7 Martes, 7 de marzo

 

 

—¿Me vas a contar qué ha pasado entre Alberto y tú? —Huertas observaba a su compañero, llevaba varios días de mal humor, y el día anterior no habían llegado a tratar el tema.
—Quiere que nos casemos. —Candelas tenía ganas de desahogarse.
—¿Y eso es una mala noticia? Parece como si te hubieran dicho que te queda un mes de vida. —El inspector emitió un fuerte resoplido, por si quedaba lugar a dudas, no estaba entusiasmado con la propuesta.
—A Alberto no le gusta mi profesión. Se pasa media vida preocupado porque me ocurra algo.
—Pero, si ahora con los móviles es muy fácil comunicarse. Y vosotros os enviáis mensajes a menudo.
—Ya, pero y si por alguna causa no pudiera, estaría preocupado hasta que lograra contactar conmigo, y si me pasara algo, no quiero ni pensarlo. No tengo intención de que me abandone porque se encuentre hastiado de nuestra relación.
—Claro, y es más sencillo que le dejes ahora, antes de arriesgarte a que todo salga bien. Y no me vengas con y si tal, y si cual. Está claro que no quieres asumir un compromiso. —Candelas se sorprendió por ese razonamiento tan contundente, sobre todo, porque sabía que tenía razón.
—¿Y a ti qué te pasa? ¿Te has convertido en un experto?
—Pues la verdad es que no. Marisa ya me comentó lo que os estaba sucediendo. Son sus palabras. —La cara de Candelas reflejaba el estado de estupor en el que se encontraba.
—¿Y ella cómo lo sabía?
—No me preguntes, no tengo ni idea. Para estas cosas tiene un sexto sentido. Y lo que me dijo, es que te dejarás de gilipolleces y le echaras un par. —Huertas sonrió, su mujer siempre había sido de armas tomar—. Y es literal.
Suárez se acercó a ambos.
—¿Ha encontrado algo Cardenete? —Daniel lo había estado buscando, pero supuso que habría salido a desayunar.
—No, todavía no, está trabajando en ello —contestó Huertas, ya que Candelas estaba asimilando la conversación que acababan de mantener.
Cardenete era un experto en Informática. La clave de acceso de la primera víctima se la había dado la señorita del Saz, pero la de la segunda, con un programa hecho por él mismo, estaba a punto de obtenerla.
—¿Y respecto a los vecinos de Amaia Pardo? ¿Les habéis entrevistado?
—Sí —continuó hablando el inspector—, pero como en el caso de Victoria Alonso, nadie vio nada, ni oyó nada. Por este camino tampoco hemos conseguido avanzar. —Daniel asintió, todavía guardaba esperanzas de que hubieran encontrado algún testigo. Estaba claro que no iba a ser un caso sencillo.

 

