23 Lunes, 20 de marzo

 

 

Daniel se encontraba en la sala de descanso de comisaría tomando otro café. Con una mano se frotaba las sienes mientras intentaba imaginar dónde podría haber llevado a Cristina, estaba perdido, no sabía por dónde continuar. Solo esperaba que ella supiera jugar bien sus cartas, le constaba que era capaz, guardaba un as en la manga. Un as por el que el asesino podría sentirse identificado con ella de forma que no la asesinara, el abandono de su madre.
Había sido una noche de locos. Habían ido al restaurante del Retiro, donde había quedado con su cita según el mensaje. Uno de los camareros la recordaba cenando con el hombre de la foto que le mostraron, Ignacio Soler, aunque les informó que la reserva estaba hecha a nombre de un tal Felipe Jiménez, tal y como pudieron corroborar en el libro de reservas de esa noche. El camarero les comentó que no había visto nada raro, nada en particular que le pudiera haber llamado la atención. Al principio, parecían un poco distantes, pero eso fue cambiando a lo largo de la noche, supuso que por la botella de vino que consumieron. También les contó, que se había fijado en ellos porque ella era una chica muy atractiva que toda la noche le había ofrecido una sonrisa encantadora, y le había dado las gracias al servirlos. Cosa que, según él, no era habitual entre los clientes. Cuando se fueron, no había notado ninguna diferencia en el estado de la chica, aunque eso no implicaba gran cosa, Daniel sabía perfectamente que el burundanga podía pasar desapercibido, nadie solía notar que la persona en cuestión había sido drogada. Se fueron sin ninguna información de interés para poder encontrar a Cristina, dejando trabajar a los camareros, que en ese momento se dedicaban a poner copas por doquier.
Había pasado las últimas horas organizando el trabajo de su equipo, ya no se le ocurría qué más hacer. Los tenía a todos investigando posibles lugares donde habría podido esconder a Cristina, las cuentas bancarias de Soler, todo lo que se le había ocurrido estaba siendo revisado. Su equipo, como él, llevaban toda la noche sin dormir. Todos ellos se daban cuenta de su preocupación por Cristina, aunque nadie lo había mencionado, se limitaban a hacer todo lo que estuviera en sus manos. Él se sentía muy agradecido por ello.
Escuchó unos pasos entrando en la sala, levantó la cabeza esperando que trajeran buenas noticias. Delante de él, se encontraban Huertas y Cardenete con unos papeles en la mano.
—Jefe, tenemos algo. Revisando los movimientos de Soler, hemos encontrado una operación realizada hace un par de horas.
—¿Y?
—Un billete de avión a Londres —dijo Huertas.
—No solo eso. Hemos investigado su correo y hemos encontrado varios emails a un prestigioso bufete situado muy cerca de Trafalgar Square. Por lo visto, lo están esperando. Empieza a trabajar allí el mes que viene. —Cardenete le pasó unos papeles con varios correos electrónicos impresos, y un nombre subrayado.
—¿Sabemos qué vuelo ha reservado? —Daniel levantó la mirada de los papeles con una sonrisa en la cara, por fin empezaba a hacerse la luz. En ese momento, entró Candelas.
—Acabo de localizar el vuelo. Sale de Barajas en hora y media —les informó.
—Pues vámonos, no hay tiempo que perder. —Cardenete lo miró sin estar seguro de si podía ir con ellos—. Vamos, Cardenete, no te quedes ahí parado.
Salieron los cuatro de comisaría acompañados por la subinspectora. En cuanto subieron a los coches, Daniel encendió la sirena y arrancó en dirección al aeropuerto de Barajas, tal y como los madrileños seguían llamando al aeropuerto de la capital, aun cuando ya hacía algunos años que se le había cambiado el nombre a Adolfo Suárez Madrid-Barajas, como homenaje al antiguo presidente del gobierno tras su fallecimiento.
—¿Sabemos de qué terminal sale?
—De la T2, jefe. —Daniel suspiró aliviado al oír la respuesta de Cardenete. La T2 no era muy grande comparada con la enorme T4 que habían construido hacía unos pocos años. Miró por el retrovisor para comprobar que Huertas y Candelas les siguieran de cerca en el otro coche.
—Recordad que es un camaleón, un experto del disfraz. Hemos encontrado maquillaje, pelucas y demás en su casa. Y os recuerdo, que pasó por delante de las narices de Huertas y Candelas para ir a asesinar a su padre, y no se dieron cuenta. —Verónica y Cardenete asintieron. Sabían que el inspector no lo había dicho como un reproche, pero comprendían que había sido un deplorable error que podía haber evitado el asesinato de Felipe Jiménez padre, por muy mala persona que hubiera resultado en vida, y de la señorita Martín, la abogada de Montes. Algo así no podía volver a repetirse, no podían permitirse de nuevo un descuido de esas características.
Verónica, sentada en el asiento del copiloto, sacó una de las fotografías impresas que tenía de Soler y con un lápiz comenzó a dibujarle perilla, primero, luego continuó sombreándole el rostro hasta cubrirlo casi por completo con una densa barba, le pintó unas cejas más gruesas y el pelo más largo. Cardenete, que estaba sentado detrás, observaba en silencio los diferentes dibujos, reteniéndolos en la memoria y haciéndose una idea de las diversas posibilidades existentes del nuevo Soler.
—Va a ser imposible de localizar —dijo Verónica ensimismada en los dibujos que estaba realizando.
—No del todo —dijo Daniel enigmático—, Cardenete, cuéntale.
