17 Miércoles, 15 de marzo

 

 

Cuando llegó a las colmenas, se encontró con que su compañera ya lo estaba esperando apoyada en un coche frente a su portal. Esta vez estaba sola.
—Buenos días. Te veo muy sonriente —le dijo Verónica mientras se acomodaba en el asiento del copiloto.
—Si tú lo dices. —Era verdad que estaba más contento de lo habitual, la cena con Cristina la noche anterior, había sido de lo mejor que le había pasado en los últimos meses.
Verónica se imaginó que esa noche habría triunfado. No era extraño que hubiera pasado la velada con una mujer, era un hombre muy atractivo, y desde que lo había dejado Cruz, se liaba a menudo con tías que conocía en bares, y a las que no volvía a ver. Pero siempre, era lo primero que le contaba en cuanto se veían, y esta vez, no mostraba ninguna intención de cotillear con ella.
En cuanto cogieron la A-2, dirección a Alcalá de Henares, se relajó y cerró los ojos, estaba agotada, el caso la tenía como al resto, desquiciada y muy preocupada, quedaban poco más de tres días para que el asesino volviera a actuar, y seguían sin tener nada.
—Creía que aquí no enterraban a nadie. —Acababan de llegar al cementerio viejo de Alcalá de Henares.
—Así es, excepto a aquellos que tienen panteones o sepulturas familiares en las que todavía caben más cuerpos —le aclaró Daniel.
El inspector ya había visitado antes este camposanto, que guarda lápidas que son verdaderas obras arquitectónicas, colocadas entre bonitos cipreses, que no dejan olvidar el lugar en el que te encuentras. Sabía que en el pasado se había decidido no seguir enterrando en el interior de las murallas que protegían las ciudades, a causa de la insalubridad que esto generaba, provocando que se diera sepultura en las afueras. Por ello, no era habitual ir a sepelios allí, puesto que se utilizaba el cementerio jardín, algo más alejado.
Los inspectores se unieron a la comitiva que llevaba el féretro a un impresionante panteón familiar. Como en otras ocasiones, se quedaron apartados, mientras los asistentes rodeaban el mausoleo.
La gente allí congregada lloraba en silencio, mientras Berta Álvarez era enterrada con sus antepasados, ante las caras compungidas de sus más allegados.
El inspector observaba todo lo que ocurría a su alrededor, pero no había nada ni nadie que le llamara especialmente la atención. No hubo ninguna cara que reconociera de los entierros anteriores.
Cuando el sepulcro fue cerrado y la gente empezó a dispersarse, ellos aún se mantuvieron en su posición, pendientes.
Un rato después, cuando ya no había nada más que ver, se dieron la vuelta y se dirigieron al coche.

 

Estaban sentados en el despacho de Cristina, ella le contaba todo lo que había sucedido el día anterior. Javi no salía de su asombro, no estaba seguro de qué le sorprendía más, la reconciliación con su madre o que el inspector se hubiera presentado en la casa de su amiga. En realidad, si lo pensaba con frialdad, lo segundo no le extrañaba, había comprobado la atracción que sentían el uno por el otro.
—Pues esto habrá que celebrarlo.
Cristina estaba radiante. El haber recuperado a su madre después de tantos años le hacía sentirse en una nube de felicidad, eso sin contar, que la aparición de Daniel en su casa le había agradado más de lo que le gustaría reconocer.
El sonido del móvil les interrumpió. Al ver quien llamaba, le mostró la pantalla a Javi que sonrió con picardía.
—Buenos días, señorita del Saz. —Al ver que no la tuteaba, su sonrisa desapareció, debía de haber pasado algo.
—Inspector Suárez —le respondió más seca de lo que le hubiera gustado, lo que hizo que Javi levantara ambas cejas en gesto interrogante.
—Estoy con el manos libres en el coche, la subinspectora de la Vega está conmigo. —A Daniel el tono de Cristina no le pasó desapercibido, así que se explicó.
—Buenos días —saludó la subinspectora.
—Quería saber si le suenan los nombres de... —El inspector dio paso a su compañera que tenía ambos anotados en una libreta.
—Felipe Jiménez y Carlos Matías. —Cristina los apuntó en un papel que tenía encima de la mesa.
—¿Por? ¿Son sospechosos?
—Solo sabemos que todos chatearon con las víctimas el día de su muerte. —La subinspectora miró a su compañero con cara de circunstancias, no se podía creer que le estuviera dando esa información. Suárez se dio cuenta de su aspaviento, pero no le hizo caso, había estado colaborando con ellos, sin embargo, él no se lo contaba solo por eso.
—Felipe Jiménez no me suena de nada, pero Carlos Matías, sí, aunque ahora mismo no sé de qué. —Se quedaron unos segundos en silencio, Cristina intentando recordar dónde había oído ese nombre antes, y los inspectores, esperando a que hiciera memoria.
—Si lo recuerda, por favor, llámenos.
—Por supuesto, inspector.
Suárez colgó, esperando la amonestación de su compañera, la cual no se hizo de rogar.
—Sabes que no era necesario que le dieras esa información.
—Lo sé, pero está ayudando en el caso, y pienso que se merecía saberlo.
—¿Seguro que es porque colabora en el caso? ¿O porque te la tiras? —Daniel se quedó impresionado por la afirmación de su compañera, no se imaginaba que se notase tanto la atracción que sentía hacia ella.
—Eso no es asunto tuyo.
—¿Así que confirmas que te acuestas con ella?
—Yo no he confirmado nada. Lo único que digo es, que tanto si lo hago como si no, no es asunto tuyo.
Verónica se quedó en silencio, lo que fuera que hubiera entre ellos debía de ir muy en serio, porque él siempre se había confesado con ella. Solo esperaba que si su jefe mantenía una relación con una testigo, la investigación no se viera afectada.

