CAPÍTULO 24
El éxito estaba en el aire.
Desde el momento en que el baile empezó, Paula supo que esa noche sería mágica. Todo estaba perfecto.
El gran salón de baile del «Claridge» había sido decorado por el departamento de diseño de «Harte's» según sus instrucciones específicas, y ella estaba impactante. Extraordinario, en verdad. Había desechado todo lo formal, lo tradicional, e hizo que crearan una ambientación en plata y cristal con manteles de lame plateado, velas blancas en candelabros de plata y boles de cristal con flores blancas. Más flores blancas —lilas, crisantemos, orquídeas y malvas—colocadas por todo el salón en grandes cantidades, y en pequeños ramilletes en cajas transparentes por todos los rincones.
Para Paula, el salón de baile parecía un palacio de invierno de hielo, todo plata y fulgor, y sin embargo era tan neutro que destacaba la espléndida elegancia de los invitados: las mujeres, con sus coloridos vestidos de fiesta y sus fabulosas alhajas; los hombres, con sus impecables y bien cortados trajes de etiqueta.
Se sentía complacida al comprobar que todos sus invitados habían asistido a esa fiesta tan especial, un grupo formado por miembros de la familia, amigos íntimos, ejecutivos de las tiendas «Harte's» y de «Harte Enterprises», huéspedes de honor y celebridades.
Al mirar de nuevo a su alrededor, pensó que, esa noche, las mujeres de la familia estaban más bellas y elegantes que nunca.
Su prima Sally, la condesa de Dunvale, se veía encantadora con su vestido de tafetán azul y los famosos zafiros Dunvale que tenían el color exacto de sus ojos... Emily, una visión en un vestido de seda rojo rubí, un soberbio collar de rubíes y diamantes y los aros que Winston le había regalado para Navidad... Las medias hermanas de Emily, las mellizas Amanda y Francesca, muy bonitas con sus respectivos vestidos de chifón magenta y de brocado rojo..., su vivaracha y pelirroja cuñada Miranda, una de esas mujeres que establecían la moda, estupenda con un vestido de raso blanco, de tubo, simple y sencillo, sin tirantes, completado con una estola haciendo juego y un collar de topacios y diamantes antiguo que pendía de su cuello como una telaraña.
Paula observó a las tres hermanas.
Estaban sentadas en una mesa cercana, y charlaban entre ellas. Su madre, Daisy, sensacional con su vestido de gasa verde, y las magníficas esmeraldas McGill que Paul le había regalado a Emma hacía más de medio siglo... la tía Edwina, condesa viuda de Dunvale, de más de setenta años, cabello blanco, cuerpo frágil y, sin embargo, elegante como una reina con un vestido de encaje negro y luciendo el collar de diamantes Fairley que Emma le había regalado la última Navidad de su vida.
Las dos eran la hija menor y la hija mayor de Emma Harte, ilegítimas ambas y, tal vez, unidas por similares circunstancias de nacimiento y por la profunda compasión que la madre sentía por la mayor de sus hijas. Y sentada entre las dos se encontraba la hija legítima, la mediana..., tía Elizabeth. Seguía siendo una belleza de cabello negro azabache, y representaba la mitad de su edad. Estaba magnífica en su vestido de lame de plata y cubierta de tantas esmeraldas y rubíes que sus joyas hubieran bastado para pagar el rescate de un rey.
Las tres hermanas eran los únicos hijos de Emma Harte que se hallaban presentes en la fiesta. Paula no había invitado a los dos hijos varones de Emma, Kit Lowther y Robin Ainsley, y sus esposas respectivas. Habían sido, cada uno de ellos, personna non grata desde hacía años por su traición a Emma y la traición de sus hijos, Sarah y Jonathan.
Un nido de víboras, pensó Paula, al recordar algo que su abuela le había dicho en cierta ocasión. ¡Qué terriblemente cierta resultó aquella declaración! Paula alejó de sus pensamientos a esos familiares despreciables con quienes no quería perder el tiempo, y con la copa en la mano fue a buscar un poco de champaña.
