11 25 años antes
El niño miraba cada pocos segundos el reloj
situado encima de la vieja pizarra verde, esperando con impaciencia
que las clases del día dieran a su fin. Estaba emocionado, solo
podía pensar en lo que le esperaba a la salida. Era jueves, y como
todos los jueves, iría con su madre al museo del Prado, era el
momento que esperaba ansioso durante toda la semana. Cuando, por
fin, el reloj marcó las cinco en punto, todos los niños de la clase
recogieron con avidez el material que tenían encima de sus pupitres
y en las cajoneras, guardándolo en sus pesadas carteras. Uno detrás
de otro, salieron a toda velocidad del aula mientras se despedían
del profesor que los contemplaba con aire ausente.
Cuando Felipe atravesó la puerta principal
del colegio, intentó distinguir a su madre entre toda la marabunta
de niños que salían y madres que los esperaban. La suya, como de
costumbre, estaba situada al otro lado de la calle, apoyada en un
árbol, con su melena rubia recogida en una larga cola de caballo y
con una dulce sonrisa, que le hacía sentirse el niño más feliz del
mundo. Se lanzó a sus brazos, dándole un sonoro beso en la mejilla.
Una vez hecho esto, se percató de que sus compañeros podían estar
cerca observándolo y se apartó dejándose caer al suelo, pero no
antes de que su madre le devolviera el beso.
La mujer agarró a su hijo de la mano y
comenzaron a caminar en dirección al museo, situado a pocas calles
del colegio. Cuando tomaron el paseo del Prado, Felipe no pudo
dejar de imaginar cómo debía de haber sido ese lugar siglos atrás,
cuando servía para recreo y esparcimiento de los madrileños,
abarrotado de carruajes transitando por sus jardines los días
soleados, tal y como le había contado su madre en multitud de
ocasiones.
—¿Qué tal el colegio? —El niño mostró una
gran sonrisa, había sido un buen día, a pesar de haber estado algo
disperso.
—Hoy don Teo me ha sacado a la pizarra, me
ha puesto un ejercicio de matemáticas muy difícil y lo he resuelto.
Me ha dicho —habló con una voz más grave, intentando imitar a su
profesor—: «Felipe, muy buen trabajo, así se hace». —Rio muy
contento por su logro.
—Me alegro mucho. Y en el recreo, ¿qué tal
lo has pasado?, ¿has jugado con muchos niños? —preguntó preocupada.
A su hijo le costaba socializarse con el resto de
estudiantes.
—He estado jugando con Mati al fútbol, el
resto no han querido jugar con nosotros porque dicen que somos unos
empollones y que prefieren jugar con las niñas antes que con
nosotros. —Su tono de voz sonaba algo triste—. Pero nos ha dado
igual, nos hemos puesto a jugar solos y lo hemos pasado muy bien,
ha sido muy divertido, nos hemos reído un montón. Mati no paraba
ningún balón de los que le lanzaba —dijo orgulloso. Continuaban
andando con paso lento, pero sin pausa, cuando llegaron a la
impresionante estatua de Velázquez, donde se encuentra la entrada
principal al museo—. Mamá, ¿vamos a ir a ver Las Meninas? —Su madre
le sonrió, sabía que ese cuadro le llamaba la atención. Suponía que
era por las basquiñas que vestían, esas faldas tan anchas le hacían
gracia. Además, siempre comentaba lo dulce que parecía la infanta
Margarita, aunque también recordaba las pesadillas que había
padecido cuando era más pequeño con Mari Bárbola, la enana
acondroplásica que aparece en el lienzo, y que formaba parte del
séquito de la infanta.
—Si nos da tiempo, nos acercamos, pero hoy
había pensado en ver la zona de Goya. —El niño asintió encantado.
Sus cuadros no le gustaban, sin embargo, sabía que había uno con
una mujer desnuda. Al día siguiente, se lo contaría a Mati con todo
detalle.
Almudena llevaba todas las semanas a su hijo
a ver las exposiciones que se exhibían en el museo del Prado, a él
le encantaba y ella disfrutaba contándole lo que sabía sobre su
gran pasión, la pintura. Había sido profesora de Arte durante
algunos años en la Universidad, pero al casarse, aquello se había
acabado. Su marido prefería que se quedara en casa cuidándolos,
decía que él era capaz de mantener a su familia, que ninguna mujer
suya iba a trabajar, así que tuvo que dejar de dar clase. En aquel
momento estaba muy enamorada y quería que su matrimonio funcionase,
su madre también le había aconsejado que le hiciera caso, era una
mujer chapada a la antigua, que no concebía la palabra divorcio en
su vocabulario. Ahora, se arrepentía. Había intentado volver a la
Facultad de Bellas Artes, a sus espaldas, pero no disponían de
plazas libres, aun así, seguía intentando encontrar un puesto en
alguna escuela o colegio. En cuanto consiguiera trabajo,
abandonaría a su marido, se llevaría a Felipe con ella y crearían
una nueva vida.