 

Daniel estaba dejando el abrigo en el perchero y Verónica, a su lado, hacía lo mismo. Acababan de llegar del entierro de Berta Álvarez, ambos esperaban que fuera la última víctima y el último entierro al que asistir.
—Jefe, acaba de llegar el informe con las llamadas realizadas por las tres víctimas el día de sus asesinatos.
Al oír esas palabras, Suárez se giró, poniendo toda su atención en Huertas y Candelas. Sabía que el contenido de la comunicación no era posible obtenerlo, pero sí, los datos necesarios para identificar el origen y destino, la hora, la fecha, la duración y el tipo de servicio utilizado, tal y como dictaba una norma de aplicación intracomunitaria. Esta directiva había sido creada poco después de los atentados de Londres, en 2005, y España había sido uno de los países más activos para aprobarla, puesto que el atentando del 11-M estaba muy reciente. Solo la policía judicial y los agentes del Centro Nacional de Inteligencia podían solicitar esta información, y siempre con una orden.
—Contadme. —Llevaban esperando ese informe desde que apareciera la primera víctima. Cada vez era más evidente que el tercer cadáver encontrado, había preocupado a las altas esferas, lo que estaba acelerando los procesos, y los distintos departamentos estaban más dispuestos a cooperar, o por lo menos, les daban prioridad. Hasta la SAC les había enviado un perfil del asesino después de analizar todos los detalles de la investigación, a pesar de que llevaba dándoles largas algún tiempo. Eso sí, ningún dato nuevo que no hubiera sido tenido en cuenta por el exhaustivo informe realizado por Cristina.
—De las dos primeras víctimas no hemos encontrado nada. Victoria Alonso no se puso en contacto con nadie la noche de autos, la última llamada que ha quedado registrada fue a las 16:06 horas, el número correspondía con el de su madre. —Huertas tenía el informe en su mano e iba dando los datos que allí aparecían—. Amaia Pardo hizo un par de llamadas, una a las 21:15 y otra a las 21:28, ambas fueron realizadas a dos de sus amigas.
—Creía que todo el mundo se hablaba por whatsapp.
—Hay mensajes de Amaia Pardo utilizando esa app, pero terminan a las 21:30 horas, todos ellos, en su grupo de amigas —confirmó Candelas.
—Imaginamos que estuvo entretenida chateando con ellas hasta que llegó su cita —continuó Huertas—. De hecho, su madre ha confirmado que había quedado a las 21:30. Después de eso, nada.
—Por favor, decidme que tenéis algo. —Suárez estaba desesperado, pero se relajó al ver la sonrisa que ambos policías mostraron.
—Berta Álvarez envió un whatsapp a un teléfono de prepago a las 22:20 horas. —Huertas fue el que habló.
—El forense en su informe ha dictaminado la hora de la muerte entre las 23:00 y la 1:00 de la mañana. —Daniel se lo había leído un par de veces, aunque era muy parecido al de las otras dos víctimas, exceptuando que esta vez el asesino había dejado muestras de ADN en la escena del crimen—. Lo más probable es que a esas horas estuviera con el asesino, suponiendo que fuera su cita.
—Hemos hablado con su madre que asegura que estuvo esa tarde en su casa, le llevó unos dulces que había comprado en las Clarisas.
—Al grano, Candelas —le pidió el inspector, que en ese momento se encontraba atareado dibujando la línea temporal de la víctima en la pizarra.
—La madre ha confirmado que había quedado con alguien a las 22:00 horas, pero que iba a llegar tarde. Se fue corriendo de allí para ir a su casa a vestirse.
—¿Detalles del teléfono prepago?
—Por supuesto, jefe. Tenemos su número, nombre y dirección. —Daniel abrió los ojos impresionado al escuchar las palabras de Huertas.
—Cuanto mal ha hecho la televisión. En todas las películas se dice que es imposible seguir un móvil prepago, y en realidad, no hay diferencia. —Candelas volvió a irse por las ramas.
—Se llama Felipe Jiménez. Vive en un viejo piso en la zona de Huertas.
—¿Sabéis algo más del señor Jiménez? —Preguntó Daniel, recordando que ese nombre aparecía en el listado —entregado por Santos el día anterior— de usuarios que habían conversado con las víctimas el mismo día de su muerte.
—No, jefe, esos datos nos acaban de llegar ahora.
—De acuerdo. Quedaros aquí buscando información sobre él. Lo traeremos para interrogarle. Tenemos que estar preparados. Puede ser nuestro asesino. —Miró a la subinspectora—. Vamos.