—Soler ha sido contratado por un bufete de abogados en Londres, parece ser que tiene pensado reinventarse de nuevo. Y con lo que no creemos que cuente es, que sabemos cuál va a ser su nueva identidad. El billete de avión lo ha comprado a nombre de Fermín del Olmo. —Suárez sonreía orgulloso del chaval, si no hubiera sido por sus conocimientos de informática, no hubieran encontrado esa información con tanta celeridad. Las nuevas generaciones habían crecido entre dispositivos de todo tipo y se sabían manejar con ellos, aun así, estaba anonadado con todo lo que había descubierto en las últimas horas. También había encontrado que Soler antes de Derecho había estudiado Medicina, lo que explicaba sus conocimientos de anatomía, aunque lo dejó después de varios años. Desconocían el motivo, pero eso ahora, no importaba.
—Impresionante —dijo Verónica sorprendida con ese nuevo dato. Se había girado y lo observaba con mirada de aprobación.
—Y eso no es todo. Sabemos el número de vuelo en el que va a viajar. La policía del aeropuerto ya está informada y pendiente, lo van a retener hasta que lleguemos —informó Daniel, que en cuanto se enteró, contactó con ellos.
—Pues entonces, lo tenemos —dijo Verónica, emocionada por primera vez desde que había empezado el caso.
—Al él sí, pero solo ha comprado un billete de avión. —Ambos observaron a su jefe sin nada qué decir, pensando lo mismo, la cosa no pintaba bien para la chica.
El móvil de Daniel empezó a sonar. Se encontraban en la A-2, a punto de tomar la desviación en dirección al aeropuerto.
—Jefe, acaba de llamar la policía del aeropuerto. Lo tienen.
—Gracias, Huertas.
Daniel colgó algo más aliviado, después de todo, habían cogido al asesino. Siempre iba unos pasos por delante de ellos, pero esta vez lo habían cazado. Ahora era a él al que le tocaba jugar bien sus cartas, si quería encontrar a Cristina con vida.

 

Tenían a Felipe Jiménez, alias Ignacio Soler, alias Fermín del Olmo, en la sala para ser interrogado. Todos lo observaban al otro lado del cristal.
Cuando llegaron al aeropuerto, se encontraron a Felipe Jiménez retenido por la policía. Había sido reconocido en el control de acceso a la zona de embarque, y alegando unas comprobaciones rutinarias, se lo habían llevado a una sala aparte, donde lo habían mantenido a la espera de que el inspector llegara con su equipo.
El asesino demostraba una entereza y una tranquilidad que sacaban a Daniel de quicio. Iba a ser un hueso difícil de roer, y no tenían mucho tiempo, habían pasado demasiadas horas desde su encuentro con Cristina, y sabía lo que eso significaba. Aunque todavía no estaba dispuesto a tirar la toalla. Se puso en camino hacia la sala de interrogatorios, pero Candelas lo detuvo cogiéndolo por el brazo.
—Jefe, es mejor que lo interroguemos Huertas y yo. —El inspector lo miró a los ojos, enfurecido por el atrevimiento de un subordinado. Pero Candelas no se amilanó y le mantuvo la mirada, aun sabiendo que le podía caer una buena reprimenda, era consciente de que tenía razón. Finalmente, Daniel asintió y se apartó, dejándolos pasar. Él estaba muy implicado con la posible víctima, y podía pasarle factura en el interrogatorio, lo mejor era que las preguntas las realizaran ellos, ahora no podía fallarle a Cristina. Él podía perder los estribos delante del señor Jiménez, y eso no la ayudaría en nada, al contrario. Sus hombres lo harían bien, los conocía, y sabía de lo que eran capaces, de sus habilidades, y en temas de obtener información de sospechosos, eran de lo mejor que había en comisaría.
Candelas y Huertas entraron a la sala contigua y se sentaron enfrente del sospechoso, quien no parecía ni sorprendido ni nervioso de encontrarse allí. Le habían ofrecido una llamada para que contactara con un abogado, pero había declinado el ofrecimiento. Por lo visto, seguía sintiéndose muy superior a ellos y con mucha confianza en sí mismo, como para tener la necesidad de ser defendido.
Los inspectores también se mostraban relajados, el sospechoso no les dejaba indiferente a ninguno, sabían de lo que era capaz, de las atrocidades que cometía, pero también había demostrado un alto grado de inteligencia que no pensaban menospreciar. De la información que allí obtuvieran, dependía la vida de la señorita del Saz, y ninguno de ellos estaba dispuesto a fallarle a su jefe, ni a ella.
Ambos inspectores lo miraban directamente a los ojos, tenían que dejar claro quién era el que controlaba la situación en esa habitación, no podían permitir que el sospechoso tomara el mando. Y así ocurrió, después de unos minutos sopesándose, Jiménez les sonrió, y bajó la cabeza evitando sus miradas.
Candelas abrió la carpeta que portaba en sus manos y que había dejado encima de la mesa en cuanto se había acomodado en la silla. Lo hizo despacio, como si tuviera todo el tiempo del mundo, aunque era consciente de que no era así.
Jiménez siguió los movimientos del inspector, mientras este le mostraba fotografías que iba sacando poco a poco de la carpeta y dejando encima de la mesa, delante de él, imágenes de las víctimas e instantáneas de su propia casa. El detenido las observaba interesado, sin inmutarse, si estaba sorprendido, en ningún momento se lo hizo notar, ni a los presentes, ni a quienes lo observaban al otro lado del cristal. Al ver esas fotografías, supo que no tenía nada que hacer, tenían pruebas, habían encontrado su preciado altar, en el que se encontraban sus valiosas y amadas obras de arte. Ellos no eran capaces de apreciar el amor que había puesto en todas ellas, no lo entenderían nunca, no estaban preparados para entenderlo. Muchos artistas no habían sido reconocidos hasta después de su muerte, quizás a él le ocurriera lo mismo, nadie parecía comprender su genialidad. Siempre se había considerado un hombre adelantado a su época.
