21 Sábado, 18 de marzo

 

 

Sus padres se habían ido a pasar el fin de semana fuera, llevaban planeando ese viaje desde hacía semanas, y estaba encantado, tenía la casa para él solo. Nada más levantarse encendió la televisión y se tiró a la bartola en el sofá, sin escuchar por una vez a su madre repitiéndole constantemente que recogiera su cuarto, que lo tenía hecho un desastre. Estuvo un rato cambiando de canal hasta que se decidió por uno en el que pasaban una película del Capitán América.
Sintió cómo le sonaban las tripas, así que se levantó a la cocina y se preparó un sándwich, su madre le había dejado todo tipo de embutidos para que pasara el fin de semana sin tener que ir a comprar al supermercado. Volvió al salón y cogió el móvil decidido a enviar un mensaje a su novia para quedar esa noche, podrían aprovechar la casa para ellos dos solos. Aun recordaba una tarde en la que sus padres se habían ido al cine, casi les pillan en plena faena, cuando regresaron porque habían olvidado las entradas. En esta ocasión, eso no ocurriría.
Mientras estaba escribiendo el mensaje, sonó el timbre. El ruido le resultó atronador, la noche anterior se había quedado hasta tarde tomando copas en un garito del barrio con sus compañeros de universidad, y ahora, la resaca le pasaba factura.
Se levantó despacio y de mal humor por haber sido interrumpido. Al mirar por la mirilla, comprobó que era el cartero. Su madre solía comprar muy a menudo por internet, así que se imaginó que sería un pedido para ella, lo que le pareció extraño es que no le hubiera dicho nada, para estar atento.
—Buenos días, traigo un paquete para Berta Álvarez, pero no me abre, ¿podría dejarlo aquí? —El chico asintió de forma automática. Cogió el paquete y firmó con un garabato donde le indicó—. Gracias.
Cerró la puerta sin prestar más atención al hombre y se tumbó de nuevo en el sofá, dispuesto a terminar de escribir el mensaje que había dejado a medias.
De repente, cayó en la cuenta, su vecina estaba muerta, la habían encontrado hacía unos días, asesinada. De hecho, por ese motivo sus padres casi no se van de viaje ese fin de semana, estuvieron a punto de cancelarlo, estaban preocupados, hasta le había oído mencionar a su madre que deberían mudarse del edificio.
El dolor de cabeza parecía haberse esfumado de forma espontánea. Recordó que un inspector le había dado una tarjeta a su padre, indicándole que si recibían un paquete dirigido a su vecina, les llamara de inmediato. Miró el paquete que había dejado un momento antes encima de la mesa, sentía curiosidad y preocupación al mismo tiempo, se preguntaba qué contendría. Se levantó, decidido a buscar la tarjeta que el inspector le había dado a su padre. Había sido muy claro a ese respecto.
La buscó en los sitios que le parecieron más lógicos para dejar una tarjeta de visita, sabía que si los llamaba para preguntar por ella, sus padres regresarían a casa sin pensárselo dos veces, tenía que encontrarla antes de que eso sucediera. El primer sitio que revisó, fue el mueble de la entrada, pero allí no estaba, tampoco estaba en la nevera, donde sus padres solían dejar notas sujetas por los imanes que la adornaban. Pasó de nuevo al salón y miró encima de los muebles y dentro de los cajones, pero tampoco estaba. Se le pasó por la cabeza que su padre la hubiera guardado en la cartera, lo que no era una idea descabellada, aunque esperaba que no fuera así. Llevaba planeando esa noche de sexo con su novia desde hacía semanas, tantas como llevaban sus padres organizando el viaje, incluso habían estado en un sex-shop comprando algunos artículos eróticos. El coche empezaba a resultarles demasiado incómodo. A veces, cuando tenían dinero, se iban a una pensión del centro a pasar la noche juntos, pero no era lo habitual.
Se le ocurrió que quizás la hubiera dejado en su dormitorio, y en efecto, allí estaba, encima de una de las mesillas. Se acercó y leyó el nombre para sí, inspector Daniel Suárez, marcó el número en su móvil y esperó a que alguien contestara, lo cual ocurrió al tercer tono.

 

Cuando los inspectores llamaron a la puerta, sabían lo que habían ido a buscar. Esperaban recibir el pequeño marco, con fotografía incorporada, del homicidio de Berta Álvarez.
—Es macabro —dijo Verónica mientras esperaban a que alguien les abriera.
Daniel volvió a tocar el timbre, se suponía que los estaban esperando, no entendía la demora. Finalmente, les abrió un chaval de veintipocos años que los miraba nervioso.
—Buenos días, somos el inspector Suárez y la subinspectora de la Vega —se presentó Daniel mientras ambos le mostraban las placas—. Creo que tienes algo para nosotros.
—Sí, pasen. —El chico se apartó para que ambos policías entraran y cerró la puerta tras ellos, se dirigió hacia el salón y ambos lo siguieron. Señaló un paquete situado encima de la mesa del tamaño de un libro, similar a los enviados con anterioridad a las otras dos víctimas—. Hace un rato, el cartero trajo ese paquete para Berta. Recordé que si llegaba algo para ella, les teníamos que avisar.
Daniel se puso un guante de látex que sacó del bolsillo de su abrigo, y cogió el paquete para, a continuación, introducirlo en una bolsa de pruebas. Sabía que el exterior estaría lleno de huellas, puesto que el paquete habría pasado por muchas manos hasta llegar allí, pero prefería ser riguroso. También contaba con que el interior estuviera limpio, pero en el fondo, tenía esperanzas de que la Científica encontrara algo que les ayudara en el caso.
—¿Te fijaste en cómo era la persona que trajo el paquete? —El chico miró intranquilo al inspector por la pregunta, con la resaca de esa mañana no le había prestado ninguna atención.
—Era un cartero —se encogió de hombros—. Iba de azul marino y llevaba un polo amarillo —intentó recordar algo más, pero no se le ocurrió nada que le pareciera útil.
—¿Alto, bajo? ¿Mujer, hombre? —Daniel intentó alentarle, esos datos eran detalles que la gente no puntualizaba por resultar demasiado obvios.
—Hombre. Era más alto que yo, y delgado, pero no tanto como yo. —Daniel observó que el chico debía de medir poco más de uno setenta y estaba en los huesos.
—¿Color de piel? —El chaval se quedó meditando la respuesta unos instantes.
—Era blanco, una de sus manos no llevaba el guante puesto cuando me indicó que firmara.
—¿Algo más?
—Llevaba el casco de la moto puesto, y una braga que le tapaba por encima de la nariz.
—¿Y los ojos? ¿Te fijaste en su color, forma?
—No, lo siento, llevaba gafas de sol, de esas de aviador. —El chico sonrió porque, después de todo, había recordado.
—Si te acuerdas de algo más, llámanos, ¿de acuerdo?
—Claro, inspector.
Salieron de la casa sabiendo que este sería otro camino sin salida.
Cuando llegaron a la comisaría, se encontraron que estaban de celebración, todos llevaban unos vasos de plástico cargados de chocolate, y encima de la mesa de Candelas, había porras y churros.
—¿Qué pasa aquí? —dijo Suárez a la par que se servía un chocolate y cogía un churro.
—Candelas, que se nos casa. —Huertas estaba muy emocionado por la boda de su compañero, un rato antes se lo había comunicado en privado, pidiéndole que fuera su padrino. A Candelas se le veía feliz, aunque algo cohibido.
—¡Enhorabuena! —Daniel le estrechó la mano y Verónica se lanzó a sus brazos, dándole dos sonoros besos en las mejillas.
—¡Qué calladito te lo tenías! —le dijo la subinspectora.
Mantuvieron unos minutos de esparcimiento, olvidándose del caso mientras desayunaban, echando unas risas gracias a los compañeros casados, que en tono jocoso, le daban los consejos que creían más oportunos para un feliz matrimonio.