 

El Barrio de Huertas es una de las zonas más antiguas de Madrid, en la actualidad, está prácticamente peatonalizado. Es un barrio conocido por la actividad nocturna, debido a la cantidad de restaurantes y bares de copas. Aunque también se le conoce como Barrio de las Letras, porque cuenta con una gran actividad teatral, pero sobre todo, porque sus calles reciben el nombre de autores del Siglo de Oro, como Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, de los que se dice que vivieron en ellas, excepto Góngora, que vivió en la actual calle León.
Cuando llegaron a la dirección que les habían indicado Candelas y Huertas, se encontraron en una estrecha callejuela cuyas paredes estaban llenas de grafitis. El portal del sospechoso se encontraba abierto, la cerradura estaba rota, por lo que entraron sin necesidad de usar el cochambroso portero automático. El interior no era mucho mejor, olía a orín y había basura esparcida por el suelo. Subieron andando los dos pisos que les separaban de la casa del señor Jiménez, ya que el ascensor no les dio ninguna confianza, tenía pinta de estar averiado.
—Que el asesino viva aquí, no da con el perfil —dijo Verónica.
Cuando llamaron a la puerta, se oyeron algunos ruidos, pero nadie les abrió, así que insistieron.
—Ya va, ya va —gritó una voz desde el interior.
La persona que les abrió la puerta, era un viejo que aparentaba entre sesenta y setenta años, el pelo blanco debía de llevar días o quizás meses sin ser lavado ni peinado, sus ojos estaban inyectados en sangre y apestaba a alcohol y mugre. Vestía con una vieja camiseta interior blanca, llena de pequeños agujeros y grandes manchas, y unos viejos pantalones de chándal, que se encontraban en el mismo estado que la camiseta. Las zapatillas de estar por casa que lucía, permitían a los dedos gordos de ambos pies asomar por sendos orificios.
—¿Señor Jiménez? ¿Felipe Jiménez? —El inspector se había fijado en los buzones del portal, ratificando que la única persona que vivía en ese piso llevaba ese nombre, pero no se esperaba el deshecho humano que tenía delante.
—Sí, ¿qué quieren? —Al hombre le costaba mantener el equilibrio.
—Somos el inspector Suárez y la subinspectora de la Vega. —Ambos le mostraron sus placas—. Queríamos hacerle unas preguntas.
—¿Quieren pasar? —El hombre se apartó para dejarles entrar.
—No, mejor será que venga a comisaría con nosotros.
—¿Estoy detenido? Si no es así, no me moveré de aquí. —Otro que veía series policiacas, pensó el inspector.
—¿Quiere que le detengamos, señor Jiménez? Seguro que si entramos, encontraremos suficiente María como para que pase unos días en el calabozo. —Esto siempre funcionaba.
—Vale, vale, no es para ponerse así, jefe. —Al decir eso, levantó las manos y por poco se cae de espaldas, en el último momento, recuperó el equilibrio agarrándose al marco de la puerta—. Esperen que vaya a por un abrigo.
—¿En serio vamos a meter a ese en el coche? Nos va a apestar durante una semana, como mínimo —dijo Verónica cuando desapareció de su vista, presumiblemente para coger el abrigo que había mencionado.
—No tenemos otra. —Daniel se encogió de hombros, estaba de acuerdo con su compañera.
Unos segundos más tarde, aparecía el señor Jiménez tambaleándose por el pasillo, vistiendo un viejo abrigo negro que le iba algo grande.
—Cuando quiera, jefe.