—Quiero que sepa que esta conversación está siendo grabada. —Candelas señaló con la cabeza una cámara situada en la esquina de la habitación—. Estas son todas las chicas a las que ha asesinado. Jóvenes que aún tenían toda una vida por delante para disfrutar, hasta que se encontraron con su peor pesadilla, Felipe Jiménez, usted —comenzó haciendo una exposición de lo que era evidente, mostrando algunas pruebas de las que disponían.
Jiménez levantó la mirada al oír un nombre que casi no reconocía, apenas lo había oído en los últimos años. Miró a Candelas que seguía sacando información de su carpeta.
Lo que ocurrió a continuación, no era lo que se esperaba ninguno de ellos. El acusado empezó a relatarles los asesinatos cometidos, sin remordimientos y sin ningún tipo de coacción. Les contó hasta el más ínfimo detalle. Les habló tanto de los que había cometido en Cataluña, como los que había perpetrado en Madrid.
—Quizás sepa que lo tenemos acorralado. Tenemos pruebas que demuestran su culpabilidad —comentó Verónica, aun cuando estaba extrañada por la confesión tan completa que estaba realizando el sospechoso.
Daniel asintió, aunque no muy convencido, pensaba que aún se guardaba un as bajo la manga y eso le preocupaba. Miró de nuevo el reloj de su muñeca, el tiempo seguía avanzando y seguían sin conocer el paradero de Cristina. Eso era lo que le inquietaba en realidad, con confesión o sin confesión sabía que lo tenían, había pruebas suficientes para que pasara el resto de su vida entre rejas, pero Cristina carecía de ese tiempo.
—Cuéntenos qué ha hecho con Cristina del Saz —preguntó Huertas al otro lado del cristal. El cuerpo de Daniel se tensó esperando una respuesta.
—¿Cristina del Saz? —Jiménez se hizo el despistado por primera vez durante el interrogatorio. Levantó la mirada y mostró una sonrisa burlona a las personas que estaban al otro lado del espejo, su mueca iba dirigida al inspector Suárez.
—Sabemos que la pasada noche quedó con ella a cenar en el Florida Retiro, y aún no ha vuelto a su casa. Tenemos testigos. —El sospechoso miró de nuevo al espejo de la sala, buscando al inspector, aunque solo podía verse reflejado a sí mismo.
—Quiero hablar con Suárez —dijo, desconcertando a los inspectores.
Daniel, que observaba sin perder detalle tras el cristal, no se sorprendió por la petición. Para él solo era un juego en el que la policía eran meros peones y era su turno de mover ficha. Se encaminó a la sala contigua, dispuesto a hablar con el detenido.
—¿Sabes que está jugando contigo? —Verónica intentó detenerlo.
—Lo sé, pero no puedo poner en riesgo la vida de Cristina por mantenerme al margen. Tengo que continuar yo con el interrogatorio, tal y como ha solicitado.
Daniel entró en el pequeño cubículo, bajo la atenta mirada de sus hombres, y se recostó en la pared sin dejar de observar al sospechoso, quien hacía lo propio.
—Buenos días, inspector Suárez, me alegra volver a verlo, aunque hubiera preferido que fuera en otras circunstancias. —Sonrió, mientras que con un leve movimiento de cabeza señalaba las esposas que aprisionaban sus muñecas.
—Basta ya de juegos. Díganos que ha hecho con Cristina del Saz. —El inspector sonó tranquilo, aunque no era eso lo que sentía. Nadie se podía ni imaginar lo cerca que estaba de coger por el cuello al sospechoso para sacarle la verdad a puñetazos, sin embargo, supo mantener el dominio de sí mismo.
—Ah, la joven con la que cené anoche. Bonita chica, ¿verdad, inspector? —Estaba intentando sacarle de sus casillas, pero ahora no se podía permitir caer en su trampa.
—¿Y bien? ¿Qué ha hecho con ella? —repitió Daniel con toda la calma de la que fue capaz.
—Señores, ahora es mi turno. —Jiménez se relajó en la silla y se cruzó de brazos, quería dejarles claro que el que manejaba la situación en esos momentos, era él—. Yo les he contado todo lo que querían escuchar. He confesado los asesinatos que he cometido, pero ahora les toca a ustedes. Quiero un trato. Mi libertad a cambio de su vida.
Inconscientemente el inspector apretó los puños en un gesto que revelaba la ira y la impotencia que sentía. Ese era el as que se guardaba bajo la manga, se dijo. Por lo menos, esa petición permitía entrever que Cristina todavía seguía con vida, lo que era una buena noticia.
—Y si decimos que no. —Suárez volvió a sonar más relajado de lo que se sentía en realidad.
—Entonces, morirá. Pero, esta vez, no seré yo su asesino.
—Quitadlo de mi vista. Lleváoslo al calabozo. —El inspector estaba muy cabreado, de ahí no iba a obtener ninguna información. Tendría que seguir su instinto, que casi nunca le fallaba.
Salió de la sala dando un fuerte portazo. A la par, salían de la sala de al lado, la subinspectora y Cardenete que en unos segundos estaban pegados a él.
—Cardenete, habías encontrado un par de pisos a nombre de Félix Santos, pisos que utiliza la empresa cuando reciben visitas de negocios. Quiero que alguien vaya a comprobarlos.
—De acuerdo, jefe. —Ambos asintieron y se dirigieron a organizar el encargo. Lo más probable es que hubiera coches patrulla cerca de ambos lugares, que pudieran hacer las comprobaciones pertinentes. De todas formas, ellos también irían.
Daniel se giró y se encontró con Candelas que se acercaba.
