UN DESNUDO POLÉMICO

1862. Segundo Imperio francés. Napoleón III, cuya vida sexual era muy intensa y variada, reina en Francia. Su esposa la emperatriz Eugenia cierra los ojos ante las aventuras de su marido. La frivolidad y el desenfreno de las clases altas y de la burguesía, que había accedido al poder a consecuencia de la Revolución francesa, daban un espectáculo de libertinaje maravillosamente narrado por Émile Zola en su saga de los Rougon-Macquart. Como contraste, la pudibundez, la pacatería, el puritanismo reinaban por doquier. Quizá nunca se ha dado un contraste tan grande entre las costumbres privadas y las manifestaciones públicas dictadas por un falso sentido de la respetabilidad.

Se va a inaugurar el Salón de Pintura. Édouard Manet presenta un cuadro que titula El descanso de la modelo, hoy conocido como El desayuno sobre la hierba. El jurado de admisión rechaza el cuadro, lo considera mal pintado y provocativo. Manet tiene que recoger la pintura y llevarla a su casa; pero poco después, con varios amigos pintores que habían visto cómo sus obras no eran admitidas por el jurado del salón, deciden abrir una exposición paralela con el nombre de Salón de los rechazados.

El cuadro de Manet es expuesto allí y causa un gran escándalo.

—Este cuadro es inmoral, además está mal pintado…

—Pues yo encuentro que es un avance en el camino de la pintura.

—Pero no me negará usted que este desnudo…

—Este desnudo está muy bien; por otra parte, el emperador ha comprado El baño turco de Ingres, en el que hay más desnudos que en éste.

—Sí, pero la emperatriz lo ha hecho devolver al pintor.

—Y La fuente también de Ingres…

—Éste es un desnudo casto. Lo peor de este cuadro es que la mujer esté desnuda en el campo y rodeada de hombres vestidos. Como comprenderá, no tiene ni siquiera la excusa de una alusión mitológica o histórica.

—Así cree usted que para pintar un desnudo es necesario tener un pretexto. Un cuerpo desnudo puede ser tan bello como un cuerpo vestido y a veces mucho más.

—Lo que pasa es que usted es un inmoral.

—Y usted es un puritano que, como todos los puritanos, ve porquería en todas partes, porque sus ojos están llenos de porquería.

Las discusiones eran constantes. Poco a poco se iban separando de lo puramente artístico para pasar a lo estrictamente moral. Se toleraba el desnudo a condición de que tuviese una excusa o que por su naturaleza careciese de lo que los puritanos llamaban provocación. Una estatua de Venus, de Cupido, de amorcillos o de ninfas podían exhibirse, pero era mejor que fuesen más o menos cubiertas.

Los más exaltados querían romper el cuadro rasgándolo con un bastón; se tuvo que poner guardias para protegerlo.

Hoy este cuadro, esta gran obra de arte, se exhibe en el museo de los Impresionistas —que cuando esto escribo se está trasladando del Museo del Jeu de Paume al nuevo museo de la Gare d'Orsay—, y no causa escándalo alguno y está considerado como una de las obras maestras de la pintura mundial.

Algo parecido le pasó a Juan Bautista Carpeaux con su grupo escultórico titulado La Danza, que debió ser colocado frente a la Ópera de París y que al final se colocó en la fachada de dicho edificio. Los burgueses puritanos se escandalizaron de que en plena calle hubiera mujeres desnudas danzando aunque fuesen de mármol. El grupo escultórico, pese a las protestas, se colocó gracias al tesón de Garnier, el arquitecto de la Ópera de París, quien tenía gran ascendiente en la corte desde el día en que enseñando los planos del edificio a la emperatriz Eugenia ésta le dijo:

—Pero este edificio no es de ningún estilo conocido. No es ni de Luis XV, ni de Luis XVI… —Majestad, es estilo Napoleón III.

La respuesta halagó a la emperatriz, y ello hizo que consintiese en que se colocase no sólo el grupo en la fachada, sino que alrededor del edificio los candelabros estuviesen sostenidos por bellas jóvenes desnudas en bronce.

Esta historia recuerda la de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. El papa Clemente VII le encargó la decoración del muro principal justamente detrás del altar y le sugirió el tema del Juicio Final, con la caída de los ángeles rebeldes y los condenados y la salvación de los santos y almas puras. El proyecto no le pareció atractivo a Miguel Ángel, dio largas al asunto, pero cuando Pablo III subió al trono pontificio renovó la petición y el artista consintió finalmente en pintar el Juicio Final.