 

Verónica y Daniel observaban a través del cristal al señor Jiménez. Llevaba cuatro cafés y le habían llevado al baño a vomitar en un par de ocasiones. Ambos estaban convencidos de que ese hombre no era el asesino organizado y pulcro que buscaban.
Habían llegado a él por el móvil prepago, que había recibido un mensaje de la última víctima la misma noche de su muerte. Era evidente que el asesino quería que llegaran a él, pero Daniel se preguntaba por qué. En ese momento, entraron Huertas y Candelas.
—Menuda pieza —dijo Candelas para comenzar con su exposición—. Alcohólico y drogadicto. Ha entrado en la cárcel por delitos menores de drogas y robos. Estuvo casado con una tal Almudena del Olmo, que murió en un accidente de coche hace veinticinco años. Hay varias denuncias de maltrato por parte de diferentes mujeres, incluida la esposa, pero todas ellas fueron retiradas. Tuvo un hijo, que se escapó de casa con dieciséis años, cansado de las palizas que le propinaba su padre.
—De estos casos, por desgracia, existen muchos, ¿por qué este en particular? —La pregunta del inspector fue lanzada al aire, no esperaba contestación, pero la obtuvo.
—Hay más, jefe. —El inspector Huertas sacó una fotografía de la carpeta que llevaba en la mano—. Esta es una foto de su mujer e hijo. —Daniel y Verónica se quedaron sorprendidos al ver la imagen a color. Posaban delante del Museo del Prado, y por la indumentaria que vestían, debía de haber sido tomada en la década de los ochenta. La mujer era muy atractiva, y el hijo aparecía muy sonriente a su lado, ambos agarrados de la mano. Pero lo que había llamado la atención de los inspectores era el gran parecido de la mujer con las víctimas, como ellas, Almudena del Olmo era rubia con ojos azules.
—¡No me jodas! —Daniel estaba francamente sorprendido—. ¿Qué sabemos del hijo?
—Nada.
—¿Nada?
—Ahora tendrá treinta y cinco años. Es lo único que puedo asegurar. Cuando se fue de la casa de su padre, debió de crearse una nueva vida, porque literalmente, desapareció.
—¿Cómo se llamaba?
—Como el padre. Felipe Jiménez.
—Mirar a ver si lográis encontrar algo del hijo. —Los inspectores ya estaban saliendo de la habitación, cuando Daniel se dirigió de nuevo a ellos—. Y otra cosa, llevar la fotografía a Cardenete, a ver si a partir de la instantánea del crío podemos saber cómo es en la actualidad.
—De acuerdo, jefe.
Daniel sabía que si Cardenete no era capaz de obtener su aspecto actual a partir de esa vieja fotografía, nadie podría hacerlo, era el mejor con diferencia.
—Bueno, vamos allá. ¿Preparada?
—Sí, jefe. —Verónica sacó un pequeño tarro de vaselina del bolsillo del pantalón, mostrándoselo al inspector—. Vaselina mentolada.
Como si fueran a estar delante de un cadáver en estado de descomposición, se echó un poco debajo de la nariz. A continuación, le ofreció a Daniel, pero este declinó su oferta, cosa de la que se arrepintió en cuanto cruzaron la puerta de la sala de interrogatorios. El hombre ya no solo apestaba a alcohol y mugre, sino que además, se podía apreciar el olor a vómito, era una mezcla repugnante, y al haber estado más de una hora encerrado en una sala sin ventilación, el hedor resultaba mareante.
—Señor Jiménez, ¿podría hablarme de su mujer? —El inspector daba palos de ciego.
—¿Mi mujer? Yo no tengo mujer. —Miró a los dos policías que se acababan de sentar enfrente de él, sin entender.
—Hablo de —revisó el informe que le había dejado Candelas—, Almudena del Olmo.
—¿Almudena? Pero si murió hace más de veinte años.
—Exacto, ¿qué me puede contar sobre ella? —El viejo seguía sin comprender, pero no tenía nada que ocultar, y lo que había ocurrido en el pasado, ya no tenía importancia. Ella estaba muerta. Así que se encogió de hombros y empezó a hablar.
—¿Qué quieren saber de esa putilla?
—Por ejemplo, cuénteme cómo murió.
