CAPÍTULO 43
—Conoce a tu enemigo —citó Paula—. De eso se trata, Jack, y por eso te he pedido que vengas.
Jack Figg, director gerente de «Figg International», asintió. —Entiendo la situación.
—Que es crítica. De otro modo no te habría pedido que vinieras a la tienda a las once y media de la noche.
—Eso no supone problema alguno. Vendría a cualquier hora que me lo pidieras, Paula.
Jack Figg, que dirigía la agencia privada de investigaciones y seguridad más grande del país, se echó atrás para mirarla. Sacó un block de notas del bolsillo de su chaqueta deportiva.
—Bueno, Paula, adelante. Dispara. Dame todos los datos que puedas.
—Ahí radica el problema, que no dispongo de muchos datos. Sin embargo, entiendo que Jonathan Ainsley ha vivido en Hong-Kong durante unos doce años. Desde que se fue de Inglaterra. Es propietario de una compañía: «Janus and Janus Holdings». Tal vez se halla relacionada con bienes raíces, porque ése ha sido siempre el fuerte de Jonathan. Está casado, pero no sé con quién. Charles Rossiter me dijo que, en la actualidad, se alojan en el «Claridge». ¡Ah! Y mencionó que la esposa está embarazada. —Paula se encogió de hombros—. Eso es todo lo que puedo decirte.
—No hay duda de que Hong-Kong es nuestro punto de partida. Aunque también haré que lo vigilen aquí, para saber en qué anda metido.
—Me parece una buena idea, pero recuerda que, como acabo de decirte, la situación es crítica.
—Comprendo. Y no dudo de que necesitas la información para ayer.
—No, si quieres que te diga la verdad, para hace cinco años —contestó Paula en voz baja.
Jack Figg le dirigió una mirada comprensiva.
—Bueno, pero, exactamente, ¿de cuánto tiempo dispongo?
—Cinco días..., como máximo. Me gustaría ver tu informe sobre mi escritorio el lunes.
—¡Dios santo, Paula! ¡Me estás pidiendo un milagro! ¡Es imposible llevar a cabo una investigación en tan poco tiempo!
—Jack, tienes que hacerlo, porque, si no, la información que obtengas será inútil. Llegará tarde. —Se inclinó sobre el escritorio con el rostro tenso y lo miró con sus intensos ojos azules—. No me importa la cantidad de gente que pongas en ello. Que sean cien si es necesario...
—De hacer eso, te costaría mucho dinero —advirtió Jack.
—¿Alguna vez me he mostrado cicatera contigo, Jack?
—No, por supuesto que no... no es tu estilo. Pero cavar hondo, hacer un perfil completo en un asunto de esta naturaleza, puede resultar sumamente costoso. En especial cuando el elemento tiempo anda de por medio. Para reunir la información que necesitas tengo que dar la vuelta a Ainsley como si fuera un guante. No me quedará más remedio que emplear a mucho personal en ello. También será necesario que traslade a Hong-Kong una serie de agentes con base en otros países del Lejano Oriente. Sólo eso elevará los costes de un modo espantoso. Después habrá que contar con dinero para sobornos y...
Paula lo interrumpió.
—No hace falta que me des detalles, Jack. Sólo, hazlo. Por favor. Consigue toda la información que puedas acerca de Jonathan Ainsley. Necesito armas con las que defenderme de él. En alguna parte tiene que haber algún trapo sucio suyo.
—O quizá no, Paula. Puede estar impoluto como la nieve recién caída.
Ella se quedó callada, a sabiendas de que eso era cierto.
—Pero por tu bien espero que no ocurra así —agregó Jack—. Mira, haré todo lo humanamente posible por tener el informe listo el lunes. Sin embargo, tal vez no lo termine hasta el martes.
—Haz todo lo posible, Jack.
—Me pondré en marcha ahora mismo —dijo él, impaciente por empezar a hacer llamadas telefónicas y poner el télex a funcionar. Se levantó del sillón—. En Oriente han empezado a trabajar ya.
Paula acompañó a Jack Figg hasta el ascensor y le agradeció las prisas de nuevo. Después regresó presurosa a su despacho donde Emily y Michael revisaban los archivos de los accionistas.
—¿Habéis tenido suerte? —preguntó desde la puerta.
