ANECDOTARIO (II)
Tayllerand era hombre que conservaba la impasibilidad en todos los momentos de su vida. Murat decía de él:
—Es un hombre que si hablando con vos recibiese una patada en el culo, por la cara no os daríais cuenta.
En presencia de Luis XIII de Francia dijo un cortesano al duque de Retz:
—Veo que lleváis el pelo muy rizado. ¿Os lo riza una amante?
—No —replicó el duque—; es que tengo naturalmente el pelo rizado.
—¿De veras? —preguntó el rey—. ¿Sin necesidad de peluquero tenéis el pelo así? —No, señor.
—Entonces, ¿por qué se lo dices a ése? —Porque a vuestra majestad le debo la verdad y a ése puedo decirle lo que me dé la gana.
Cuando Espartero se retiró de la política, se despidió de la reina Isabel II con gran violencia:
—¡Ahí queda eso, señora! Cuando la revolución llegue a las puertas de palacio no me llame vuestra majestad, porque no he de venir más en vuestro socorro.
Viendo Federico el Grande a la multitud agrupada para leer un pasquín colocado en un sitio muy alto, mandó que lo colocaran más abajo.
—Es que es un pasquín contra vuestra majestad. —Ya lo sé; pero si decís que yo he dado orden de que lo colocaran en un sitio para que se pudiese leer más cómodamente, ello aumentará mi popularidad.
Un día preguntaron a Romero Robledo cómo veía él el arte de gobernar y contestó con un cuento:
—Dice la historia anecdótica del pueblo hebreo que cuando Moisés se presentó con las tablas de la ley, los israelitas que en grupo compacto le aguardaban clamaron a una voz:
»—¡Muestre, muestre, patriarca, las tablas!
»Moisés obedeció; mostró las tablas y el pueblo quedó asombrado al notar que en aquellas tablas no había precepto alguno. Efectivamente, el Decálogo aparecía inscrito en diez números, que nosotros convertimos en diez signos de numeración romana.
»—¡Que se explique eso! —gritaban.
»Y Moisés comenzó la enumeración de los mandamientos».
»—El primero —exclamó—: amar a Dios sobre todas las cosas.
»—¡Muy bien! —manifestó el pueblo de Israel».
»—El segundo —continuó Moisés—: no jurar su santo nombre en vano.
»—¡Magnífico, se aprueba! —Y así sucesivamente. Pero he aquí que al llegar al sexto, el pueblo prorrumpió en ruidosas protestas:
»—¡Fuera, fuera! ¡Eso no, de ningún modo! Nada, que se retire.
»Moisés, en efecto, se retiró al monte y transmitió al Señor la protesta. El Señor insistió:
»—Desciende, Moisés, e impón mi ley al pueblo escogido. »Bajó Moisés, se presentó al pueblo y repitióse el coro. Al llegar al sexto, las protestas airadas se reprodujeron en tales términos, que Moisés, desesperado, rompió las tablas.
»Arrepentido, compareció de nuevo ante el Señor, se le entregaron otras tablas, las mostró, dio lectura al sexto mandamiento y el pueblo clamó:
»—¡Fuera, fuera! ¡No se aprueba ese artículo!
»Moisés inició entonces un signo para imponer silencio.
»—Nada de fuera… ¡porque habrá manga ancha!
Perrin el autor, con Palacios, de multitud de comedias, era también muy gracioso en la vida corriente.
Un día almorzaba en un restaurante con un amigo. Uno de los platos que sirvieron fue de sesos, y cuando terminaron de comerlos el amigo, que no bebía vino, se dispuso a beber un buen trago de agua.
Perrin, al verlo, le dijo:
—No bebas agua, que sobre los sesos es una ducha y no te sentaría bien a mitad de comida.
La ópera española no ha tenido éxito. Músicos célebres han intentado escribirlas, pero el fracaso ha coronado sus intentonas. El maestro Bretón estrenó una con el título de Raquel. Había escrito no sólo la música sino también la letra. En el segundo acto se cantaba:
¡Judías para rato hay en Toledo!
En la representación siguiente se cambió «judías» por «hebreas», tal había sido la carcajada general con la que el público había premiado la frase.
De la Raquel del maestro Bretón han quedado dos acotaciones curiosas de su libreto.
«Acto primero. Un jardín. A la izquierda, un cenador femenino.
»Acto segundo. Entra Raquel, se arrodilla ante el rey, se abraza a su pierna izquierda y así cantan el dúo».
Desconfía de toda idea, sensación, pasión u opinión que no soporte la prueba sutil de la ironía.
Cuando Franklin fue a ver al rey de Prusia, creyendo que le proporcionaría recursos para la revolución norteamericana que terminó con la independencia del país, el rey le preguntó:
—Decidme, doctor, ¿en qué pensáis emplear mi dinero?