—La muy zorra se largó, me dejó por otro. Se llevó todas sus cosas, y el coche, que por cierto no era suyo, sino mío. Y ese mismo día, la muy estúpida chocó contra una farola. —Ambos inspectores pensaron lo mismo, abandonó al hijo.
—¿Vivían en aquella época donde vive usted ahora? —Verónica no sabía dónde quería ir a parar con esa pregunta, pero a Daniel se le había ocurrido algo.
—Sí, claro. Compré la casa hace más de treinta años.
—¿Y su hijo?
—Mi hijo, ese desagradecido. Nunca le faltó comida, ni un lugar donde dormir, le pagué una educación, pero a los dieciséis años, me dejó tirado, como la zorra de su madre. De tal palo tal astilla —dijo negando con la cabeza—. Se fue en cuanto le dije que tenía que ponerse a trabajar para ayudar en casa. Puto vago.
—¿Usted le pegaba? —El hombre pareció ponerse algo nervioso.
—¿Qué insinúan?, ¿me están acusando de algo?
—No, claro que no. Solo queremos saber por qué se fue el chico.
—Ya se lo he dicho, era un desagradecido. ¿Es que no me creen? —Actuaba a la defensiva.
—¿Tiene usted móvil, señor Jiménez?
—¿Móvil? —dijo extrañado. No entendía de qué iba ese interrogatorio.
—Sí, móvil o teléfono.
—Nunca he tenido uno de esos chismes, con quién iba a hablar yo. Y hace años que la compañía telefónica me cortó la línea del fijo.
—De acuerdo, señor Jiménez. Cuando quiera puede irse. —Ambos inspectores se levantaron y le abrieron la puerta de la sala para que se marchara.
—¿Ya está? ¿Para esto me han hecho venir? —El hombre parecía perplejo.
—Ha sido de mucha ayuda, señor Jiménez, muchas gracias por su colaboración. —El hombre salió maldiciendo por lo bajo a los inspectores y al trabajo policial que se realizaba allí. Todavía no mantenía bien el equilibrio, puesto que antes de salir por la puerta del departamento, tropezó en varias ocasiones con diferentes objetos y personas que se encontró a su paso. Todos ellos pusieron la misma cara de asco al pasar a su lado, era obvio que el hedor lo acompañaba.
Daniel recordó una conversación que había mantenido la noche anterior con Cristina.
«Ambos estaban relajados después de cenar, sentados frente a la televisión apagada, tomando un café.
—Cris, cuando he llegado, ¿estabas llorando? —Ella se quedó anonadada por la pregunta, no se la esperaba. Y él tampoco había tenido intención de hacérsela, pero estaba preocupado.
Le miró a los ojos y supo, en ese preciso instante, que podía confiar en él. Así que pasó a detallarle lo que le había sucedido cuando contaba con cinco años y lo que había ocurrido esa misma tarde. Daniel no la interrumpió, sabía que se estaba desahogando, escuchaba con atención todo lo que ella le relataba asintiendo de vez en cuando. No la miraba con lástima, cosa que ella agradeció, su mirada solo mostraba comprensión. Cuando terminó de contárselo todo, se sintió más relajada, como si se hubiera quitado un gran peso de encima, llevaba años sin hablar de ello.
—La he perdonado. Nunca pensé que lo haría, pero todos estos años había estado equivocada. —Tenía anegados los ojos de lágrimas, dispuestas a abrirse camino de un momento a otro por las mejillas—. Ahora me siento como una idiota, por todo el tiempo que hemos perdido, el tiempo que he alargado esta situación de forma tan tonta.
Daniel le había secado con el pulgar las lágrimas que finalmente habían salido desbocadas, y la abrazó, quería consolarla, que supiera que él estaba ahí, pero se preguntaba, si en realidad lo estaba».
Suárez salió de sus ensoñaciones para volver al presente.
—Verónica, comprueba dónde tuvo lugar el accidente de la mujer y dónde se encontraba el colegio del crío. —Verónica intuía lo que quería averiguar.
—Y tú, ¿qué vas a hacer?
—Voy a llevarme esos vasos al laboratorio del doctor Mena, a ver si puede hacer una prueba de ADN. —Encima de la mesa aún se encontraban los cuatro vasos de café, que el interrogado había bebido.
—¿Crees que el asesino es el hijo?
—Eso es lo que quiero averiguar.