—Recuerdas que te he hablado de Goya,
¿verdad? —El niño asintió intentando recordar qué era lo que le
había contado. La madre sonrió al ver la duda reflejada en sus
ojos—. Goya fue un pintor español que vivió hace doscientos años.
Su obra evoluciona con cambios de color.
—¿Evoluciona?
—Sí, cambia a lo largo del tiempo.
—¿Por el color, mamá? —Estaban recorriendo
los pasillos y atravesando las diferentes salas del museo, sin
detenerse en los lienzos que se encontraban en el camino, puesto
que su objetivo eran las salas dedicadas al pintor maño.
—Goya tuvo una grave enfermedad que le dejó
sordo, lo que le llevó a apartarse de la gente, quería estar solo.
—El niño escuchaba concentrado, aunque no comprendía por qué no
quería estar con la gente, a él le gustaría tener muchos amigos—.
Además, en aquel tiempo hubo una guerra.
—¿Una guerra? ¿Los alemanes? —A la madre le
salió una agradable carcajada de la boca. Hacía un par de días
habían pasado en la televisión una película basada en la segunda
guerra mundial, y por lo visto, aún la tenía en la cabeza.
—No, hijo, esta vez los franceses.
Intentaron invadir España.
—¿Invadir, mamá?
—Querían quedarse con nuestras
tierras.
—Aaaahhh, ¿y por eso Goya cambia de
color?
—Bueno, al sentirse triste y solo, empieza a
pintar obras oscuras y tristes.
—Mamá, yo no quiero ver obras tristes.
—Vamos a ver sus primeras pinturas que no
son tan tristes. Sabes, a ti que te gusta tanto Velázquez, deberías
saber que Goya se inspiró en sus cuadros.
—¿Y pintó unas meninas?
—Pintó a mucha gente de la corte. Cuando
vino a vivir a Madrid, empezó a trabajar en una empresa de tapices,
dibujó cartones con escenas de la vida cotidiana, que luego en la
fábrica, convertían en tapices. Mira.
Habían llegado a una sala que contenía unas
pinturas de colores muy vivos. Su madre lo llevó a ver algunos de
esos lienzos, comenzando por El quitasol,
que según le explicó, mostraba a un joven con una sombrilla que le
quitaba el sol a una hermosa mujer. El
cacharrero, en el que un hombre mostraba vajilla a varias
mujeres, y detrás aparecía un coche de caballos con una dama en su
interior. La gallina ciega, donde varios
muchachos y muchachas disfrutaban del popular juego. Felipe, por un
momento, se imaginó dentro del cuadro, participando en la
diversión. Continuaron con La boda, en el
que aparecían unos novios rodeados de gente, el novio mucho mayor
que la joven. Según le contó su madre, representaban un matrimonio
desigual, en el que se habían casado por interés. Aunque no
entendió lo que eso significaba, él asintió como si lo hubiera
comprendido.
—Mamá, ¿estos cuadros son de Goya? Son muy
bonitos, tienen mucho color. No como esos cuadros oscuros que me
enseñaste la otra vez. —Su madre le removió el pelo con cariño, y
continuó mostrándole algunos cartones más del pintor, mientras le
detallaba lo que aparecía en ellos. Felipe no entendía todo lo que
le decía su madre, aun así, no dejaba de prestar atención a sus
palabras.
En El pelele, pudo
ver cómo cuatro jóvenes vestidas de majas manteaban a un muñeco o a
un joven, no estaba seguro. A él le recordaba a un payaso como los
que había visto en el circo las anteriores navidades, cuando su
madre lo llevó a escondidas de su padre. La siguiente obra que se
quedaron contemplando fue El baile a orillas
del Manzanares, donde dos majos y dos majas bailaban rodeados
de varios músicos, un militar y otra maja. La
vendimia, donde un caballero le ofrecía uvas a una dama,
mientras un niño intentaba también hacerse con el racimo, y entre
ellos, una vendimiadora con un gran cesto lleno de uvas en la
cabeza, de fondo, algunos vendimiadores recogiendo la cosecha. Y
por último, su madre lo llevó a ver La
cometa, donde varios jóvenes observaban el vuelo de una
cometa, juego muy popular de la época, tal y como le aclaró su
madre.
—Cariño, ¿te gustan?
—Sí, mamá.
Su madre le explicó la evolución del color
en esos lienzos, cómo al principio utilizaba una gama reducida de
colores donde marcaba mucho las siluetas, diferenciándose de los
últimos cartones, donde el colorido era más abundante, la luz y el
paisaje cobraban mayor importancia, agudizando el sentido narrativo
y realista.
El niño no acababa de comprender lo que su
madre le contaba, pero le encantaba escucharla, reteniendo todo en
su cabeza. Quizás, en ese momento no lo entendiera, pero dentro de
unos años, en un futuro, le agradecería toda esa información que
había quedado registrada en su memoria como los mejores momentos de
su breve infancia.
—Venga cariño, vámonos. Otro día vemos más
pinturas de Goya.