La noche llegaba a su fin, y, de repente, pensó que ese baile, el primero de los festejos que había planeado para celebrar el aniversario de los sesenta años de la tienda de Knightsbridge, sería el comentario de la ciudad al día siguiente. El sorprendente decorado, la deliciosa comida, los excelentes vinos, los vestidos, firmados por los grandes modistos, y las fabulosas joyas, los invitados famosos, Lester Lanning y su orquesta..., todo en medio de un clima fascinante con una G mayúscula, algo que la Prensa y el público no podían resistir.
Paula estaba satisfecha. La buena publicidad tenía gran importancia para la tienda. Sonrió para sus adentros. Era la víspera de Año Nuevo. El final de 1981. El comienzo de un nuevo año. V esperaba que también sería el principio de una nueva y brillante época de ventas para la cadena de tiendas fundada por su abuela.
Se recostó en el sillón y tomó una resolución para el año ochenta y dos: Durante la década siguiente, las tiendas serian más importantes que nunca. Se lo debía a su abuela, que tanta fe había depositado en ella, y también se lo debía a sus propias hijas, que un día heredarían la cadena de tiendas.
Shane, que conversaba con Jason Richards y con Sir Ronald Kallinski, interrumpió los pensamientos de Paula al volverse hacia ella y murmurar:
—Estás a cientos de kilómetros de aquí, cariño. —Le cogió la mano y se inclinó hacia ella—. Relájate. La noche es un éxito resonante, y todo el mundo ha pasado unas horas inolvidables. Ha sido una fiesta increíble, Paula.
Ella dirigió una radiante sonrisa a su marido.
—Sí, lo es. No sabes lo que me alegra haberme decidido por el salón de baile del «Claridge», en lugar de una serie de habitaciones privadas del «Ritz». Esto ha funcionado mucho mejor.
Shane asintió. Lanzó una mezcla de quejido y carcajada y exclamó:
—¡Vaya, vaya! ¡Aquí viene Michael! Por supuesto volveré a perderte, y apenas hace unos segundos que me he sentado a tu lado.
—Qué ocupada me tienes esta noche, ¿verdad? Es un poco cansado, pero no te olvides, Shane, de que soy la anfitriona, y tengo que cumplir con mi deber. —Sonrió, alegre—. Esta noche he bailado tanto que me tiene que durar hasta 1982. Espero no tener que asistir a ningún otro baile durante mucho tiempo. Recuérdame que no organice nada, cariño. —Pero, a pesar de sus palabras, estaba muy sonriente y con los ojos brillantes.
Shane la miró, lleno de amor por ella. La admiración se reflejaba en su rostro. Pensó que, en todos los años que la conocía, jamás la había visto tan hermosa como en esa fiesta. Lucía un vestido de fiesta de terciopelo azul noche, de un corte maravilloso, con mangas largas, cuello redondo y falda estrecha, diseñado por Christina Crowther especialmente para ella, y que destacaba su altura y su esbeltez. En uno de sus hombros llevaba un broche en forma de margarita que él había encargado a Alain Boucheron, el joyero parisino. Los zafiros que llevaba engarzados, al igual que los de los pendientes, hacían juego con al azul de los ojos de Paula. Shane se los regaló en Nochebuena, y, aunque ella protestó por la extravagancia de su marido, él supo que le gustaban al ver la expresión de su rostro y su excitación.
—Después de todo —le había dicho Paula—, has hecho construir el invernadero. Con eso bastaba.
Él sonrió y le explicó que el invernadero era un regalo colectivo de la familia.
—Los chicos también colaboraron, cariño —anunció.
Michael se detuvo junto al sillón de Paula.
—Vamos a mover las piernas, Paula... Me habías prometido el primer baile lento, y creo que es éste. —Apoyó una mano sobre el hombro de Shane—. No te importa, muchacho, ¿verdad?