Cada vez que daba un paso, su nerviosismo iba en aumento. El domingo le había resultado una gran idea, pero ahora se empezaba a dar cuenta de que era una locura, y presentía que eso mismo le iba a decir Javi, estaba casi segura.
En cuanto llegó a la puerta de su despacho, respiró hondo y llamó. A pesar de sus temores, seguía decidida a continuar con su plan. Al escuchar una voz del interior, invitándola a entrar, abrió la puerta, accedió al interior, y rápidamente volvió a cerrar la puerta tras de sí. Javi, sentado en su escritorio, la observaba, por encima de las gafas que utilizaba para leer, con cierto interés, ya que actuaba, cuando menos, de una forma extraña.
Ella se percató de que su comportamiento resultaba estúpido, se tenía que tranquilizar.
—¿Se puede saber qué te pasa? Te comportas como si alguien te estuviera persiguiendo.
—No digas tonterías. ¿Con qué estabas? —lo dijo para cambiar de tema, mientras se relajaba para poder contarle lo que en realidad la había llevado hasta allí. Conocía a Javi lo suficiente, como para saber que en cuanto se ponía a hablar de su trabajo, se olvidaba del resto.
—Estaba preparando la clase de mañana. Estamos estudiando por qué actuamos de la manera en que lo hacemos. Así que he propuesto un pequeño ejercicio, vamos a mantener una clase participativa en la que debatiremos sobre el efecto halo. —Cristina le atendía interesada, había oído decir al alumnado que las clases de Javi eran muy entretenidas a la par que instructivas. Los alumnos solían obtener buenos resultados en los exámenes y lo adoraban—. Ya sabes, quiero ver qué opinan de personas que no conocen. Me estoy descargando fotografías de actores famosos, para que capten el significado de este efecto. —Cristina pensó que era una gran idea. El efecto halo es un efecto psicológico que hace que tendamos a atribuir cualidades a una persona debido a un rasgo sobresaliente. Mucha gente llega a la conclusión de que si un sujeto es inteligente, implica que sea simpático, o si es atractivo y agradable, suponen que es inteligente, es decir, se le atribuyen rasgos positivos. Y por el contrario, si el individuo es poco agraciado, se le atribuyen rasgos negativos. Mostrar imágenes en clase de personajes famosos, era una manera sencilla para llegar a comprenderlo.
—Quizás utilice tu idea.
—Es toda tuya. —Le sonrió—. Pero supongo que tú no vienes aquí a que te enseñe cómo dar clase. —Aunque sabía que lo había dicho en broma para picarla, Cristina le ignoró, cuanto antes lo soltara, mejor se sentiría.
—Es verdad, he venido a otra cosa. Pero necesito que me digas que no me vas a interrumpir hasta que termine de hablar. —Él asintió intrigado—. Desde el domingo, estoy chateando con hombres que he conocido en las páginas de contactos en las que navegaba Vicky. Y... —titubeó— esta noche he quedado con uno de ellos. Quizás, así encuentre a su asesino. —La mirada de Javi dejó claro todo lo que estaba pensando en ese momento—. Ya sé que es una locura, no me mires así. Pero para que no me ocurra nada, he ideado un plan en el que intervienes tú. Esta noche he reservado en un restaurante de Malasaña, dos mesas, una a mi nombre y otra al tuyo, he pedido que las dos estén juntas, de forma que yo me sentaré en una con mi cita y tú te sentarás en la de al lado, así escucharas todo lo que allí ocurre. Y cuando cenemos, yo me despediré de mi acompañante y me iré contigo, en ningún momento me voy a poner en peligro. En ningún momento nos vamos a poner en peligro —rectificó. Lo había dicho de carrerilla, por lo que tuvo que parar a respirar. Como Javi no decía nada, le preguntó directamente—. Bueno, ya he terminado, dime, ¿qué opinas?
—¿¿¡¡Que qué opino!!?? Creo que es una locura. Te estás metiendo en terreno pantanoso y me estás arrastrando contigo. Y más cuando piensas, como me comentaste ayer, que hay más de una víctima. Quizás estemos tratando con un asesino en serie, ¿crees que le importará que yo esté sentado en la mesa de al lado? Deberías dejar esto a la policía, ese es su trabajo, no el tuyo. —El tono de voz resultó violento, le hubiera gustado intentar convencerla, hacerle entrar en razón, pero aún estaba abrumado por su exposición.
—Lo sé, pero la policía no avanza, y yo quiero saber quién mató a mi amiga —lo dijo con más rabia de la que pretendía, pero no se pudo contener—. Ese cabrón tiene que pagar por lo que le hizo a Vicky, y si la policía no lo encuentra, intentaré hacerlo yo.
—¿Y meterte en la boca del lobo te parece la solución? —Javi seguía alterado, lo que le estaba planteando Cristina era un disparate.
—No será peligroso. Dos personas que se conocen en internet y cenan en un restaurante, un lugar público, y por nada del mundo, pienso irme con él a ningún sitio después, me iré contigo.
—Y claro, en el tiempo que dura una cena vas a descubrir si es el asesino, ¿verdad? De una lógica aplastante.
—Bueno, ya sabes que me especialicé en perfiles psicológicos e hice un Máster en Análisis e Investigación Criminal. Quizás no descubra quien es el asesino, pero creo que sí podré ir descartándolos de la lista.
—¡Pero qué lista! ¡Tú te escuchas! Claro, y con una cena y tu gran experiencia, la cual te recuerdo que es nula, vas a encontrar a un asesino que no encuentra la policía. —A Cristina empezaban a saltársele las lágrimas de impotencia, esperaba algo más de apoyo por su parte.
—Estoy desesperada, no sé qué hacer. No puedo quedarme en casa sentada esperando a que descubran alguna cosa, porque no está ocurriendo. No soy así, y lo sabes, tengo que hacer algo.
—Haz algo, pero no esto.
—¿Y qué hago? ¿A qué te refieres?
—Eres psicóloga, puedes ayudar a la gente que se encuentra en una situación similar a la tuya. —Ella bufó al escucharle.
—Eso no me sirve para ayudar a Vicky.
—Cris, ya no puedes ayudar a Vicky. Vicky está muerta. —Aunque lo dijo con un tono mucho más suave que el resto de la conversación, Cristina lo miró con ira.
—Está bien, si no quieres ayudarme, no me ayudes, pero yo voy a ir esta tarde a mi cita y a las que surjan. —Javi sabía que era una cabezota, cuando se decidía por algo, no había manera de hacerle cambiar de opinión. No podía dejarla ir sola.
—De acuerdo, te acompañaré. Pero en cuanto vea el más mínimo problema, u oiga una palabra malsonante, cualquier cosa por insignificante que resulte, llamaré a la policía. —Cristina estaba emocionada, sabía que podía contar con él. Se acercó a su lado, lo abrazó y le dio un beso en la mejilla.
—Gracias.
—Pero si no encontramos nada, lo dejamos.
—Claro, déjame intentarlo. Si veo que es un camino sin salida, lo dejamos. Te lo prometo.