La pintura que hoy puede admirarse y que está considerada como una de las más altas cúspides del arte mundial de todos los tiempos representa el Juicio según el espíritu del Apocalipsis. Generalmente, en las representaciones del Juicio Final se subraya la salvación de los buenos, quedando en segundo término la condenación de los malvados. Cristo es representado siempre como el Salvador Misericordioso. Aquí, por el contrario, Cristo, que centra la enorme pintura, aparta con gesto airado y decidido a los condenados. E1 maestro de ceremonias del papa, Biagio de Cesena, puso una serie de reparos al cuadro. Miguel Ángel se vengó de él retratándole en el grupo de los condenados.

Seis años tardó el artista en concluir su obra. Cuando fue abierta la Capilla Sixtina al público, muchos eclesiásticos se indignaron, pues todas las figuras aparecieron desnudas. Al oír los reproches, Miguel Ángel contestaba:

—¿Es que creéis que en el día del Juicio los vestidos van a resucitar?

Incluso un autor tan audaz y pornográfico como el Aretino acusa de impudicia a Miguel Ángel, «cuando los escultores de la antigüedad labraban una estatua, fuese de Venus o de una Diana cazadora, se las arreglaban de tal modo que una de las manos de la figura tapase sus partes sexuales, las cuales nunca se mostraban al público. Dejando por separado el arte y la fe, es necesario reconocer que no es correcto representar así las vergüenzas de los mártires y de las vírgenes; como mínimo deberían tapárselas con las manos. Su arte es más propio para una casa de baños que para una iglesia».

Se desarrolla una campaña contra la obra de Miguel Ángel. Se hace alusión a sus amistades, según se dice demasiado íntimas, con algunos bellos jóvenes, y en el Vaticano aumentan las críticas, que insinúan y a veces exigen la destrucción de la magnífica obra de arte. Pablo III no cede. Como verdadero papa del Renacimiento, quizá el último, conserva un gran respeto por el cuerpo humano, que considera no tan malo cuando está destinado a la resurrección final. Pero cuando Giampietro Caraffa, gran inquisidor, sube al solio con el nombre de Pablo IV, se preocupa del asunto y decide destruir el fresco. Pero aún quedaban en Roma gentes amantes del arte que, horrorizados del hecho, hacen que el papa vuelva a considerar su decisión, buscando una solución intermedia que consistió en encargar al pintor Danielle Volterra la tarea de cubrir con velos o ropas las desnudas anatomías pintadas por Miguel Ángel. Se ha de confesar que cumplió el encargo con gran discreción respetando al máximo la obra de su maestro, lo que no impidió que desde entonces fuese llamado il Braghettone, que podría traducirse poco más o menos como «el taparrabero».

No fue éste el último caso de pudibundez que sufrieron las obras de Miguel Ángel. El más triste de ellos fue el sufrido por el cuadro Leda y el Cisne, que había pintado para el duque de Ferrara, el cual lo regaló al rey Francisco I de Francia creyendo que en poder del alegre y licencioso rey estaría a salvo de persecuciones. Pero el puritanismo se había extendido ya por Europa. El cuadro de Miguel Ángel fue arrinconado en un desván, donde permaneció oculto hasta que un ministro de Luis XIII, al contemplarlo, se escandalizó y mandó quemarlo.

Cualquier gran museo del mundo estaría orgulloso hoy de poseerlo.

Ya que hemos empezado con Manet, he aquí otras anécdotas del gran pintor.

Se había casado con una muchacha rolliza y que con el tiempo llegó a obesa. Cierto día cerca de su casa, Manet empezó a seguir a una muchacha joven, grácil y estilizada, cuando tropezó con su esposa:

—¿Qué haces siguiendo a esa muchacha tan delgada?

—Perdona, mujer, es que creía que eras tú.

Manet, gran pintor, no valía lo mismo como crítico. Un día, viendo pintar a Renoir, le dijo a Claude Monet:

—Oye, Claude: tú que eres amigo de Renoir, ¿por qué no le dices que deje de pintar? Se ve a la legua que no sirve para ello.

Y por fin una anécdota póstuma. Cuenta Ambroise Vollard en sus Memorias de un marchante de cuadros que un día organizó una exposición de cuadros de Manet. Se presentó un día un joven crítico de un determinado periódico:

—Señor Vollard, creo que si Manet regalase un cuadrito al director de mi periódico éste autorizaría la publicación de un gran artículo sobre su obra.

Vollard no respondió.

—Ya supongo que esta gestión quizá le moleste hacerla, pero si usted me da la dirección del pintor yo mismo me encargaré de decírselo.

—Pues diríjase al cementerio del Pére Lachaise.

—¡Ahí! ¿Está muerto?

—Sí, desde hace diez años.

—¡Ah, bueno, no lo sabía! Es que yo sólo hace tres años que soy crítico de arte.