CAPÍTULO 37
La trasladó de regreso a Dunoon.
Después de un breve servicio religioso en la catedral católica de St. Mary en Sidney, Philip llevó el cuerpo de Maddy a la hacienda de Coonamble. Durante el trayecto no se separó del ataúd de su mujer. Shane lo acompañaba.
Daisy y Jason los seguían en el jet de la empresa de este último, acompañados por el padre Ryan y Barry Graves.
Cuando el avión de Philip aterrizó, hizo que llevaran el féretro a la casa principal donde lo puso en la larga galería, entre los retratos de sus antepasados. Allí permaneció toda la noche.
La mañana siguiente amaneció clara y esplendorosa, con un cielo azul y sin nubes, y, en medio de la brillante luz del sol, los jardines y el campo de Dunoon estaban magníficos. Pero Philip no veía nada. Estaba como petrificado por el shock, hacía como un autómata, todo lo que se esperaba de él; pero, en realidad ignoraba todo lo que había o sucedía a su alrededor.
Para que llevaran el ataúd en la última etapa del trayecto, eligió a Shane, Jason, Barry, Tim, el capataz del campo, y a Matt y Joe, los criados que se habían encariñado enormemente con ella durante el corto tiempo que Maddy vivió allí.
A las diez de la mañana en punto del sábado, los seis hombres cargaron el ataúd a hombros y salieron de la casa. El padre Ryan los precedió por el serpenteante sendero que cruzaba el jardín y desembocaba en el pequeño cementerio privado. Era un lugar recoleto, rodeado de árboles y circundado por un muro de piedras. Allí estaba enterrado Andrew McGill, el patriarca de la familia, junto con Tessa, su mujer, y todos los descendientes australianos de ambos, cuyas tumbas estaban señaladas sólo por sencillas lápidas de mármol.
Philip había decidido enterrar a su mujer al lado de Paul.
La primera vez que vio a Madelana O'Shea, ella estaba contemplando el retrato de Paul. Después le comentó que, al verlo a él de pie, en la puerta de la galería, tuvo la sensación de que el gran hombre había vuelto a la vida. Maddy, con frecuencia, le gastaba bromas, con aquello de que tenía el aspecto de un fullero, lo mismo que su abuelo; además, la personalidad de Paul McGill la fascinaba tanto como la de Emma Harte.
Así que a Philip le pareció apropiado que su último lugar de descanso estuviera situado junto al de su abuelo. Por alguna extraña razón le reconfortaba la idea de que ambos descansarían juntos en ese pedazo de tierra.
El sacerdote, Philip y los portadores del féretro se detuvieron junto a la tumba abierta. Se hallaba en un rincón del cementerio, bajo la sombra de los hermosos olmos dorados y de los eucalipto con aroma a limón que ella había aprendido a amar tanto, lo mismo que aprendió a amar a Dunoon y a la gloriosa tierra sobre la que ésta se erguía, y que tanto le recordaba a su Kentucky natal.
Daisy los esperaba junto con Mrs. Carr, el ama de llaves, el personal doméstico y el resto de hombres y mujeres que trabajaban en la hacienda con sus maridos, mujeres e hijos. Todos iban vestidos de negro, o se habían puesto brazaletes de ese color sobre la ropa, lo más sombría posible, y las mujeres y los niños llevaban ramos de flores o sostenían un único pimpollo en las manos. Y, mientras permanecían con las cabezas inclinadas, escuchando las oraciones fúnebres católicas que el padre Ryan recitaba, lloraban abiertamente y sin disimulo por Madelana, a quien tenían gran cariño, y que los había acompañado en Dunoon durante un tiempo demasiado corto.
El dolor que Philip sentía era tan inmenso que ni lo exteriorizaba.
Estaba congelado dentro de sí, y estuvo con los ojos secos durante toda la ceremonia. Permanecía de pie, tieso, rígido, con los puños cerrados a los costados del cuerpo. Tenía una expresión adusta, y sus azules ojos estaban como vacíos; el apuesto rostro mucho más delgado, inexpresivo. Era una figura imponente, y había algo en su actitud que mantenía a todo el mundo a distancia.
Cuando el padre Ryan terminó de recitar la última oración por el alma de Maddy, y el féretro fue bajado a la tierra, Philip aceptó las susurradas y sentidas condolencias de sus empleados, y regresó en seguida a la mansión.
Shane y Daisy fueron tras él. No pronunció una sola palabra hasta que se encontraron en el interior de la casa. Una vez en el gran vestíbulo, se volvió hacia ellos.
—No puedo quedarme aquí —murmuró—. Me voy, mamá. Necesito estar solo.