—Todavía no —contestó Emily—. Pero no tengas miedo, no tardaremos en dar con algún nombre. ¿Cómo te ha ido con Jack Figg? ¿Ha aceptado el trabajo?
—Sí. Y confío mucho en él. Si hay algo que encontrar, Jack lo hallará.
—¡Estoy convencida de que ha de haber algún sleaze en la vida de Jonathan Ainsley! —exclamó Emily—. Siempre fue un tipo raro, y mientras vivió aquí, sus amigos no eran trigo limpio. Como ese espantoso Sebastian Cross.
Paula se estremeció.
—Si no te importa, preferiría no hablar de él.
—¿Y por qué te molesta que mencione a ese tipo? Está muerto. De todos modos, no te quedes ahí, parada como una tonta. Ven a ayudarnos.
—Por supuesto —dijo Paula.
Emily le entregó un grupo de hojas de registro de la computadora.
—Empieza por éstos; pero, antes, deja que te dé una taza de café y uno de los sándwiches que he traído. Esta noche no has cenado nada, Paula.
—No tengo hambre, bonita. Pero aceptaré una taza de café. Gracias, Gordita,
Paula concentró su atención en la primera página, y recorrió con mirada rápida la lista de nombres. «Harte's» tenía centenares de pequeños accionistas que sólo poseían unas cuantas acciones sueltas de la compañía; así como otros que, a lo largo de los años, habían adquirido paquetes más importantes. Tal como Michael había vaticinado, era una tarea interminable. Podían tardar mucho más que una noche, tal vez varios días, en encontrar a la gente que necesitaban. Jonathan había alardeado de que iba a comprar el cinco por ciento que le faltaba. Pero tal vez no hubiese sido un alarde. Paula no dudaba de que ésas eran las intenciones de su primo.
—¡Apuesto a que Jonathan ha puesto a sus corredores de Bolsa v a toda clase de testaferros a dar vueltas por ahí, tratando de comprar acciones de «Harte's»! —exclamó, mirando a Michael. Él le devolvió la mirada.
—No me cabe la menor duda, Paula. Pero tú tienes una ventaja. Posees la información exacta..., estos registros.
—Sí —dijo ella sin entusiasmo, y volvió su atención al trabajo.
Emily sirvió café para los tres, y se sentó junto a Paula.
—Arriba ese corazón, cariño. Pronto tendremos resultados. Como decía Gran, la tarea es más liviana entre varios. ¡Pero cómo me gustaría que Winston y Shane estuvieran aquí, ayudándonos!
—A mí también, Emily. ¡Echo tanto de menos a Shane, y en muchos sentidos! No veo la hora de que regrese de Australia. Cuando él no está, me siento como incompleta, como si fuese la mitad de mí misma.
—¿No le telefonearás para contarle todo esto? —preguntó Emily.
—Creo que no me queda más remedio...; si no lo hago, se ofenderá. Espero que no se angustie demasiado. Yo no podría soportarlo. ¡Pobre amor mío, ha tenido tantos problemas últimamente! i La suavidad del tono con que lo dijo, el matiz lleno de amor, y la mirada de Paula hirieron a Michael. «Adora a Shane —pensó—. Él es su vida.» Y, en ese momento, Michael se dio cuenta de que había sido un imbécil al imaginar que Paula, alguna vez, pudiera llegar a tener algo con él. Y la sola posibilidad de haber hecho un papelón lo llenó de vergüenza.
Bajó la cabeza e hizo que se enfrascaba en el trabajo para disimular su decepción. El deseo sexual que Paula despertaba en él no había disminuido en el último año. No hacía más que fantasear con ella. ¡Qué ridiculez! En ese momento lo comprendió. Paula estaba casada, feliz, con su amigo. ¿Cómo pudo él suponer que se interesaría por su persona, o por cualquier otro hombre? Siempre, desde la infancia, tuvo ojos sólo para Shane. i Michael sintió como si acabara de levantar un velo. De repente, todo apareció ante sus ojos con claridad. Y se dio cuenta de lo que Paula había estado haciendo durante todo el año: no dejaba de ponerle a Amanda frente a los ojos. Él debió haberse dado cuenta meses antes, cuando estaban en Nueva York, tuvo que haber sabido que Paula se hallaba fuera de su alcance. Pero estaba tan enredado en sus propias fantasías, tan ciego, que no percibió la realidad.
