12 Sábado, 11 de marzo

 

 

Daniel estaba en el bar de la esquina. A esas horas, la cafetería rebosaba de policías tomándose el desayuno completo que Antonio, el dueño, ofrecía a diario. Los estaba evitando, concentrado en su café y en su teléfono, intentaba escaquearse de su compañía. Todos ellos estaban muy interesados en el caso que tenían entre manos, estaba despertando el interés del resto de departamentos, y todos querían ser los primeros en llevar noticias a sus compañeros, por lo que si no se acercaban, no preguntarían. Era una forma muy sencilla de eludir el cotilleo. Sin preguntas, no hacen falta respuestas.
Al entrar, había visto en una mesa, al fondo, al inspector Candelas con su pareja, y se había dirigido allí para sentarse con ellos. Conocía a Alberto, era un chaval muy majo con el que se podía hablar de casi cualquier cosa, pero le había dado la impresión de que tenían una conversación algo acalorada. No era un buen momento para relacionarse socialmente, por lo que había reculado y se había sentado al final de la barra, en la otra punta del local.
Esa mañana, al levantarse, había comprobado que no tenía nada en la nevera que llevarse a la boca, hacía días que no pasaba por el supermercado. El día anterior había llegado con muy poco tiempo a casa, el justo para darse una ducha y cambiarse para la cita con Cristina —sonrió al recordarla—. Así que no había tenido más remedio que acercarse al bar de Antonio a tomar la primera comida del día. No podía comenzar la jornada con uno de esos horribles cafés de la máquina que había en comisaría.
Estaba disfrutando de un delicioso espresso y una tostada con mermelada, en silencio, tranquilo, cuando notó que alguien se sentaba a su lado. Levantó la mirada, y vio reflejado en el espejo al hombre que se había acomodado a su izquierda. No le sorprendió, sabía que en cualquier momento se dejaría ver, lo estaba esperando.
—Montes, ¡cuánto tiempo! —Situado en la banqueta contigua, estaba el periodista que había dado la noticia, el día anterior, sobre las dos chicas asesinadas.
—Supongo que me esperabas. —Daniel sonrió con una media sonrisa.
—En efecto.
—Pues, entonces, ya sabes qué quiero.
—Y tú sabes, que no te puedo ayudar.
—Con ello contaba. Pero es verdad, ¿no? Hay dos víctimas de un mismo asesino.
—Eso leí ayer en el periódico. ¿No confirmas lo que te cuentan tus fuentes?
—Por supuesto. —Daniel no hizo ningún comentario al respecto, intuía que en más de una ocasión había apostado por dar la noticia sin ser corroborada, por tener la exclusiva. Aunque le reconocía que su instinto era impresionante, no se solía equivocar—. ¿No vas a contarme nada?
—No.
—Mis fuentes son buenas, ya lo sabes. Pero preferiría tener información de primera mano.
—¿Y quién es tu fuente? ¿Félix Santos, el dueño de la página? ¿Quiere publicidad gratuita? —El periodista sonrió.
—Sabes que no puedo decirte quién es mi fuente.
—Pues parece que estamos en tablas —ratificó el inspector.
—No puedo revelar mis fuentes, pero desde ahora te digo que no es Félix Santos.
—Con el artículo que has publicado, es muy probable que estés generando alarma entre las chicas jóvenes. ¿Crees que voy a alimentar tus fantasías?
—No he dicho nada más que la verdad. No estoy alimentando nada. De hecho, quizás les salve la vida. ¿No es mejor saber que estar en la inopia? —Daniel se levantó dejando unas monedas encima de la barra para pagar su desayuno.
—Eso espero —le dijo al periodista, antes de darse la vuelta e irse.
Fernando Montes se quedó observando cómo el inspector Suárez se alejaba. Respetaba su trabajo, le constaba que era un buen investigador de homicidios, pero tenía que entender que su trabajo también era investigar, aunque en su caso fuera para mantener al público informado de lo que ocurría. Y no iba a dejar pasar un caso como este, si no se equivocaba, tenían delante a un asesino en serie. Y para ser realistas, ¿cuántas veces se daba algo así en Madrid?, habitual no era, se dijo.
Se tomó el cortado que había pedido de un trago, y como acababa de hacer el inspector, dejó dinero en la barra y se marchó. Tenía que enterarse de lo que estaba ocurriendo, y sabía quién podría contárselo.

 

La madre de Amaia Pardo entró en el piso de su hija. No había vuelto allí desde el domingo anterior, momento en el que la había encontrado sentada, desnuda y sin vida, en la vieja silla que había pertenecido a la abuela. Su hija se había ocupado de restaurarla, con nueva tapicería y con una buena mano de pintura, siguiendo el paso a paso de varios blogs de internet. Aún recordaba lo que le costó elegir la tela y el color del esmalte, se pasaba el día enviándole fotografías para que le diera su opinión y la ayudara en la selección. Sacudió la cabeza borrando esas imágenes de la cabeza, mientras notaba cómo las lágrimas le rodaban por las mejillas.
Su marido se había quedado en casa, sentado en el sillón, viendo la televisión. Desde que habían encontrado a su hija, no había dejado de ver los videos que grabaron cuando era pequeña. Había decidido dejarle que pasara su tiempo de duelo, pero si seguía así, en breve tendría que intervenir.
