CIENCIA Y TÉCNICA (I)

Debo confesar mi ignorancia más total sobre estos dos temas. Recuerdo que en el bachillerato de mi adolescencia estudié aritmética, geometría, álgebra, trigonometría, física, química y alguna cosa más. Tuve buenas notas debido a mi memoria, pues me aprendía los teoremas, los axiomas, las leyes, los corolarios de memoria y los recitaba como un loro sin comprender nada de lo que decía. En un examen me tocó el teorema de Pitágoras, salí a la pizarra y lo desarrollé tan bien que me dieron sobresaliente; pero en verdad ni entonces ni ahora me ha interesado la vida privada de las hipotenusas y de los catetos, y me tiene sin cuidado los cuadrados respectivos. Me parece que fue Newton quien imaginó un binomio en el que entran una A, una B, unos cuadrados y alguna cosa más. Ya no me acuerdo de ello.

Sé que existe un principio de Arquímedes sobre los cuerpos sumergidos en el agua que cuando el sabio griego lo descubrió salió a la calle desnudo gritando: «Eureka, eureka» («Lo encontré, lo encontré»). Yo sólo sé que los cuerpos sumergidos en un líquido se mojan, excepto en el mercurio, en el que es difícil sumergirlo, y confieso paladinamente que cuando me ducho mi preocupación mayor es la que no me entre jabón en los ojos. Sé que el aire pesa porque me lo han dicho personas que me merecen crédito y porque Galileo hizo el experimento de llenar de aire una vejiga de vaca, pesándola antes y después del experimento; como pesaba más después, dedujo que el aire pesaba. Hasta aquí llegan mis entendederas, pero no mucho más lejos.

En cuanto a la técnica mi máxima habilidad consiste en enroscar y desenroscar bombillas. Una vez me atreví a arreglar un enchufe y fundí todos los plomos no de mi piso, sino de toda la casa. No sé conducir coche, y cuando me hablan de cilindros, embragues, carburadores y otras cosas por el estilo debo recurrir al diccionario para saber de qué se trata. A lo máximo que he llegado ha sido ir en bicicleta y tuve que dejarlo porque cuando saltaba la cadena no sabía cómo arreglarlo. En fin, que soy una calamidad. Y ahora preguntarán ustedes, si confieso que no entiendo nada de ciencia ni de técnica, si todo aparato en el que entren más de dos tornillos o funciona a base de electricidad es un misterio para mí, que coloco en el estante inferior al de la Santísima Trinidad, ¿por qué diablos me pongo a hablar de ciencia y de técnica? Pues, muy sencillo, porque a lo largo de la historia hay muchos lances pintorescos o curiosos que me han interesado y que me gusta explicar.

He aquí uno de ellos.

Una vez el rey Tolomeo, por allá el año 300 antes de Jesucristo, preguntó a Euclides si para aprender geometría había un camino más corto que el de sus Elementos. Euclides le respondió:

—En la geometría no hay un camino especial para los reyes. Un sabio chino del siglo IV antes de Cristo respondió a un hombre que le preguntó si la ciencia era provechosa para el hombre y si no era un sueño creer medir las fuerzas de la naturaleza. Chang Tsu, que éste era el nombre del sabio, respondió con una fábula:

—Una vez soñé que era una mariposa que revoloteaba por todas partes. Me daba cuenta de que seguía mis fantasías y mis deseos de mariposa mientras ignoraba mi cualidad de hombre.

»De improviso me desperté, volviendo a ser yo mismo, y desde entonces ya no sé si antes era un hombre que soñaba ser mariposa o ahora soy una mariposa que sueña con ser hombre.

No sé exactamente qué tiene que ver esto con la ciencia, pero, en fin, la anécdota es bonita y ahí queda.

Demócrito de Abdera es el más moderno de los filósofos antiguos. Sostuvo que la materia está compuesta de átomos —del griego a, que significa «negación», y tomos, que significa «cortar», es decir, que no puede ser dividido— tan pequeños que no se pueden ver, los cuales forman figuras varias y de diferente magnitud, que se mueven y chocan en el vacío y que, uniéndose, forman las cosas. Pensaba también que el mundo existe en infinitos mundos que nacen y mueren como los hombres. Hoy se sabe que el mundo es finito y que los átomos pueden dividirse, pero no hay ningún género de duda que Demócrito de Abdera, y siglos después Lucrecio en su De rerum natura, adivinaron la existencia de los átomos, idea que fue abandonada después.

