chinas y las llevaba en los bolsillos, y no había gesticulado por miedo a que se rompiesen. Muchos años después, bromeando sobre el episodio, decía:

—En una revolución lo más difícil es salvar la porcelana.

Cuando era director del periódico La Justice dio una lección de periodismo a un nuevo redactor:

—Mire, muchacho, escribir en un periódico es fácil: verbo, sujeto, atributo… y cuando quiera poner un adjetivo me lo consulta.

En una reunión electoral, mientras hablaba, se oyeron unos gruñidos procedentes del fondo de la sala. Los acompañantes de Clemenceau se irritaron, pero él dijo simplemente:

—Dejadlos. Incluso los cerdos tienen su modo de expresar sus pensamientos.

Como es natural los gruñidos cesaron inmediatamente.

En su juventud había hecho representar una comedia titulada El velo de la felicidad, que fue atacada ferozmente por Catulle Mendès. Algunos años después, cuando Clemenceau era director del periódico L'Aurore, se le presentó el crítico de teatro diciendo que se estrenaba una obra de Mendès y que quería saber qué debía decir de ella.

—Me parece que le he dado siempre independencia de criterio.

—Sí, pero en esta ocasión, tratándose de Catulle Mendès…

—Sí, es verdad, entre él y yo hubo una vez divergencias literarias. Bien, si la comedia es buena dirá que es bonísima y si es mala dirá simplemente que es buena.

Un día estaba en la redacción del citado periódico con su colaborador Mirbeau cuando una detonación les sorprendió y una bala de revólver, atravesando la sala, agujereó el cristal de una ventana.

Mirbeau se precipitó a la sala vecina, en la que unos periodistas espantados miraban a un hombre que llevaba un revólver en la mano.

—Es un loco —dijo Clemenceau.

—No, es un anarquista —le respondió Mirbeau. En esto llegó la policía que se llevó al hombre que gritaba desesperadamente.

—¡Viva la justicia!

—Veis cómo tenía razón yo —exclamó Clemenceau—, es un loco.

Un día, antes de ser ministro se encontraba en la Cámara de los Diputados. Debutaba un joven diputado, que con un magnífico discurso asombró a la asamblea. Al terminar, Clemenceau se acercó al joven y con entusiasmo le dijo, mientras intentaba abrazarlo:

—Bravo, muchacho, venid que os estreche sobre mi corazón. El joven diputado, que era hombre ingenioso, le respondió:

—Colega, me asusta el vacío.

La respuesta gustó a Clemenceau, que más tarde, cuando fue llamado a ser presidente del Consejo de Ministros, le ofreció una cartera.

En 1906 accedió a la presidencia del Consejo; como siempre había sido un revolucionario, un conocido le preguntó qué pasaría si se levantasen barricadas en París.

—Lo mismo de siempre, pero ahora estaría en el otro lado. A eso se le llama política.

Un día el prefecto de un Departamento se presentó ante Clemenceau y le dijo:

—Me han dicho que quiere destituirme. ¿Es verdad?

—Sí.

—¿Puedo saber la razón? ¿Porque soy un pillo o porque soy un imbécil?

—Una cosa no excluye la otra —respondió inexorable Clemenceau.

Se hablaba un día de periódicos y periodistas y se citó el caso del director de cierto diario.

—Por lo menos éste —dijo a Clemenceau un amigo— no ha pedido nunca nada ni ha solicitado nada de los fondos secretos.

—Es verdad —dijo Clemenceau—, pero con los periodistas pasa como con las mujeres, que las que no piden nunca nada son las más caras.

En 1909 Clemenceau debió someterse a una operación quirúrgica. Fue ingresado en una clínica y asistido por una monja, sor Luisa, que soportaba el mal humor del paciente. Al final éste, emocionado por el buen trato que había recibido de la buena monja, le dijo:

—Como agradecimiento a su bondad procuraré que le den las palmas académicas.

Las palmas son una condecoración inferior a la cruz de la Legión de Honor. La monja, con fino ingenio, contestó a Clemenceau enseñando el crucifijo que llevaba en el pecho:

—Gracias, pero sería degradarme, porque ya tengo la cruz.

Recordando que en su juventud había sido médico, un amigo le consultó:

—Siento un extraño cansancio…

—Trabajas demasiado.

—Un aburrimiento mortal…

—Te escuchas demasiado.

Un día estaba hablando mal de un ministro y un amigo le dijo:

—Me asombra que hables tan mal de él.

—Es que es un idiota.

—Pero precisamente tú le has nombrado ministro. ¿No lo sabías cuando le escogiste?

—Dime la verdad —respondió Clemenceau después de un momento—. ¿Por ventura conoces a alguien más idiota que él?

Un día Clemenceau vio al diputado Michon que en el bar de la Cámara se metía en el bolsillo de la americana algunos emparedados. Él, con extrema habilidad, se los fue sacando sin que Michon se diese cuenta de ello, y que sólo reaccionó cuando los otros parlamentarios reían a mandíbula batiente. No dijo nada, pero, naturalmente, quedó muy molesto por el hecho. Algunas semanas después tuvo lugar la elección de presidente del Congreso y uno de los candidatos era Clemenceau. Michon, que debía darle el voto, recordó la broma, y como por otra parte era demasiado honrado para dar su voto al adversario se abstuvo de votar. Hecho el escrutinio los dos candidatos tuvieron idéntico número de votos y fue elegido el candidato opuesto a Clemenceau, por razones de edad. Así, por un voto, el del devorador de emparedados, Clemenceau perdió el deseado puesto.

Su programa político era muy sencillo.

—Ante todo es necesario saber lo que se quiere. Cuando se sabe lo que se quiere es necesario tener la valentía de decirlo. Y cuando se ha dicho es necesario tener la valentía de hacerlo.

Cuando las potencias aliadas se reunieron después de la guerra en París, el delegado americano propuso que las reuniones no se prolongaran más allá de las seis de la tarde porque él, por consejo del médico, tenía que reposar algunas horas antes de la cena. El delegado italiano propuso que no se reuniesen antes de las tres porque debía reposar después del almuerzo. El delegado inglés calló.

Entonces el viejo Clemenceau, que presidía, dispuso:

—Las reuniones empezarán a las tres y terminarán a las seis. Así el delegado americano podrá dormir después de la reunión, el delegado italiano antes de la reunión y el delegado inglés durante la reunión.

Cuando Paderewski era presidente de la República de Polonia se encontró con Clemenceau, entonces presidente del Consejo de Ministros. Fueron presentados y Clemenceau dijo al maestro:

—¿Paderewski? ¿Es usted Paderewski, el célebre pianista? ¿Le han hecho presidente de la República? ¡Oh, pobre, qué decadencia!

Cuando el doctor Voronof popularizó su método de rejuvenecimiento lo ofreció a Clemenceau, el cual lo rechazó diciendo:

—No digo que no, pero hablaremos de ello cuando sea viejo. Tenía ochenta y tres años.

La casa de Clemenceau daba al jardín de una residencia de jesuitas en el que había un gran árbol que impedía que Clemenceau tomase el sol. Pidió, pues, a sus vecinos si podían hacer algo podando el árbol; pero la respuesta fue más drástica, pues lo cortaron. El viejo político se apresuró a dar las gracias al superior de la residencia con una carta que empezaba:

—Padre. Permítame que le llame así pues gracias a usted he visto la luz del día…

La respuesta decía:

—Señor Presidente. Celebro haberle dado la luz del día. Desearía también haberle mostrado el camino del cielo.

Dos muestras de finísimo ingenio.