—¡Cómo no va a importarme! —replicó Shane de inmediato, en tono de broma—. Pero, en consideración a ti, de acuerdo.
—La esposa de Philip es una belleza —comentó Michael mientras bailaba con Paula—. Él es un tipo de suerte.
—Tienes razón —convino Paula.
—Pero al haber ganado él, tú has perdido. Paula rió.
—En cierto sentido, sí, Michael. —Miró por encima del hombro de su compañero a Philip y a su flamante esposa, que bailaba al son de Desconocidos en la noche—. Pero nunca lo había visto tan feliz. La adora. Y ella a él. Es posible que yo haya perdido la mejor ayudante que he tenido en la vida; pero he ganado una cuñada muy bonita y cariñosa.
—Mmmmm —murmuró Michael, y se acercó más a Paula. Se frenó de inmediato al comprender que si la sostenía de esa manera tan íntima, se arriesgaba. La presencia de Paula seguía inflamándolo y bailar con ella resultaba peligroso. Físicamente peligroso, por lo menos para él. Bailaban demasiado pegados. Además, podían desencadenar ciertos comentarios. Y, por otra parte, aunque Shane parecía hablar en broma, no le había quitado la vista de encima durante toda la noche. Pero si Shane sospechaba de su amor por Paula, ella no tenía la menor idea. Estaba ciega ante el romántico interés que despertaba en él, y lo trataba como a un zapato viejo, el amigo de la infancia, familiar, y de confianza. Y así quería él que fuese.
—De todos modos, cuando vuelvan a Sidney, Maddy piensa seguir con el trabajo —decía Paula—. La he nombrado directora de la división australiana de «Harte's». Se encargará de supervisar la marcha de las boutiques en los hoteles australianos de Shane. Pero no hay duda de que la echaré de menos en Nueva York. Por otra parte, su felicidad es muy importante para mí... Eso ante todo. —Se le separó un poco, lo miró sonriente, y agregó—: Están locamente enamorados, ¿sabes?
—Salta a la vista.
Michael sonrió para sus adentros con un poco de amargura. Ojalá la vida privada y la felicidad personal de Philip Amory fueran suyas. Pero no había tenido tanta suerte. Valentine fue un desastre como esposa, y después no volvió a encontrar a nadie que tuviera los atributos necesarios. Se preguntó si estaría enamorado de Paula o si sólo lo excitaría. No tenía la menor duda de que lo atraía a nivel sexual y que le gustaría llevarla a la cama. ¿Amor? No estaba seguro.
Alejó ese pensamiento de inmediato.
—Daisy parece feliz con lo de Philip y Madelana —dijo.
—Y lo está. Por supuesto, la desilusionó que se casaran en Nueva York a principios de diciembre y que se lo comunicaran a la familia después. En realidad, eso nos desilusionó a todos. Pero el alivio de mamá fue tan grande al saber que su mujeriego y descarriado hijo había decidido sentar cabeza por fin, que la desilusión no le importó demasiado, estoy convencida de ello.
—Yo pensaba ofrecerles una comida; pero Philip, hace un rato, me dijo que se van dentro de un par de días. De luna de miel.
—Sí, a Viena, a Berlín Occidental y después al sur de Francia, a «Villa Fabiola».
—Ahora hace bastante frío en esos lugares. Yo hubiera pensado que elegirían algún sitio más cálido, el hotel de Shane de Barbados, por ejemplo.
—Desde que Grandy nos llevó allí cuando éramos chicos, Philip ha adorado siempre el «Imperial» de Viena. En realidad, él y Emily lo consideran uno de los mejores hoteles del mundo, y quiere que Madelana lo conozca. Se alojarán en la suite real, que es magnífica. Y Maddy fue la que propuso que después siguieran viaje a Berlín y terminaran en «Villa Fabiola». Emily y yo le hemos hablado tanto de ese lugar... De todos modos, Maddy tiene una especie de obsesión con Grandy y se muere por conocer todas sus casas. Así que, como comprenderás, era inevitable que fueran a «Fabiola».