Ella también estaba destrozada, pero lo asumía de otra manera, como le había enseñado su madre. Cuando su hermana pequeña murió arrollada por un tractor, recordaba a su madre al día siguiente levantándose para ir a trabajar al campo, como hacía a diario. Las vecinas le habían dicho que se quedara un par de días descansando, sin embargo les había replicado que quién iba entonces a hacer su trabajo. Ella lo había oído desde la habitación de al lado, metida en la cama, llorando, y en ese momento, se había levantado para ayudar a su madre. Por muy duro que fuese, la vida continuaba, con o sin nosotros.
Así que esa mañana, había decidido acercarse a limpiar el piso de la niña. Quería donar la ropa, quizás regalar algunos muebles a sus sobrinas, les vendrían bien para sus pisos, y quedarse con algunos objetos personales, algunos recuerdos de su niñita.
Sacó algunas cajas del maletero de uno de los armarios. Su hija todavía las guardaba de la mudanza, hacía menos de un año que se había ido a vivir a ese piso. Comenzó con la ropa, ya que no pensaba quedarse con nada. La cogió tal cual estaba en el armario, y la introdujo en el interior de algunas cajas. Necesitó cinco para guardar su vestuario y su calzado. Le encantaba ir de compras, pero sobre todo amaba comprar zapatos, eran su gran pasión, los tenía de todos los modelos y colores.
Cuando comenzó con los objetos personales, como los relojes que guardaba en un cajón, se emocionó. Reconoció un par de ellos que le había comprado ella, uno se lo había regalado las navidades anteriores. Tenía una importante colección, adoraba conjuntar zapatos, relojes y gafas de sol, por lo que tenía un gran surtido de todos ellos. Los guardó, sin pensar en quedarse con ninguno, los regalaría o los vendería. Su sobrina le había hablado de una aplicación que tenía en el móvil para vender objetos de segunda mano, le pediría ayuda.
Al abrir su joyero, ya no aguantó más, empezó a llorar desconsolada. En una pequeña bolsa de terciopelo negro, encontró las alhajas que tenía de oro, no eran muchas, pero todas ellas guardaban muchos recuerdos. Ahí se encontraba la preciosa cadena de oro que le habían regalado, ella y su marido, en su primera comunión, con un colgante de una virgen con el niño, y detrás grabada la fecha del evento. Cogió la medalla y después de varios intentos, puesto que le temblaban las manos debido a la emoción, se la colgó en el cuello, no volvería a quitársela en la vida.
Encontró los diminutos pendientes que le habían comprado al poco de nacer. Recordó el día en que le hicieron los agujeros en las orejas para ponérselos, Amaia no dejaba de berrear. A ella le costó mucho no quitarle a la enfermera la aguja que le estaba clavando a su hija para realizar los orificios, aunque logró contenerse. Entonces, pensó en el cabrón que había asesinado a su hijita, Dios, si se lo encontraba delante, no se podía ni imaginar de lo que sería capaz.
Se fue a la cocina y puso agua a calentar para hacerse una tila, a ver si se tranquilizaba un poco y entraba en calor, de repente se había quedado helada. Sabía que volver al piso de su hija, sin estar ella, iba a ser muy doloroso, pero estaba resultando insoportable. Decidió que cuando se tomara la infusión se iría a casa, ya continuaría más adelante, todavía no estaba preparada para decirle adiós a su niña. Se sentó en la mesa de la cocina y empezó a darle pequeños sorbos a la taza que se acababa de preparar.
El sonido del telefonillo la despertó de su ensimismamiento. Se acercó despacio a la puerta, no esperaba a nadie, y su marido seguro que seguía sentado frente al televisor, viendo una y otra vez los mismos vídeos. Cogió el auricular y preguntó quién era. Desde el otro lado, sonó una voz metálica informando que traía un paquete para su hija. Pulsó el botón correspondiente para abrir el portal, preguntándose qué habría pedido su hija esta vez. Compraba en internet cada dos por tres, así que se imaginó que podría ser cualquier cosa, lo más probable es que fueran otro par de botas o zapatos. Cuando escuchó salir a alguien de ascensor, abrió la puerta sin dejar tiempo a que llamaran al timbre.
—Buenos días. ¿La señora Amaia Pardo? —El cartero la miró esperando confirmación, mientras sacaba de la bolsa que llevaba al hombro, el paquete que había venido a dejar.
—Soy su madre. —El hombre se encogió de hombros, le pasó un palito de plástico a la vez que le mostraba una pantalla en la que tenía que firmar.
La mujer aún se quedaba anonadada con los avances que se habían producido en los últimos años. Su hija le comentaba unas semanas antes, que había pedido la compra del supermercado por internet, y en un rato la había recibido en casa. Se entristeció al darse cuenta de que ya no volvería a hacer esas tareas cotidianas, ni esas, ni otras muchas. Se le volvieron a resbalar las lágrimas por las mejillas, le costaba mucho pensar en su hija en pasado, no se creía que no fuera a volver a verla. Eso no era ley de vida, ella tenía que haberse ido antes, se dijo indignada.
—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó el cartero al verla llorar.
—Sí, perdone, cosas mías. —El hombre le dio el paquete y se dio la vuelta, entrando en el ascensor que aún seguía en esa planta.