 

Cuando Daniel llegó a la sala de autopsias, se encontró al doctor Mena anotando datos que obtenía de lo que veía por el microscopio, a la vez que se comía un sándwich. Siempre le había sorprendido la facilidad que tenían para comer allí los forenses, cuando para el resto, era un sitio, en el que como mínimo, se te revolvía el estómago.
Al oír los pasos del inspector acercándose, el forense levantó la cabeza del artilugio para ver quién era.
—Inspector Suárez, no le esperaba. ¿A qué debo este honor?
—Quiero que haga una prueba de ADN.
—Ya sabe que yo no me encargo de hacer ese tipo de pruebas, no tengo equipo.
—Lo sé. Este ADN ha sido recogido sin consentimiento, por lo que no sirve delante de un Tribunal. Pero quiero saber si tiene alguna relación con el encontrado en el cuerpo de Berta Álvarez. —Ambos sabían que para que una prueba de ADN sirviera como prueba legal, era necesario garantizar la autenticidad e integridad de las muestras, además, debía de cumplirse una cadena de custodia.
El doctor se quedó mirando la bolsa transparente de pruebas, que en ese momento el inspector levantaba, enseñándosela. En su interior, había varios vasos de plástico en los que supuso habría saliva.
—De acuerdo. Tengo un amigo que trabaja en un laboratorio privado haciendo este tipo de análisis. Le puedo pedir un favor, me debe unos cuantos. —Sonrió.
—¿Cuánto tardará?
—Supongo que me lo está pidiendo porque lo necesita para ayer. —El inspector asintió, si seguía el circuito habitual tardaría días, incluso semanas—. Creo que si voy ahora al laboratorio, lo podré tener mañana.
—Muchas gracias, doctor.
—Solo espero que coja a ese cabrón. —El inspector se sorprendió por las palabras del médico, no solía hacer ese tipo de comentarios, y en su trabajo se encontraba con muchos dementes. Pero le entendía perfectamente, él sentía lo mismo.

 

Cristina estaba recogiendo la correspondencia de su buzón cuando cayó en la cuenta, cómo no se había acordado antes, se preguntó. Buscó el teléfono en el bolso para llamar a Daniel, pero al percatarse de que todavía se encontraba en el vestíbulo de su portal, prefirió subir a casa, era mejor que esa llamada la realizara en un lugar privado.
Subió por las escaleras a toda prisa, todavía llevando el móvil en la mano. Ignoró el ascensor sabiendo que tardaría más si lo esperaba. Como si de un acto reflejo se tratara, cuando llegó al descansillo del cuarto, miró a la puerta de su vecino, que como era habitual, parecía haberla oído llegar y la observaba por la mirilla, incluso juraría haber escuchado algún jadeo mientras abría. Era usual y una costumbre bastante molesta, que su vecino siempre estuviera atento a cuando llegaba o a cuando se marchaba, pero siempre había creído que era inofensivo. Vicky también se lo había comentado alguna vez, ella también lo sentía observando tras la mirilla. Pero, si antes, en lo único que pensaba es en que era un cotilla, y que no tenía otra forma más útil para la sociedad en qué gastar su tiempo que espiándolas, ahora empezaba a pensar que quizás fuera algo peor.
Se sentó en el sofá de su casa, respiró profundamente unos segundos para relajarse, y llamó a Daniel.
—¿Daniel? ¿Puedes hablar? —El inspector salía en ese momento del Anatómico Forense y se dirigía dando un paseo a su coche.
—Sí, claro, ¿qué ocurre? —Notó el desasosiego en su voz.
—Ya sé quién es Carlos Matías. —El inspector se quedó parado en medio de la acera, expectante—. Es un vecino de nuestra planta. Cuando lo mencionaste, no caí. Vicky y yo solíamos llamarle el Apestoso, siempre utilizábamos ese mote, pero ahora, al sacar las cartas del buzón, ahí estaba, al lado del mío, ese nombre.
—¿Me estás diciendo que tu vecino hablaba con su vecina de al lado por una página web de contactos?
—Pues eso no te lo sé decir, lo que te digo, es que mi vecino se llama Carlos Matías.
—De acuerdo. ¿Qué sabes de él?
—Poca cosa. Por lo que tengo entendido, se divorció hace unos meses y se vino a vivir aquí. Les compró la casa a los hijos de la señora María, una anciana encantadora que murió el año pasado. —Daniel carraspeó y Cristina volvió a centrarse en su vecino—. No sé mucho más. Se pasa el día viendo la televisión o por lo menos con ella encendida a todo volumen. El hombre es un guarro, apesta y viste como un vagabundo.
—¿Sabes si intentó salir con la señorita Alonso? —Le sonó extraño oír que la llamaba por su apellido, aunque lógico.
—Lo ha intentado con ambas. Y otra cosa, nos tiene fichadas.
—¿Perdona? —Daniel no entendía a qué se refería.
—Siempre que salimos o entramos, se le oye detrás de la puerta, observando por la mirilla. Cree que no nos percatamos, pero es evidente. —Cuando terminó la frase, se dio cuenta de que había hablado como si Vicky aún estuviera viva.
—Gracias Cristina. Nos has sido de gran ayuda.
En cuanto colgaron, el inspector llamó a Huertas.