Daisy lo miró, con el rostro contraído, pálido, los ojos enrojecidos de tanto llorar. Le tocó el brazo con suavidad.
—Por favor, no hagas lo mismo que cuando tu padre murió en la avalancha, Philip. Debes permitir que el dolor salga, tienes que llorar a tu Maddy. Sólo entonces volverás a funcionar..., y a seguir viviendo.
Él miró a su madre como si no la viera. Clavó la vista más allá, en una imagen distante, visible sólo para sus ojos.
—Es que no quiero vivir. Sin Maddy, no.
—¡No digas eso! ¡Eres un hombre joven! —sollozó Daisy.
—Tú no lo entiendes, mamá. Lo he perdido todo.
—Pero está el bebé, tu hija, ¡la hija de Maddy! —contestó Daisy con rapidez. Se sentía muy mal, enferma de dolor, y sus sentimientos se reflejaban en su rostro.
Una vez más Philip se quedó con la vista fija en la distancia. Después, sin el menor comentario, giró sobre sus talones, cruzó el vestíbulo y salió de la mansión sin mirar atrás.
Daisy lo miró alejarse, transida con un dolor inmenso por su hijo. Empezó a sollozar en silencio, y se volvió hacia Shane. Se sentía tan indefensa... No sabía qué hacer.
Shane la rodeó con un brazo y la condujo al salón.
—Philip se recuperará —aseguró él—. En este momento se encuentra en un estado de shock, y es incapaz de pensar.
—Sí, lo sé, Shane, pero temo por él. Y también a Paula la preocupa —contestó Daisy, llorosa—. Me lo dijo ayer cuando me telefoneó desde Londres. Sus palabras, textuales, fueron: «Philip no debe permitir que el dolor lo envenene por dentro como le sucedió cuando papá murió. Porque, en ese caso, jamás se recuperará de la muerte de Maddy.» Y yo sé exactamente lo que ella quiso decirme con eso; y, por supuesto, tiene razón.
Daisy se sentó en el sofá, buscó el pañuelo en la cartera, se enjugó los ojos y se sonó la nariz. Miró a Shane, que permanecía junto a la chimenea, y señaló:
—Tal vez hayamos cometido un terrible error al impedir que Paula viniera.
—No, Daisy, no ha sido un error. ¡Es imposible hacer un viaje tan largo sólo por tres o cuatro días! Philip fue el primero en decirlo. Se mostró muy firme en su decisión de que Paula no acudiera al entierro.
—Pero tal vez ella hubiera podido ayudarle. Ellos dos se han entendido siempre muy bien, y tú lo sabes, Shane.
—Sí, es cierto —reconoció Shane, en un tono más suave—. Pero, por otra parte, creo que ni siquiera la presencia de Paula hubiese aliviado el shock y el sufrimiento de Philip. Aparte del espantoso dolor que siente, lo que ha conseguido destrozarle ha sido lo repentino de la muerte de Maddy. Y es perfectamente comprensible, cuando uno piensa que, hace una semana, ella era una jovencita feliz y saludable, que esperaba la llegada de su hijo. La vida se presentaba maravillosa ante ellos y su amor era inmenso. Y, de repente, ¡zas! Se muere de la noche a la mañana. Philip ha recibido un golpe entre los ojos, y esta tragedia, literalmente, lo ha hecho tambalear. Pero se recuperará. Ha de recuperarse..., no tiene otra alternativa. Sólo..., habrá que darle tiempo.
—No sé —dijo Daisy, dubitativa—. Adoraba a Maddy.
—Es cierto —intervino Jason, que entraba en ese momento, y se apresuró a reunirse con su mujer—. Y sufrirá durante mucho tiempo. Pero Shane tiene razón, querida. Philip se recobrará. Con el tiempo. De alguna manera eso nos ha ocurrido a todos, ¿verdad?
—Sí —contestó Daisy en un susurro, al recordar a David.
Jason se sentó a su lado y la rodeó con un brazo en un gesto protector.
—Y ahora, cariño —continuó diciendo—, trata de no preocuparte por él.
—No puedo evitarlo. —Miró a Shane—. ¿Adónde crees que habrá ido?
—Es probable que a Sidney..., para estar solo. Como un animal enfermo, quiere lamerse a solas las heridas.
—Philip tiene enormes responsabilidades en el mundo de las finanzas, y es un hombre muy consciente, Daisy. Ya verás que el lunes estará en la oficina, como siempre, y, si no me equivoco, se sumergirá en los negocios como una especie de terapia.