La mujer regresó al interior, cerrando la puerta tras de sí, se dirigió al salón y se sentó. No se había dado cuenta de cuán agotada estaba, hasta que se acomodó en el mullido sofá, se recostó un rato y cerró los ojos. Se llevó las manos a las sienes que comenzó a frotar para relajarse, las horas que llevaba en casa de su hija le habían dejado mentalmente exhausta.
Después de unos segundos, volvió a abrir los ojos y miró el paquete que había dejado en su regazo, se extrañó, tenía el tamaño de un libro. Sabía que su hija no compraba novelas, leía mucho, pero las compraba en formato electrónico, decía que así ni ocupaban sitio, ni pesaban, por lo que podía llevárselas a cualquier parte. Abrió el envoltorio con cuidado, topándose con una caja negra. Unos instantes después, en cuanto comprobó lo que había en el interior, se llevó las manos a la cara conmocionada, dejando resbalar su contenido, que cayó al suelo, produciendo un estrepitoso ruido al romperse el cristal.

 

Acababa de encender el ordenador. Lo primero que hizo fue entrar en conecta.com, donde un aviso intermitente le indicaba que tenía varios mensajes. Accedió a ellos. Algunos eran de hombres con los que había chateado, otros eran de personas que había ignorado por no encontrarse en su lista de posibles, y otros tantos, eran de desconocidos. Tendría que comprobar si esos desconocidos habían chateado o no con su amiga, es decir, si estaban incluidos en su preciada lista.
Verificó que tenía mensajes de sus citas de esa semana. Primero, revisó los mensajes de Arturo Cifuentes. No sabía nada de él desde el martes, le había parecido extraño, no obstante, había resultado un alivio no volver a saber de él, puesto que su idea era darle largas. Por un lado, no le había atraído ni lo más mínimo, y por otro lado, pensaba que era demasiado buena persona como para ser un homicida. Después de algunas frases que demostraban seguridad en sí mismo, le proponía quedar esa misma noche. Cristina sabía que si el asesino volvía a actuar, sería esa noche, por lo que aunque no creyera que fuera el culpable, no pensaba salir de su casa. Además, ya tenía planes, una buena película, unas palomitas y su mantita. Así que de forma educada, le dijo que no podía.
El siguiente mensaje que leyó, fue de su cita del jueves, Pablo Martín. En la foto aparecía guapísimo, tal y como lo recordaba, con una sonrisa algo infantil, pero que le evocaba un montón de pensamientos lujuriosos. Se rio de sus ideas. Como Arturo, le proponía salir esa noche, pero también rechazó su oferta. Tampoco lo consideraba peligroso, pero no se iba a arriesgar. No estaba tan loca como Javi había insinuado en repetidas ocasiones.
Además, si lo pensaba fríamente, quien ella quería que la invitara a salir, era ese inspector que la noche anterior había derribado sus muros, esos muros que siempre construía a su alrededor. Quizás le había permitido hacerlo, porque sabía que no podía pasar nada entre ellos, pensó. Era lo que hacía siempre, si alguien se acercaba, ella reculaba, a no ser que supiera que era imposible que llegaran a algo. La pasada noche le había dicho a Daniel que no había tenido relaciones serias, sin embargo, sí había habido alguien, alguien que le había hecho mucho daño, y pese a que ya era agua pasada, reconocía que por él se había cerrado en banda al resto.
Leyó algunos mensajes más, pero los eliminó, ninguno sentía atracción por la pintura ni había mantenido conversación alguna con Vicky.
Cuando iba a salir de la página, llegó un nuevo mensaje, la aplicación le indicaba que el usuario se encontraba online. Se llamaba Juan Manuel Romero, y su mensaje lo firmaba como Juanma. Comprobó in situ que Vicky había estado chateando con él el mismo día de su muerte. Un escalofrío le recorrió la espalda, aun así, continuó. Le gustaba la pintura, hablaba varios idiomas, tenía estudios universitarios, y aunque no especificaba su edad, cosa que a Cristina le pareció algo extraño puesto que todos lo hacían o al menos daban alguna pista, determinó que aparentaba unos treinta y cinco años. Era moreno y de ojos marrones, no había ninguna foto en la que apareciera de cuerpo entero, por lo que tuvo que aceptar que decía la verdad y medía uno noventa, tal como detallaba en sus datos personales. Se puso manos a la obra y respondió a su mensaje tal y como hubiera hecho su amiga, dando una contestación divertida e inteligente. Ahora, solo le quedaba esperar.
Continuó revisando su correo electrónico personal, pero aparte de propaganda, no había mucho más. Se preguntó por qué no se daba de baja de todas esas webs que lo único que le aportaban era saturarle la cuenta de spam. Mientras borraba esos emails, le apareció un aviso en la barra de tareas, donde se encontraba el icono de la página de contactos. Se imaginó que sería un nuevo mensaje.
