CIENCIA Y TÉCNICA (II)
A veces es difícil comprender cómo ciertos descubrimientos no se han realizado con anterioridad; por ejemplo, la circulación de la sangre. No digo antes, pero, por lo menos, en tiempos del Imperio romano, cuando los cirujanos practicaban sangrías a manta, cuando los emperadores mandaban un pretoriano a un patricio con la orden de que se abriese las venas, éste llamaba a un cirujano, al que hacía abrir la vena del pulso y se suicidaba. No digo que el patricio en cuestión se preguntase en aquel momento si la sangre circulaba o no, pero por lo menos los cirujanos o sangradores parece que podían haberlo adivinado. En aquellas épocas, y en otras posteriores, en que se sacrificaba a muchos hombres en medio de terribles tormentos, cuando se los descuartizaba por un quítame allá esas pajas, parece imposible que no se tuviesen más conocimientos anatómicos de los que se tenían.
El arquitecto León Bautista Alberti, que era hombre de ciencia y de agudo ingenio, vio la descomposición de la luz y no la descubrió, aunque parezca imposible. En un apólogo que publicó se lee: «Un día el sol, atravesando un vaso de cristal lleno de agua, pintó un arco iris sobre el altar. El agua se vanagloriaba diciendo que era obra suya; por el contrario, el vaso afirmaba: si yo no fuese transparente y lucidísimo esto no sucedería. Por su parte, el altar se alegraba pensando que todo era obra suya». Es decir, Alberti vio la descomposición de la luz y de ella sacó un apólogo y no un descubrimiento científico. Se tuvo que esperar a Newton para ello.
Brunetto Latini, en el libro V de su Tesoro, afirma que la salamandra vive dentro del fuego sin ningún dolor y sin ningún daño para su cuerpo, incluso apaga el fuego naturalmente. Benvenuto Cellini afirma en su Vida: «Cuando tenía alrededor de cinco años Giovanni —que era su padre— tocaba una viola y cantaba junto al fuego. Hacía mucho frío y mirando al fuego vio, en medio de las llamas, un animalito como una salamandra que disfrutaba en medio de ellas. Dándose cuenta de lo que era nos llamó a mi hermano y a mí; nos la enseñó y a mí me dio una gran bofetada con la cual me puse a llorar. Y él, muy cariñosamente, me dijo: “Querido hijo mío, no te he dado la bofetada para hacerte daño, sino para que te acuerdes de que aquella lagartija de que ves en el fuego es una salamandra, cosa que nadie acostumbra a ver y para que te acuerdes te he abofeteado”. Después de lo cual me besó y me dio algunas monedas».
Marco Polo no creía que las salamandras pudiesen vivir en el fuego, y en su Milione nos informa del posible origen de la fábula: la palabra persa diz a mandar indica el amianto y, pasando de una lengua a otra, se convirtió en salamandra. Ahora bien, como sabía Marco Polo y todos sabemos hoy, el amianto «se hila» y con él se hace paño que tiene un color algo oscuro. Poniendo el paño en el fuego se vuelve blanco, y cada vez que están sucios se vuelven a meter en el fuego y la suciedad se quema y los paños quedan limpios. Éstos son las salamandras y lo demás son fábulas.
La similitud entre la palabra persa y la griega salamandra hace pensar que la teoría de Marco Polo es cierta. Por su parte, Plinio afirma que la salamandra es fría como el hielo y que apaga el fuego con su contacto, pero no dice que viva entre las llamas, como se creía en la Edad Media.
En la Edad Media, exactamente a mediados del siglo XIII, apareció un curioso y ameno libro italiano llamado Il Novellino, en el cual, en un apólogo, se critica la divulgación considerándola poco digna e inadecuada. Dice así:
«Hubo un filósofo al que le gustaba vulgarizar la ciencia ante los grandes señores y la vulgar gente, y sucedió que una noche soñó que la diosa de la Ciencia estaba en un burdel con otras bellas mujeres. El filósofo se asombró de ello y le preguntó:
»—Pero ¿qué es eso? ¿No eres la diosa de la Ciencia?
»Y ella respondió:
»—Ciertamente lo soy.
»—Y ¿cómo es que estás en un burdel?
»Y ella respondió:
»—Estoy aquí porque eres tú quien me ha traído.
»Despertó el filósofo y pensó que vulgarizar la ciencia es irrespetuoso para con la deidad y, pensándolo bien, se arrepintió de ello porque no todas las cosas son lícitas y buenas para todas las personas».