—Y el trabajo será su salvación —agregó Shane—. Lo mismo que hizo después de la muerte de David, lo usará como un antídoto contra el dolor. Te aseguro que lo ayudará a mantenerse en pie hasta que la herida empiece a cicatrizar.
—Espero que, en algún momento, acepte con resignación lo que le ha sucedido y que en el futuro construya alguna clase de existencia que le valga la pena vivir —deseó Daisy. Miró a su marido y a su yerno con expresión preocupada, y frunció el ceño—. ¡Philip es tan raro...! Durante años ha supuesto un enigma para mucha gente, e incluso para mí. —Suspiró, y, de repente, los ojos volvieron a llenársele de lágrimas—. ¡Pobre Maddy! ¡Yo quería tanto a esa chiquilla! Pero supongo que todos la queríamos, ¿verdad? Para mí fue como una segunda hija. ¿Por qué ha tenido que morir? —Daisy meneó la cabeza y siguió hablando antes de que ninguno de los hombres pudiera hacer un comentario—. Pero siempre son los buenos los que se mueren, ¿no? Es todo tan injusto..., ¡tan injusto! —Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
Jason la abrazó.
—¡Ah, cariño mío, cariño mío! —murmuró, con el deseo de calmarla, de consolarla. Pero estaba como perdido, no tenía palabras. Sabía demasiado bien que las frases amables eran un flaco consuelo en momentos como ése.
Después de algunos instantes, Daisy se recobró, se irguió, se sonó la nariz y se enjugó los ojos. De repente, su expresión era de resolución, y dijo en su tono más valiente:
—Debemos mostrarnos tan fuertes como nos sea posible para ayudar a Philip en esta tragedia.
—Él sabe que siempre estamos con él para el momento en que nos necesite —aseguró Shane, mientras le dedicaba la más alegre de sus sonrisas con la intención de reanimarla—. ¡Anímate!
—Sí, sí, lo haré. —Se volvió para mirar a Jason—. ¿Dónde está el padre Ryan?
—En la biblioteca con Tim, la esposa de éste y algunos de los demás. Mrs. Carr les sirve café y torta, y bebidas a los que prefieren algo más fuerte.
—¡Qué groseros hemos sido! ¡Debería estar aquí con nosotros! —exclamó Daisy poniéndose de pie en seguida—. Ya que Philip se ha ido, debemos atenderle nosotros en su nombre. —Y salió.
Jason salió tras ella con Shane pisándole los talones.
A pesar de las palabras alentadoras que acababa de decirle a Daisy, Shane, en su interior, sentía una gran preocupación por Philip. No veía la hora de abandonar Dunoon, el lunes por la mañana, para regresar a Sidney y permanecer cerca de Philip, para vigilarlo.
Nadie supo dónde había estado Philip ese fin de semana, después de alejarse de Dunoon con tanta rapidez el día del funeral de Maddy.
Cuando Shane trató de localizarlo esa noche en la casa de Point Piper, Mrs. Ordens le dijo que no se encontraba allí. Según José, el criado filipino, tampoco se hallaba en la torre McGill.
Shane no sabía si alguno de los dos mentía a petición de su jefe; así que no insistió demasiado a sabiendas de que si Philip quería ocultarse tras sus empleados domésticos, lo haría. Era tan obcecado como Paula, un rasgo familiar heredado de Emma Harte.
Después, el lunes por la mañana, a las siete y media en punto, como siempre, Philip apareció en sus oficinas de la torre McGill y citó a Barry y a Maggie para la habitual reunión matinal.
Tenía un aire tan frío y contenido, y su dolor no expresado resultaba tan formidable, que ni Barry ni Maggie se animaron a hacer un gesto de consuelo o de aventurarse a realizar algún comentario.
Tal como Jason había predicho, Philip se sumergió en el trabajo con una furia indescriptible. A medida que los días transcurrían, trabajaba más y más horas. Pocas veces subía a su apartamento antes de las nueve o las nueve y media de la noche. Comía algo ligero preparado por su criado filipino, y, en seguida se retiraba a su dormitorio para levantarse a las seis de la mañana siguiente y estar de nuevo en la oficina a las siete y media, sin salirse jamás de ese estricto plan. No hacía vida social, sólo tenía contacto con sus empleados. En realidad, rehuía a todo el mundo que no se hallara relacionado directamente con sus negocios, incluidos su madre y Shane, que eran parientes más cercanos. Tanto Daisy como Shane estaban cada vez más preocupados ante el comportamiento de Philip; pero no podían hacer nada en absoluto al respecto.