 

—Acabo de hablar con los de la Científica. —El inspector levantó la cabeza de los informes que tenía encima de la mesa, prestando toda su atención a Huertas, que se encontraba de pie frente a él—. En el maletero del coche han encontrado un abrigo negro y un gorro de lana también negro. Las únicas fibras que han descubierto pertenecen a ambas prendas. Tampoco han encontrado ninguna huella en el interior del 127, y las que hay en el exterior, creen que la mayoría son de niños, por el tamaño, presumiblemente de los críos que ayer fueron al zoo y que pasaron al lado del automóvil aparcado.
—¿Y de la escena del crimen?
—En la escena del crimen han recogido muchas muestras, demasiadas. El hombre llevaba mucho tiempo sin limpiar la casa por lo que les va a costar hallar algo. Piensan que quizás logren localizar alguna fibra que se corresponda al abrigo y al gorro encontrados.
—No me puedo creer que sea tan cuidadoso. —Daniel no comprendía cómo era posible que no dejara ningún tipo de prueba, era imposible, un pelo, una fibra de la ropa, cualquier ínfimo detalle que a ellos les sirviera.
—Quizás utilice un mono como los que usan los de la Científica, o algo similar.
—Supongo que no hay otra explicación. Me pregunto qué pensarán las víctimas al verle entrar en sus casas y ponerse un mono, imagino que al ir de droga hasta arriba esa será la menor de sus preocupaciones.
Daniel se daba cuenta de que quedaban unas pocas horas para que volviera a matar, y seguían sin tener nada, seguían sin saber dónde buscar. O tal vez sí, quizás fuera ahora Cristina su única oportunidad, el nuevo cebo. Prefirió no pensar en cómo había terminado el último, Felipe Jiménez, el padre del asesino. No quería imaginársela como protagonista de un nuevo cuadro creado por un psicópata que disfrutaba del arte en toda su esencia.
Había sido incapaz de hacerle recapacitar sobre la locura que estaba cometiendo, ella argumentaba que no se iba a quedar en casa esperando sentada. «Desde luego, tenía pelotas», pensó el inspector, no muchas personas ponían su vida en peligro para averiguar lo que le había sucedido a una amiga.
Le había pedido a Verónica que lo acompañara esa noche. Aun recordaba su cara, alucinada era poco, y lo peor de todo, es que él no podía explicárselo ni convencerla, estaba en todo de acuerdo con ella. Dejó a un lado sus divagaciones, porque quería hacer algo antes de ir al restaurante en el que habían organizado el encuentro.
—Voy a ver al doctor Mena, ¿te vienes? —Huertas asintió, tenía tantas ganas de atrapar a ese psicópata como su jefe.
Ambos salieron de la comisaría con paso firme, esperando que el forense hubiera conseguido encontrar algo y les diera buenas noticias.
Cuando llegaron a la sala de autopsias, de las siete mesas dispuestas, solo había una ocupada, el resto parecían haber sido recién desinfectadas.
—Inspectores, me imaginaba que se pasarían por aquí. —No se llevó ninguna sorpresa al comprobar que el inspector Suárez era una de las personas que atravesaba la sala dirigiéndose hacia él, lo estaba esperando.
—¿Está solo? —preguntó Daniel algo sorprendido, ya que lo habitual era que rondaran técnicos por las instalaciones, ejerciendo diferentes labores, sin contar que siempre había algún estudiante pululando a su alrededor ávido de conocimiento.
—Sí, he enviado a todos a casa. Ha sido un día de locos, hemos realizado quince autopsias —al ver la cara de circunstancias de los inspectores, lo aclaró—. La media de autopsias que se practican cada día es de unas ocho, así que los he enviado a casa para que descansen, los necesito frescos.
—Y por lo que veo la de Felipe Jiménez ha sido la última —dijo el inspector observando su cuerpo encima de la mesa con la ya conocida apertura en el torso con forma de Y.
—Inspector, no sea así —le regañó el doctor—. La autopsia ya ha sido realizada, solo estaba haciendo algunas comprobaciones de última hora. Aunque los resultados aún no los he recibido, por lo cual, lo que le diga serán meras suposiciones.
—Suposiciones fundamentadas en importantes bases —le dijo Suárez, que conocía al doctor y sabía que sus suposiciones siempre eran acertadas. El doctor le sonrió por el cumplido, el inspector no era de los que acostumbraba a adular—. ¿Qué puede decirnos?
—Este hombre no ha sido asesinado como las chicas. Quería que sufriera.
—¿A qué se refiere?
—Tiene la faringe y el esófago destrozados. En realidad, todos los conductos gastrointestinales, es decir, los conductos que van desde la boca hasta el ano. Le debió de introducir en la bebida un producto abrasivo o una sustancia corrosiva, quizás algún tipo de ácido, lo que le ha provocado importantes quemaduras. Sus dolores debieron de ser espantosos hasta que le sobrevino la muerte. En cuanto reciba los resultados del laboratorio, sabremos la sustancia utilizada.
—¿La causa de la muerte fueron las quemaduras?
—No, hay más. También tiene cortes en las muñecas. El asesino debió de intentar desangrarlo, pero en algún momento cambió de opinión, puesto que permitió que se creara un tapón en las heridas con la propia sangre. Creo que la causa real de la muerte fue asfixia. Le enviaré un informe en cuanto tenga todos los datos. —«Como Séneca», pensó.
—Gracias. ¿Algo más? —El doctor sabía a lo que el inspector se refería.
—Lo siento Suárez, pero no, no hemos encontrado nada que identifique al agresor. Ninguna fibra, ni rastro de piel bajo las uñas, nada de nada.
—Me lo imaginaba. Gracias por todo.
Los inspectores salieron de allí cabizbajos, sabiendo que en unas horas, el asesino volvería a actuar.

