CAPÍTULO 1
6 de enero de 2013
Correr, correr y correr. Lorena solo podía pensar en huir. Notaba por todo su cuerpo el frío y la lluvia de la calle. Con unas simples mallas, un jersey gris de punto y unos botines negros, corría por la calle, mientras de sus claros ojos no paraban de caer lágrimas. No pensaba en nada más, salvo en desaparecer. La ciudad se encontraba desierta, ¡normal!,pues todos estarían reunidos con sus familias, viendo las caras de felicidad de las personas queridas al desenvolver los regalos, mientras que ella sufría por sus familiares. Por no poder dar tanto como otras personas. Pero la vida era así. A algunos, la fortuna y la suerte les sonreía, y otros tenían que luchar por el pan de cada día. No podía parar de llorar ni de correr. La larga melena rubia estaba empapada, al igual que el resto de su menudo cuerpo. No dejaba de escuchar su nombre saliendo de la boca de su padre, llamándola, suplicando que se detuviera, pero no lo iba a hacer, no quería ver a nadie durante un tiempo. Quería soledad.
—¡Lorena! ¡Lorena! ¡Para, por favor! —gritaba su padre.
No pensaba hacerlo. Por suerte, tras diez minutos corriendo, logró despistarle. Agotada y terriblemente estresada y preocupada por la mala situación que atravesaba su familia con la crisis que había en el país, decidió sentarse bajo un árbol situado a unos pocos metros de la fuente principal de la ciudad. Una enorme fuente, de cuyo centro sobresalía una columna de base ancha y alta, coronada por una gran estatua. Le encantaba esa fuente; era una preciosidad. Apoyó la espalda en el tronco y lentamente se deslizó hasta quedar sentada sobre la húmeda hierba. Cansada de todos los whatsapps y llamadas que recibía, apagó el móvil. No sabía qué hacer ni adónde ir para que no la encontraran. Y necesitaba moverse si no quería coger una pulmonía. Se levantó más tranquila mientras se secaba las lágrimas con la manga del jersey. Caminaba sin rumbo, con la mirada fija en el suelo, sumida en sus pensamientos, cuando de repente notó que alguien chocaba con ella, y la hacía caer de culo.
—¡Auuh! —se quejó masajeándose la zona del coxis—. ¡Gilipollas! Podrías ver por dónde andas, ¿no? Levanta un poquito más el paraguas para ver la calle y no tropezar con otras personas.
—¿Perdona? Eras tú la que ibas mirando al suelo y pensando en las musarañas.
Rápidamente, Lorena se levantó y observó mejor al desconocido que había chocado con ella. Mediría algo más de uno ochenta, y era delgado pero fuerte. Tenía unos ojos verdes impresionantes y el pelo moreno a la altura de las orejas. «Joder, no está nada mal…, pero ¿¡en qué estoy pensando?!», se recriminó Lorena. Enfadada, se dirigió al culpable de su dolor de culo.
—Gracias por ayudarme a levantarme; muy amable por tu parte.
Lorena se sacudió el trasero para quitarse la suciedad de las mallas y retiró los mechones húmedos que se le pegaban a la cara.
—No suelo ayudar a rubias que van caladas hasta los huesos y son antipáticas como tú.
—¿Yo? ¿Antipática? —dijo vacilante—. ¡No me conoces para juzgarme! —añadió furiosa.
—Lo poco que veo de ti me da una idea de qué clase de chica eres.
—¿Ah, sí? Y dime, ¿qué clase de chica soy? —preguntó con los brazos en jarras y dando un paso hacia él.
—De esas que no miran más allá de su propia nariz, pija, con un montón de amigos que,en realidad no lo son, ya que huyen cuando te encuentras en un mal momento. De esas chicas a quienes les faltan dedos para contar los tíos con los que se han acostado y cuya meta es convertirse en un ángel de Victoria Secret’s, porque es incapaz de esforzarse para sacarse un maldito grado medio y ponerse a trabajar.
Roja por la furia, Lorena apretó los puños para intentar contenerse, pero finalmente le atizó al chico tal puñetazo que hizo que acabara sumergido en la fuente. Tras darse cuenta de lo que había hecho, Lorena se llevó las manos a la boca totalmente arrepentida. Clavó su azulada mirada en el paraguas roto que flotaba cerca de la columna de la fuente y, sin poder evitarlo, una pequeña sonrisa apareció en su rostro cuando el desconocido emergió y le clavó una furiosa mirada. Su pelo moreno estaba empapado, al igual que su ropa, lo cual hacía destacar su espectacular cuerpo. Rápidamente, el chico se levantó y salió de la fuente, pero se quedó a varios metros de ella.
