DE LOS TESTÍCULOS, LOS HUEBOS Y OTRAS ETIMOLOGÍAS
Estoy seguro que todos mis lectores habrán oído de labios de algún amigo esta frase que quiere ser graciosa y que tal vez lo sea la primera vez que se oye:
—Yo soy «testículo» de tal hecho.
Digo que puede ser graciosa; la gracia la encontrarán los que la oyen por primera vez, pero a la dos mil cuatrocientas cuatro da pena y ganas de echarse a llorar.
Pues bien, quien tal dice no está, probablemente, lejos de tener razón.
La palabra «testículo» viene del latín testículos, diminutivo del vocablo testes, que quiere decir «testigo». Se llamaban testiculus los atributos viriles del recién nacido que demostraban que era varón y que, por tanto, continuaba la gens o familia romana, que, como en otras partes, se prolongaba por línea masculina, ya que las mujeres al casarse pasaban a pertenecer a la gens o familia del marido. Éste es el origen de la palabra; quien dice que ha sido «testículo» de un suceso expresa que ha sido un pequeño testigo, importante si se quiere, pero pequeño, de un suceso cualquiera.
Y pasemos a otra cosa.
Hace algún tiempo en un juzgado, creo que del Levante español, un abogado presentó a magistratura un documento en el que pedía cierta cosa «por huebos», así, con b que no con v. El juez que recibió el papel creyó que además de una falta de ortografía había una ofensa a la magistratura en general y a él en particular y empapeló al abogado.
Éste respondió con un pliego de descargo diciendo que la palabra «por huebos», con b, se encontraba en el Diccionario de la Real Academia Española, edición de 1984, vol. II, p. 478, columna 2.ª, y que, según el mismo, significaba y significa «necesidad, cosa necesaria».
No sé cómo terminó el asunto, pues los periódicos que publicaron el inicio del mismo no publicaron su desenlace. Me gustaría saberlo.
De modo que si ustedes piden una cosa por «huebos», con b, solicitan algo que les es necesario. Si lo piden con v, cometen una grosería.
Y para terminar este párrafo, digamos que «huebos», con b, deriva etimológicamente del latín opus, n. indeclinable que significa «cosa necesaria, precisa, debida, conveniente», como se ve en la frase de Tito Livio: «Dux nobis opus esti (Nos hace falta un jefe), o la de Plinio: Puero opus est cibum» (El niño necesita alimento).
Otra etimología curiosa es la de Labacolla o Lavacolla, localidad en la que se encuentra situado el aeropuerto de Santiago de Compostela. Algunos guías y algunas guías impresas indican que allí es donde los peregrinos medievales se lavaban antes de entrar en la ciudad del Apóstol. Como se lavaban el cuello, de ello deriva Lavacolla. Nada menos cierto. El lugar se llamaba antes «Lavaméntula», y méntula es palabra latina que significa «pene» o miembro viril. Los peregrinos se lavaban, cuando se lavaban, porque al llegar al templo olían tan mal que se tuvo que inventar el botafumeiro para perfumar un poco el enrarecido ambiente —digo que se lavaban por entero y en ello iba incluida la higiene de las partes pudendas—. Bien por lavaméntula. Pero este «colla» ¿de dónde viene? Pues muy probablemente de coleo, que significa testículo, con lo que queda explicada la transformación de Lavaméntula en Labacolla. Es inútil que mis lectores busquen en su habitual diccionario de latín la palabra coleo. Es muy probable que no la encuentren, como tampoco méntula, cunnus, irrumire, fricatrices y muchos otros que se leen en las obras de los clásicos como Marcial, por ejemplo. Los diccionarios son, en general, de una pudibundez atroz. Y ello me recuerda una anécdota curiosa: Dirigiose una dama a un lexicólogo y le dijo: —Le felicito porque en su diccionario no figuran palabras obscenas.
—Señal de que las ha buscado —dijo el sabio. No es que se busquen, es que se encuentran en los textos latinos y, salvo excepciones, dignas excepciones que, como he dicho, no figuran en los diccionarios al uso.
Y vamos con otra palabreja: «cesárea» o «apertura quirúrgica del vientre de la madre para extraer la criatura». Según opinión muy extendida, la palabra deriva del hecho de que Julio César llegó al mundo gracias a esta operación. Nada dice la historia de ello. La palabra deriva de caesura, «corte, incisión», y de caesus, a, un, a su vez de caedo. Significa «cortado, inciso», etimología más lógica que la de la leyenda.
La palabra «César» me lleva a plantear una pregunta: ¿cómo pronunciaban «César» los antiguos romanos? Durante el Concilio Vaticano II surgió un problema curioso: todos los obispos hablaban en latín, pero a veces no se entendían. ¿Por qué? Muy sencillamente, porque lo pronunciaban diferentemente unos de otros; cada uno según la fonética de su país. Así un castellano pronunciaría «Zésar»; un catalán, «Sésar»; un francés «Seság»; un italiano, «Chésar», y así sucesivamente. Imaginen mis lectores si en una sencilla palabra hay tantas diversas pronunciaciones, el lío que se debía de armar. Pero ¿cuál es la verdadera pronunciación? ¿Cómo se ha podido llegar a averiguarlo? Pues muy sencillo y complicado a la vez. Intentaré simplificar la explicación.
Los arqueólogos descubrieron que en muchos grafitti, inscripciones murales, la palabra «César» estaba escrita con K:
—Kesar o Kaesar—, lo que significaba que el sonido de la C era fuerte. Cuando se vio que Cicero, «Cicerón o garbanzo», estaba escrito Kikero se convencieron de la suposición. Así, poco a poco, fueron analizándose inscripciones hasta llegar a descubrir la pronunciación correcta, que ahora se llama «clásica» y que es la que se enseña en las universidades. Y ello en multitud de palabras. Ayudó a ello el análisis de las composiciones en verso que por su ritmo daban cuenta de los acentos; por ejemplo Kíkero y no Kikero, etc.[3]
De la palabra Caesar deriva el alemán Kaiser, de pronunciación muy parecida a la latina y el ruso Czar o Zar, como generalmente se escribe, que se aplicaba a los emperadores de Alemania en el primer caso y al emperador de Rusia y al rey de Bulgaria en el segundo.
Y ya que estamos metidos en pronunciaciones, me parece justo recordar una pronunciación equivocada que ha tomado carta de naturaleza. Al referirnos al jefe de los ismailitas, hablamos del Aga Kan, cuando debería decirse el Aga Kan. ¿A qué es debido este error? A la ortografía inglesa de la palabra. En inglés no existe el sonido de la j española o árabe, pero si el de la h aspirada, que le es muy afín. Para aumentar el fonema colocaron ante la h una k y escribieron «Khan», con lo que llegaron a un sonido cercano a la j castellana. Deberíamos pronunciar, pues, Aga «Jan», pero el sonido «Kan» es tan popular que me parece que predominará el uso sobre la corrección.