 

La Plaza de Toros de Las Ventas está construida en estilo neomudéjar, de ladrillo visto con una decoración a base de azulejos cerámicos. Dicen que es el coso que todo lo da y todo lo quita, cuya gran recompensa es lograr salir por su Puerta Grande, ya que el público madrileño es conocido por ser uno de los más exigentes.
Cristina había quedado con su cita, Felipe Jiménez, en un pequeño restaurante detrás de la plaza. Cuando salió del metro, se quedó contemplando unos segundos la Monumental, siempre le había parecido un edificio de gran belleza. Recordaba ir de pequeña, con su padre, al circo que allí se instalaba todas las Navidades.
Dejó a su espalda la impresionante estatua que homenajeaba al Yiyo. Torero que murió con veintiún años, por una cornada que le atravesó el corazón en la plaza de toros de Colmenar Viejo.
Continuó hacia unas escaleras situadas en un lateral, dejando a su izquierda la estatua de Fleming, colocada allí en agradecimiento por descubrir la penicilina, sustancia que ha salvado la vida a muchos toreros, evitando que murieran a causa de las infecciones producidas por las cornadas.
Cinco minutos después, entraba en el restaurante. Cuando atravesó la puerta, echó un vistazo a su alrededor, fijándose en las personas que estaban en la barra tomando algo y charlando con sus acompañantes. Comprobó que ya se encontraban todos esperándola.
La primera pareja con la que se topó su mirada fue con Marisol y con Javi. Estaban disfrutando de una caña y parecían ignorarla por completo, aunque se percató de que Javi la había visto entrar, cuando le hizo un leve movimiento con la cabeza que solo ella percibió. Más allá, Daniel y la subinspectora se encontraban tomando lo que parecían ser unos botellines de agua. Continuó andando, aparentando que no prestaba atención a las personas que se encontraban allí apostadas, sintiendo cómo Daniel la observaba mientras atravesaba el local.
Como muchos otros restaurantes en la zona, el lugar tenía decoración taurina, con pósteres de diferentes corridas de toros, fotografías de toreros con el dueño, e incluso alguna que otra cabeza del animal.
En cuanto le dijo su nombre al camarero, este la acompañó a una mesa al fondo del salón, donde ya estaba Felipe Jiménez revisando la carta. La mayoría de las mesas a su alrededor estaban ocupadas, o por parejas o por grupos de amigos, parecía ser un restaurante muy popular.
—¿Felipe? —Cristina intentó no mostrar su nerviosismo, aunque fue consciente de que la voz le delataba.

 

Al oír su nombre, levantó la cabeza despacio y sonrió a la mujer que tenía delante, sabía que su sonrisa no dejaba indiferente al sexo opuesto, y supo que en esa ocasión tampoco había sido para menos, debido al rubor que apareció en sus mejillas. Era tan guapa como recordaba, aunque no le había parecido que tuviera el pelo tan oscuro. Eso, ya no importaba.
Se levantó de forma educada y se acercó a darle dos besos. Notó cómo ella reaccionaba con el leve contacto, lo que le hizo mostrar una sonrisa de triunfo que ella no pudo ver. La ayudó a acomodarse en la silla, tal y como las normas de galantería marcaban. Les solía gustar ese gesto por muy feministas que intentaran aparentar ser.
Mientras revisaban la carta para ver qué pedir, las pocas mesas que quedaban vacías en el restaurante se comenzaron a llenar de comensales, la mayoría parejas, que como ellos, venían a degustar una buena cena el sábado por la noche. Se imaginó que entre tanta gente, ellos pasarían desapercibidos, y si no era así, con las lentillas de colores que llevaba en ese momento, la peluca y la perilla postizas, nadie podría reconocerlo, ni siquiera su madre, se dijo sonriendo ante ese toque de humor negro.
En cuanto pidieron la bebida y la comida, comenzaron a mantener la típica conversación entre extraños. Él estaba cansado de siempre los mismos diálogos, pero era un trámite por el que había que pasar, de cualquier forma, no le hizo notar a su acompañante el aburrimiento que sentía, aparentaba interés en todo lo que decía.
—No suelo quedar utilizando páginas de contactos, pero mis amigas insisten en que por internet se puede conocer a gente interesante. —Le sonrió tímidamente. Ella se mostraba nerviosa, aunque intentaba disimularlo.
«Siempre la misma historia».
—Espero que tus amigas estén en lo cierto. —Volvió a exhibir la sonrisa que tanto gustaba a las féminas, y levantó la copa para brindar por ello, ella hizo lo propio.
Parecía otra conquista sencilla.