 

Dos horas después, Carlos Matías se encontraba sentado y esperando a que alguien apareciera en la sala de interrogatorios de la comisaría.
Como Cristina le había informado, se había divorciado unos meses antes, su mujer lo había dejado por no tener trabajo y no dedicarse a hacer nada en la vida más que comer y dormir, según palabras textuales de ella en el juicio. Se había quedado en el paro hacía unos años y no había intentado encontrar otro puesto. Su mujer desesperada y cansada de su estado de abandono, pidió el divorcio. Poco después, había recibido una herencia de una tía segunda que no tenía más familia que a él, por lo que la mitad de su dinero se la había dejado a una ONG y el resto a su sobrino, lo que le permitía vivir sin necesidad de trabajar.
—Algunos tienen suerte —dijo Candelas cuando terminó de exponer la poca información de la que disponían.
Todos se encontraban en la sala contigua, mirando al sospechoso a través del cristal.
—¿Crees que puede ser nuestro asesino? —preguntó Verónica observando a la piltrafa humana que había allí sentada, y que en ese momento se hurgaba la nariz.
—Cosas más raras se han visto, pero no, no lo creo. Este hombre no es ni de lejos la persona organizada que buscamos.
Huertas estaba de acuerdo con su jefe, la casa en la que vivía parecía un estercolero, y él un vagabundo.
—Vamos a hablar con él.
Verónica y Daniel se pusieron en movimiento, mientras Candelas y Huertas se acercaban al cristal para no perder detalle. Esta vez, cuando Verónica le pasó la vaselina mentolada, el inspector también se echó un poco debajo de la nariz. El apodo que le había puesto Cristina le venía que ni pintado, pensó.
—Buenas noches, señor Matías —saludó al entrar el inspector. Ambos se dirigieron a las dos sillas situadas enfrente del sospechoso. El hombre echó un vistazo a la subinspectora de arriba abajo, mostrando una sonrisa lasciva que indicaba que aprobaba lo que veía. Aunque Verónica se percató del análisis que le acababa de hacer, lo ignoró, en su trabajo era una práctica habitual de la mayoría de tíos con los que trataba.
—Buenas noches, inspectores. ¿Me pueden decir qué es lo que hago aquí? —Verónica sacó tres fotografías que colocó encima de la mesa, cada una de ellas correspondía con las víctimas. Estaban sonrientes. Eran las imágenes que aparecían en sus perfiles de conecta.com.
—¿Reconoce a alguna de ellas? —La voz grave del inspector imponía, se dijo Verónica, no le extrañaba que muchos de los interrogados se pusieran nerviosos cuando trataban directamente con su jefe.
—Esta es mi vecina. Bueno, era mi vecina, una chica muy guapa. —El hombre se relamió al recordarla, lo que hizo que la cara de la subinspectora reflejara el asco que sentía—. Las otras dos, no sé quiénes son.
—¿Está seguro?
—¿A dónde quiere llegar, inspector?
—Tenemos pruebas que confirman que se relacionaba con las tres mediante una conocida web de contactos.
—Bueno, ya sabe, en esos sitios se habla, pero nunca sabes muy bien quién hay al otro lado.
—Son las fotografías que aparecen en sus perfiles. —El sospechoso se encogió de hombros—. Por lo que sabemos, usted habló con ellas por la web el día en que fueron asesinadas. —El hombre entrecerró los ojos sopesando al inspector.
—¿Me está diciendo que soy sospechoso de los asesinatos? Inspector, ¿tengo que llamar a un abogado?
—Eso dígamelo usted. ¿Qué relación tenía con ellas?
—Como le decía, solo conozco a mi vecina, Victoria. Al resto no las recuerdo. He de reconocer que entro a muchas tías en esas webs, ya sabe, alguna caerá. —Rio de forma impúdica.
—¿Y lo hacen? —Esta vez hablaba Verónica, que se hubiera sorprendido de que alguna hubiera caído en la trampa.
—A veces. —Le dijo mirando sin ningún pudor los pechos de la pelirroja, que empezaba a excitarlo.
—¿Mantenía algún chat con su vecina? —Continuó el inspector, intentando que el señor Matías dejara de contemplar a su compañera de manera tan obscena.
—Intenté chatear con ella en varias ocasiones, pero nunca me contestó, menuda maleducada. —Se encogió de hombros—. Recuerdo el día que navegando por la web me la encontré. Me decidí a saludarle, ya sabe, como vecinos, pero ella ni se dignó en responder, como si fuera un apestado. —Si él supiera, se dijo Daniel—. Se creía superior.
—¿Y por eso decidió matarla? Porque lo ignoraba y se creía superior a usted.
—Yo no he matado a nadie.
—Me está diciendo entonces, que no está seguro de si habló con las víctimas, porque se dedicaba a enviar mensajes a diestro y siniestro, a todas las chicas con las que se encontraba en esas páginas, para ver si alguna se dignaba a contestarle. —A Daniel le hizo gracia, pero siendo realistas, era lo único a lo que el hombre que tenía delante podía aspirar.
—Eso es lo que le estoy diciendo, inspector.
—¿Me puede decir dónde ha estado las noches de los últimos tres sábados?
—En casa, viendo la televisión.
—¿Hay alguien que pueda atestiguarlo?
—No, estuve solo. —El inspector ya se lo imaginaba.
—De acuerdo, puede irse a casa, pero no salga de la ciudad. —El hombre asintió, parecía asustado.
Los inspectores salieron de la sala y se unieron a Candelas y Huertas al otro lado del espejo.
—¿Qué opináis?
—Lo mismo que usted, jefe, es imposible que ese despojo sea nuestro asesino.
—En efecto, habrá que seguir buscando.