Leopardi, en su Ensayo sobre los errores populares de la Antigüedad, dice que los pocos filósofos de aquella época que creyeron en la existencia de los antípodas fueron considerados por sus contemporáneos como individuos locos y extravagantes. Demónates, filósofo de Chipre, habiendo escuchado un día a un físico hablar de los antípodas, se levantó y lo llevó hacia un pozo en donde le preguntó, mostrándole su sombra en el agua: «¿Es que esto son tus antípodas, tal vez?». Teón, según Plutarco, exclama que es un absurdo decir que todos los cuerpos tienden hacia un centro porque de ello se seguiría que la Tierra es un globo cuando se ve que tiene grandes alturas, profundidades y desigualdades y no se puede pensar que sea habitada por antípodas que, a guisa de carcomas, estén pegados al suelo con el cuerpo hacia abajo, como sería absurdo pensar que estamos situados en dirección vertical, pero oblicuamente, e inclinados como borrachos. Lactancio negaba que pudiesen existir antípodas porque los hombres no podrían caminar con los pies al aire y la cabeza en el suelo, ni la lluvia, la nieve, ni el granizo, podrían ascender en vez de caer. Los filósofos respondían a esto que siendo ley de la naturaleza que todos los cuerpos tienden al centro de la tierra desde todos los puntos de su superficie, serían como radios que desde varios puntos de la periferia de la rueda van a reunirse en su centro, pero Lactancio dice que no está para bromas y se maravilla seriamente de que los filósofos se atrevan a razonar de esta forma, sospechando que lo hacen por broma y que se dedican a sostener falsedades para ejercitar su ingenio a costa de los que los escuchan.
Cuenta Petronio en su Satiricón que hubo un artífice que una vez fabricó una taza de vidrio que no se podía romper. Admitido a presencia del césar se la ofreció y la volvió a pedir. Una vez el césar la hubo tenido en sus manos, inmediatamente la tiró al suelo con toda su fuerza. Se puede imaginar la turbación del emperador ante este acto, pero el artífice, recogiendo tranquilamente la taza del suelo, mostró que solamente había recibido una pequeña abolladura y, sacando de su túnica un pequeño martillo, la devolvió a su primer estado, después de lo cual el buen hombre creyó llegada su hora de triunfo y fortuna, especialmente cuando césar le preguntó:
—¿Sólo tú conoces el secreto de la fabricación de este vidrio?
El otro afirmó que efectivamente era así, que sólo lo sabía él. Entonces el césar, que era Tiberio, le hizo cortar la cabeza, suponiendo que si este descubrimiento se divulgase el precio del oro habría caído verticalmente.
Ahora, con la era de los plásticos, se ha demostrado la falsedad de la superstición del emperador.
A la mayor parte de los teoremas se les añade un corolario, que es en realidad un nuevo teorema que se deduce del teorema anterior. Pero ¿por qué se llama corolario? Resulta que esta palabra nació en los espectáculos circenses antes de llegar a los libros de geometría. Indicó en un principio una pequeña corona o corola hecha con láminas de metal recubierta de oro o plata, que Augusto se dignaba regalar a los actores más eminentes y populares. Era, pues, un suplemento a los otros premios que se daban a los histriones, una especie de propina. Mas la palabra «corolario» tiene un nombre bonito y fue adoptado por los geómetras y matemáticos que por una vez demostraron tener buen gusto, porque hay que ver a veces qué palabras usan. Recuérdese también que corola es también la cubierta interior de la flor completa, generalmente olorosa y de vistosos colores, que protege los órganos de la reproducción.
En el libro I, capítulo 31, de sus Cuestiones naturales, Séneca dice que el rayo no sólo funde las monedas de la bolsa, dejándola intacta o el hierro de la jabalina sin quemar la madera —cosas hasta aquí naturales—, sino que, por ejemplo, dice que si cae sobre una ánfora llena de vino rompe el recipiente y congela el vino, el cual queda intacto en el sitio donde estaba conservando la forma del ánfora, mientras los trozos de ésta están esparcidos por el suelo, y en esta forma es capaz de conservarse tres días. Del rayo se explican otras maravillas: por ejemplo, que los animales y los hombres alcanzados por él presentan la cabeza vuelta hacia donde procede y la misma dirección adoptan las ramas del árbol que ha fulminado el rayo, destruye el veneno de las serpientes, pero la cosa que choca más a nuestro filósofo es lo del vino, que por tres veces viene citado en pocas páginas: «Lo extraordinario es que el vino congelado por el rayo, cuando vuelve a su estado primitivo, si se bebe o mata o vuelve loco al bebedor. Se me pide por qué sucede esto; pues bien, sucede porque en el rayo hay una vis pestífera….» Lo cual, como es lógico, le lleva a una serie de consideraciones unas más extravagantes que otras y que, naturalmente, no explican nada.