—¡Aquí está! —gritó Emily—. ¡He encontrado una persona que tiene un número sustancial de acciones!
—¿Cuántas? —preguntó Paula, que casi no se animaba a respirar.
—El cuatro por ciento. Diablos, debe ser una mujer bastante rica.
—¿Quién es? —preguntó Paula, excitada y con tanto entusiasmo como Emily.
—Una señora, Iris Rumford, de... —Emily resiguió con el dedo la línea de puntos—. ¡Bowden Hill House, Ilkley!
—Una mujer de Yorkshire —dijo Michael en voz baja—. Quizás éste sea un buen augurio, Paula.
El domingo, a las diez de la mañana, Paula se hallaba sentada frente a Mrs. Iris Rumford en la elegante sala de estar de su hermosa mansión de Ilkley.
A Paula le resultó evidente que Mrs. Rumford, que la había recibido con mucha amabilidad, era una mujer de buena posición económica.
Al poco de llegar, la dueña de casa le ofreció café. Paula aceptó y, mientras lo bebía, ambas hablaron de temas intrascendentes, como el estado del tiempo. Cuando se acabó el café, Paula decidió tocar el tema que le interesaba.
—Ha sido muy amable al recibirme, Mrs. Rumford. Como mi ayudante le habrá adelantado, quería hablarle sobre sus acciones de las tiendas «Harte's».
—Sí, y ha sido un placer conocerla, Mrs. O'Neill. Además, era lo menos que podía hacer, ya que el jueves tomé el té con su primo, el señor Jonathan Ainsley.
A Paula casi se le cayó la taza de café al suelo. La dejó con cuidado sobre la mesa. Era lo último que esperaba oír. Dirigió una mirada penetrante a Mrs. Rumford.
—Supongo que también él habrá venido a verla por sus acciones de «Harte's», ¿verdad?
—Sí, Mrs. O'Neill. Así fue. Me ofreció un excelente precio por ellas; exorbitante, diría yo.
Paula sintió un nudo en la garganta, y tuvo que tragar varias veces antes de poder hablar.
—¿Aceptó usted el ofrecimiento, Mrs. Rumford?
—No; en realidad, no lo acepté.
Paula se relajó. Sonrió a la dueña de casa.
—Entonces, también yo puedo hacerle una oferta por esas acciones, ¿verdad?
—Sí, puede.
—Dígame cuánto quiere por ellas, Mrs. Rumford. —No tengo ni idea de lo que valen.
—Pero usted debe saber cuánto quiere sacar por las acciones. —No, no lo sé. Verá, no me apetece venderlas. Mi difunto esposo me las compró, en 1959. —Emitió una extraña risita—. Hay una especie de cuestión sentimental en el asunto. «Harte's» es mi tienda favorita en Leeds. Soy una antigua dienta.
Paula sofocó el enojo que sentía. Sin duda, su viaje había sido en vano. Pero no podía provocar la hostilidad de aquella mujer, la necesitaba demasiado.
—Bueno, por supuesto que me alegra saber que la tienda le gusta, y que es una dienta satisfecha. Pero le pido que reconsidere mi ofrecimiento. Le compraré las acciones al mismo precio que Mr. Ainsley le ofreció.
Iris Rumford la estudió algunos instantes con el ceño fruncido, como si estuviera tratando de decidirse. Después preguntó:
—¿Están ustedes por librar una de esas grandes batallas financieras? ¿Como las que detalla la sección económica del Times de los domingos?
—Con toda sinceridad, espero que no —respondió Paula en voz baja.
De pronto. Iris Rumford se puso de pie.
Al darse cuenta de que la anciana daba la conversación por terminada, Paula se levantó también.
—Lo siento, Mrs. O'Neill —murmuró Mrs. Rumford—. Tal vez no debí consentir que viniera a verme. Me temo que la he hecho perder tiempo. Verá, pensé que tal vez vendería esas acciones, pero, ahora, he cambiado de idea.
—No sabe cuánto lo siento —repuso Paula al tiempo que le tendía la mano y hacía esfuerzos por mostrarse cordial.