Accedió de nuevo a la página, y en efecto, Juanma había contestado. Estuvieron un rato chateando, hablando de banalidades, de forma que poco a poco fueron rompiendo el hielo, hasta que él le propuso quedar esa noche. Ella rechazó la invitación con una mentirijilla, le dijo que ya había quedado con unas amigas, y le planteó quedar al día siguiente, cosa que él aceptó. Organizaron la cita y siguieron escribiéndose un rato más, conociéndose. Ella sonsacándole información, y él contestando sin que nada en su comportamiento le resultara insólito. Hablaron de arte en general, y de Goya en particular, le sondeó por el tipo de chicas que le interesaban, no mostró preferencia por las rubias de ojos azules, pero sí por las inteligentes e independientes. Como resultado de la conversación, no sacó nada en claro, nada que le anunciara que él era el asesino al que buscaba.
Había dejado de chatear con Juanma para prepararse la comida, las tripas le habían comenzado a sonar para avisarle del apetito que sentían. Estaba cocinando una crema, cuando sonó su móvil.
Se acercó al salón, donde descansaba el teléfono encima de la mesa, sonando y vibrando al mismo tiempo. La pantalla mostraba el nombre del inspector Suárez, el corazón le dio un vuelco y en la cara le apareció una sonrisa tonta que no pudo evitar. Mientras lo cogía, pensó que tendría que cambiar su nombre a algo más informal, ahora que se conocían mejor.
—Hola, Daniel.
—Cristina, escúchame. —La voz del inspector sonó apremiante, por lo que de inmediato se le borró la sonrisa de la cara, para pasar a mostrar preocupación. Algo había sucedido.
—¿Qué ocurre?
—¿Sabes si Victoria Alonso ha recibido algún paquete estos días? —Cristina se quedó intentando asimilar la pregunta unos segundos, y enseguida recordó la pequeña caja que le había entregado el vecino unos días antes.
—Sí, ¿por qué?
—Cris, ¿lo abriste? —Rememoró el mal cuerpo que se le había puesto al recibirlo, lo había guardado pensando en revisarlo más adelante, y lo había olvidado por completo.
—No, ¿por qué?
—No lo toques, estoy llegando a tu casa. —Daniel colgó.
Ella se quedó contemplando su móvil, no entendía la urgencia que se percibía en la voz del inspector. Sintió un fuerte temblor recorriéndole el cuerpo, y se preguntó, qué contendría el paquete. Se le pasaron por la imaginación multitud de cosas horrendas, imágenes que había visto en diversas películas. Recordaba las pruebas de vida en los secuestros, y el paquete que recibía el protagonista en el que había una oreja o un dedo del secuestrado, aunque sabía que ese no era el caso. Movió la cabeza intentando deshacerse de toda esas ideas espeluznantes que la estaban poniendo de los nervios.
Se acercó despacio al mueble de la entrada, lugar en el que había dejado el paquete el día que se lo entregó el vecino. Abrió la puerta, y allí estaba, en el mismo sitio en que lo había colocado, entre los cargadores de los diferentes dispositivos electrónicos, parecía tan inofensivo. Como le había pedido Daniel, no lo tocó, se sentó en el suelo, apoyada en la pared y no dejó de contemplarlo, preguntándose qué podría haber en su interior para que el inspector llamara tan alterado.
De repente, sonó el telefonillo, lo que hizo que Cristina se sobresaltara, fue un sonido tan estridente en medio de un silencio absoluto, que no pudo evitar ser sorprendida. Se levantó, y cogió el auricular, la persona que estaba llamando no tenía intención de despegar el dedo del timbre hasta no ser atendido.
—¿Si?
—Cris, abre, somos el inspector Suárez y la subinspectora de la Vega. —Ella, obedientemente, les abrió el portal.
Era curioso que la hubiera llamado Cris, manifestando cierta confianza, pero que él se presentara con el apellido, ¿quería mantener las distancias?, y a la vez ¿quería que ella estuviera más relajada? No lo sabía, pero en ese momento pensó que no tenía ninguna importancia.
Sin embargo, la subinspectora se había dado cuenta de esa misma actitud del inspector hacia una testigo. Se había percatado cuando había realizado la llamada telefónica en el coche, yendo de camino a la casa de la señorita del Saz, y ahora, lo había vuelto a hacer. Mostraba una preocupación desmedida que no le correspondía, sobre todo a él, que solía ser tan distante con las familias de las víctimas y demás personas involucradas en los casos en los que trabajaba. Siempre lo había justificado diciendo que le ayudaba a mantener la objetividad, y ella lo había tomado como una explicación plausible y totalmente razonable. Sentía que se había perdido algo, pero no sabía el qué.
Cristina abrió la puerta de su casa y esperó a los inspectores en el rellano de la planta. En cuanto salieron del ascensor, se apartó para que pudieran acceder a su piso, y les señaló el lugar donde se encontraba el paquete. El primero en pasar fue el inspector.
—¿Lo has abierto? —Ella negó con la cabeza, mientras Daniel se acercaba al mueble poniéndose unos guantes de látex que había sacado del bolsillo de su abrigo. Con cuidado comenzó a abrir el paquete. Cristina pensó, que por la delicadeza que estaba aplicando sobre el envoltorio, podría contener una bomba.
Cuando Suárez terminó, comprobaron todos que en el interior había un caja negra. La subinspectora, colocada a la derecha de Cristina, se mantenía atenta. Daniel dejó el paquete encima del mueble y levantó la tapa, encontrándose con un bonito marco de fotos, en el que aparecía Vicky tal y como había sido encontrada en el salón de su piso, muerta. Su amiga aparecía enmarcada como si fuera una miniatura de la La maja desnuda. Cristina no pudo contener una exclamación de horror, delante de ella tenía la imagen que le perseguía todas las noches en sus pesadillas.