 

Cristina comenzaba a sentirse cómoda con su cita, era un hombre encantador. Se preguntaba si en verdad era un asesino, por ahora no había nada que le indicara tal cosa. «Yo soy la psicóloga, tendré que averiguarlo».
—Bonito sitio, ¿vienes mucho por aquí?, he de reconocerte que me ha costado encontrarlo. —Cristina ya estaba cansada de la conversación banal que habían mantenido hasta ese momento, como calentamiento estaba bien, pero tenía que obtener información, y a ese ritmo lo veía poco probable.
—La verdad es que no, me lo ha recomendado un amigo.
—Tenía una amiga, Vicky, a la que le gustaba venir a cenar por esta zona —mintió.
—¿Tenías?
—Murió.
—Oh, cuánto lo siento. —Cristina observaba su comportamiento, pero no hubo nada que le hiciera pensar que había conocido a su amiga o a alguien con ese nombre.
—Así es la vida, ¿no? —El camarero apareció con la botella de vino que habían pedido, sirvió sendas copas después de que él lo catara y diera su consentimiento.
—Es un buen vino. Espero que te guste. —Ella dio un sorbo y asintió, aprobando la elección.
—Creo recordar que te gustaba la pintura, ¿verdad?
—Sí, me encanta ir al Prado y perderme entre sus lienzos. Cuando era pequeño solía llevarme mi madre. Son momentos que guardo con mucho cariño entre mis recuerdos.
—Te entiendo. Recuerdo cuando mi padre me llevaba todos los domingos por la mañana a los diferentes museos que hay en Madrid. Entonces me resultaba muy aburrido, pero ahora los considero algunos de los mejores momentos de mi niñez. —Suspiró con nostalgia.
—Entiendo lo que quieres decir. —Cristina entrecerró los ojos al escuchar sus palabras. La empatía no era una característica del perfil de un asesino en serie, ¿quizás estaba actuando?
—¿Y sigues yendo con tu madre al Prado? —Ella todavía quedaba de vez en cuando con su padre para visitar juntos alguna nueva exposición.
—No, murió.
—Lo lamento. —Ahora le tocó a ella darle el pésame.
En ese momento, apareció el camarero con los platos que habían pedido.

 

En cuanto el camarero se hubo ido dejando la comida encima de la mesa, ellos continuaron con su charla. Se sentía algo incómodo con la conversación, estaba tomando un derrotero demasiado personal que no le gustaba, parecía que le estuviera haciendo el tercer grado, pensó que quizás era por deformación profesional, un hábito debido a su profesión. De todas formas, daba un poco igual, que hablara o preguntara todo lo que quisiera, iba a ser la última vez que lo hiciera.

 

Cristina probó su ensalada y descubrió el sabor dulce que le daba la mandarina que contenía.
—Está buenísima.
—Me alegro que te guste. —Siempre que quedaba con mujeres en ese restaurante, solían pedirse lo mismo, ensalada de mandarinas y tomates cherry con vinagreta de cítricos, se preguntaba si algún día conocería a alguna que se pidiera un buen entrecot.
—¿Qué tipo de películas te gustan? —le preguntó Cristina que tenía la sensación de que la conversación empezaba a decaer.
—Las de acción, supongo que como a todos los hombres. Pero he de reconocer que con casi todos los géneros disfruto, siempre y cuando los actores trabajen bien. ¿Y a ti?
—Las de suspense. Me encantan las películas en las que se producen asesinatos, disfruto resolviendo el puzle que se plantea y encontrando al culpable. —En la mesa de al lado se escuchó una profunda carcajada. Cristina no miró porque sabía perfectamente que esa risotada había salido de Daniel, lo que sí advirtió por el rabillo del ojo, fue la cara divertida de Verónica, cosa que le sorprendió, no sabía por qué, pero estaba convencida de que la subinspectora no la soportaba.
—Sí, esas suelen estar también muy interesantes —lo dijo sin mucho convencimiento, solo por darle la razón y resultar educado.
Felipe Jiménez no paraba de rellenar la copa de vino de Cristina, era evidente que su intención era emborracharla, aunque ella se ocupaba de echar el contenido a una gran maceta que había a su lado cuando él se despistaba, ante la divertida mirada de Daniel, que parecía ser el único que se había percatado de la maniobra. En una ocasión, casi había sido pillada in fraganti por el camarero, pero supo disimular a tiempo. Por el contrario, se fijó en que su acompañante apenas había probado el rico caldo.
—¿No te gusta el vino? —le preguntó, intentado hacer notar que se había dado cuenta de su táctica, aunque no obtuvo el resultado que esperaba.
—Oh, claro, está buenísimo. Mira, si ya nos hemos bebido casi todo —dijo mirando la ya terminada botella.
—Si me disculpas, voy a ir al lavabo. —Cristina se levantó de la mesa, y él se giró a observarla mientras caminaba en dirección a los aseos, contemplando su hipnótico movimiento de caderas al andar. Su cara mostró una sonrisa lasciva que ella no pudo ver, pero que los comensales de las mesas colindantes si percibieron. De hecho, Daniel notó cómo le subía un súbito enrojecimiento por el cuello que manifestaba su repentino malhumor. Si no hubiera sido una reacción troglodita, le hubiera encantado poder desahogarse, dándole un fuerte puñetazo en la cara para borrarle esa sonrisa.

 

Cuando su acompañante se levantó, observó a la gente acomodada a su alrededor, todos parecían muy concentrados en sus parejas y en la conversación que mantenían, nadie le prestaba atención. Así que, con disimulo, cogió la copa de ella, que todavía tenía una buena cantidad de vino tinto, y echó la droga en su interior sin que nadie reparara en ello.

 

Se encontraba lavándose las manos, cuando escuchó mucho alboroto en el restaurante, se preguntó que habría ocurrido, así que salió a paso ligero del aseo. En el salón, Daniel estaba deteniendo a su acompañante, mientras Verónica guardaba una muestra del contenido de la copa de vino de Cristina en un tarro de plástico, similar a los que se utilizaban para los análisis de orina. Los clientes y camareros contemplaban la escena, atónitos, entre murmullos, y sin saber, qué estaba ocurriendo.
—¿La lleváis a casa? —Daniel dirigió la pregunta a Javi y a Marisol.
—Claro, no te preocupes. —En ese momento, Cristina se unió a ellos, con cara de no comprender lo que había ocurrido en su corta ausencia.
Daniel se dio la vuelta llevándose al detenido. Detrás de ellos, la subinspectora aclaraba a las personas congregadas en el local, que ya se había terminado el espectáculo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Cristina mientras cogía una silla de su mesa, y la colocaba en la de ellos. Los comensales se habían relajado y de nuevo atendían a sus compañeros de mesa, olvidando lo que acababa de suceder.
—Le han visto echarte algo en la copa. —Javi se estaba acomodando de nuevo en su silla, mientras Marisol, nerviosa, daba un trago a su bebida—. Creo que esta vez has acertado. —La voz de Javi no sonó orgullosa, sino más bien preocupada.
—Y como te dije, no me ha pasado nada.
—Aunque podía haberte pasado cualquier cosa. —Los platos estaban vacíos, ya habían terminado de cenar hacía un rato—. ¿Nos vamos?
Ambas mujeres asintieron, había sido una noche cuando menos singular.

