ANECDOTARIO (X)
De cómo se preparaban las elecciones a diputados en pasados tiempos —no sé si ahora pasará lo mismo— lo demuestra la anécdota siguiente:
Don Ramón de Campoamor, el autor de las Humoradas y El tren expreso, no tenía ambiciones políticas, pero su amigo Romero Robledo, gran muñidor electoral, quiso hacerle diputado encasillándole en uno de los distritos en los que entonces se dividía España a estos efectos. Don Ramón no se preocupó de saber por dónde había sido elegido, y cuando alguien le preguntaba por qué distrito era diputado contestaba:
—Por Romero Robledo.
Un cortesano francés acababa de morir y el duque de Grammont fue a dar el pésame a la viuda, ignorando que los dos esposos no se llevaban bien. La que debía ser desconsolada mujer dijo:
—¿Qué quiere que le diga? Yo creo que ha hecho muy bien en morirse.
—¡Ah! —dijo Grammont—. Si lo tomáis así os puedo decir que me importa un bledo que esté vivo como que esté muerto.
En el siglo XVIII abundaban en Inglaterra, como ahora en Estados Unidos, individuos que se decían enviados de Dios para predicar la buena nueva. Uno de estos profetas, llamado Atkins, fue mandado prender por el entonces célebre juez Holt.
Un fanático, partidario del preso, se dirigió a casa del lord-juez diciendo que tenía que hablarle y le contestaron que no podía recibir a nadie porque estaba enfermo.
—Decidle —replicó— que vengo de parte de Dios.
Hiciéronle entrar en la alcoba y dijo al juez:
—El Señor me envía a ti para decirte que pongas en libertad a John Atkins, su fiel servidor, a quien tienes encarcelado.
—Eres un grandísimo embustero —dijo Holt—, porque si el Señor te hubiese dado este encargo te habría dicho que yo no puedo poner en libertad a ningún preso. Lo que sí puedo hacer es dar una orden de prisión para que hagas compañía a John Atkins y en prueba de ello ahí va.
Y le puso también preso.
Cuando en Turquía imperaba, en el siglo pasado, el Imperio otomano, era tal la corrupción de los medios administrativos que hasta el sultán recibía propinas por sus firmas. Un ministro francés no quería creer en ello y avisó a su embajador en Estambul que no intentara sobornar a nadie y menos al sultán, que bastaba un obsequio cualquiera, un libro, por ejemplo.
El día de la audiencia el ministro llegó ante el sultán con un estuche en el que figuraban los nombres de «Victor Duruy. Historia de Turquía», lo que no sabía el ministro es que en el interior no había ningún libro, sino un fajo de billetes. Llegado ante el sultán, el ministro cogió el estuche y lo entregó al soberano. Éste lo abrió y dijo solamente:
—Le advierto que la historia de Duruy tiene dos tomos.
Al salir de palacio el ministro, indignado, reprendió al embajador:
—¡Ignorar que el libro de Duruy tiene dos tomos! ¡Qué pensará el sultán!
El embajador tuvo que explicar lo sucedido y, al día siguiente, se enviaba al sultán el «segundo tomo» de la historia, esta vez sin encuadernar.
Ni que decir tiene que la gestión del ministro francés fue un éxito.
Hay quien comprende tan rápidamente las cosas que no las aprende jamás.
La anécdota anterior me recuerda otra que se ha visto atribuida a multitud de soberanos y escritores. Doy la versión española.
El rey Amadeo I de España pidió un día a Manuel del Palacio su producción literaria desperdigada en periódicos y revistas. El escritor montó en un libro una serie de recortes y los hizo encuadernar bajo el título de Obras completas de Manuel del Palacio, remitiéndolas al soberano.
Don Amadeo correspondió con otro cuaderno cuyas hojas eran billetes de banco y llevaban la siguiente dedicatoria:
«A mi admirado amigo Manuel del Palacio, por sus obras completas».
El escritor quedó tan entusiasmado que se apresuró a enviar al rey otro cuaderno con más recortes, titulándolo:
Obras completas de Manuel del Palacio (segunda edición).
