PRÓLOGO

26 de septiembre de 2007

Las luces de las sirenas de los coches de policía junto a las de ambulancias y bomberos eran lo único que iluminaba la oscura carretera. Un chico de dieciséis años había robado un vehículo para ir a una fiesta que se organizaba en un descampado a las afueras de la ciudad, donde solo a alcohol y drogas se olía, además de a sudor y sexo.

Un camión con la parte trasera aplastada y un coche doblado por la mitad con charcos de sangre a su alrededor eran el centro de atención de todas las personas que se encontraban allí. El tráfico había sido cortado, pero los conductores más curiosos se detenían y hasta bajaban para ver lo que había sucedido; ante la imagen que se mostraba, muchos continuaron su camino.

Pero en la carretera había un tercer vehículo que había colisionado con un pequeño muro al esquivar al camión, lo que le había producido una pequeña abolladura en la parte izquierda. En su interior, el chico de dieciséis años permanecía parado con la mirada al frente y la respiración cada vez más agitada. Apretaba con las manos el volante haciendo palidecer los nudillos mientras le brotaba sangre de una pequeña brecha cerca del nacimiento del pelo. El chico solo se movió cuando oyó que alguien golpeaba el cristal.

—Chico, ¿estás bien? Tienes que salir del coche e ir al Samur para que te vean esa herida. Deberías estar agradecido de seguir con vida. Tres personas no pueden decir lo mismo.

Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas, y muy despacio salió del coche sin volver la vista atrás, hasta que oyó la voz del conductor del camión:

—¡Chaval, espero que estés contento de lo que has hecho y que la vida de esas tres personas caiga sobre tu conciencia, porque eres el único culpable de toda esta mierda! ¡Nos veremos en el juicio, hijo de puta!

El chico fue caminando despacio hacia la ambulancia, donde le cosieron la brecha y en la que lo llevaron al hospital para hacerle las pruebas de rigor. Ese día cambió todo para él, pues una palabra siempre lo acompañaría: culpable.