 

Verónica y Daniel observaban a través del cristal a Felipe Jiménez, se le veía nervioso y preocupado, comprendía que se había metido en un lío.
—Pensé que tendría más temple —observó Verónica.
Eso mismo pensaba él. Por lo que había llegado, hacía rato, a la conclusión de que no era el asesino que buscaban, no cumplía el perfil. Debía de ser un pringado que solo conseguía sexo drogando a las chicas, cosa que le convertía en un violador, no en un asesino.
—Por lo menos, hemos detenido a un cabrón. —La subinspectora asintió convencida, como él, de que iban a sacar a esa escoria de la circulación. Aunque todavía tendrían que asegurarse de que las suposiciones que barajaban eran las acertadas.
Todavía tenían que comprobar si existía alguna relación entre el detenido y el fallecido Felipe Jiménez, si fuera necesario podrían realizar una prueba de ADN, aunque ninguno creía que tuvieran que llegar tan lejos, lo más seguro es que en el interrogatorio consiguieran toda esa información, la cual no sería difícil de corroborar.
El inspector tenía pensado sonsacarle detalles sobre sus citas anteriores a través de conecta.com. Lo más probable, es que con alguna de ellas hubiera mantenido relaciones sexuales gracias a la droga suministrada, pero necesitaba sus declaraciones para poder meterlo entre rejas. Por ahora, lo único con lo que contaban era con el intento de drogar a Cristina, ni siquiera podían acusarlo de intento de violación, puesto que no había llegado la sangre al río. Y eso sin contar, que aún no había sido confirmado por el laboratorio, que lo que había echado en el vaso fuera burundanga. Es decir, no tenían nada. Tenían que jugar bien sus cartas en el interrogatorio si querían encerrarlo.
Suárez no creía en las casualidades, pero en este caso, estaba seguro de que no era el hombre que buscaban, simplemente estaba en el sitio equivocado en el momento más inoportuno.
Sin embargo, el inspector estaba contrariado, había detalles que no encajaban. «Es mejor dejarse de suposiciones hasta no hablar con él», se dijo cansado de darle vueltas.
Miró el reloj, Huertas y Candelas ya debían de estar en el Anatómico Forense confirmando el tipo de sustancia que había echado en la copa. Habían llamado al doctor Mena nada más salir del restaurante, por lo que los esperaba preparado para realizar el análisis. Aguardarían a hablar con el detenido, hasta tener el resultado.
Además, tenían que esperar por su abogado, quien debía de estar a punto de llegar, puesto que lo había llamado hacía más de dos horas.
Ambos inspectores salieron de la habitación contigua a la sala de interrogatorios, para tomarse otro café.
—¿Has hablado con Cristina? ¿Se encuentra bien? —Daniel se percató de que la había llamado por su nombre de pila, era la primera vez, quizás empezaba a caerle bien, se dijo mirando a su compañera de reojo.
—Sí, la llamé hace un rato. Estaba en casa, relajada y viendo la televisión. —La subinspectora asintió, mientras sacaba el vaso de plástico de la máquina, con un líquido oscuro al que llamaban café. Dio un sorbo y sintió que se le revolvía el estómago.
—Este café cada vez es peor, o me lo parece a mí. —Su cara expresaba, sin lugar a dudas, la repulsión que acababa de sentir hacia la bebida.
—Tienes razón. Vamos al bar a que nos pongan un buen café. Hoy es sábado y seguro que aún están abiertos. —Tiraron en el fregadero el contenido de los vasos y salieron de la comisaría.
Mientras esperaban en la cafetería a que les prepararan las ansiadas bebidas, el móvil del inspector comenzó a sonar. Las escasas personas que se encontraban allí tomando algo a esas horas, se giraron al oír el fuerte sonido de la melodía.
—Inspector Suárez.
—Confirmado, jefe. Es burundanga.
—Gracias, Huertas. —Miró a su compañera asintiendo. En ese momento, Antonio les estaba sirviendo la comanda en unos recipientes para llevar, tal y como le habían solicitado.
—Invito yo, inspectores. —Ellos le sonrieron agradecidos por el detalle.
El dueño del bar los conocía, solían ir a menudo. En los últimos días, siempre daban muestras de cansancio, las ojeras y la cantidad de cafeína que tomaban, los delataba. Estaba enterado de que eran los encargados del caso del asesino online, y quería demostrarles su apoyo. Tenía una hija de la edad de las víctimas, que también quedaba de forma habitual con chicos que conocía por medio de internet. Estaba preocupado.
En cuanto regresaron a comisaría, les informaron que el abogado del señor Jiménez ya había llegado y habían mantenido una breve reunión privada. Les estaban esperando.
Antes de comenzar con el interrogatorio, se dirigieron a la sala aledaña, donde contemplaron a ambos individuos a través del cristal, mientras se terminaban el café, relajados y sin prisa. El abogado era el polo opuesto a Felipe Jiménez, al contrario que el detenido, era un hombre serio que aparentaba serenidad, demostrando estar acostumbrado a estas lides.
—Lo más seguro es que no sea la primera vez que tiene que salvarle el culo —le dijo a la subinspectora.
En ese momento, el letrado ponía su mano sobre el hombro de Jiménez, en un gesto que intentaba tranquilizarlo, y aunque este asentía, seguía histérico, no podía mantener las manos quietas, y una de sus piernas temblaba ostensiblemente.
