ANECDOTARIO (IX)
Se cuenta de Isabel I de Inglaterra que un día encontró a uno de sus cortesanos con quien no había cumplido ciertos ofrecimientos, le vio abstraído y le preguntó de pronto:
—¿En qué piensa un hombre cuando no piensa en nada?
—En promesas de mujer —respondió el otro. La reina bajó la cabeza y se fue diciéndole en voz baja:
—El despecho puede inspirar respuestas ingeniosas; pero también puede condenar a pobreza perpetua.
A comienzos de siglo visitó Joaquín Costa un pueblo andaluz. Las fuerzas vivas de la localidad le invitaron a que visitase el casino. Costa accedió por cortesía. Tomando café, se animó y empezó a hablar de los grandes problemas sociales que aquejaban a España y en especial a Andalucía. Su alma de apóstol se fue exaltando mientras poco a poco iban desfilando los contertulios hasta que quedaron dos o tres oyendo sus palabras por pura educación. El alcalde, viendo lo violento de la situación, invitó a Costa a jugar una partida de tresillo, y don Joaquín se desató en improperios contra el juego, ya que, según él, era perder el tiempo lastimosamente jugándose un dinero que hacía falta al pueblo andaluz. El médico de la localidad no pudo aguantar más y dictaminó:
—Este hombre está loco.
Y desde entonces los «casineros» quedaron convencidos de que Joaquín Costa era un orate.
Las tropas de Luis XIV de Francia acababan de ganar una batalla y el duque de Maine, hijo bastardo del rey, le dijo:
—Señor, yo seré un ignorante toda la vida porque a cada batalla que ganáis el preceptor me hace suspender las lecciones.
No sé si el duque del Maine fue un ignorante o no, lo que es cierto es que muy pronto había aprendido la asignatura de la adulación.
Había en la redacción de un periódico madrileño de los años diez un redactor que todo lo hacía bien menos los títulos de las noticias. No podía con ellos. Un día vio cómo del andamio se caía un obrero a la calle matándose en el acto. El hombre redactó la noticia, pero no acertaba el título. «Accidente» le parecía vulgar, «Desgracia», poco interesante, «Muerte», poco expresivo.
Al fin la noticia salió con el siguiente título: «Andamio».
El peor tormento: cuando el hombre que desprecias te dice: «Porque los hombres como usted y yo…».
Al sucesor del duque de Vendóme en el gobierno de cierta provincia francesa por mera ceremonia le presentaron, según costumbre, una bolsa con mil monedas de oro, al tiempo que le decían:
—Vuestro ilustre antecesor no quiso admitirla.
—¡Oh! El duque de Vendóme era un hombre inimitable. Y se embolsó el dinero.
Cuando la reina Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII, dio a luz a su segundo hijo, el infante don Jaime, padre del actual duque de Cádiz don Alfonso de Borbón, un periódico dio la noticia diciendo:
«Su majestad la reina ha dado a luz a su segundo primogénito…».
De cómo eran tratados los cómicos en otros tiempos da cuenta la anécdota que sigue. En París los teatros, como por otra parte de España, dependían de los hospitales y casas de beneficencia que vivían de ellos, pero despreciaban a autores y actores. El cómico Dancourt fue encargado de ir a presentar a los administradores del Hospital de París la contribución que los teatros debían pagar.
Dancourt en aquel acto pronunció un breve discurso para demostrar que los cómicos, por las limosnas que proporcionaban a los pobres, merecían verse libres de la excomunión que pesaba sobre todos los de su oficio, pero su elocuencia no produjo ningún efecto positivo.
El arzobispo de París, presidente de la administración del hospital, le miró y ni siquiera le contestó, y el presidente del Parlamento, Harlay, otro de los administradores, se limitó a decirle:
—Dancourt, tenemos oídos para escucharos; tenemos manos para recoger vuestras limosnas, pero no tenemos lengua para responderos.
El que fue en un tiempo célebre autor, Marcos Zapata, era un deplorable estudiante que llegaba a final de curso sin haber abierto los libros de texto; los últimos días se aprendía unas cuantas lecciones y se presentaba con la esperanza de tener suerte. Una de las veces que fue a examinarse le salió una lección que desconocía por completo y Zapata, sin inmutarse, empezó a hablar de todo lo humano y lo divino, aludiendo de vez en cuando, y sólo de pasada, al tema del examen.
El catedrático le llamó al orden:
—Señor Zapata, está usted dando una en el clavo y ciento en la herradura.
Y Marcos Zapata, impertérrito:
—Yo no tengo la culpa… ¡Si estuviera usted quieto…!
Fue suspendido, claro está.
La historia es una novela que no tenemos que imaginar.
Pasó un día revista a sus guardias el rey Luis XIV de Francia y parte de sus tropas penetró en un campo labrado. Llegó el dueño del campo, violo todo echado a perder y comenzó a gritar:
—¡Milagro, milagro!
Quisieron imponerle silencio, pero él no cesaba de gritar:
—¡Milagro, milagro!
Tantas y tan fuertes fueron sus voces, que llegaron a oídos del rey, quien mandó que llevaran al labrador a su presencia:
—¿Qué milagro es ése? —le preguntó.
—Señor, en esa tierra, que es mía, había yo sembrado guisantes y me han salido soldados que sin duda venderé a buen precio.
Entendió el rey la indirecta e hizo que le abonaran los perjuicios causados.
Esta anécdota explica la prepotencia y tiranía de los reyes absolutos. De no ser por el rasgo de ingenio del labrador y del estado de humor del rey, al que el primero encontró en un buen día, los perjuicios causados por las tropas reales a un súbdito no hubieran tenido compensación alguna. El pueblo no tenía ningún derecho.
Don Pedro Muñoz Seca, el gran autor teatral, asesinado en Madrid poco más o menos cuando lo era en Granada García Lorca, iba todas las mañanas al madrileño café de Levante, donde pedía café con media tostada. Al entrar compraba el ABC, leyéndolo mientras desayunaba. En el momento de marcharse llegaba siempre una buena mujer, a la que Muñoz Seca le daba la tostada y el periódico para que lo vendiera por la «perra chica» que entonces costaba. Esto se repitió durante más de un año, hasta que un día la vieja dejó de presentarse.
Una semana después dos pobres mujeres fueron a ver a don Pedro:
—Perdón, señor: sin duda encontrará usted a faltar a la mujer que venía todas las mañanas.
—Pues, sí. ¿Le ha pasado algo?
—Se ha muerto… y ha hecho testamento.
—¿Testamento? Pero ¿tenía algunos bienes?
—No, señor; pero a ésta le deja la media tostada y a mí el ABC.
Muñoz Seca cumplió la última voluntad de la difunta y siguió entregando a las herederas el periódico y la tostada.
El príncipe de Conti era feo por demás y no brillaba precisamente por su ingenio. Un día en que salía de viaje le dijo a su esposa:
—Cuidado, no me seas infiel durante mi viaje.
—Parte tranquilo: esta tentación no la tengo más que cuando te veo en casa.
Soporto mejor mis defectos que los de los demás.