—Toma, Verónica. Llévalo al laboratorio a ver si pueden encontrar algo. —La subinspectora asintió y se marchó por donde acababan de llegar. El inspector miró a Cristina con cara de preocupación—. ¿Estás bien?
—Y pensar que llevo con ese paquete en casa varios días, sin ni siquiera molestarme en... —Se le resbalaban lágrimas por la cara—. No me sentía con fuerzas.
—No te preocupes, es comprensible.
—No, no lo es. —Cristina ahora sentía una ira que no podía reprimir—. Aquí estoy, quedando con desconocidos que han tratado con mi amiga. Sin embargo, el asesino envía una foto de su asesinato enmarcada y yo ni me he molestado en mirarla.
—No lo podías saber.
—Claro que no, pero ni siquiera lo intenté. —Daniel pensaba que estaba siendo muy dura consigo misma.
Ella no aguantó más su frustración, se sentía inútil y fracasada. Estaba tratando de buscar al asesino de su amiga, pero no era más que una profesora que lo que debería de estar haciendo era llorar la muerte de Vicky, en vez de trabajar en una investigación que no le conducía a ninguna parte. Tenía que dejar a los expertos ejercer su labor, porque ella no tenía ni idea de por dónde empezar. Y todo lo estaba haciendo para no derrumbarse y no asumir que su amiga ya no estaba, que se había ido para siempre. Al darse cuenta de todo lo que se había guardado, se puso a llorar. Daniel se acercó para abrazarla y consolarla, pero ella lo rechazó.
—Por favor, déjame sola. —Lo miró con una mirada dura a través de las lágrimas que retenía en los ojos.
Daniel entendió que necesitaba pasar esos momentos en soledad, asintió y se dirigió a la puerta, pero antes de salir la miró.
—Si quieres hablar con alguien, ya sabes dónde estoy.

 

Fernando Montes, como hacía con regularidad, se había quedado solo en el pequeño restaurante situado enfrente del periódico. La gente, que hacía unos minutos llenaba el local disfrutando del menú del día, había vuelto a sus correspondientes quehaceres. Le gustaba trabajar allí más que en su mesa, en la oficina el ruido a su alrededor era atroz, compañeros hablando demasiado alto por teléfono, otros aporreando el teclado del ordenador, y lo peor, aquellos que para comunicarse se gritaban entre sí. Siempre se había preguntado si realmente les costaba tanto levantarse de su puesto y acercarse a la persona con la que querían charlar. Había probado a ponerse tapones o los cascos con música relajante, pero era imposible trabajar así, el ruido lo atravesaba todo.
Ahí, por el contrario, no había apenas movimiento después del turno de comidas. Ese momento de tranquilidad era aprovechado por los camareros para comer en una mesa apartada, a una distancia prudencial de la que él ocupaba, por lo que no le molestaba su diatriba. Además, tenía que reconocer, que el café que servían era otro punto a su favor, sin comparación con el de la cafetera que habían comprado entre los compañeros y que compartían en su sección, y mucho mejor que los que servían en los bares de la zona.
Se encontraba bebiendo su acostumbrado café cortado con Baileys, a la par que comprobaba el correo electrónico en el portátil, que había colocado encima de la mesa, en cuanto hubo terminado de tomarse el rico flan casero que hacía la cocinera. No había ningún mensaje. Se sentía frustrado y decepcionado. Ya tenía que tener noticias de su informador.
Un par de días antes, había recibido un correo de una cuenta anónima, a punto estuvo de borrarlo pensando que era spam, o peor, un virus. Pero al final no había llegado a eliminarlo, puesto que algo había llamado su atención, quizás, el asunto, que decía «La noticia de tu vida». Expectante, abrió el email, revisando primero que no llevara ningún adjunto. No quería ser como esos imbéciles que abrían cualquier mensaje en su equipo y al final lo llenaban de virus que se cargaban todo el contenido del ordenador. De hecho, el mensaje llevaba ficheros adjuntos, un par de archivos de imágenes jpg, pero ningún ejecutable, ni ningún enlace, así que se sintió más seguro y con la suficiente confianza para acceder a él. Sabía que eso no era suficiente, que aun así podía llevar un virus que se propagara rápidamente por su equipo, pero la curiosidad pudo con él. Y había sido la mejor decisión que había tomado en lo últimos tiempos, y eso que todavía no intuía lo que le esperaba.
En cuanto comenzó con la lectura del texto, se entusiasmó por el contenido, tenía que reconocer que le había seducido hasta lo más profundo de su alma.
El mensaje era claro y conciso, le hablaba sobre las muertes de Victoria Alonso y Amaia Pardo, le indicaba que estaban relacionadas, que habían sido asesinadas por la misma persona. Aclaraba que el asesino tenía fijación por las rubias de ojos azules, como era el caso de ambas víctimas, e identificaba la conexión entre ellas. Según el mensaje, ambas estaban registradas y se conectaban de forma regular, a una página web de contactos llamada conecta.com. Montes había oído hablar de esa página, sabía que algunos de sus colegas la utilizaban para conocer mujeres con las que tener sexo sin complicaciones, pero él todavía no había necesitado el uso de ese tipo de herramientas, era de la vieja escuela. Disfrutaba yendo a los bares, acercarse a la chica, a la que a veces invitaba a una copa, y seducirla. No llegaba a comprender cómo la gente hacía uso de esas páginas, con lo fácil que era echar un polvo. Ahora eran ellas las que buscaban sexo sin compromiso.