Michael rió. Comprendía muy bien que Madelana estuviera obsesionada por Emma Harte. Mucha gente lo estaba, en vida y después de su muerte. Tal vez era legendaria por haber obsesionado a tanta gente. De repente, sintió que su tensión interior cedía.
—No he tenido oportunidad de decírtelo, Paula, pero creo que tía Emma estaría orgullosa de ti esta noche. Es una fiesta fabulosa, la mejor de los últimos tiempos y...
—¿Te importa si te quito la pareja, muchacho? —lo interrumpió Anthony con una gran sonrisa.
—Cada vez que bailo contigo, uno de tus parientes te arranca de mis brazos —gruñó Michael, al tiempo que se la cedía al duque de Dunvale—. No hay duda, Paula, que esta noche eres la reina del baile.
Paula rió y le guiñó un ojo con expresión traviesa.
Michael se alejó en busca de la joven Amanda.
Anthony tomó a Paula entre sus brazos y la condujo hasta el centro de la pista. Algunos instantes después, preguntó:
—¿Hay alguna posibilidad de que os convenza, a ti y a Shane, de que paséis un largo fin de semana en Irlanda? Hace años que no vais a Clonloughlin, y a Sally y a mí nos encantaría recibiros. Podríais llevar a Patrick y a Linnet con vosotros.
—Me parece una idea estupenda, Anthony, y te agradezco la invitación. Tal vez podamos ir... a fines de enero. Lo hablaré con Shane. Creo que en esa época ninguno de los dos tiene que viajar al extranjero.
—¡Qué milagro! —exclamó Anthony, divertido—. Hoy en día, vosotros sois peores que un par de gitanos. No hacéis más que trotar alrededor del mundo, en viajes de negocios. Ya ni sé dónde está uno o el otro.
Antes de que Paula tuviera oportunidad de contestar, Alexander palmeó el hombro de Anthony.
—Estás monopolizando a la señora. Es mi turno, primo.
Sandy tomó a Paula en sus brazos y se alejaron bailando. Anthony se quedó con la boca abierta y una expresión de sorpresa en el rostro.
Al principio bailaron en silencio, disfrutando de estar juntos. Durante la infancia eran unos compañeros de baile inseparables. Se llevaban bien entonces, y seguían igual con el paso del tiempo.
—Muchas gracias, Paula —murmuró Alexander al cabo de un rato.
Ella lo miró, intrigada. —¿Gracias por qué, Sandy?
—Por las Navidades en Pennistone Royal y por esta noche. Durante unos instantes has vuelto el reloj atrás para mí... Me has hecho revivir hermosos recuerdos... del pasado... de gente a quien realmente quise. Gran... mi querida Maggie... tu padre...
—¡Oh, Sandy, pareces tan triste...! —exclamo Paula—. Y yo pretendía que la fiesta de Navidad y esta noche fueran momentos felices para todos nosotros. No quería que...
—¡Y lo has logrado, Paula! Han sido momentos maravillosos. No estoy triste. Muy al contrario.
—¿Seguro? —preguntó ella, preocupada.
—Por completo —mintió él, con una sonrisa.
Paula le devolvió una sonrisa cálida y llena de amor, se acomodó mejor entre sus brazos y le apretó el hombro. Su primo Sandy había sido siempre una persona muy especial para ella, y estaba decidida a no descuidarlo en el futuro. La necesitaba tanto como necesitaba a su hermana, Emily. En realidad, Sandy estaba muy solo. Paula se dio cuenta de que más que nunca.
