¿HISTORIA? ¿LEYENDA? (III)

La vieja del candil y la cabeza de piedra. Reinaba entonces en España Pedro I, llamado el Cruel, aunque años después Felipe II mandó que en las historias se llamase el Justiciero. Con ambos motes se le puede apodar al rey, ya que si en crueldad dio ejemplos bastantes para merecer el calificativo, también como Justiciero dio ejemplos memorables.

Solía Pedro I morar en Sevilla, ciudad maravillosa, sea por su situación como por el carácter de sus habitantes. Después de Venecia, es una de las ciudades que más me ha llegado al corazón. Enrique de Trastámara, hermano bastardo de Pedro, habíale ya declarado la guerra, y en Sevilla la familia de los Guzmán había tomado partido por el pretendiente, aunque lo disimulaba por miedo al rey. Don Pedro, que no lo ignoraba, recibió noticias de que los Guzmán propagaban insidias sobre él, calumniándole vergonzosamente. No podía el rey castigar oficialmente a sus difamadores, puesto que no había pruebas del delito, pero personalmente quiso vengar su honra y, como era valiente, cierta noche esperó a uno de los Guzmán en una calle solitaria, que se llamaba entonces de los Cuatro Cantillos. En cuanto vio a Guzmán, don Pedro desenvainó la espada y le retó a combate.

El ruido del chocar de las espadas y tal vez algún grito de los contendientes despertaron a una vieja que dormía en la casa ante la cual se desarrollaba la pelea. Intrigada, se asomó a una ventana, provista de un candil para iluminar la escena. Al ver lo que sucedió dejó caer espantada el candil, al tiempo que veía que el rey atravesaba de una estocada el cuerpo de su enemigo, que quedó a sus pies muerto instantáneamente.

Oyó también el huir del matador que hacía un ruido especial con sus choquezuelas o rótulas característico de los artríticos, como lo era el rey don Pedro, acentuado, según decían, por una caída de caballo cuando era joven.

Al reconocer al rey le entró a la vieja un gran espanto, que comunicó a su hijo Juan, de oficio carbonero, que vivía con ella. Sabedor éste de que el rey era sin duda alguna el asesino de Guzmán, decidió guardar silencio, pero la muerte de un Guzmán no podía quedar impune y, ante los requerimientos de la familia, el rey tuvo que prometer justicia y que el matador sería preso y castigado como merecía.

Para ello prometió cien monedas de oro al que proporcionase una pista para descubrir al asesino y, al saberlo, el carbonero se dispuso a cobrarlas, a pesar del riesgo que ello comportaba, pero, fiado en su ingenio y en su buena suerte, pidió audiencia al rey.

Cuando estuvo frente a él, le confió que se sabía quién era el matador de Guzmán, pero que sólo se lo diría en gran secreto a solas. Mandó el rey salir a todos los cortesanos de su presencia y al quedar solos los dos el carbonero le dijo:

—Señor, mirad por esta ventana y veréis quién mató a Guzmán.

Y al decir esto mostró un espejo a don Pedro. Estuvo el rey mirándose un largo rato, que a Juan le pareció una eternidad.

—¿Cómo lo has sabido?

—Señor, mi madre se asomó a la ventana con un candil y vio todo lo que sucedía. Si yo me he atrevido a decíroslo es porque las cien monedas de oro me serán muy útiles. De mí haced lo que queráis, pero dad en todo caso las monedas a mi madre, que le aliviarán su vejez.

—Tenéis razón. El hombre que he visto por esa ventana es quien mató a Guzmán. Id en paz y no digáis nada de lo que me habéis dicho so pena de la vida.

Llamó el rey a su corte y en voz alta para que oyeran todos dijo:

—Este buen hombre me ha denunciado quién era el asesino de Guzmán, pero como es persona de alta calidad y su ejecución sería tal vez objeto de disturbios en mi reino, la justicia será secreta. Mañana mismo será puesta en la calle donde murió Guzmán la cabeza del asesino.