Tras un intervalo de tiempo que Suárez consideró suficiente, le dio un suave codazo a su compañera, y con un leve movimiento de cabeza le indicó que había llegado su turno, les tocaba entrar.
—Buenas noches. Disculpen el retraso —dijo el inspector al entrar en la sala. Miró directamente al abogado de Jiménez quien le mantuvo la mirada, evidenciando que no se sentía intimidado, ni por ellos, ni por la situación, se mostraba confiado. Daniel no lo entendía, puesto que tenían pruebas que demostraban que su cliente había intentado drogar a una mujer. Sus tripas le decían que tenía que ir con pies de plomo.
—Sabemos que creen que mi cliente es el asesino en serie que están buscando, ese al que denominan asesino online. —El inspector levantó las cejas—. Mi cliente no es la persona a la que buscan, y por ello, queremos cooperar en todo lo que necesiten, siempre y cuando le dejen en libertad sin cargos.
—¿Perdón? —El inspector se mostró perplejo por la arrogancia que acababa de demostrar el abogado—. Su cliente ha echado una droga, muy utilizada para delitos de agresión sexual, en la copa de su acompañante.
—Lo sabemos, y mi cliente está arrepentido por su actuación —Verónica miró a Daniel, no sabía a dónde querían llegar—, pero cree tener cierta información de utilidad sobre el asesino que buscan.
—Adelante. —El inspector estaba intrigado.
—Pero quiero que le ofrezcan libertad sin cargos.
—Sabe que es imposible obtener un trato a estas horas de la noche, los juzgados están cerrados. De todas formas, no podemos ofrecerle inmunidad. Usted sabe tan bien como yo, que si ha intentado drogar hoy a su acompañante y no lo ha conseguido, es porque nosotros estábamos allí. Y ninguno de los que estamos aquí creemos que haya sido la primera vez, ¿verdad? No podemos dejar libre a un presunto violador. —Al señor Jiménez se le contrajo la cara al escuchar la imputación.
—Esa acusación es muy grave, teniendo en cuenta que no tienen pruebas para avalarla. —Daniel sabía que tenía razón, pero esperaba que no fuera difícil encontrar a mujeres con las que hubiera quedado en el pasado, y que alguna de ellas estuviera dispuesta a denunciarlo. De todas formas, no entró al trapo, irían por orden.
—Pero lo que sí le puedo decir, es que si la información que nos da su cliente nos es útil en la investigación, lo tendremos en cuenta. —El abogado asintió, e hizo un pequeño movimiento de cabeza para que su cliente comenzara a hablar.
—Entiendo la confusión que se ha producido esta noche, porque creo que el asesino se llama como yo.
—¿Y por qué piensa eso? —El inspector se daba cuenta de que no era un farol.
—Tendré que empezar por el principio. Hace unas semanas, me encontré en la web de contactos que suelo utilizar, conecta.com, un usuario de Madrid con mi mismo nombre, cosa que me llamó la atención. Aunque, en realidad, no fue su nombre lo que me intrigó, entiendo que es un nombre muy común, lo que despertó mi interés fue que en su perfil había una única foto, y esa fotografía era mía. Es una instantánea que me tomaron en una salida a montar a caballo, en ella aparezco cabalgando al otro lado de un cercado. Como comprenderá, eso me preocupó, había oído hablar de suplantaciones de identidad y las consecuencias que pueden acarrear, así que empecé a investigarle.
—¿Investigarle? ¿No informó a la policía? —Negó con la cabeza—. Continúe.
—Como iba diciendo, comencé a rastrearle. Me introduje en su ordenador. Soy bueno con la informática. Instalé un software espía en su equipo, de forma que tenía acceso a su cuenta en conecta.com y a su correo electrónico, entre otras aplicaciones, pero yo únicamente me centré en estas dos. Estaba intranquilo, temía que estuviera usurpando mi identidad, pero después de unos días fisgoneando, me di cuenta de que no era así. Aunque eso no resolvía mi duda, ¿por qué había utilizado mi retrato?, por este motivo, no desinstalé el programa. Empecé a prestar atención a sus conversaciones, sentía curiosidad por el éxito que tenía con las mujeres, cuando su perfil era poco menos que una copia del mío. Estuve analizando y estudiando su forma de tratarlas, la forma en que les hablaba y demás, quería ser como él. Pero entonces...
—¿Entonces qué?
—Entonces, apareció esa noticia en el periódico. Habían asesinado a dos jóvenes. Sus fotografías me sonaban de algo, y de repente, las ubiqué, las había visto chatear con mi doble, por llamarlo de alguna manera. Revisé los chats en su ordenador, pero toda esa información no estaba. Yo estaba seguro de que ellas habían hablado con él, así que no quedaba otra opción, tenía que haber borrado las conversaciones. Revisé mi disco duro, había guardado algunas como ayuda en las mías, y les puedo asegurar que funcionaba, las chicas se derriten con su don de palabra y a mí me empezaba a suceder lo mismo, las chicas querían conocerme. —Daniel estaba sorprendido por la historia, parecía inverosímil y supuso que eso mismo era lo que la hacía más creíble—. Como decía, comprobé las conversaciones guardadas, y allí estaban, tenía grabadas las que mantuvo con las chicas el mismo día en que fueron asesinadas.
—¿Y no se le ocurrió ir a la policía? —preguntó de nuevo Daniel.
—Con qué, ¿diciendo que había pirateado el equipo de un desconocido?, ¿que pensaba que era el asesino online?, ¿eso les hubiera parecido creíble?