—¡¿Se puede saber por qué me has pegado?! ¡¿A qué coño ha venido eso?!
Lorena bajó la cabeza avergonzada y para que no descubriera la leve sonrisa..Nada más atizarle el puñetazo, el complejo de culpa la había invadido, pero, al verle calado y con esa expresión enfadada, la situación le resultaba de lo más cómica. Sabía que tenía un mal día, pero se había pasado con el chico, a pesar de que él también se había comportado como un idiota.
—Lo siento, perdóname. He actuado sin pensar y te pido disculpas.
Dejando al desconocido descolocado, dio media vuelta dispuesta a irse de allí cuanto antes. Decidió volver a casa de sus abuelos paternos, donde se encontraban todos, y pedir disculpas por su arrebato, pero alguien la agarró de la muñeca, impidiendo que siguiera su camino. Al darse la vuelta, sus ojos se clavaron en el rostro del chico del puñetazo.
—No me des un puñetazo, me tires a una fuente, te arrepientas, pidas disculpas y creas que me das pena, porque no te vas a ir de rositas —dijo apretándole la muñeca.
Cansada del mal día que llevaba, dejó que la furia la dominara para enfrentarse a él. No estaba de humor para soportar estupideces de un tío, y ese que tenía delante pagaría su enfado. Él se lo había buscado, y así Lorena podría desahogarse.
—No pretendo dar pena a nadie; lo único que quiero es desparecer, y para eso necesito que me sueltes, así que ya estás aflojando y soltándome, si no quieres acabar con el otro lado de la cara hinchado, ¿entendido?
—Mira, guapita de cara, por lo que veo tienes un mal día y…
—Anda, no me digas. ¿Lo has averiguado tu solito? ¡Guau! Tengo delante de mí al futuro Einstein —interrumpió mofándose de él.
El chico, notando que su enfado aumentaba por momentos, soltó todo el aire que tenía retenido en los pulmones y siguió hablando:
—Si estás teniendo un día de mierda, no lo pagues con los demás. Todo el mundo tiene problemas y, en vez de huir, se enfrenta a ellos.
—Eso es muy fácil decirlo. No tienes ni idea de los problemas a los que me enfrentó día sí, día también. Como te he dicho antes, no me conoces ni sabes la clase de vida que llevo —alegó zafándose de él.
Ambos se miraron un rato en silencio. Lorena se quedó reflexionando unos segundos, vio que se había comportado como una niña de seis años y no de veinte, y conciliadora añadió:
—Mira, te pido disculpas tanto por el puñetazo como por el bañito que te has dado, pero en un día como hoy, cuando supuestamente debería estar reunida con toda la familia, feliz y contenta por la llegada de los Reyes, estoy aquí llorando, empapada y muerta de frío. No es un buen día, Einstein.
—Ya veo. Pero al menos tienes a gente que probablemente esté preocupada por ti y buscándote por toda la ciudad. Yo hace años que no sé qué se siente cuando alguien te quiere o se preocupa por ti.
—¿Qué tratas de decirme? —preguntó curiosa mientras observaba la tristeza de esos ojos fijos en ella.
Calado hasta los huesos, el chico comenzó a notar que las manos y los dedos perdían la sensibilidad y la movilidad a causa del frío. Era hora de irse a casa, pero al ver a esa chica triste e igual de empapada que él, aunque ella por la lluvia, propuso:
—Oye, estoy helado y calado. Si quieres puedes venir a mi casa. Podría ofrecerte ropa seca y una bebida caliente. Y, si quieres, nos contamos nuestras penas. —Sonrió haciendo que dos hoyuelos se le marcaran en las mejillas.
—Espera, espera —alegó Lorena poniendo las palmas de las manos en alto a la altura del pecho—. ¿Me estás diciendo que vas a invitar a tu casa a una desconocida, por la cual estás calado hasta los huesos, que te ha dado un puñetazo y que, por si fuera poco, te ha roto el paraguas? —preguntó sorprendida sonriendo.
Él, soltando una pequeña carcajada, se frotó las manos y asintió.
—Sí. A pesar de correr el riesgo de que pienses que soy un acosador y decidas hacer tortilla con mis huevos antes de salir corriendo a llamar a la policía. —Ante esa ocurrencia, a Lorena se le escapó una pequeña risa que hizo que el chico se quedara maravillado con su sonido—. ¡Vaya!, pero si la rubia también ríe —exclamó guiñándole un ojo, y añadió tendiéndole la mano—: Por cierto, me llamo Joel.