 

La puerta principal del cementerio de Carabanchel se encuentra en la avenida de los Poblados. Un antiguo portalón con una verja de hierro, una construcción de ladrillo rematada por un copete en forma de triángulo, en el cual hay una cruz de piedra, pero en la actualidad, dicha entrada ya no se utiliza. Se accede por un lateral, una edificación más moderna y con un pequeño aparcamiento. Y era allí, donde ambos inspectores se encontraban, resguardados del frío en el interior de su vehículo, esperando a la comitiva, que se hacía de rogar.
Por lo que tenían entendido, aun existiendo una capilla en el mismo cementerio, en la parte más baja del recinto, donde se encontraban los nichos y columbarios, el funeral se había realizado en el mismo tanatorio, de forma privada, por deseo expreso de la familia.
El camposanto en el que se encontraban era el segundo más grande de Madrid, después del de La Almudena. Unido al cementerio Sur, ya no se distingue cuando comienza uno y termina el otro.
Cuando el inspector Suárez vio aparecer un coche fúnebre por el espejo retrovisor, puso el suyo en marcha, confiando en que ese fuera el entierro que estaban esperando, y que en su interior viajara el cuerpo de Amaia Pardo. Cuando pasó el acompañamiento a su lado, se confirmó que la señorita Pardo era la que iba en el ataúd, había reconocido a sus compungidos progenitores en el primer automóvil, tras el féretro.
A diferencia del entierro de Victoria Alonso, en este había gran cantidad de parroquianos. Estuvieron esperando casi diez minutos a que pasaran todos ellos, hasta que pudieron unirse a la fila.
Cuando llegaron a la zona en la que se iba a realizar el entierro, dejaron el coche aparcado detrás del resto y anduvieron un rato hasta llegar a la tumba.
Allí, la caja ya estaba siendo introducida en la sepultura. Sus padres, en primera fila, mantenían el tipo, apoyados el uno en el otro, aunque sus caras reflejaban el dolor insoportable que sentían.
Verónica y Daniel se situaron apartados, en un camino donde tenían perspectiva de todo lo que allí ocurría. Como la vez anterior, no vieron nada que se saliera de lo normal.
—Creo que es mejor que nos vayamos. Aquí no vamos a encontrar nada. —Verónica asintió.
Ambos inspectores se dirigieron al coche y salieron del cementerio pensando que seguían sin tener nada. Ningún sospechoso.
Al llegar a comisaría, se encontraron que los inspectores Huertas y Candelas les estaban esperando.
—Jefe, hemos estado hablando con algunos de los nombres del listado que nos ha proporcionado Cardenete. Hombres con los que se relacionó la señorita Alonso —comenzó Candelas—. Hemos sondeado a Mario Ortiz, Carlos Fernández y Arturo Cifuentes.
—¿Y? —El inspector Suárez tenía curiosidad.
—En la noche de autos, Mario Ortiz tuvo una cita con otra mujer que conoció por internet. —Esta vez era Huertas el que les informaba, mientras lo hacía, iba revisando sus notas—. Hemos charlado con la chica y lo confirma. Carlos Fernández estuvo en un cumpleaños con compañeros de su oficina. También ha sido confirmado por varios de sus colegas.
—¿Y el tercero? —Suárez estaba gratamente sorprendido por la mañana tan productiva de su equipo.
—Arturo Cifuentes —recordó Candelas—. No tiene coartada. Según nos ha dicho, estuvo en casa viendo una película grabada, y no salió en toda la noche. Nadie puede corroborarlo.
—Y otra cosa, es médico —sentenció Huertas.
—¿Algo que os llamara la atención? Habrá montones de médicos que conocen mujeres por internet.
—Supongo, jefe, pero no salen todos con una víctima de asesinato.
—En eso estoy totalmente de acuerdo, Huertas, pero necesitamos pruebas. —Ambos inspectores asintieron y se dieron la vuelta, aún tenían muchas conversaciones que mantener y muchas entrevistas que realizar.