Iris Rumford estrechó la mano que le tendía.
—Me doy cuenta de que está enojada. Y no la culpo. Le pido que perdone mi vacilación. Y que disculpe la indecisión de una anciana.
—Está bien, le aseguro que está bien —dijo Paula—. Pero si cambiase de idea, por favor, llámeme.
Durante todo el camino de regreso a Leeds, Paula ardió de indignación.
El extraño comportamiento de la anciana la irritaba y la desconcertaba a la vez. Además, se sentía desilusionada. ¿Qué le habría ocurrido a Iris Rumford? ¿Tal vez quiso sentirse importante por una vez en la vida? ¿O sólo era simple curiosidad por parte de una anciana solitaria? O tal vez, sencillamente, quiso conocerles a Jonathan y a ella. Paula se preguntó cómo habría descubierto Jonathan la existencia de Iris Rumford, y cómo supo que era dueña de un paquete de acciones de «Harte's».
Con un suspiro de exasperación, pisó el acelerador y se dirigió a Leeds. La visita a Iris Rumford había resultado una verdadera pérdida de tiempo.
Paula pasó buena parte del día trabajando en el despacho de la tienda de Leeds.
Salió varias veces al salón de ventas; pero casi todo el tiempo lo dedicó al papeleo. Trató de no pensar en Jonathan Ainsley, en sus intenciones de quedarse con la empresa, ni en la ominosa perspectiva de perder las tiendas.
Cada vez que se ponía tensa, se recordaba a sí misma que, en cuarenta y ocho horas, entre Charles Rossiter y sus corredores de Bolsa habían logrado comprar, a nombre de Paula O'Neill, otro siete por ciento de acciones de «Harte's». Se las adquirieron a nueve pequeños accionistas que Emily y Michael individualizaron en los registros de la empresa.
«Lo único que me falta es un tres por ciento», se repetía cada vez que su ánimo decaía. Y aquellas palabras le servían de consuelo.
A las cuatro de la tarde metió un pila de papeles en su portafolios, cerró el despacho con llave y salió de la tienda. Por lo general se quedaba hasta las seis; pero Emily, esa noche, iba a cenar a Pennistone Royal, y Paula quería pasar una hora con Patrick y Linnet antes de que su prima llegara.
Era una preciosa tarde de setiembre, muy soleada, y la ciudad de Leeds había estado muy activa durante todo el día. En Chapeltown Road, el tráfico aparecía pesado, debido a que era la hora en que los habitantes de Leeds regresaban a sus casas después de un día en la ciudad; pero Paula era una conductora excelente, y pronto se encontró en el camino que conducía a Harrogate.
Se acercaba a la rotonda de Alwoodley cuando sonó el teléfono del coche. Paula atendió.
—¿Hola? —dijo, suponiendo que se trataría de Emily.
—Mrs. O'Neill, soy Doris, la llamo desde la tienda.
—¿Sí, Doris?
—Tengo en otra línea a una tal Mrs. Rumford, de Ilkley —la informó la telefonista de la tienda—. Insiste en que es muy urgente. Dice que usted tiene su número.
—Sí, lo tengo, Doris, pero en el portafolios. Por favor, dele el número de teléfono del coche, y niéguele que me llame en seguida. Y gracias.
A los pocos minutos, el teléfono sonó de nuevo. Era Iris Rumford, y fue derecha al grano.
—Me pregunto si usted podría venir a verme mañana. Me gustaría que volviéramos a hablar sobre ese asunto de las acciones.
—Lo lamento, pero no me es posible, Mrs. Rumford. Mañana tengo que viajar a Londres. De todos modos, ya que usted no tiene interés en vender, carece de sentido que yo vaya a su casa, ¿no cree?
—Es posible que reconsidere su ofrecimiento, Mrs. O'Neill. —En ese caso, ¿no quiere que vaya ahora mismo?
—Me parece bien —contestó Mrs. Rumford.
—Usted no sabe quién soy yo, ¿verdad? —preguntaba Iris Rumford a Paula una hora después. Ésta meneó la cabeza.
—¿Debería saberlo? ¿Acaso la conozco? —Frunció el ceño, perpleja. Miró a la anciana con detenimiento y atención. Iris Rumford era delgada, de cabello canoso, rubicunda, y debía de rondar los setenta. Paula estaba segura de que no la conocía—. ¿Nos conocemos? —repitió, frunciendo el ceño de nuevo.