 

Cristina acababa de terminar de cenar, cuando se sumergió de nuevo en la página de conecta.com. Llevaba varios días sin acceder a ella, y se sorprendió de la cantidad de mensajes que la estaban esperando. Les echó un vistazo, pero los ignoró, la mayoría eran demasiado soeces. No entendía cómo Vicky podía haber pensado siquiera que llegaría a conocer a alguien interesante en este tipo de webs. Aunque tenía que reconocer, que sus citas no habían estado tan mal, quizás alguno de ellos fuera un asesino en serie, pero ninguno se mostró grosero, ni maleducado, se rio de su absurda reflexión.
Estaba claro que había que saber elegir entre tanta morralla, eliminar la paja, y quién sabía lo que se podía encontrar. En la actualidad, con jornadas laborales tan largas, con apenas tiempo para uno mismo, resultaba de gran ayuda llegar a casa y conocer gente sin salir de tu zona de confort.
Hizo una búsqueda introduciendo el nombre de Felipe Jiménez, y apareció un listado con bastantes caballeros con ese nombre. Se quedó únicamente con los residentes en Madrid, con lo que el listado se redujo a cinco. Esa cantidad podía manejarla.
Ya había entrado en el perfil de Vicky y no había nadie que se llamara así. Miró en detalle las conversaciones que había mantenido el día de su muerte, pero ahí no aparecía nada que hiciera referencia al individuo que buscaba. Le extrañó, porque la investigación policial confirmaba que el asesino había chateado con las víctimas el mismo día de su muerte. ¿Habría borrado él las conversaciones?, ¿eso se podía hacer?, se preguntó.
Después de leer sobre los usuarios del listado de Felipes Jiménez, comprobó que solo dos de ellos tenían estudios universitarios, y teniendo en cuenta el perfil del asesino que ella misma había creado, se decantó por estos. De ellos, solo uno mostraba interés por la pintura y por las pinacotecas, así que se decidió a enviarle un mensaje. Utilizó el mismo que había utilizado Daniel con ella, o mejor dicho, la subinspectora. «¿Qué tal te va el día?».
Se mantuvo durante unos minutos observando la pantalla, esperando recibir contestación, pero no ocurrió nada. Así que apagó el portátil, pensando en que quizás contestara al día siguiente, o quizás, no contestara, podía no sentirse atraído por ella. Aunque si había dado con su asesino, cosa que dudaba, sus datos revelaban a una rubia de ojos azules a la que le encantaba la pintura, su tipo de mujer.