—Va de camino al calabozo.
—Dejémosle un rato allí, quizás cambie de opinión. —Daniel sabía que eso no iba a suceder, pero antes de volver a interrogarle quería confirmar que Cristina no estuviera en los apartamentos pertenecientes a la empresa conecta.com.

 

Unas horas más tarde, Daniel se encontraba en la sala de descanso de la comisaría, caminando de un lado a otro, concentrado, intentando introducirse en la mente del psicópata, preguntándose dónde podría haber escondido a Cristina. Sabía que tenía que estar viva, no se había permitido asesinarla puesto que era la única moneda de cambio que le quedaba, pero tendría que encontrarla sin su ayuda, no podía quedar impune de los asesinatos que había cometido. Eso era algo que no pasaba por la cabeza del inspector, además, nadie en el juzgado permitiría un trato de esas características. Lo único que le quedaba a Cristina para sobrevivir, era él, y no pensaba abandonarla.
—Jefe, en los pisos no había nada. —La voz de Cardenete sacó al inspector de sus reflexiones.
—¿Los han revisado a conciencia?
—Sí, jefe. La subinspectora de la Vega ha ido a uno y yo he ido al otro, acompañados de varias patrullas y no hemos encontrado a la señorita del Saz. —Daniel asintió. Esas no eran las noticias que esperaba escuchar, confiaba en que estuviera allí. El tiempo continuaba avanzando, lo que iba en detrimento de encontrar a Cristina con vida. Intentó borrar la imagen que se le había formado de repente en la cabeza, con el cuerpo de Cristina apagado, marchito, representando una horrible pintura.
—Cardenete, que suban a la sala de interrogatorios a Jiménez. Quiero hablar con él de nuevo. —El joven asintió y se fue por donde había llegado.
Daniel sacó otro café de la máquina y se lo bebió de un trago, entre la adrenalina y la cafeína estaba despejado, aunque sabía que en cuanto parase, caería en un estado de agotamiento del que le costaría un par de días reponerse. Ahora solo podía pensar en que la única pista que tenían para lograr encontrar a Cristina con vida estaba en el calabozo. «Le haré hablar aunque sea lo último que haga».
Unos minutos después, Cardenete, acompañado por Huertas, entraban en la sala buscando al inspector. Ambos llegaban corriendo y con caras de haber visto un fantasma. El inspector saltó de la silla, alarmado, era evidente que algo había sucedido.
—Jefe, Jiménez se ha suicidado. —La incredulidad se reflejó en el rostro del inspector.
—¿Cómo? —Daniel sabía que eso era prácticamente imposible, el protocolo para ingresar a un detenido en la celda era muy exhaustivo. Implicaba una exploración corporal y de las prendas del sujeto, con el fin de requisarle todos los objetos que pudieran resultar peligrosos para su seguridad y la del personal que se encargaba de custodiarlo. Por este motivo, se le retiraban las cadenas, el cinturón, los cordones y el resto de elementos que pudieran ser utilizados para autolesionarse o lesionar a otro individuo, incluso que pudieran servir para causar daños materiales o facilitar su fuga.
—Se ha ahorcado —continuó Huertas—. Ha usado los hilos de la manta que uno de los agentes le dio para taparse. Los ha trenzado, creando un cordón con el que se ha colgado.
—¡Estás de coña! —Suárez no se podía creer lo que le estaban contando.
Salió de la habitación como un poseso y se dirigió a las celdas de comisaría, corriendo. Cardenete y Huertas le seguían los pasos de cerca. Como era festivo, había muy poca gente que pudiera interrumpirle la carrera, aun así, tropezó con una joven cargada de carpetas que subía en ese preciso instante por las escaleras, por donde el inspector bajaba a toda prisa. Todas las carpetas cayeron al suelo, y la chica se quedó recogiéndolas y soltando improperios dirigidos a Suárez, quien continuó con su carrera sin apenas prestarle atención, lo mismo que los inspectores que iban tras él.
Cuando Daniel llegó a la celda en la que habían dejado al detenido, se encontró con un gran revuelo de agentes. Se abrió paso entre la marabunta de policías, para descubrir el cuerpo de Felipe Jiménez, que seguía pendiendo de la soga de la que se había colgado, y que él mismo se había fabricado en el poco tiempo que llevaba encerrado.
—El doctor Mena ya viene en camino. —Huertas seguía pegado a la espalda de su jefe—. También hemos llamado al juez de guardia.
—De acuerdo. Y por Dios, que alguien lo descuelgue.
Daniel salió de allí sin entender el porqué de la reacción de Jiménez, no era habitual que los asesinos en serie tuvieran tendencias suicidas. De todas formas, eso ahora mismo era lo que menos le preocupaba, ya le prestaría atención más adelante. Ahora, su máxima prioridad era encontrar a Cristina, y se daba cuenta de que acababan de perder a la única persona que podía ayudarles a localizarla, la única pista que tenían de su paradero.
Cuando regresó a su puesto, se encontró a Candelas y a Verónica apoyados en su mesa con caras de circunstancias. Huertas y Cardenete se mantenían a su lado. Todos estaban tan agotados como él, las ojeras les delataban, las mismas manchas negras que tenía él bajo los ojos. Miró a todo su equipo, parecían haberse rendido, estaban hundidos. El novato era el único que mostraba algo de esperanza en el rostro, quizás era la positividad que daba la juventud, se dijo el inspector. Él también tenía que ser optimista, no podía derrumbarse, ella lo necesitaba, solo tenía que pensar en los movimientos más lógicos que habría dado el asesino. Todos lo observaban, esperando nuevas órdenes por parte de su jefe.