Iris Rumford se recostó contra el respaldo del sillón, y, a su vez, también dirigió una mirada penetrante a Paula. Por fin habló con mucha lentitud.
—No, usted no me conoce a mí; pero sí a mi hermano, aunque no demasiado.
—¡Ah! —exclamó Paula, alzando una ceja—. ¿Y cómo se llamaba su hermano? —John Cross.
El nombre sobresaltó tanto a Paula que casi lanzó una exclamación. Más consiguió hablar en un tono de voz normal.
—Sí, lo conocí cuando era dueño de «Cross Comunications».
Mientras hablaba, Paula pensó en Sebastian, el hijo de John Cross, su mortal enemigo, y el mejor amigo de Jonathan. Entonces se dio cuenta por qué conocía Jonathan la existencia de Iris Rumford, y de la razón por la que sabía que ésta era dueña de acciones de «Harte's».
—Usted fue muy amable con mi hermano durante los últimos tiempos de su vida —prosiguió Iris Rumford—. Justo antes de morir, él me habló de usted. La respetaba, y la consideraba una persona muy justa. A quien conocí cuando mi hermano estaba internado en el hospital de Leeds fue a otro primo, a Mr. Alexander Barkstone. —Iris Rumford clavó la mirada en el fuego. Hubo una corta pausa—. Usted y Mr. Barkstone..., bueno, ambos son muy distintos a Jonathan Ainsley.. —Miró a Paula, y sonrió.
Paula esperó, mientras se preguntaba qué saldría de esa entrevista. Al ver que Mrs. Rumford no hacía ningún otro comentario, decidió hablar.
—Sí, creo que sí. Al menos, eso espero. Pero, por desgracia, Mr. Barkstone ha muerto.
—Lo lamento. —La anciana volvió a mirar las llamas—. Es extraño, ¿verdad?, lo distintas que pueden ser las personas de una misma familia. Mi sobrino Sebastian era un malvado. Nunca le dediqué demasiado tiempo; sin embargo, John, mi hermano, lo idolatraba porque era su único hijo. Pero Sebastian mató a mi hermano, lo llevó a la tumba por todas sus maldades. Y Jonathan Ainsley era tan malvado como mi sobrino. También él clavó unos cuantos clavos en el ataúd de mi pobre John. Malas personas, Sebastian y su primo.
De repente, Iris volvió la cabeza y miró a Paula de frente.
—Quería conocerla, Mrs. O'Neill, para juzgar por mí misma la clase de persona que es. Por eso le he pedido esta mañana que viniera. Usted es una mujer sincera, lo sé por sus ojos. De todos modos, nunca he oído hablar mal de usted. Casi todo el mundo dice que se parece a Emma Harte. Y ella era una buena mujer. Me alegra que usted se le parezca.
Paula continuó callada, contenido el aliento.
—Así que, si esto le sirve de ayuda, le venderé mis acciones de «Harte's».
Durante un momento, Paula pensó que estallaría en llanto.
—Gracias, Mrs. Rumford. Le aseguro que me sirve de muchísima ayuda. Le quedaré muy agradecida si me las vende a mí, y no a mi primo.
—Jamás tuve la menor intención de vendérselas a él. Sólo quería..., bueno, quería verle de nuevo para estar segura de que no me había equivocado al juzgarle y afirmarme en el concepto que tengo de él. Además me produjo bastante satisfacción mostrarle la zanahoria, y quitársela después. —Meneó la cabeza. En sus viejos ojos había mucha sabiduría—. Cuando ustedes dos me telefonearon para ver si les vendía las acciones, me di cuenta de que él buscaba crearle problemas a usted. Bueno, no importa, algún día recibirá el castigo que merece.
—Desde luego. —Paula se inclinó hacia la anciana—. Esta mañana le dije que le compraría las acciones al precio que Jonathan Ainsley le hubiera ofrecido. Mantengo mi palabra, por supuesto.
—¡Dios mío, eso carece de importancia! No soñaría con cobrarle tamaño precio, Mrs. O'Neill. Se las vendo al precio que coticen en Bolsa en la actualidad.