Los ficheros adjuntos del email eran unas fotografías de las víctimas, ambas sonrientes y felices, las mismas que utilizaría a posteriori en el artículo publicado.
El autor del correo electrónico también le proponía un trato. Si quería recibir más información y tener la exclusiva, debía publicar lo que le acababa de contar en la edición del día siguiente. Montes se sorprendió con ese acuerdo, no le ofrecía ninguna prueba ni ninguna garantía. Si aceptaba, estaba arriesgando su integridad y su profesionalidad, la cual se había ganado a pulso en los últimos años, gracias a su duro trabajo y a sus fuentes fidedignas que no ocultaban su cara detrás de un ordenador. Pero también sabía, que si todo lo que le había contado era real, no podía dejar pasar esa oportunidad, en verdad podía ser la noticia de su vida.
El mensaje daba a entender que el asesino aún no había terminado de matar. ¿Cuántas veces en la vida alguien se encontraba con una primicia de estas características? Nunca, se dijo. Así que esa respuesta le sirvió para tomar su decisión. Lo publicaría, y si la noticia resultaba ser falsa, se retractaría en un pequeño comentario a pie de página.
Había pedido al equipo informático del periódico que analizaran su ordenador y comprobaran si podían encontrar la procedencia del correo, la IP origen, ya que él no era un entendido en la materia, pero necesitaba saber con quién estaba tratando. El técnico le dijo que encontrando la IP no sería suficiente para saber quién era la persona que se había puesto en contacto con él. Como mucho, obtendría el proveedor de servicio de internet y quizás hasta la localización aproximada del usuario, pero para conocer sus datos personales, necesitaría una orden judicial, de forma que esa información se la diera el proveedor. De todas formas, ni siquiera el técnico logró llegar hasta la IP. El usuario había utilizado un servidor SMTP de un tercero que permitía la retransmisión abierta, según le explicó. Eso significaba que el correo electrónico parecía provenir del sitio que lo envía, pero oculta al remitente real, cosa casi imposible en estos días, concluyó. Al periodista le había costado asimilar esa información, pero al final lo que tenía claro, es que el experto no había conseguido nada.
Montes seguía dándole vueltas a la identidad de la persona que le había enviado esa información, pensaba que era algún policía, alguien cercano a la investigación, pero no comprendía cómo no se había acercado directamente a él, como le había ocurrido en ocasiones anteriores.
Desde entonces, no había recibido nada más, estaba empezando a pensar que todo había sido una broma de mal gusto. Comenzaba a ponerse nervioso. Sabía que existía la noticia, su sexto sentido se lo decía, había notado algo en el comportamiento del inspector Suárez. Siempre había sido muy reservado, pero esta vez le había resultado demasiado hermético. Y esa primera intuición había sido confirmada, cuando esa mañana había intentado hablar con su soplón de dentro del departamento. No le podía decir nada porque, según él, no sabía nada, y Montes le creía. Tenía ese don, sabía cuándo alguien le mentía y cuando no, incluso cuando le estaban ocultando algo, y este caso apestaba a información confidencial. Su informante le había comunicado que había un equipo llevando el caso de ambas chicas, por lo que se confirmaba que sus muertes estaban relacionadas. Ese equipo estaba liderado por el inspector Suárez y era seguido muy de cerca por el comisario Reyes. La información era inaccesible para los que no pertenecieran al grupo, tal y como les había ordenado Suárez, por lo que aparte de los participantes en el caso, nadie sabía nada. Ni siquiera el equipo forense comentaba nada, los informes eran entregados en mano. Todo muy secreto, terminó de detallar su fuente.
Así que no tenía nada. Su jefe lo estaba persiguiendo, y ya no sabía cómo darle largas. Levantó la cabeza y observó cómo entraba en el bar un compañero del periódico, que pidió un café con leche mientras se acercaba a su mesa. Su rato de soledad había terminado.

 

En cuanto el inspector Suárez apareció por comisaría, fue abordado por los inspectores Huertas y Candelas.
—No paran de llamar. —Fue el saludo que recibió por parte de Candelas.
—Desde que salió la noticia ayer en el periódico, tenemos las líneas saturadas. Cientos de personas confirman haber visto a las víctimas la noche en que fueron asesinadas. Hasta en A Coruña las han reconocido. —Huertas negaba con la cabeza, todo el mundo quería participar y tener un pequeño papel en la investigación, muchos de ellos creían con sinceridad que las habían visto y querían ayudar, pero la mayoría, lo único que querían, era llamar la atención.
—¿Nada, entonces? —Suárez contaba con las llamadas. Después de aparecer la noticia en la prensa, se imaginaba que la centralita echaría humo, y quizás, apartando toda la paja, obtuvieran alguna pista que les sirviera para avanzar en la investigación. Ambos policías negaron con la cabeza contestando a la pregunta de su jefe—. Bueno, de todas formas habrá que realizar un seguimiento, quizás encontremos algo.