—Vámonos a casa de Jiménez. Esa casa es enorme, seguro que se nos ha pasado algo por alto. —El inspector sabía que la idea no era muy imaginativa, quizás demasiado cogida con alfileres, pero no tenía otra. Y su equipo estaba tan carente de nuevos planteamientos como él.
Todos asintieron y salieron detrás de Suárez, ninguno tenía expectativas de encontrar a Cristina allí, y menos con vida, pero todos callaron y se guardaron sus elucubraciones para sí. Si su jefe no se rendía, ellos no serían quienes lo hicieran.
Salieron de la comisaría y cogieron sendos coches, en uno montaron el inspector y la subinspectora, y el resto se subió al de Candelas. Encendieron la sirena y se dirigieron a la casa del abogado a toda velocidad. Daniel sabía que cuanto más tiempo pasara, menos probabilidades habría de encontrar a Cristina con vida, el tiempo jugaba en su contra.
Aunque mucha gente se había ido de Madrid aprovechando el fin de semana largo que se había presentado, y el buen tiempo que lo acompañaba, la M-30 estaba atascada. Aun cuando los coches se apartaban a su paso, el avance se hacía más lento de lo que al inspector le hubiera gustado. Tomaron un desvío, accediendo a la M-40, en la que se circulaba con mayor fluidez. Ahí, Suárez pisó a fondo el acelerador, haciendo que la subinspectora se agarrara a su asiento intimidada por la conducción de su compañero.
Cuando llegaron a la casa de Jiménez, el sol ya se había ocultado hacía unos minutos. La residencia mostraba todas sus ventanas con una oscuridad inquietante, las luces estaban apagadas, confirmando que no había nadie en su interior.
—Revisad todas las habitaciones. Prestad atención a los muros huecos, o a los espacios que no cuadren y cosas por el estilo. —A Daniel se le había ocurrido que quizás existiera una habitación oculta en la casa, tal y como habían encontrado el recoveco tras la televisión. Era como agarrarse a un clavo ardiendo, pero era la única oportunidad que tenían, de lo contrario, no quedaban esperanzas para Cristina.
Se dispersaron para revisar la casa, cada uno de ellos comprobaba las diferentes habitaciones, golpeando con los nudillos las paredes, verificando que no sonaran a hueco. Iban con cuidado, no querían dejar ningún muro sin comprobar, sabían que si la corazonada de su jefe era cierta, la vida de Cristina dependía de ellos. Todos iban de habitación en habitación, Daniel estaba frenético, oía a todo su equipo golpear las paredes, sabiendo que no estaban encontrando nada fuera de lo normal, y pensando que lo que estaban haciendo era una locura.
—¿Qué opinas? —Huertas atravesaba la puerta de una de las habitaciones de la casa, un dormitorio de invitados que no se había utilizado últimamente, todos los muebles estaban completamente vacíos, cuando se encontró en el pasillo con Candelas.
—Lo mismo que tú. Aquí no vamos a encontrar a la señorita del Saz.
—Y si así fuera, lo más probable es que esté muerta. Jiménez sabía que a estas alturas no la hallaríamos viva. Ya no tenía nada con lo que hacer un trato y por ese motivo se ha suicidado. —Candelas miró a su compañero y asintió en silencio, ambos eran de la misma opinión.
Cuando hubieron revisado todas las habitaciones de la casa, se reunieron en el amplio salón. Daniel observaba, desde las puertas francesas, el exterior de la vivienda, donde se encontraban la piscina y el jardín, ambos ocultos por la oscuridad que les rodeaba.
—Nada, jefe. No hemos encontrado nada. —Daniel se dio la vuelta, sabía que todos ellos pensaban que no iban a encontrar allí a Cristina, pero él seguía creyendo que era el sitio más lógico donde podría haberla ocultado, y esperaba tener razón. Los inspectores se sorprendieron cuando vieron que el rostro de su jefe no reflejaba decepción, ni un gesto derrotado, al contrario, parecía más confiado que antes.
—De acuerdo. Comprobemos el exterior. Tiene que estar aquí. —Su voz sonó autoritaria y segura.
Daniel, acompañado de Verónica y de Cardenete, atravesaron las puertas francesas, mientras Candelas y Huertas se dirigieron a por los coches para alumbrar la zona con las luces.
Durante el día se habían registrado altas temperaturas, casi veraniegas, pero se notaba su disminución por la noche, el termómetro debía de marcar quince o veinte grados menos. Verónica se subió el cuello de la chaqueta intentando resguardarse del frío que empezaba a notar en sus propios huesos. Daniel pensó en Cristina al notar el brusco cambio meteorológico y ver cómo su compañera temblaba, se preguntó en qué condiciones se encontraría.
Cuando Huertas y Candelas detuvieron los coches, dejando las luces largas encendidas, comprobaron que Suárez y el resto ya estaban inspeccionando el jardín con sus linternas. Se fijaron en que Daniel daba patadas al suelo, no tenían claro si por el frío o para constatar que no estuviera hueco, tal y como habían hecho unos minutos antes en el interior del domicilio. Los dos inspectores se pusieron manos a la obra, y se adentraron en el terreno, uniéndose a la búsqueda de la joven.
Suárez intuía que el único sitio a donde podía haber llevado a Cristina antes de su intento de huida, era a su propia casa. No había tenido tiempo de ir más lejos. Sobre todo, teniendo en cuenta que en el aeropuerto había sido detenido con equipaje. Solo esperaba no estar equivocado. También era consciente de que Jiménez les podía haber engañado y haberla asesinado, pero le parecía más coherente que la hubiera guardado como moneda de cambio, tal y como había intentado hacer. Lo que no se explicaba, era por qué se había suicidado. Daniel no se podía permitir pensar que no estaba viva si quería encontrarla, no podía derrumbarse. Cuanto más tiempo pasara, más difícil sería localizarla con vida, nadie se estaba encargando de alimentarla ni darle de beber, ¿cuánto podría sobrevivir en esas condiciones?, sin contar la bajada de temperatura tan brutal que se había producido en las últimas dos horas.