 

Cuando Cristina llegó al restaurante donde había quedado con su cita, él ya se encontraba esperándola, sentado a la mesa. Y en la contigua, se encontraba Javi, quien aparentaba leer la carta mientras la observaba por encima de las gafas, moviendo la cabeza de forma negativa en un gesto que apenas se apreciaba, pero que lo decía todo.
—¿Arturo? —Al retirarse el camarero tras haberla acompañado, fue cuando se atrevió a hablar con el hombre que tenía delante, intentando confirmar que fuera su acompañante. Él, ya se estaba levantando y se acercaba para darle los dos besos de rigor, a modo de saludo.
—Sí. Tú, Cristina, ¿verdad? —Ella asintió—. Las fotos de tu perfil no te hacen justicia. —Le sonrió agradecida, se imaginó que era un piropo que usaría con frecuencia, aunque solo fuera para romper el hielo.
Cristina comenzó a leer la carta, intentando encontrar disimuladamente alguna semejanza entre las fotos que había visto en internet y la persona que estaba sentada frente a ella. En realidad, este Arturo se había comido al Arturo de la página web, ya que era el doble de ancho, que no de alto. Cuando miró a su izquierda, comprobó que Javi estaba disfrutando con la situación, mientras fingía atender mensajes en el móvil. Después de haberle pedido ese gran favor, le había mostrado el perfil de su cita y suponía que como ella, se había llevado una sorpresa.
Cuando el camarero apareció de nuevo para tomarles nota, dejó a un lado sus cavilaciones. Aun cuando no había leído la carta, había ido varias veces a ese restaurante de la calle Manuela Malasaña, —a veces iba después a ver alguna representación en el cercano teatro Maravillas, y otras veces quedaba allí con sus amigos para picar algo antes de salir de copas—, así que tenía claro lo que iba a pedir.
—Para mí el tartar de salmón. Aquí lo hacen muy rico —le comentó a su acompañante. Por lo que él se decantó por lo mismo y pidió una botella de vino blanco, cuya elección fue aprobada por Cristina con un leve movimiento de cabeza.
—Es la primera vez que vengo a este sitio —aclaró él.
—Yo vengo de vez en cuando. Me gusta ir al teatro con mi amiga Vicky —hizo una pausa para ver si él reaccionaba de alguna forma, pero el nombre pareció resultarle indiferente—, y después solemos venir a cenar aquí. A ambas nos encanta el lugar, la comida es buena y es un restaurante muy tranquilo. Bueno y ¿qué te gusta hacer a ti? —El hombre le sonrió. Últimamente a las mujeres que conocía no les interesaba ni lo más mínimo su opinión, no solían dejarle meter baza en sus monólogos sobre ellas mismas, así que se sintió cómodo al ser introducido en la conversación.
—Me encanta pasar el tiempo leyendo, adoro las novelas históricas, de todas formas suelo leer de todo. Ya sabes, si lees siempre lo mismo, acabas saturándote.
—Te entiendo. A mí me gustan las novelas de misterio, en las que siempre hay algún asesinato. —Él pasó por alto también ese comentario.
—Además, disfruto en los museos, sobre todo en el Prado. Adoro las pinturas —continuó Arturo—. No me pierdo ninguna exposición itinerante, ni del Prado, ni del Thyssen, ni del Sorolla.
—Sí, comentabas en tu perfil que te encantaba perderte en el Prado.
—Exacto. Tú también decías que te gustaba la pintura. —En ese momento llegó el camarero con el vino blanco que habían pedido. Les sirvió a ambos una copa, dejó la botella en una cubitera con hielo y desapareció.
—Sí, pero a los museos voy menos de lo que me gustaría. —Aunque era verdad que disfrutaba en las pinacotecas, llevaba tiempo sin pisar ninguna—. ¿Y a qué te dedicas?