—En alcanzar la libertad, que es el privilegio natural del hombre.
Y el rey Federico le replicó:
—Yo he nacido de familia real, soy rey y no debo echar a perder el oficio. He nacido para mandar y los pueblos para obedecer.
Y no le ayudó. Quien ayudó a los norteamericanos en su lucha por la independencia fue el gobierno español. Nos lo agradecieron en 1898.
Copio del libro Mil y una anécdotas de Asenjo y Torres del Alamo lo que sigue:
Los dueños del Palacio de la Música pensaron primeramente en llamarle Avenida Palace.
Lo supo el maestro Lasalle y se opuso a ello diciendo que debía titularse Palacio de la Música.
Como los dueños del edificio no lo aceptaron, a los pocos días se presentó el célebre director de orquesta diciendo:
—Ya saben en Madrid que esto se va a llamar Avenida Palace y pregunta la gente si los palcos tienen cuarto de baño.
Esta chirigota decidió la aceptación del nombre que hoy lleva el edificio de la avenida de Pi y Margall.
Esta anécdota tiene su complemento. El Palacio de la Música está situado en la Gran Vía madrileña. El libro citado se publicó en 1940 por Ediciones Españolas, cuando la avenida se llamaba de José Antonio, lo que quiere decir que fue escrito unos años antes. Lo extraño es que la censura, tan rígida por aquellas calendas, no se diera cuenta del nombrecito.
Humberto I de Italia era muy generoso y conocía muy bien a sus compatriotas y sus gustos por las distinciones. Acostumbraba decir:
—Una condecoración y un cigarro no se niegan a nadie.
El mariscal Hindenburg decía:
—Me basta un botón de menos o una mancha en la guerrera para conocer lo que da de sí un oficial. En las cosas importantes todo el mundo acude al disimulo mientras suelen olvidarse los detalles pequeños.
Cuando Alejandro Dumas, padre, vivía en Saint-Germain, un almacenero de hielo le guardaba siempre una cantidad, pues era gran admirador suyo, mientras la negaba a los demás compradores.
Un día un ricacho de la villa, deseoso, en pleno verano, de refrescar unas botellas de champaña, se valió de la estratagema de pedir hielo al almacenero de parte de Alejandro Dumas. Le dieron la cantidad que pedía.
—¿Cuánto es? —dijo el comprador sacando una moneda de oro.
—¡Ah, bribón! —exclamó el almacenista—. Suelta el hielo. Tú no vienes de parte del grande hombre porque… ¡él no paga nunca!
Si un hombre no comprende por qué una mujer lleva un pronunciado escote, la mujer haría mejor en llevar otra cosa.
Todavía alcancé a ver a una de las Macarronas, célebres bailaoras gitanas, que trabajaba, si no recuerdo mal, en la compañía de Concha Piquer, quizá me equivoque y era la compañía de Lola Flores y Manolo Caracol. Era por los años 40, pero lo que voy a contar sucedió a principios de siglo. Embarcaron para Mallorca dos hermanas Macarronas y su madre. El viaje no fue precisamente pacífico, pues el barco empezó a bailar.
La madre, que ocupaba con sus hijas un camarote con tres literas y estaba acostada en la inferior, empezó a gritar:
—¡Ay, Maresita de mi arma! ¿Qué va ser de mí? Er Señor der gran Poé me vargal ¡Juana de mi vía! ¿Qué hasé que no socorre a tu mare que está dando las boqueas?
A lo que Juana, que ocupaba la litera superior, contestó llorando:
—Pero, mare de mi corasón, ¿cómo quiere osté que la ayúe si estoy en er úrtimo cajón de la cómoda?
Y ya que hablamos de gitanos.
Había un cantaor andaluz que fue a dar el pésame a una familia amiga por el fallecimiento de un deudo que todavía estaba de cuerpo presente. Durante el velatorio el cantaor, sin darse cuenta, empezó a «apuntarse» una soleá, por lo que los familiares del muerto le llamaron la atención. Tres o cuatro veces, inadvertidamente, intentó hacer una «salida» por alegrías, tientos o malagueñas, y otras tantas le tuvieron que llamar al orden. Entonces el Niño de la Vereda se levantó, salió dando un portazo y diciendo:
—¡Pos no le han tomao poco cariño ar defunto!
Al saber que Miguel Ángel, que le estaba haciendo una estatua, tenía el propósito de ponerle un libro en la mano, le llamó el papa Julio II:
—No soy hombre de letras. Dejaos de libros y poned una espada en esa mano.
Hay gente cuya única virtud consiste en su severidad para con los vicios de los demás.