Miró alrededor y vio a sus compañeros revisando todos los rincones, prestando atención a lo que veían dentro del haz de luz de sus linternas.
—Jefe, aquí parece que hay algo. —Fue Cardenete el que llamó. Se encontraba a unos metros de él, al lado de una zona repleta de matorrales descuidados.
Cuando Daniel se situó a su lado, examinó la zona. Entre la maleza había un agujero formado por ramas rotas en un seto, pasaba desapercibido si no ibas buscando elementos que estuvieran fuera de lugar. Era de suficiente dimensión para que una persona de tamaño medio pudiera atravesarlo a gatas sin mayor dificultad. Ambos se agacharon para mirar en su interior, era un buen lugar para ocultar a alguien, pero con lo único que se toparon fue con un pequeño cubículo entre los arbustos, lleno de hojas y ramas, y sin nada más en su interior. Supusieron que algún animal se habría encargado de montarse su pequeño refugio. Al levantarse, el resto del equipo se encontraba tras ellos, expectantes a lo que hubieran encontrado.
—Nada, falsa alarma, solo es un hueco entre los arbustos. Quizás, la madriguera de algún conejo. —Todos asintieron descorazonados y continuaron la búsqueda.
Daniel se adentró en una zona arbolada donde apenas llegaba la luz que emitían los faros de los coches. La frondosidad de los árboles tampoco permitía que la luz de la luna se colara entre las ramas. Por lo que únicamente podía ver el lugar al que apuntaba con su linterna. El suelo estaba repleto de ramas y pequeñas piedras redondeadas, todas ellas de tamaño y color similar, de esas que se compraban en los viveros para completar el paisajismo de los jardines. Esa zona no estaba tan cuidada como la parte más cercana a la vivienda, que estaba impoluta, el jardinero no debía de acceder con frecuencia a esta franja del bosque. Se preguntó por qué sería, quizás porque Jiménez no se lo permitía, o por simple pereza por su parte. «Si tienes un escondite que no quieres que nadie conozca, no le permites al jardinero acercarse», pensó en silencio. Esperaba que su intuición no le fallara y fuera por el camino acertado.
Siguió examinando la zona, acercándose a cada uno de los árboles con los que se topaba, prestando especial atención al más leve movimiento de tierra, de ramas o de grava, pero no encontraba nada incoherente.
Su equipo debió de pensar lo mismo que él, porque en ese momento se encontraban todos ellos internados en el pequeño bosque de la propiedad, siguiendo sus pasos.
Daniel miró al frente y llevó el haz de luz de su linterna hacia donde le llevaba su mirada, no podía ver el final, era un espacio mucho más extenso de lo que parecía a simple vista. Con la oscuridad reinante no podía asegurar cuán grande era, pero empezaba a pensar que sin la luz del día, allí no iban a encontrar nada, nunca terminarían de revisar el lugar con unas simples linternas.
Al bajar la luz para continuar analizando el camino, creyó ver algo, así que movió el foco hacia diferentes lugares, intentando encontrar el motivo de su inquietud. No sabía qué era exactamente lo que había llamado su atención, qué había visto por el rabillo del ojo, quizás habían sido imaginaciones o incluso una alucinación, pero estaba seguro de que había visto algo. Entonces, volvió a verlo, había algo entre las piedras del suelo, algo que había producido un leve reflejo al posarse el haz sobre él.
—Chicos, aquí. —Todos le rodearon en menos que canta un gallo.
—¿Qué has encontrado? —Verónica lo observaba, mientras él cogía algo del suelo, desde su posición era incapaz de ver qué era. Daniel abrió la mano, y les mostró lo que acababa de recoger.
—Es de Cristina. —Estaba seguro. Ese pendiente era el mismo que llevó el día que quedaron a cenar, aquella cita que mantuvieron sin saber ninguno de los dos quién era su acompañante. De esa noche, recordaba hasta el más nimio detalle, lo tenía grabado en la retina. De hecho, de vez en cuando, echaba mano de aquellos momentos para poder sobrellevar el caso. Su sonrisa, sus ojos brillando con picardía, sus respuestas rápidas e inesperadas, y cómo no, su precioso vestido negro que se ajustaba a su cuerpo como si de un guante se tratara.
Verónica se fijó en el pendiente, una lágrima formada por pequeñas piedras, quizás circonitas, con una perla engarzada, era de un gusto exquisito. También advirtió que estaban manchados por una sustancia reseca, parecía sangre.
—Continuemos. —Daniel se guardó el pendiente en el bolsillo de la chaqueta, dentro de una bolsa de pruebas.
Todos prosiguieron con la búsqueda, en silencio, más animados pensando que su jefe no estaba equivocado, la señorita del Saz debía de estar cerca.
Como se había imaginado Suárez, iban por el buen camino. Felipe Jiménez había llevado a Cristina a su casa, llevaba en el bolsillo una prueba que lo evidenciaba, y además, habían atravesado ese mismo lugar. Tenían que encontrarse cerca de un zulo, celda o cualquier otro tipo de habitáculo donde poder esconderla. Pero todos los inspectores seguían dando vueltas por la zona, recorriendo una y otra vez los mismos sitios, sin encontrar nada que los llevara a Cristina.