Aquietáronse con esto los ánimos de los Guzmán, quienes al día siguiente estaban en el lugar de la muerte esperando la ejecución de la sentencia. Llegó en esto un carro con una caja y el pregonero de la justicia, quien, dirigiéndose en alta voz a la concurrencia, pregonó:

—El muy alto, magnífico y poderoso rey don Pedro manda que la cabeza del matador de don Guzmán, hijo del conde de Niebla, sea colocada en la pared de la casa frente a la que se cometió el homicidio, pero como se trata de persona muy alta y principal y el conocimiento de la misma sería causa de turbulencias en la ciudad ordena el rey que la cabeza se coloque dentro de este cajón sin que nadie se atreva a abrirlo bajo pena de muerte. Y para major protección ordena, que se coloquen fuertes rejas de hierro para que nadie se atreva a robarlo.

Dicho esto, los ejecutores de la justicia colocaron el cajón y la reja, y todo el mundo quedó intrigado sin saber qué pensar ni decir.

Pasó el tiempo, Enrique de Trastámara asesinó a don Pedro en el Campo de Montiel y ocupó el trono. Don Tello de Guzmán fue nombrado gobernador de Sevilla, y una de las primeras cosas que hizo fue mandar quitar la reja del matador de su hijo para conocer quién había sido. Con gran sorpresa vieron que correspondía a una estatua del rey don Pedro, que éste había mandado decapitar. A pesar de su odio y su rencor, respetuoso don Tello con la realeza, no quiso tocar la cabeza de don Pedro de donde estaba y, según la tradición, allí continúa todavía. En Sevilla, en recuerdo de esta leyenda o de esta historia, una calle se llama del Candilejo y la otra calle de la Cabeza del rey don Pedro.

EL ZAPATERO Y EL REY. Otra leyenda relacionada con la estancia del rey don Pedro en Sevilla es la que se refiere relativa a un arcediano y al hijo de un zapatero.

Un arcediano de la catedral de Sevilla, hombre iracundo por demás, tuvo cierto día una discusión con un zapatero en el curso de la cual el eclesiástico, lleno de furor, sacando un puñal, le atravesó el corazón de parte a parte.

Amparándose en su poder y autoridad, el cabildo de la catedral hispalense se reunió y acordó sentenciar al arcediano con la prohibición de decir misa durante un año.

Al hijo del zapatero le pareció demasiado benigna la sentencia y, decidido a obtener justicia, se la pidió al rey. Éste le preguntó:

—Y el arcediano, ¿no ha sido castigado?

—Sí, señor; le han condenado a no decir misa durante un año.

—Y tú, ¿te crees capaz de matar al arcediano?

—Sí, señor, en cuanto pueda.

—Pues hazlo.

Pocos días después se celebraba una procesión que se interrumpió cuando el zapatero se abalanzó sobre el arcediano, al que dejó seco de una puñalada. Se arremolinaron los circustantes, que sujetaron al asesino, y se disponían a llevarlo a la cárcel cuando el rey, que asistía a la procesión, los interrumpió ordenando que llevasen al matador ante su presencia.

—¿Por qué has matado al arcediano?

—Porque él mató a mi padre de una puñalada y he querido pagarle en la misma moneda.

El rey se dirigió a los eclesiásticos y les preguntó:

—¿Cómo no fue castigado el arcediano por este crimen?

—Sí, señor; lo fue: fue condenado a no decir misa durante un año.

Y entonces el rey se dirigió al zapatero y le dijo:

—Anda, vete: yo te condeno a no hacer zapatos durante un año.

Y esta fue la justicia del rey don Pedro.

Quien quiera saber historias de este tipo, lea el libro Tradiciones y leyendas sevillanas, de José María de Mena —editado por Plaza y Janés— quien, con más galana pluma que la mía, narra noventa historias tan interesantes como las que aquí quedan narradas.