—Hemos puesto a trabajar a Cardenete en ello. —Suárez los miró. Acababa de salir de la academia de policía, un joven algo friki experto en tecnología, que estaba resultando de gran utilidad en la investigación. Pero era el novato del departamento, por lo que le tocaban los trabajos que nadie quería hacer. Demasiado falto de experiencia para distinguir información valiosa de toda la morralla con la que se encontraría.
—¿Creéis que será capaz?
—Jefe, lo está haciendo muy bien. Lo lleva en la sangre —fue la respuesta de Huertas.
—De acuerdo, entonces. —El padre de Cardenete había sido un gran policía, por desgracia había muerto unos años atrás en un tiroteo que se produjo en una sucursal bancaria, cuando unos ladrones intentaron atracar la entidad. Todo el departamento tenía en muy alta estima a su padre, y por ello, respaldaban a su hijo.
—Hemos seguido interrogando a los usuarios de la página web que contactaron con ambas víctimas —continuó Candelas.
—¿Y bien?
—Hemos hablado con un tal Pablo Martín. —Candelas revisó sus notas, mientras Huertas sonreía.
—¿Me he perdido algo? —La sonrisa de Huertas escondía algo que Daniel no cazó.
—No, jefe. —Huertas se recompuso—. Es que el sector femenino se ha revolucionado cuando ha llegado a comisaría. Hasta la inspectora Sanz le ha sonreído y le ha puesto ojitos. —Ambos inspectores rieron la gracia. Daniel, sin embargo, no mostró el mismo humor, se sentía absurdamente celoso sabiendo que Cristina había cenado con él un par de días antes—. Venga, jefe, que tiene gracia. Ya sabe que la inspectora Sanz aparenta llevar un palo de escoba metido por el culo.
—¿Algo más? —preguntó Suárez ignorando el comentario.
—Sí. Pablo Martín tenía coartadas para ambos asesinatos. Salió con diferentes mujeres, y ambas nos han confirmado que pasó con ellas la noche. —La cara de Huertas mostró una sonrisa socarrona, insinuando que ese hombre debía de ser un semental, lo que cabreó más a Suárez.
—¿Algo más? —Su tono de voz reflejó su malhumor.
—También hemos interrogado a un tal Juan Manuel Romero. Trató con ambas víctimas y no tiene coartada. Estuvo en casa. No hay testigos. —Daniel levantó las cejas al oír ese nombre.
Hacía un rato había recibido un mensaje de Cristina, más calmada, en el que le informaba que al día siguiente había quedado a cenar con un tal Juan Manuel Romero, supuso que sería la misma persona. Tendría que asistir a esa cita, era un posible sospechoso, se dijo.
El inspector estaba sorprendido por el porcentaje de aciertos en la investigación paralela que estaba llevando a cabo Cristina, teniendo en cuenta que solo contaba con el perfil de una de las víctimas. Lo cual reafirmaba la propuesta que pensaba hacerle al comisario.
Tras terminar su conversación con los dos inspectores, se sentó en su mesa y volvió a repasar toda la documentación. Revisó los interrogatorios de Arturo Cifuentes y Juan Manuel Romero, los usuarios de la web de contactos sin coartada, pero no obtuvo ningún dato relevante. Releyó los informes forenses. Volvió a analizar las fotografías de los escenarios. Pero no encontró nada que le orientara por dónde continuar, qué paso seguir a continuación, y eso le preocupaba, si no estaba equivocado, esa noche se produciría otra muerte, y no sabía qué hacer para evitarla.
Cuando Verónica llegó, se encontraba comparando los informes forenses de ambas víctimas. Daniel estaba convencido de que una pieza importante del puzle era que ambas hubieran dado en adopción a sus bebés, pero no sabía qué podía significar. Quizás el asesino también había sido dado en adopción sufriendo el abandono por parte de su madre, y quizás ese fuera el motivo de los homicidios, la venganza.
—Ya he dejado la fotografía en el laboratorio. Me han dicho que en cuanto estén los resultados nos avisarán. —Daniel asintió—. Por cierto, no me has contado qué tal tu cita de ayer.
—No. —Verónica le había animado a quedar con la chica que había conocido en internet, creía que era el tipo de mujer que le gustaría a su compañero. No se podía ni imaginar que su cita era la misma persona que les había dado una imagen de su amiga asesinada unas horas antes, y Daniel no tenía ninguna intención de decírselo.
—Venga, no me lo vas a contar. Si no hubiera sido por mí, no hubieras quedado.
—En eso estoy de acuerdo.
—¿Y? —Verónica insistía.
—Y nada.
—¿Tan mal fue? —Ella misma le acababa de dar una escapatoria a ese interrogatorio.
—Efectivamente. —La subinspectora se encogió de hombros, y como su compañero, volvió a revisar los expedientes del caso.
—Si el asesino vuelve a matar lo hará esta noche. —Verónica lo dijo en alto, aunque, en realidad, había sido un pensamiento.
—Estoy de acuerdo contigo.
—¿Y qué podemos hacer?