 

Llevaban horas reconociendo el lugar, y aunque tenían confirmación de que Cristina había estado allí, no eran capaces de encontrar un lugar en el que poder ocultar a una persona. Daniel estaba empezando a desesperarse, miraba a su equipo, y como él, sus rostros, además de cansancio, reflejaban impaciencia y pesimismo. Sabían que estaban cerca, pero no hallaban nada chocante o inapropiado, solo árboles, arbustos y pedruscos. El inspector, exasperado, dio una fuerte patada a uno de los cantos rodados que rebotó contra un tronco, cayendo algo más allá de donde él se encontraba.
—¡Cristina! —La llamó a voz en grito, quizás pudiera oírle, y le contestara. Pero, como era de esperar, no hubo respuesta, la noche se presentaba tan silenciosa como unos segundos antes. Incluso más, porque ni siquiera se oía el ruido que producían las pisadas de sus compañeros, quienes al oírle gritar se habían quedado parados, percibiendo su angustia. Unos segundos después, todos reaccionaron, y como su jefe, comenzaron a gritar su nombre.
Después de un rato llamándola, se dieron por vencidos, de esa manera tampoco iban a dar con ella.
Continuaron rastreando la zona, fijándose en cualquier cosa extraña entre las piedras, cualquier cosa que les pareciera incongruente en ese entorno. El cansancio les atenazaba. Verónica había tropezado un par de veces con los cantos del camino, el sueño empezaba a poder con ella. Pero cada vez que pensaba en dejarse caer, apoyada en un árbol para descansar un rato, miraba a Daniel, y veía la decisión y la preocupación plasmada en su cara, por lo que ella se concentraba para poder seguir al pie del cañón, aguantando. Sabía lo que Cristina significaba para él, tenían que encontrarla.
—¡Aquí! —Candelas rompió el silencio.
Todos se dirigieron hacia él corriendo. A su lado, observaron el punto en el que tenía fijo su haz de luz y todas las linternas enfocaron hacia ese mismo punto. Las piedras estaban algo embarradas, no eran como las que había alrededor, limpias y pulidas, parecían haber sido removidas recientemente.
Se agacharon y empezaron a apartarlas, se temían lo peor, una tumba en la que encontrarían el cuerpo de Cristina del Saz. Daniel, debido a la desesperación que sentía, ni siquiera se había percatado de que se había cortado con una roca afilada, y el pulgar le sangraba de forma desproporcionada a la pequeña herida.
Cuando terminaron de apartar las piedras, todos se quedaron observando el suelo, no había nada.
—Perdona, jefe, creía... —Candelas no pudo terminar la frase.
—No te preocupes. Todos pensamos lo mismo. —Verónica le cogió la mano con suavidad, y con un pañuelo que llevaba al cuello le taponó la herida del dedo, todavía sangrando.
—Quizás por aquí arrastró algo, quizás haya algún rastro que nos lleve a alguna parte —dijo Cardenete con más optimismo del que sentía en realidad.
Todos se levantaron, enfocando las linternas a su alrededor. Como había predicho el novato, unos metros más allá, había otro montón de piedras removidas.
—Me pregunto qué arrastraría —dijo Cardenete. Había visto a la señorita del Saz en comisaría y no parecía que resultara muy pesada.
—No estaba arrastrando nada, si fuera así, las piedras estarían removidas de forma continua —dijo Suárez que empezaba a animarse.
—¿Entonces?
—Creo que llevaba algo muy pesado que le obligaba a detenerse a descansar. —Suárez enfocó su haz de luz hacia delante, buscando alguna otra zona con las piedras removidas, y para asombro de todos, unos metros más allá, había otro pequeño montículo—. Vamos.
Poco a poco, fueron encontrando diferentes lugares en los que se apreciaban ligeras variaciones en la colocación de las piedras, donde la tierra estaba revuelta.
Unos minutos después, no podían creerse lo que tenían delante, una pequeña estructura de madera, parecida a un típico granero de pueblo, había aparecido ante ellos.
Daniel comenzó a correr, esperando encontrar a Cristina en el interior. El resto fue tras él, pegados a su espalda, tan entusiasmados como su jefe, pensando que allí dentro estaría la señorita del Saz. Ninguno de ellos hubiera apostado por hallarla con vida, aunque esperaban estar equivocados.
Cuando llegaron a la puerta, se toparon con una gruesa cadena con candado, que proclamaba que el acceso al interior estaba vetado. Daniel sacó su arma reglamentaria de la funda, todos se apartaron de la puerta dejando un amplio espacio de seguridad, y disparó. El candado cayó al suelo, quedando destrozado por el impacto.
Huertas quitó la cadena que les entorpecía el paso, y abrió la puerta con sumo cuidado, sin saber lo que podían encontrar tras ella. Uno a uno fueron accediendo al interior de la cabaña, llevaban el arma en una mano, y la linterna en la otra, atentos. La oscuridad lo cubría todo, no se veía más que lo que mostraba la luz de sus linternas, tampoco se oía ningún sonido, aparte de sus fuertes respiraciones y sus pisadas.
Lo que allí descubrieron, no era lo que esperaban. Toda la estancia estaba llena de muebles, unos apilados sobre otros, algunos cubiertos por sábanas blancas que debido al polvo parecían grises, podían intuirse mesas, sillas, aparadores y mucha más variedad de enseres. Era un espacio destinado a guardar trastos, un lugar por el que nadie había pasado durante años. Las vigas del techo estaban envueltas en telas de araña, que continuaban abriéndose camino entre los cachivaches allí guardados. Era poco probable que alguien hubiera accedido al interior sin dejar marcado el recorrido por donde había pasado.
—Mirad. —Verónica señalaba con su linterna el lado derecho de la puerta. El polvo del suelo había desaparecido en una pequeña franja paralela a la pared. El inspector no podía estar seguro si era por arrastrar algo o por un continuo trasiego en la zona.