—Mami, anda, vamos a ver Las Meninas. —Su madre miró el reloj, se empezaba a
hacer tarde, pero si se daban prisa, aún llegarían a tiempo.
Ambos anduvieron a paso rápido por los
pasillos del Prado, dados de la mano, de forma que Felipe no se
despistara en ningún momento, cosa que hacía de forma habitual,
hasta que llegaron a la sala donde se encontraba el impresionante
cuadro de Velázquez.
—La infanta Margarita en este cuadro tenía
unos cinco años de edad. Fue uno de los personajes más retratados
de la familia real, ¿sabes por qué? —El niño negó con la cabeza—.
Siendo todavía muy joven, la prometieron en matrimonio con su tío
materno, así que los retratos del pintor servían para que el
prometido, Leopoldo I, conociera el aspecto de su futura esposa.
—Felipe contempló a la joven infanta, apenado por su futuro
pactado—. Anda, vámonos, que se nos está haciendo tarde.
—Mamá, quiero ir al baño.
—Claro, cariño, vamos.
Después de salir del museo, se dirigieron al
autobús para llegar cuanto antes a casa. La mayoría de las veces,
volvían andando, pero esta vez el tiempo se les había echado
encima. Almudena no dejaba de mirar el reloj, preocupada por la
hora. En la parada, estuvieron esperando bastante tiempo la llegada
del bus, la gente se empezaba a amontonar a su alrededor, mientras
el niño corría haciendo círculos en torno a su madre, ajeno a la
angustia que sentía ella.
Cuando llegaron a casa, al introducir la
llave en la cerradura, alguien al otro lado les abrió la puerta.
Debía de llevar algún tiempo esperándolos, se dijo Almudena. Su
marido había estado bebiendo y la miraba con los ojos inyectados en
sangre, sus ropas estaban arrugadas, la camisa por fuera del
pantalón, y una peste a vino que se podía oler a una distancia
considerable.
—Hombre, la señora llega por fin. —La cogió
por el codo y la arrastró al salón. Felipe iba detrás de ellos, con
la cabeza gacha, temblando de miedo.
—Felipe, sube a tu habitación. —Le dijo su
madre en un susurro con voz temblorosa. El niño se la quedó
mirando, sabía lo que vendría a continuación—. Por favor, Felipe,
haz caso a tu madre. Sabes que te quiero con locura, ¿verdad? —El
niño asintió, sin apartar la mirada de sus ojos.
—Eso, vete a tu habitación. Luego hablaré
contigo. —Le dijo su padre con un potente tono de voz que lo dejó
petrificado durante unos segundos, cuando pudo reaccionar, se fue
corriendo a su dormitorio, donde se arrastró debajo de la cama,
cerró los ojos muy fuerte y se tapó los oídos con ambas manos,
sabiendo lo que se avecinaba—. Y tú, zorra, ¿me vas a decir dónde
has estado? —Ella lo observaba sin abrir la boca, sabía que daba
igual lo que dijera, aun así, intentaba demostrar el poco orgullo
que le quedaba con ese pequeño acto de rebeldía. El hombre le
propinó un guantazo que hizo que perdiera el equilibrio y cayera al
suelo. Se tocó el labio y notó la sangre caliente en sus dedos—. He
llegado a casa y la cena no estaba preparada, porque tú estabas a
saber dónde y con quién. —Mientras hablaba se aproximaba a ella
quitándose el cinturón de los pantalones—. Es que pido tanto, solo
quiero mi cena cuando llego cansado de estar todo el día
trabajando, para poder compraros todas esas cosas bonitas que
queréis. —El hombre levantó el brazo para darle el primer golpe con
el cinturón, ella intentó protegerse con la mano, pero no fue
suficiente. Cuando se preparaba para un segundo latigazo, ella
levantó la pierna en un intento de darle una patada, lo que le hizo
dar un salto hacia atrás, trastabillando, sin llegar a caer—. Así
que encima me vienes con estas. Te vas a enterar, zorra estúpida.
—Continuó golpeándola con el cinturón, un golpe tras otro, hasta
que la mujer dejó de gritar, ya no sentía nada. Apenas podía abrir
uno de sus ojos de lo ensangrentado e hinchado que lo notaba,
estaba segura de que esta vez le había roto alguna costilla, le
costaba respirar.
Felipe se dio cuenta de que todo había
terminado, la casa se había quedado en silencio. Esperó un rato más
para asegurarse, y salió de su escondite. Despacio, sin hacer
ruido, se acercó al salón, donde se encontró a su padre tirado en
el sofá, roncando. Su madre se encontraba en un rincón, encogida,
tiritando, llena de sangre. Cuando la vio, se acercó corriendo a
ella, iba a abrazarla, pero se detuvo, tenía miedo de hacerle
daño.
—Mamá, mamá. —Se tiró a su lado y se puso a
llorar.
—Cariño, tráele a mamá el teléfono —dijo en
un murmullo. El niño obedientemente hizo lo que su madre le decía.
Ella, con dedos temblorosos, marcó el número de urgencias y le
pidió a su hijo que les diera la dirección de casa.