Sandy bailaba con la mirada perdida, contento de que la pista de baile estuviera en penumbra y llena de gente, porque ya no conseguía ocultar la tristeza de sus ojos ni evitar la expresión amarga de su boca. Pero Paula no alcanzaba a verle el rostro, y los demás estaban demasiado ocupados bailando para darse cuenta, cosa que agradecía. Acabaron de bailar la pieza y, con gran alivio por su parte, en ningún momento trastabilló.
Sandy era un hombre condenado, y los demás lo sabrían en pocas semanas. Tendrían que saberlo. No le quedaba más alternativa que decírselo a ellos. Le aterrorizaba ese momento.
—Bien, Paula, ¿tú qué crees? La mujer moderna, ¿puede tenerlo todo? —preguntó Sir Ronald mirándola con ojos brillantes. Ya sabes a lo que me refiero: carrera, matrimonio e hijos.
—Sólo si es una de las nietas de Emma Harte —replicó Paula con una sonrisa traviesa.
Sir Ronald y el resto de los comensales rieron.
—Hablando en serio —continuó diciendo Paula—, Grandy nos enseñó a ser organizadas y ése es mi secreto, y también el de Emily. Por eso mi respuesta es sí, la mujer moderna puede tenerlo todo siempre que planifique bien su vida y sea una maestra en el arte de la organización.
—Muchas personas estarían en desacuerdo contigo, Paula —repuso Sir Ronald—. Dirían que puedes tener dos de esas cosas, pero no las tres. Y no me malinterpretes, querida mía, aplaudo la manera que Emily y tú tenéis de vivir. Las dos sois mujeres notables, realmente notables.
—Aquí viene Maddy —agregó Paula—. ¿Por qué no le preguntamos a ella lo que piensa...? Porque si alguien personifica en verdad a la mujer moderna de la década de los ochenta, es ella.
Varios pares de ojos se clavaron en Madelana y Philip que se acercaban a la mesa. Ella estaba radiante, con su vestido de fiesta de Pauline Trigére en gasa de un rojo vivo. Lucía un magnífico collar de perlas y diamantes, con aros en las orejas que hacían juego, regalo de boda de Philip. Iba peinada con el cabello recogido arriba, y más espléndida que nunca. A su gracia y aplomo naturales, se agregaba una maravillosa serenidad.
Andaba prendida del brazo de su marido, como si se negara a separarse de él; y Philip parecía igual de posesivo y orgulloso de ella.
—Sentaos en nuestra mesa —invitó Paula, sonriente. Ellos así lo hicieron.
—Felicidades, cariño —dijo su hermano—. Ha sido una noche notable, para que nunca se olvide; y has estado inspirada al traer a Lester Lanning de Estados Unidos.
—Gracias, Pip. —Se volvió hacia Madelana—. Maddy, querida, el tío Ronnie acaba de preguntarme si la mujer moderna puede tenerlo todo... matrimonio, carrera e hijos. Y yo le he dicho que nadie mejor que tú para responder a esa pregunta..., porque eres la típica mujer de carrera recién casada.
—Espero poder tenerlo todo —exclamó Madelana riendo y mirando a Philip de reojo—. Philip quiere que siga con mi trabajo, que continúe adelante con mi carrera, y espero seguir haciéndolo aun después de haber tenido un hijo.
—Yo estoy de acuerdo con todo lo que haga feliz a mi mujer —anunció Philip, confirmando las palabras de Madelana—. Para mí, es un desperdicio que una mujer educada y con una carrera deje de trabajar cuando tiene un hijo. Considero que puede hacer las dos cosas..., sólo es cuestión de saber arreglárselas. Y, por supuesto que, hasta cierto punto, eso depende de la mujer.
—¡El último vals! —exclamó Shane. Se puso en pie de un salto, rodeó la mesa y agarró a Paula del brazo. Al alejarse con ella, afirmó—: No iba a permitir que ningún otro bailara esta pieza contigo, mi amor.
—Yo habría rehusado cualquier invitación.