—No podemos ir a todos los restaurantes, bares y discotecas de la ciudad. Solo espero que la chica se dé cuenta de que le han echado algo en la bebida y dé aviso a la policía. Eso le salvaría la vida.
Ambos se quedaron en silencio, sabiendo que era muy poco probable que algo así ocurriera.

 

La ciudad de Alcalá de Henares es conocida por ser el lugar de nacimiento de Miguel de Cervantes y por ser la primera ciudad universitaria creada como tal. Construida gracias al cardenal Cisneros, el lema que la identifica es «Ciudad del saber».
La calle Mayor es una hermosa calle peatonal con soportales. En el pasado formaba parte de la antigua aljama judía de la ciudad, y al igual que hoy, era uno de sus principales ejes comerciales. Berta caminaba por ella a toda prisa, esquivando a la gente y las columnas de los pórticos. Llegaba tarde a su cita, y odiaba llegar tarde, por el mismo motivo que odiaba que la gente llegara tarde. Como le habían enseñado, no hagas a nadie lo que no te gusta que te hagan a ti. Siempre era puntual, pero esa tarde había ido con su prima a llevar huevos a las Clarisas, tal y como manda la tradición, para que los novios se aseguraran buen tiempo el día de su boda, que se celebraba en menos de un mes. Y después, habían ido a probarse los vestidos. Se lo había comprado en la misma tienda que la novia, igual que el resto de sus primas y tías, incluso su madre, aprovechando el descuento que les hacían a los familiares. Además, era una manera de eliminar la posibilidad de que las invitadas llevaran el mismo traje a la boda, lo que no hubiera sido del agrado de muchas de ellas.
Como iba al convento, su madre le había pedido que comprara las riquísimas almendras garrapiñadas que hacían las monjas de clausura. Lo que conllevó, que después de la prueba del vestido, hubiera tenido que pasar por su casa para llevárselas.
Aunque andaba con paso firme y rápido, al verse reflejada en el escaparate de una tienda, paró unos instantes para contemplarse. Le gustó lo que veía, se encontró guapa, por lo que una sonrisa le iluminó la cara. En ese momento, pasaron a su lado un pequeño grupo de jóvenes que la silbaron y le corearon unos cuantos piropos, reafirmando su veredicto y haciendo que su confianza aumentara. Llevaba su larga melena rubia en un medio recogido que le sentaba bien, haciendo que sus facciones se marcaran de forma sensual. No solía maquillarse, pero esa noche lo había hecho. Su prima le había recomendado algunos tonos que le sentarían bien, y ella le había hecho caso en todo, al fin y al cabo, ella era la experta, era esteticista y sabía de lo que hablaba.
Atravesó la plaza de Cervantes por un lateral. La enorme plaza rectangular en la que se encuentra ubicada la estatua de Miguel de Cervantes, a la que los alcalaínos llaman con cariño El Monigote, se encontraba desierta. Unos metros más que recorrer, y llegaba al bar en el que había quedado con su cita, respiró aliviada.
Cuando llegó al Indalo, conocido bar de tapas de la zona, se fijó en que, como era habitual, estaba hasta la bandera. Se sintió abatida, ¿cómo pensaba encontrar entre tanta gente a un desconocido? Se le había ocurrido quedar ahí por eso mismo, se sentiría más amparada con gente alrededor, no estaba acostumbrada a quedar con extraños, pero quizás, no había sido la mejor elección. Buscó en su bolso el móvil, y envió un mensaje avisando que acababa de llegar y se encontraba en la entrada del local. Unos segundos más tarde, su cita estaba frente a ella, dándole dos besos en las mejillas a modo de saludo, a la vez que se presentaba de forma educada. Como habían quedado en el chat de conecta.com, él llevaba una bufanda granate y ella un gorro blanco, de forma que pudieran reconocerse, por si las imágenes subidas a la web no fueran suficiente.
El estado de nerviosismo y pánico de Berta cambió de forma radical en cuanto comenzaron a conversar, era un hombre encantador, además de ser muy atractivo. Vestía con un traje caro, se sintió agradecida por haberse puesto el bonito vestido que se había comprado esas navidades para la cena familiar, así no desentonaba con él. No podía dejar de sonreír mientras escuchaba atenta todo lo que le decía. Se comportó de forma tan solícita, que ella siempre tenía bebida en las manos, incluida una tapa de las que acompañaban la consumición y que se podía elegir en una variada carta. Aun estando el local a rebosar, él siempre conseguía hacerse un hueco en la atestada barra, volviendo rápidamente con ella.
Estuvieron hablando de todo un poco. Como ya había descubierto por sus múltiples conversaciones en la red, era un hombre culto con el que se podía charlar de cualquier cosa. En la oficina, sus compañeros solo eran capaces de articular burradas o groserías, y era agradable saber que no todos los hombres eran así.
Cuando quiso darse cuenta, estaban en su casa, y eso que no tenía pensado llevarle allí en una primera cita. Antes de salir, se había mentalizado de que era muy pronto para intimar, que el sexo estaba descartado por ahora. Tenían que conocerse, a saber, podría ser un asesino.
Aún no se podía ni imaginar lo acertada que era esa afirmación. Todavía no tenía ni idea de lo que el destino le tenía preparado. Al contrario, ella se sentía exultante de felicidad. Pensaba que, por fin, la vida le sonreía.