El rey se apresuró a remitirle otro cuaderno de billetes con la dedicatoria:
«A Manuel del Palacio por la segunda, última y definitiva edición de sus obras completas».
Guillaume Budé, el célebre filólogo francés, se hallaba trabajando en su habitación cuando entró un criado gritando:
—¡Señor! ¡Está ardiendo la casa!
Y Budé, malhumorado y sin dejar de trabajar:
—¿La casa? Las cosas de la casa contádselas a mi mujer, yo no me ocupo de asuntos domésticos.
William Miller, el que fue alcalde de Londres, recibió la nota de gastos del entierro de su esposa.
—¿Cómo? ¿Seiscientas libras esterlinas?
—Es lo justo, señor. Magníficas libreas, seis carruajes, doce caballos, diez llorones… Hoy día todo está caro… no podemos rebajar ni un céntimo…
—Bueno, bueno, que quede así. Al fin y al cabo, mi mujer hubiera pagado el doble para que me enterrasen a mí… No quiero quedar mal.
Y pagó.
Cuando en 1789 los desórdenes en París estaban a la orden del día, en un teatro lanzaron frutas contra los palcos de la nobleza. La duquesa de Biron envió al día siguiente una manzana al general La Fayette con un billete que decía:
«Permitidme que os ofrezca el primer fruto de la revolución que ha llegado a mis manos».
A este fruto siguieron otros no tan dulces.
Si se hacen tantos elogios de la virginidad es porque todo el mundo ha empezado por aquí.
Debutaba en la plaza de toros de Madrid, hace de ello muchos años, un novillero sevillano ídolo de la afición de aquella ciudad. Un cronista taurino de la Villa y Corte se encargó de telegrafiar el resultado de la corrida que fue un éxito. Al dar la estocada final al último toro, el revistero se ausentó de la plaza para telegrafiar a Sevilla.
«Ultimo toro. Estocada formidable, sacado en hombros». Cuando salía de telégrafos se enteró de la noticia: el toro agonizante había sacado fuerzas de flaqueza y, en un derrote, había corneado al torero dejándole malherido. ¿Qué hacer? Tuvo una idea luminosa. Volvió a telégrafos y envió el siguiente mensaje que parecía continuación del primero:
«Sacado en hombros por los subalternos para llevarle al hospital con grave herida causada por toro derrotó agonizando».
Luis el Gordo o el Craso de Francia prohibió que vagaran cerdos por las calles de París porque su hijo Felipe, que compartía con él el trono y a quien había hecho coronar en Reims, había muerto junto a Saint Germainle-Auxerrois de una caída de caballo que le ocasionara un cerdo enredándose en los pies de su cabalgadura. Más de aquella prohibición fueron exceptuados los cerdos de la abadía de Saint-Antoine porque las religiosas del convento habían protestado de que sus cerdos fuesen identificados con los cerdos de la demás gente.
Para ser justos digamos también que los cerdos en la calle eran espectáculo corriente en todas las ciudades de la Europa de la época, incluidas las nuestras.
Se atribuye a Juan Belmonte la anécdota siguiente: le invitaron a cenar en un restaurante de postín, y toda la cena se la pasó el diestro leyendo los enrevesados nombres de los platos. Al final el anfitrión le preguntó:
—¿Qué, te ha gustado el menú?
—Pues es precisamente el plato que no nos han servido, y esto que está escrito aquí en letras grandes.
No sé si esta anécdota es cierta o no, lo que es seguro es que Belmonte fue el primer torero, exceptuando a Mazzantini, que no vistió de corto y que alardeaba de ser lector de Ortega y Gasset.
El poeta francés Bautru quiso un día divertir al cardenal Richelieu en su visita a un pueblo e interrumpió el discurso del alcalde diciéndole:
—¿A qué precio están los asnos en este pueblo? El alcalde le miró y le dijo:
—Los de vuestra alzada y corpulencia a diez escudos. Y siguió su discurso.
No se puede decir nada que valga la pena de un individuo que no vale la pena.