—Supongo que tan creíble como lo es ahora, pero con la diferencia que ahora quiere salvar su culo y resulta menos verosímil todavía. ¿Tiene esas conversaciones?
—No, las borré. —El inspector levantó las cejas, empezaba a pensar que le estaba tomando el pelo—. Las borré porque creí que me había descubierto. Así que desinstalé el software espía y protegí mi ordenador para que no pudiera identificarme.
—¿Eso es lo que va a mantener? Que el asesino le estaba suplantando, que lo investigó y que piensa que le descubrió. Si hubiera sido así, ¿por qué cree que sigue vivo?
—No sé, inspector. —El hombre tenía miedo y no lo ocultaba—. Quizás, no sé, quizás quería que yo fuera la cabeza de turco.
—Quizás es eso, o quizás te lo estás inventando todo, porque te hemos descubierto con las manos en la masa, echando burundanga en la bebida de una joven a la que pensabas matar —el inspector comenzó a tutear al detenido, por experiencia sabía que eso intimidaba más.
—No, en serio, no iba a matarla. Es verdad que quería acostarme con ella. Está muy buena —dijo intentando justificarse.
—Así que la pensabas violar.
—No he dicho eso.
—La drogas para poder acostarte con ella. Eso es una violación.
—No, no quería decir eso.
—Entonces, qué quería decir, señor Jiménez. —Dejó de tutearlo, dando un nuevo golpe de efecto, ya lo tenía donde quería. El hombre dejó caer la cabeza entre las manos, estaba hundido y a punto de echarse a llorar. Entonces, levantó la mirada, había recordado algo.
—Ambas le dijeron en diferentes conversaciones que habían dado en adopción a sus bebés. Me pareció chocante, tanto la casualidad de que hubieran pasado las dos por ese trance, como que a él ese tema le interesase tanto.
—¿Qué quiere decir?
—Que parecía intrigarle, les preguntaba cómo se encontraban, por qué lo habían hecho, y cosas por el estilo, parecía querer entender su comportamiento. Y ellas se desahogaban con él —hizo una pausa—. Cristina, la mujer con la que he cenado hoy, también me contó algo parecido, pensé en no seguir hablando con ella, me dio mal rollo, pero está tan buena... —lo dijo en un susurro, dejando inconclusa la frase, empezaba a hilar los acontecimientos—. Era una trampa, ¿verdad?
—Quiere contarnos algo más, señor Jiménez. —El hombre negó con la cabeza, derrotado.
—Háblenos de su padre.
—¿Mi padre? —Su cara reflejó el desconcierto que sentía—. ¿Qué quiere saber de mi padre?
—Empecemos por su nombre y dirección.
—Mi padre se llama Felipe Jiménez, él insistió en ponerme su nombre. Vive con mi madre en la sierra, en una casa en Manzanares el Real...
Daniel conocía el lugar, un precioso pueblo a pie de La Pedriza, en el Parque nacional de la Sierra de Guadarrama, a menos de una hora de la ciudad. Acostumbraba a hacer escapadas a la zona cuando empezaba el buen tiempo, como la mayoría de madrileños, que iban allí a practicar escalada, hacer rutas de senderismo o a darse unos refrescantes baños en las pozas del río Manzanares. Aunque en la actualidad, estos baños habían sido prohibidos por el trato irrespetuoso que se le daba a la naturaleza por parte de algunos visitantes. Como siempre, pagaban justos por pecadores, pensó. Sin olvidar, el Castillo de los Mendoza, situado a la entrada del municipio, una de las fortalezas medievales mejor conservadas de España. Hacía unos años había ido con Cruz a visitarlo, allí, unos guías vestidos de época representaron una obra de teatro, al mismo tiempo que explicaban el contenido artístico de las estancias. Y para completar el día de turismo, acabaron deleitándose con la gastronomía en un asador cercano a la iglesia. Lo recordaba como una de las últimas ocasiones en las que habían disfrutado de su mutua compañía. Daniel eliminó esos recuerdos de su cabeza para volver a centrarse en el individuo que tenía delante.
—Muchas gracias. —Daniel lo interrumpió. Tendrían que contrastar la información que les acababa de dar, pero como se imaginaba, no era la persona que buscaban.
Los inspectores se levantaron despacio, dejando al abogado y a su cliente extrañados, mientras los observaban abandonar la sala. En cuanto salieron, le dijeron al policía que estaba apostado junto a la puerta, que se llevara al detenido al calabozo.
Daniel se encontró con un Cardenete muy concentrado en la tarea que le habrían asignado o Huertas o Candelas, aun así, se acercó para pedirle que localizara a las mujeres con las que Felipe Jiménez, había quedado en los últimos meses. Empezarían por un periodo cercano, para más tarde ampliar la búsqueda si lo consideraban necesario. Necesitaban confirmar si existían o no víctimas de violación. Como se imaginaba, él se mostró complacido por la labor asignada, quería sentirse útil.
—¿Crees que será capaz? —El inspector miró extrañado a Verónica. Sabía que tenía poca experiencia, pero estaba resultando de gran ayuda en el caso, estaba obteniendo información relevante en la investigación.
—Claro que sí. Se le da bien indagar. Seguro que localiza a las chicas. Luego, nos ocuparemos nosotros.
El inspector comprobó la hora en el reloj de pared, se había hecho tarde, pasaban de las dos de la madrugada, pero aun así, tal y como le había pedido el comisario, lo llamó para informarle de las últimas novedades.