—Lorena —replicó ella aceptando el apretón de manos.
—Entonces, ¿me acompañas? —preguntó él alzando las cejas.
Ella se quedó un buen rato pensando la respuesta. No sabía qué hacer. Apenas habían pasado unos minutos desde su tropiezo con él y no habían empezado con muy buen pie. Parecía un chico amable, pero las apariencias, a veces, engañan.
—Oye, ¿podrías tomar una decisión antes de convertirnos en las futuras estatuas de la plaza? —dijo Joel haciéndola reír de nuevo ante la mueca graciosa de su cara.
—Está bien, iré. La verdad, es que es un buen sitio para que, de momento, no me encuentren.
—Perfecto. Eso sí, la estancia en mi casa durante unas horas tiene un precio —advirtió sonriendo con picardía.
Lorena dio un paso hacia atrás mirándole entre curiosa y asustada. Esperaba no arrepentirse más tarde de haber ido a su piso, aunque todavía podía rechazar la invitación.
—¿Qué precio?
—Tienes que contarme qué te ha pasado para huir en un día como hoy. Algo gordo ha debido de ser para no estar con tu familia y encontrarte con este aspecto.
—Vale, pero yo también quiero que me expliques qué es eso de que no tienes a gente que te quiera, porque no me lo creo. Siempre hay alguien.
—¡Hecho!
Más calmados ambos, emprendieron la marcha hasta llegar a su destino. A pesar de la inseguridad que sentía Lorena, la idea no le parecía tan mala, y siempre podía recurrir a su propuesta de hacer tortilla con los huevos de su anfitrión.
* * *
Mientras tanto, en casa de la familia Montenegro, abuelos paternos de Lorena, todos aguardaban sentados y preocupados por el regreso de esta. Comprendían su reacción. Tanto ella como sus padres y su hermano no estaban pasando por un buen momento, y, por culpa de la bocazas de su prima, se había desmoronado y huido. Tenía el teléfono apagado. Era inútil llamarla para intentar localizarla. Su padre, Sebastián, tras echarle una furiosa mirada a su sobrina, salió corriendo tras su hija. Todos, al oír el ruido de la cerradura, rápidamente volvieron la vista hacia la puerta, confiando en que la trajera de vuelta. Pero solo apareció Sebastián, calado y negando con la cabeza. En los ojos se reflejaba tristeza y frialdad.
—¿No la has encontrado? —preguntó Rosa, la madre de Lorena, con el rostro lleno de lágrimas.
—No. Fui corriendo tras ella, pero después de un rato le perdí la pista.
—Esa no tiene adónde ir. Ya aparecerá. Como le gusta ser siempre el centro de atención, monta cada numerito… —dijo Alicia, prima de Lorena y causante de toda la situación, mascando con la boca abierta un chicle de menta y emitiendo un sonido desagradable.
Alicia era una adolescente de dieciséis años, de pelo castaño y ojos oscuros, acostumbrada a conseguir todo lo que quería, siempre a la defensiva y que solía salirse con la suya. Además, era caprichosa, cruel y consentida, y sus padres eran incapaces de decirle no a nada.
—Tú mejor estate calladita, cariño, que ya has hablado bastante —la regañó su madre.
—¡Sí, venga ya!, culpable yo de todo, ¿no? Como siempre —protestó sin apartar la mirada de su iPhone 5 y poniendo mala cara.
—Pues ya me dirás quién ha sido —le soltó su hermano Álvaro mientras se revolvía inquieto su cabello negro como la noche. Un chico inteligente de veintidós años, que no caía nunca en el juego de su hermana.
—¡Yo solo he dicho la verdad! —se defendió Alicia.
—Lo que has dicho es una gran gilipollez —atacó Álvaro, cansado de las tonterías de su hermana. Sabía que era una bocazas, pero aquello había sobrepasado el límite.
Alicia, consciente de que llevaban razón, pero sin querer reconocerlo, salió del salón y se dirigió al baño llorando y gritando, para finalmente dar un portazo y encerrarse.
Samanta, la madre de Alicia y Álvaro, fue tras ella, harta de las bobadas de su hija.
—Alicia Montenegro Ruiz, ¡sal ahora mismo!
—¡No, dejadme en paz! Siempre estáis contra mí —gritó enfurecida y llorando con fuerza.
