DE CÓMICOS

Mi amiga Mari Santpere me refirió hace años, por allá los cincuenta, un episodio que le sucedió en cierta capital castellana cuyo nombre recuerdo, pero no quiero escribir. Y el caso fue que, llegada su compañía a dicha capital, en el hotel de primera en que había reservado habitación, la directora del mismo le dijo que no aceptaba ni toreros ni cómicos. Mari no dijo nada, pero al terminar la función de aquella noche se dirigió al público en estos o parecidos términos:

—Señoras y señores, esta compañía tenía previsto dar más representaciones de nuestra obra en esta capital, pero la señora Tal, directora del hotel Cual, me ha negado el alojamiento, diciendo que en el hotel que dirige no se admitían ni cómicos ni toreros. Por lo cual sigo esta noche hacia X, en donde descansaré hasta el día que me toque dar las representaciones anunciadas.

El revuelo que se armó fue considerable, intervino el gobernador civil, que dio orden, so pena de sanción, de que se albergase a la «cómica» y que desde aquel momento no hubiese nunca discriminación de personas por su profesión.

Esta señora debía de ser contemporánea de Fernando VII y debía de ignorar que un grande de España llamado Fernando Díaz de Mendoza, conde de Balazote y de Lalaing, marqués de Fontanar, con derecho a cubrirse ante el rey y a sentarse en el Senado, ejerció con gran éxito y aplauso la noble, bella y honrosa profesión de cómico.

He dicho que la citada directora era contemporánea de Fernando VII, porque en 1832, y reinando aquel monarca, acaeció un hecho que don Ramón de Mesonero Romanos narra en su libro Memorias de un setentón.

«… Y aconteció una noche de baile (creo que era la del domingo de carnaval) que, estando en lo más animado de él, con la concurrencia de todo lo más distinguido de la Corte, empezando por los infantes don Francisco de Paula y doña Luisa Carlota, grandes títulos y cortesanos, con toda la brillante juventud de la clase media, rivalizando todos en el lujo de los disfraces, en lo animado de los chistes y bromas y en el clasicismo de la danza (porque entonces se bailaba de verdad), acertóse a presentar en la sala, vestido de frac y con la cara descubierta, el actor Valero, el mimo que aún hoy[4] ostenta sobre su frente artística tan preciados laureles. Todo el mundo sabe el injusto desdén o menosprecio en que hasta estos últimos tiempos se tuvo la profesión escénica y lo que entonces quería decir “cómico” a quien se le negaba hasta el mezquino “don”. Pues bien, en esta sociedad, compuesta, como queda dicho, de palaciegos y personajes, provocó la arrogancia del actor un bisbiseo general, que, pasando a manifestaciones descorteses, y después a verdadera agresión contra el cómico que así se atrevió a hombrearse con aquella sociedad, le fueron acosando con sus indirectas, nada benévolas, y empujándole hacia la puerta, hasta que le obligaron a salir del salón. Indignado, como es natural, el actor ultrajado, corrió, según se dijo, al teatro del Príncipe, donde a la sazón se hallaban el rey y la reina y, penetrando hasta su presencia, quejose amargamente del insulto que acababa de sufrir en una sociedad compuesta en su mayor parte de personajes de la Corte. Fernando, que en esta, como en otras ocasiones, no escrupulizaba en declararse en contra de sus propios servidores, habló al corregidor Barrafón a fin de que arreglase este asunto a satisfacción del actor, y he aquí la razón por la cual, hallándome yo durmiendo sosegadamente, a eso de las diez de la mañana del día siguiente, me hallé con una cita del señor corregidor en que se me mandaba presentarme a su señoría inmediatamente. Hícelo así y el corregidor Barrafón, que desde la publicación reciente del Manual de Madrid, me había tomado afecto, me dijo que, siendo el único de los que componían la junta del baile de Solís, a quien conocía, me llamaba para averiguar qué era lo que la noche antes había sucedido con el actor Valero y sobre quién debía recaer la responsabilidad de aquel desmán.

»Yo le manifesté lo poco que me era conocido, y que no podía designar persona o personas que fuesen los iniciadores del atropello; sólo, sí, que individuos de la junta lo habíamos sentido en extremo, y que la concurrencia estaba formada en su parte de magnates de la Corte, oficiales de la guardia real, etc. “Pues bien, a pesar de esto —dijo Barrafón—, yo tengo orden expresa de su majestad, para arreglarlo (y entonces me contó la queja producida por Valero ante la real presencia) y, en su consecuencia, prevengo a usted, para que lo ponga en conocimiento de la junta, a fin de que el insultado reciba una justa satisfacción, que es la voluntad de su majestad que para el baile de mañana la junta invite oficialmente a Valero, remitiéndole un billete personal, y usted me dará cuenta de haberlo verificado en los términos que expresa esta comunicación”.

»Cuando regresé a la junta, que tenía sus reuniones en la casa del Conservatorio de Artes, calle del Turco, y puse en su conocimiento la orden terminante de la autoridad, se armó “una de mil demonios” entre sus individuos, pues los había de cabeza caliente; pero todo fue inútil. Su majestad lo manda, y aquí traigo la orden del corregidor; conque no hay más remedio que cumplirla y remitir a Valero su billete, con el correspondiente oficio.

»Hízose así, y llegada que fue la noche, se presentó Valero en la sala, de frac, como la anterior; paseó dos o tres veces el salón en distintas direcciones y todo el mundo calló, sin decir esta boca es mía».

¡Qué lejos estamos hoy de aquellos tiempos! Vemos cómo en las fiestas de la jet-set y en las páginas de las revistas del corazón se codean los aristócratas y millonarios con los toreros y con los o las artistas de la canción y del tronío. Por lo menos mientras dura el éxito de los últimos o mientras su situación económica les permite asistir a las fiestas. Pero esto pasa con todas las profesiones.