 

—Así que no crees que él sea el asesino. —Cristina estaba sirviendo un par de copas, mientras Daniel la contemplaba sentado en el sofá. Había ido a su casa para asegurarse de que estuviera bien e informarle de lo acontecido en comisaría.
Justo al entrar en su coche, después de la conversación con el comisario Reyes, había recibido un mensaje de ella interesándose por el interrogatorio. Por lo que en vez de tratarlo por vía telefónica, prefirió acercarse a su piso, así mataba dos pájaros de un tiro, se había dicho, únicamente para convencerse a sí mismo de que esa visita tenía todo el sentido del mundo. De todas formas, cuando ella le abrió la puerta, no mostró sorpresa, lo estaba esperando.
En ese momento, ella estaba echando con sumo cuidado la tónica, apoyando el botellín en la parte más baja de la varilla de la cuchara mezcladora y dejándola caer muy despacio. Él sabía que lo hacía así para evitar que se perdiera el gas y sobre todo para que se mezclara bien, de esta forma no hacía falta ni mezclar ni remover. Se lo había explicado un camarero amigo suyo, y parecía que ella también conocía el secreto. Después, había echado una fina piel de naranja, con la que daba por finalizada la preparación.
—No. Volvemos a la casilla de salida.
—Y lo más probable es que ahora esté asesinando a otra chica.
—Correcto. —Ambos estaban desmoralizados.
—Toma. —Cristina le pasó una de las copas de ginebra con tónica que acababa de elaborar, a la que Daniel dio un gran sorbo—. Por lo menos, has detenido a un violador.
—No tengo pruebas, solo suposiciones. Aún tengo que buscar a sus víctimas y no tengo mucho tiempo de maniobra. Solo le puedo retener unas horas en comisaría. —Se quedaron callados, concentrados en sus pensamientos—. Y lo peor, es que creo que tengo el puzle casi completo, las piezas empiezan a encajar —dijo rompiendo el silencio.
—Ordénalas. —Daniel la miró, tenía razón, tenía que sentarse y organizar sus ideas.
—Está bien. Empecemos por el principio. El asesino es el hijo de Felipe Jiménez, tal y como confirma la prueba de ADN realizada. Se cría en un hogar roto, donde su padre es un maltratador que se dedica a moler a palos tanto a su madre como a él. Crece creyendo que su madre lo abandonó a su suerte, dejándole solo y desprotegido frente a su padre, quien seguramente incrementara las palizas que le propinaba por el hecho de que su mujer se largara. Acaba huyendo de su casa y creándose una nueva vida.
»En cuanto se ha enterado de que vivía en una mentira, que su madre no lo había abandonado tal y como le hicieron creer de pequeño, se ha vengado de la persona que implantó esos pensamientos en su cabeza, su padre. Lo más probable es que se sienta perdido, sin un objetivo, ya que se ha dado cuenta de que los asesinatos que ha cometido, todos ellos dirigidos a matar una y otra vez a su madre por lo que le hizo, no tienen sentido. Así que ha ido a por su padre y ha acabado con él, intentando que sufriera tanto como sufrió él. No ha querido darle una muerte rápida e indolora, como al resto de sus víctimas, con él se ha recreado en su dolor. Aun así, seguirá matando, como me has comentado en alguna ocasión, le gusta, le hace sentirse poderoso, como si fuera un Dios, capaz de decidir sobre una vida.
»Que sepamos ha asesinado a seis jóvenes de aspecto similar a su propia madre, rubias y con ojos azules. Por lo menos, cuatro de ellas habían tenido un bebé al que habían dado en adopción, madres que abandonaron a sus hijos como le sucedió a él. Tres en Cataluña y tres en Madrid. Entre los asesinatos de Cataluña transcurrió un año, lo que implica que tuvo que pasar una larga temporada viviendo en la zona. Desde la última víctima hasta la primera de Madrid han pasado dos años. Dos años preparándose para continuar, creándose una nueva identidad, una nueva vida, supongo que es el tiempo que lleva viviendo en Madrid, inventándose a sí mismo. Es como un camaleón, solitario y capaz de pasar desapercibido, o como el ave Fénix, que resurge de sus cenizas. En cuanto ha vuelto a matar, ha recordado lo que le gustaba, lo que disfrutaba con ello, y ahora, entre las víctimas deja un corto espacio de tiempo, solo una semana. Una semana es muy poco para nosotros, apenas tenemos tiempo para actuar —recapituló.
»Quizás está pensando en abandonar la ciudad para crearse otra vida. En Cataluña ejecutó a tres víctimas, aquí lleva otras tres, aparte de su padre. Tal vez ya sea tarde y se haya marchado. —Daniel esperaba que no fuera así, tenían que atraparlo, aunque sabía que si seguía en Madrid, esa misma noche habría una nueva víctima.
»Su modus operandi: contacta con ellas por internet mediante la web conecta.com, ahí las halaga, engaña o engatusa, de forma que sienten la suficiente confianza para contarle su secreto más íntimo, el abandono de sus bebés. Concierta con ellas una cita, les echa burundanga en la bebida, de forma que las chicas se sienten indefensas y su libertad se ve mermada, hacen todo lo que les pide. Las lleva a sus casas, sin temor a ser pillado in fraganti. Tiene que haber estudiado sus hábitos para sentirse con tanta seguridad en terreno desconocido. Ya en sus casas, les inyecta aire en la arteria, lo que les provoca un infarto. Posteriormente, las convierte en protagonistas de un cuadro, una obra lasciva, en la que las víctimas aparecen desnudas y provocadoras, y sin embargo, no las agrede sexualmente. Y no creo que sea porque es impotente o no se siente atraído por ellas, creo que lo considera incesto.
»Tiene que ser una persona agradable, encantadora y con don de gentes para que las víctimas confíen con tanta facilidad en él, teniendo en cuenta que no lo conocen en persona y sabiendo que en internet todo el mundo miente. Nadie es quien dice ser. Es un lugar para dejarse llevar y ser quien se quiere ser y no quien se es en realidad.
—Bravo, creo que ya no me necesitas. —Cristina lo miró y se dio cuenta de que, de hecho, nunca la había necesitado—. De todas formas, hay algo que no me cuadra. Él tiene que saber que las mujeres con las que contacta han abandonado a sus bebés, no puede ir una por una a ver si suena la flauta por casualidad.
—Estoy de acuerdo contigo. O tiene acceso a ese tipo de información o tiene suficientes conocimientos de informática como para entrar en bases de datos privadas. —Teniendo en cuenta lo que le había dicho esa noche su detenido, que había sido capaz de percatarse de la existencia de software espía en su equipo y de borrar conversaciones de una web.
»Es inteligente. Conoce la forma de actuar y de recopilar pruebas de la policía. El escenario del crimen siempre está limpio, no deja fibras, huellas, nada. Es demasiado organizado. Sabe de arte, de informática y de anatomía. Seguramente no trabaje en nada de ello, para que no podamos relacionarle.
»Envía a las víctimas su obra de arte, aunque estas ya están muertas. Creo que lo hace como un desafío para la policía, se siente por encima de nosotros, se cree superior y no cree que seamos capaces de apresarlo. Además, tiene la arrogancia suficiente para enviar información a la prensa, pienso que con el mismo objetivo que las fotografías que envía a las víctimas. Se está riendo de nosotros.
»Como dijiste, la clave ha de estar en la primera víctima. Ella fue especial, no creó un desnudo obsceno o erótico como con el resto, su escenario representaba una historia mitológica, la historia de Danae, de una madre que hizo todo lo posible por salvar a su hijo Perseo, todo lo contrario a lo que creía que había hecho su madre por él. Lo que me lleva a pensar que a ella la conocía, quizás sentía algo especial por ella o quizás se había portado bien con él.
—Si fuera así, ¿por qué la mató? —preguntó Cristina con curiosidad, tras el análisis tan detallado del inspector.
—Porque no podía perdonarle que rechazara a su hijo como su madre lo rechazó a él.