—Hija —suspiró Samanta—, eso no es verdad, pero tienes que darte cuenta del error que has cometido, reconocerlo y, por supuesto, disculparte.
Sin obtener respuesta, Samanta, miró a su marido, quien decidido se acercó a la puerta para hablar con su hija.
—Cielo, sal. Te prometo que, si lo haces, te compraré el portátil que quieres para ti sola —alegó Miguel, para quien su hija Alicia, era su niña, su ojito derecho.
Miguel era neurocirujano. Un hombre de apariencia seria, cincuentón, que nunca levantaba la voz. Alto, moreno y con los ojos verdes como Sebastián, su hermano pequeño, siempre se vestía con traje. La vida le había sonreído al ser contratado en el mejor hospital privado de la ciudad. Su mujer, Samanta, también morena pero con los ojos negros, estatura media y complexión delgada, al igual que Alicia, era una abogada de prestigio. Siempre velaba por la justicia y era la más dura con su hija…, aunque no lo suficiente. Álvaro era estudiante de Veterinaria y Alicia, una alumna del mejor instituto privado de la ciudad, pero incapaz de aprobar ni siquiera Educación Física. Sebastián no había corrido la misma suerte que su hermano. Se dedicaba a la fontanería, era autónomo y su sueldo, junto con alguna ayuda económica de los salarios de Lorena, era lo que permitía que hubiera siempre un plato en la mesa. Gracias a Lorena, podían vivir el día a día. A pesar de la oposición que mostró Sebastián, Lorena consiguió dos trabajos. Uno de niñera los martes y viernes toda la tarde, y otro de camarera en un pub algunos fines de semana, además de compaginar todo esto con su carrera de Dietética y nutrición, que estudiaba gracias a una beca. Rosa, la esposa de Sebastián, había terminado la carrera de Administración y dirección de empresa, pero desde hacía ocho años se encontraba en paro y no le había surgido ninguna oportunidad de trabajo, ni siquiera temporal. Por último, estaba Javier, el hermano pequeño de Lorena. Tenía ocho años y era muy aplicado en los estudios.
—¡Que me dejéis en paz! —seguía gritando Alicia.
—¡Déjala, ya saldrá! —intervino Félix, más conocido como el abuelo Montenegro.
—Félix, tú siempre igual —apostilló de mala manera Nati, la abuela de Lorena.
—Siempre igual no. ¿Es que no os dais cuenta de que siempre tiene esa actitud y le conce-déis todos los caprichos? Así nunca cambiará.
—Yo sí me doy cuenta, abuelo, pero, aquí —señaló Álvaro a su progenitor—, mi querido padre parece ser que no.
Miguel se giró hacia ellos intentando disculpar a su hija.
—Es pequeña y aún no diferencia lo que está bien de lo que está mal —se defendió Miguel en tono suave. Para él, Alicia nunca crecería.
—No, papá, con dieciséis años ya no es pequeña y debería saber cuándo cerrar la boca.
—Álvaro, basta ya, por favor —pidió su madre.
—¿Podéis dejar de discutir entre vosotros? —terció alzando la voz Rosa, que no paraba de llorar mientras su marido intentaba calmarla—. Mi hija está ahí fuera, sola y sin nada de abrigo, y en vez de proponer soluciones estáis hablando de algo que podéis resolver más tarde entre vosotros. ¿Podemos preocuparnos de Lorena en lugar de discutir la mala actitud de Alicia?
Todos callaron y comenzaron a pensar dónde podría encontrarse Lorena. Pero era lista y esos lugares en que todos pensaban serían los últimos sitios a los que ella iría.
—¿Y si llamamos a la policía para que la busquen? —propuso Álvaro.
—La policía no hará nada. Si pasadas veinticuatro horas siguiera sin aparecer, se iniciaría una búsqueda —contestó Samanta.
—Vosotras quedaos aquí. Sebastián, Álvaro y yo iremos a buscarla. Esta ciudad es muy pequeña y, si vamos por separado, entre los tres la encontraremos —aseguró tranquilizador Miguel.
Y, tras coger abrigos y paraguas, iniciaron la búsqueda de Lorena.
—Lorena, ¿dónde estás? Por Dios, que no te haya pasado nada… —pidió llorando Rosa.
—Tranquila, mamá —dijo Javier abrazándola—. La tata nos quiere y volverá.
—Eso espero, cariño —replicó acariciándole la mejilla a su hijo—, eso espero.