16 20 años antes

 

 

Felipe regresaba a casa, se le había hecho tarde, justo lo que él quería. Había estado divirtiéndose con sus amigos, entretenidos en robar los tapacubos de los coches aparcados en el barrio. La mayoría de los propietarios no se darían ni cuenta hasta el día siguiente, puesto que saldrían de los bares de la zona algo bebidos.
Contaba con que a esas horas su padre ya estuviera roncando tumbado en el sofá, después de haberse bebido todo lo que se le hubiera puesto por delante. Estaban a primeros de mes, así que aun tendría suficiente dinero para comprarse un par de botellas de licor.
Junto a sus pies caminaba un chucho, se había acercado a él en Atocha, lo había estado acariciando mientras el Maqui se encargaba de las ruedas del último coche, y ya no se le había despegado. Al principio, le había resultado cómico, pero ya estaba hasta las pelotas del animal, era estúpido, haciendo cabriolas y pegando saltitos a su lado, como si fuera el más feliz del mundo, y por si fuera poco, lo miraba con adoración.
—¡Qué barato te vendes, cabrón! —le soltó con desprecio.
Pasó por delante de una tienda de todo a cien que estaba abierta, y se le ocurrió una idea. Todavía no volvería a casa, se iba a recrear un rato más.
En el interior del bazar, compró lo que necesitaba y dejó encima del mostrador unas monedas de cien pesetas. El tendero, sin dejar de mirar la pantalla de una vieja televisión en la que pasaban una película de acción, le guardó los objetos comprados en una bolsa de plástico. Aun con los cuernos que sobresalían del televisor, la emisión tenía muchas interferencias, apenas se veía el combate que mantenían un grupo de ninjas. El hombre, tan concentrado como estaba, no le prestó ni la más mínima atención.
Cuando salió, el cachorro aún estaba en la puerta, esperándolo. Al verle salir, se puso muy contento, comenzó a mover la cola, y volvió a brincar cuando Felipe le dio una de las salchichas del paquete que acababa de comprar en el establecimiento.
Dando un paseo, llegaron a un estrecho callejón, en el que Felipe sabía que nadie los molestaría, las pocas ventanas que daban a él tenían las persianas bajadas, y por allí, y a esas horas, no pasaba ni un alma. No era la primera vez que lo utilizaba, ni sería la última.
En una esquina, al lado del cierre de atrás de un supermercado, había deshechos de alimentos y algunas cajas, cogió una de esas que utilizaban para la fruta, le sería útil.
El chucho no se perdía detalle de sus movimientos, iba de una de sus piernas a la otra, esperando otra caricia u otra salchicha.
Tras coger la caja, en un movimiento rápido, la colocó encima del perro, como si de una jaula se tratara, y ahí lo dejó encerrado, mientras se afanaba en la tarea que lo había llevado hasta allí.
El animal lo observaba entre las aberturas de las pequeñas tablas que conformaban la caja. No se imaginaba lo que vendría a continuación.
Felipe sacó de la bolsa una botella de plástico que acababa de comprar, alcohol de quemar, rezaba la etiqueta, y se dispuso a empapar al cachorro con su contenido.
El animal empezaba a ponerse nervioso, estaba temblando. Quizás por el frío de la noche, se dijo Felipe.
—No te preocupes. Ahora entras en calor —le dijo en un murmullo al perro, que se tranquilizó al escuchar el suave tono de su voz.
Felipe sacó de su bolsillo una caja de cerrillas, encendió una, y la tiró al interior de la caja, haciendo que el pobre animal empezara a arder de forma inmediata. Se sentó, apoyado en la pared, a contemplar su obra, disfrutando del sufrimiento del cachorro.
Un rato después, salía del callejón, más solo que cuando había entrado. Se dirigió a su casa con una sonrisa en la cara. Había sido toda una experiencia.