—Soy oncólogo. —A Cristina le sorprendió, sabía que era médico, pero no sabía a qué especialidad se dedicaba.
—Tiene que ser un trabajo muy duro.
—La verdad es que sí, pero reporta mucha satisfacción cuando los pacientes consiguen superar el cáncer. Y cada vez hay más gente que lo hace. —Sonrió orgulloso—. Y tú, ¿a qué te dedicas?
—Soy psicóloga criminal, estudio el comportamiento y los procesos mentales del sujeto que ha cometido un delito —mintió. Su acompañante tampoco pareció inmutarse por ese descubrimiento. Sin embargo, en la mesa de al lado, el hombre allí sentado, al escuchar ese comentario, se había atragantado y bebía agua para que se le pasara. Cristina intentó ignorarle, puesto que se imaginaba el porqué de su ahogo.
Apareció de nuevo el camarero para dejar ambos platos sobre la mesa.
—Yo creo que tu trabajo es más duro que el mío, tratar con ese tipo de gente, meterse en su psique para averiguar cuál será su siguiente paso. —Arturo la estaba mirando a los ojos, aparentaba sentir lo que decía.
—Bueno, acabas habituándote, lo mejor es no involucrarse. —De nuevo, el vecino de mesa se atragantó.
—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Arturo preocupado.
—Sí, claro, es que había pedido agua sin gas y me han servido agua con gas. ¡Camarero! —La excusa de Javi resultó creíble, aunque Cristina no pudo evitar sonreír, intentando contener la carcajada que luchaba por salir de su boca.
La velada con Arturo resultó ser encantadora. Físicamente no era el tipo que aparecía en la página —tema que ninguno de los dos mencionó, ella para no ofenderlo y él porque se sentía cohibido—, pero era tan atento e inteligente como había demostrado en las cortas charlas que habían mantenido vía internet.
Cuando fueron a pagar, dividieron la cuenta a medias. Arturo en ningún momento mencionó que invitaba y Cristina se sintió agradecida por ello. Ella pensaba que muchos hombres se consideraban con ciertos derechos por el mero hecho de invitar a una copa o a cenar.
—¿Quieres que te lleve a casa? He dejado el coche en el aparcamiento de Fuencarral —le comentó, ya fuera del restaurante.
—Oh, muchas gracias, pero yo también he traído coche. Lo he dejado en el de Conde Duque. —Fue el primero que se le ocurrió, pensando en que así, cogerían sentidos opuestos.
—De acuerdo. —Arturo fue a despedirse dándole un beso en los labios, sin embargo ella, de forma educada, puso la mejilla—. Me encantaría volver a verte, lo he pasado muy bien.
—Yo también he disfrutado mucho. —Al ver que ella no decía más, se dio la vuelta comprendiendo que no volvería a verla.
Cristina se quedó mirándolo mientras se alejaba. Había resultado ser un hombre agradable, pero no había surgido la chispa, y tampoco pensaba que fuera el asesino de su amiga. Justo cuando giraba en la esquina con Fuencarral, apareció por detrás Javi.
—He llamado a un taxi hace unos minutos, tiene que estar al llegar.
—¿Qué opinas?
—Creo que es un buen tío, no creo que vaya asesinando a chicas guapas en sus casas. —Cristina asintió—. Mira, ahí llega nuestro taxi.
Ambos subieron, tranquilos, sintiendo que no habían descubierto nada interesante, mientras alguien les observaba a unos metros de distancia.
Arturo regresaba porque se había dejado la bufanda olvidada en el respaldo de la silla del restaurante. Pero cuando llegaba, vio algo que lo dejó helado. La mujer con la que acababa de cenar y por la que sentía cierto interés, se iba con el tipo de la mesa de al lado. Su mirada, al descubrirlo, se mostró tan fría como un témpano de hielo.