Shane la sostuvo con fuerza contra sí mientras bailaban. Paula se relajó, apoyada en el cuerpo de su marido, sintiéndose feliz y segura, como le sucedía desde la infancia. Ella y Shane tenían suerte. Compartían muchas cosas. Un amor profundo. Hijos. Intereses comunes. Un pasado normal y una misma familia. Y él la comprendía tan bien...; entendía su inmensa necesidad de cumplir su destino como heredera de Emma Harte. Deseó haberle señalado a Sir Ronald unos minutos antes que una mujer lo podía tener todo sólo si estaba casada con el hombre indicado. Y ella lo estaba.
En ese momento pensó en Jim, como en algo muy pasajero. Su primer marido se había convertido en una figura nebulosa, y los recuerdos que conservaba de él eran fragmentarios, borrosos a causa de los acontecimientos ocurridos desde su muerte, por las personas a quienes ella amaba y que ahora llenaban su vida, por el tiempo que pasaba... Le parecía imposible no haber sido la esposa de Shane en algún momento. Pero desde su casamiento con éste, los años habían volado. Al pensar en eso, echó la cabeza atrás y lo miró.
Él la contempló con el ceño fruncido.
—¿Qué sucede?
—Nada, cariño. Pensaba que pronto empezará un nuevo año, y que pasará también volando, como los demás.
—Es muy cierto, mi amor. Pero míralo de esta manera: 1982 no es más que el primero de los próximos cincuenta años que viviremos juntos.
—Shane, qué pensamiento tan maravilloso para iniciar el año.
Shane rozó la mejilla de su mujer con los labios, la abrazó con más fuerza y la condujo, girando, al centro de la pista de baile. Paula sonreía en su interior, al pensar en cuánto amaba a su marido. Entonces miró alrededor, buscando a la gente de su familia, a sus mejores amigos. En realidad era una reunión de los clanes. Esa noche estaban representados los Harte, los O'Neill y los Kallinski.
Vio a su madre bailando con Jason, en apariencia tan enamorada como Madelana, la cual flotaba con aire soñador en brazos de Philip. Su suegro, Brian, bailaba un vals a la antigua con su mujer, y cuando pasaron junto a ellos, Geraldine le guiñó un ojo. Emily y Winston se acercaban a la pista, seguidos por Michael y Amanda. Vio a su tía Elizabeth mirando a Marc Deboyne, su marido francés, que, obviamente, esa noche se había divertido muchísimo, y hasta la anciana tía Edwina acababa de ponerse de pie con esfuerzo, solícitamente acompañada por un galante Sir Ronald.
La música cesó de repente.
—Señoras y señores —dijo Lester Lanning por el micrófono—. Es casi medianoche. Hemos conectado el sistema de altavoces del hotel con la «BBC». Aquí está..., aquí está el Big Ben... Empieza la cuenta atrás hacia medianoche.
Todos habían dejado de bailar para escuchar las palabras del director de orquesta, y en el salón de baile reinaba un completo silencio. Las campanadas del gran reloj de Westminster empezaron a sonar. Cuando el eco de la última se apagó, hubo un redoble de tambores y Shane abrazó a Paula y le deseó feliz año nuevo; después lo hicieron Philip y Madelana.
Paula abrazó a ésta con enorme cariño.
—Te lo quiero decir una vez más, Maddy: bienvenida a la familia. Y que éste sea el primero de muchos felices años nuevos para ti y Philip.
Las hermosas palabras de Paula emocionaron a Maddy, pero antes de que tuviera oportunidad de contestar la orquesta empezó a interpretar Auld Lang Syne[4].
Paula y Philip tomaron a Madelana de las manos y juntos empezaron a cantar.
Rodeada de su nueva familia, Maddy se sentía desbordante de amor y se preguntaba por qué habría tenido ella la suerte de convertirse en uno de ellos. Pero lo era, y nunca dejaría de agradecerlo. Durante años, la vida no le deparó más que tristezas y i pérdidas. Ahora, por fin, todo había cambiado.