Entre los antiguos griegos se tenía a la ciencia en alta consideración, no así a la técnica o artes mecánicas, por una razón muy comprensible para quien como el pueblo griego esté enamorado de la belleza: trabajar ensucia. Jenofonte dice: «Lo que nosotros llamamos artes mecánicas son justamente consideradas deshonrosas en nuestras ciudades porque estas artes perjudican los cuerpos de los que las practican, obligándoles a una vida sedentaria y encerrándolos en sus talleres a veces obligándoles a pasar todo el día al lado del fuego. Este gasto físico lleva indefectiblemente a un deterioramiento del espíritu. Por otra parte, los que se dedican a estos trabajos no tienen tiempo de pensar en otras cosas y son considerados amigos tibios y malos patriotas, y en algunas ciudades, sobre todo en las guerreras, está prohibido por la ley que un ciudadano libre tenga una profesión mecánica». Como dice Sagredo, seudónimo del historiador de la ciencia Rinaldo de Benedetti, no es extraño que con tales prejuicios la ingeniería griega no haya sabido sacar gran cosa de la ciencia matemática y física de su tiempo y que los griegos, ingeniosísimos descubridores de teoremas y de verdades abstractas, no nos hayan dejado invenciones importantes.

En el capítulo XX del Timeo de Platón se habla de los triángulos rectángulos y más exactamente de los triángulos rectángulos escalenos, y el Timeo afirma: «De todos los triángulos, hay uno que es el más hermoso: aquel que repetido forma un tercer triángulo, que es el equilátero». Ahora bien, el triángulo rectángulo que repetido forma el triángulo equilátero es aquel que tiene un ángulo de 60°, el otro, por consecuencia de 30°, aquel en el cual el cateto menor es la mitad de la hipotenusa. «Decir por qué es el más hermoso —continúa el Timeo— sería demasiado largo, pero a quien contradice esto, y encuentre que no es así, como premio le reservamos nuestra amistad», como verán mis lectores la belleza de los triángulos era más importante para Platón que su utilidad.

No se crea que la idea de belleza desapareciese en la matemática con la desaparición de los griegos. Hacia el año 650 de nuestra era en el libro indio Brahmagupta se proponen problemas como éste: «Cariñosa y amable Lilivati, de ojos semejantes a una joven gacela, dime: ¿Cuál es el resultado de multiplicar 135 por 12?». Como se comprenderá, la cariñosa Lilivati, si es que su novio le proponía un problema semejante, debería contestar algo así como: «déjate de problemitas y bésame, que eso me gusta más».

En el mismo libro se encuentra este problema que copio íntegramente para que sirva de rompecabezas a mis lectores: «Hermosa muchacha de luminosos ojos, dime: ¿cuál es el número que multiplicado por 3, aumentado los 3/4 del producto, dividido por 7, disminuido en un tercio del cociente, multiplicado por sí mismo, restándole 52, mediante la extracción de la raíz cuadrada, sumándole 8 y dividiéndole por 10, el resultado es 2?». Naturalmente, si la Lilivati en cuestión era una muchacha normal, a mitad del problema habría dejado a su novio en la estacada y buscado otro con menos aficiones a la matemática y más a la anatomía comparada. Aunque hay quien asegura que la Lilivati en cuestión, la cariñosa y bella muchacha de los luminosos ojos, la mujer fascinadora, era en este caso personificación de la matemática. Debo declarar que ni con personificaciones semejantes los números y las operaciones conseguirían interesarme.

En otro campo y saltándonos años y temas, Marco Polo explica, en su relato de viajes Il milione, que los chinos «cavan en las montañas unas ciertas piedras negras que se encuentran en forma de yacimientos. Cuando se las enciende queman como el carbón de leña y aguanta el fuego mejor que la leña de tal manera que se mantiene durante toda la noche y a la mañana siguiente se las puede encontrar todavía encendidas. Estas piedras no dan llama, excepto en el momento de ser encendidas, pero desprenden gran calor». Naturalmente se trata de la hulla, que en aquellos años, 1295, no era conocida todavía en Europa. Descripciones como ésta lucieron que se creyese a Marco Polo como un mentiroso excepcional. Pero en 1458, cuando Eneas Silvio Piccolomini, el que fue papa Pío II, visitó Inglaterra, anotó en su diario que en aquel país a los pobres que mendigaban a la puerta de las iglesias se les daba piedras como limosna. «Hemos visto mendigar en los templos gente casi desnuda, la cual cuando recibía la limosna de piedras se iba muy contenta. Aquella especie de piedra, que debe contener azufre u otra materia rica, se quema en vez de leña, que abunda poco en este país». Es uno de los primeros documentos del empleo en Europa del carbón fósil.