Todos siguieron el estrecho pasillo creado en el polvo, que acababa donde empezaba una alfombra de diseño persa, como las que existían en todos los hogares en los setenta u ochenta, la cual, en su momento, debió de tener un intrincado dibujo con vivos colores, pero que ahora apenas era un enorme felpudo.
Candelas y Suárez levantaron ambas esquinas de la alfombra, comenzando a enroscarla despacio, con mucho cuidado, puesto que soltaba una polvareda que les producía accesos de tos. Cuando concluyeron la labor, se quedaron contemplando lo que se encargaba de ocultar, una trampilla cerrada por un oxidado cerrojo.
—No me lo puedo creer. Parece una película de terror —dijo Candelas tan sorprendido como el resto.
Daniel se agachó para abrir el cerrojo, y aunque este chirrió con el primer movimiento, luego se deslizó como si hubiera sido engrasado hacía poco. Huertas le ayudó a levantar la trampilla, por la que aparecieron unas viejas escaleras con peldaños de madera que parecían que iban a partirse de un momento a otro.
El primero en asomarse fue Suárez, aunque no logró ver mucho con la luz que generaba su linterna. El espacio que había debajo aparentaba ser de las mismas dimensiones que el granero en el que se encontraban. Pisó el primer escalón haciendo fuerza sobre él para asegurarse que aguantara su peso. Después de las comprobaciones pertinentes, comenzó a bajar con cuidado, no se fiaba de que los escalones no acabaran despedazados entre sus pies, mientras él caía rompiéndose la crisma. Caminaba enfocando el haz de luz hacia diferentes puntos, intentando ver qué había ahí abajo. Esperaba localizar a Cristina, pero la pregunta que no dejaba de rondarle por la cabeza, era si se la encontrarían viva o muerta.
Verónica fue la siguiente en bajar, siguiendo los pasos de su jefe. Como él, apuntaba su linterna en todas direcciones, intentando descubrir el lugar en el que se adentraban.
Daniel andaba hacia el centro de la nave, alejándose de la escalera y de Verónica. Lo único que distinguía a su alrededor era un suelo de cemento, en el que existían multitud de pequeñas grietas. Apuntó la linterna a la pared, formada por grandes ladrillos grises entre los que había huecos faltos de cemento. Notó un movimiento a su derecha, y aunque se giró rápidamente intentando apuntar con su linterna al origen del mismo, no vio nada.
—Creo que ha sido una rata —susurró Verónica que se encontraba a su lado.
Él asintió y continuó su camino, allí abajo no se veía nada, aparentemente era una planta diáfana. No se podía creer que Cristina no estuviera allí. Si no la encontraban en la finca de Jiménez, ya no la encontrarían en ninguna parte. Negó con la cabeza, intentando borrar esos pensamientos.
De repente, su linterna alumbró una vieja puerta, que en algún momento debió de haber sido blanca, ahora en muchas zonas no quedaba rastro de pintura. Se acercó a ella e intentó abrirla girando el pomo. Para su sorpresa, la manilla se movió, y la puerta cedió.
La habitación, como el resto del lugar, estaba a oscuras. Su linterna apuntó a la derecha, donde pudo ver un sucio lavabo con un espejo resquebrajado, a su lado, un retrete inmundo. En la habitación se respiraba olor a putrefacción. Notó cómo la subinspectora tuvo que controlar una arcada.
Siguió recorriendo la pared, pasando por un vetusto armario, con un color imposible de reconocer por la suciedad que lo cubría, con dos puertas descolgadas, llenas de desconchones. Y a continuación, un camastro, en el que había un bulto tapado por una deshilachada manta, de la que salía una madeja de pelo oscuro. Se dirigió hacia allí a toda prisa, esperando que fuera Cristina lo que ocultaba la vieja manta. Al llegar, echó el trapo a los pies de la cama, confirmando que ahí debajo estaba ella, inconsciente. De inmediato, le tocó el cuello, buscándole el pulso. El contacto le reveló que el cuerpo no estaba frío, y existía latido, aunque lento.
—Está viva. Llamad a una ambulancia —ordenó.
Los inspectores, que habían estado siempre detrás de ellos, sacaron sus móviles a la vez, pero ninguno tenía cobertura. Candelas, que era el que estaba más cerca de la salida, deshizo el camino andado hasta abandonar la cabaña, donde el teléfono mostraba un par de barritas, suficiente para poder realizar la llamada.
—Es increíble que siga con vida —constató Verónica lo que todos pensaban.
—Creo que nunca tuvo intención de matarla —dijo el inspector mientras le daba la vuelta—, se sentía identificado con ella. Ambos se pasaron la vida creyendo que su madre les había abandonado.
Daniel cogió a Cristina por los hombros y con cuidado la sentó en la cama, estaba deshidratada, y era evidente que había sido drogada, no parecía despertar de su letargo. La cogió en brazos, y la sacó de esa habitación en la que había estado encerrada las últimas veinticuatro horas, esperaba que todas ellas las pasara durmiendo. Pero justo en el momento en que ese pensamiento cruzó por su cabeza, se dio cuenta de que tenía los nudillos de ambas manos pelados y rodeados de sangre seca, revelando que no había sido así, que había estado intentando salir de algún sitio. Lo más probable es que fuera de esa misma habitación o de ese sótano. No se iba a detener a comprobar que hubiera sangre en la puerta o en la trampilla, demostrando su intento de escapar, ya lo harían los de la Científica cuando llegaran. Solo quería sacarla de allí y llevarla a un hospital.
—No te me mueras ahora —le susurró al oído. Y aunque no había pensado que ella pudiera oírle, Cristina mostró una suave sonrisa.