Barry Graves, que permanecía casi todo el tiempo con Philip durante las horas de trabajo, vivía esperando que él, de alguna manera, se refiriera a Maddy o a su muerte, o a la hijita de ambos, pero Philip jamás lo hacía. Y desde el punto de vista de Barry, a medida que el tiempo pasaba, Philip se volvía cada vez más frío y más introvertido. Había una especie de furia contenida en él que Barry sabía que en algún momento tenía que hacer eclosión, en una u otra forma.
Por fin, una tarde, desesperado, Barry llamó a Daisy a su casa de Rose Bay, le habló largo y tendido de su hijo y de lo preocupado que estaba.
En cuanto cortó la comunicación con Barry, Daisy telefoneó a Shane, que acababa de regresar de un viaje de dos días a Melbourne y Adelaida, donde había estado visitando los hoteles «O'Neill».
—Esta tarde tengo que ir a Sidney...; en realidad, llegaré dentro de un rato. ¿Puedo pasar a verte, Shane? —preguntó.
—Por supuesto. Me parece estupendo —contestó. Miró el reloj que tenía sobre el escritorio. Eran las tres y cinco—. Si vienes dentro de una hora, tomaremos el té y charlaremos un rato, querida Daisy.
—Gracias, Shane. Te lo agradezco.
A las cuatro en punto la secretaria hizo pasar a la suegra de Shane al despacho privado del dueño del «Hotel Sidney-O'Neill». Shane se puso de pie y rodeó el escritorio para recibirla.
Después de besarla en la mejilla, la separó un poco para examinarla con atención.
—Estás preciosa, como siempre, Daisy; pero te noto preocupada —agregó—. Por Philip. —La condujo al sofá.
Daisy no hizo comentario alguno.
Se sentaron uno junto al otro. Ella tendió una mano, cogió una de las suyas, y lo miró de frente. Lo conocía de toda la vida, desde el día en que nació, y lo amaba como a un hijo.
Al cabo de un momento, se decidió a hablar.
—Siempre has sido un buen amigo mío, Shane, para no mencionar lo espléndido que eres como yerno. Cuando mamá murió, fuiste un gran consuelo para mí, y jamás olvidaré lo que me ayudaste en los momentos más espantosos de mi vida: la muerte de David. Tanto para mí como para Paula, siempre has sido una roca. Y ahora, una vez más, debo solicitar tu ayuda, pedirte que hagas algo por mí.
—Sabes que haré todo lo que esté a mi alcance, Daisy.
—Quiero que visites a Philip —dijo ella inclinándose hacia Shane con aire urgente—. Habla con él. Trata de comunicarte. Consigue que se dé cuenta de que si continúa así, caerá enfermo.
—¡Pero si se niega a verme! —exclamó Shane—. ¡Tardo horas en conseguir hablar con él por teléfono! Te consta que lo llamo todos los días. Maggie, literalmente, tiene que obligarlo a que me atienda. Te aseguro que es una verdadera lucha. Y cuando le digo que quiero verlo, cuando prácticamente se lo suplico, me dice que tiene demasiado trabajo, reuniones de negocios o asuntos por el estilo.
—Sí, lo sé. A mí me sucede lo mismo. Y me encuentro con la misma resistencia. Pero creo que eres una de las dos únicas personas capaces de comunicarse con Philip. La otra es Paula, pero no se encuentra aquí. Así que tienes que ser tú. ¡Por favor, por favor, haz esto por mí y por Philip! ¡Ayúdalo a ayudarse! —suplicó dando rienda suelta a su desesperación.
Shane permaneció en silencio, pensativo.
—¡Ve a verlo esta noche a su apartamento! —agregó Daisy en seguida—. ¡Oblígale a que te reciba! En realidad, eso no será necesario. Llamaré por teléfono a José para advertirle que irás. Él te dejará pasar, y, una vez que te encuentres dentro del apartamento, Philip te recibirá. De esto estoy segura.
—De acuerdo —accedió Shane—. Iré. Haré todo lo que pueda.
—Gracias, Shane. —Daisy trató de sonreír, pero sin éxito—. Barry me ha ayudado mucho —explicó—. Pero él puede llegar sólo hasta cierto punto con Philip. Está muy preocupado por él. Dice que Philip está lleno de enojo. De furia, en realidad. Furia por la muerte de Maddy. Por lo visto, se siente incapaz de aceptar lo sucedido ni de ver la muerte de su mujer con ninguna clase de perspectiva.
—Es que ha sido un impacto tremendo para él.
Daisy abrió la boca, la cerró y se mordió el labio inferior. Después dijo con tono suave:
—Shane, ni siquiera ha sido capaz de ver a la niña desde que Jason y yo la sacamos del hospital y la llevamos a casa. Tampoco me ha preguntado por ella.
Shane no se sorprendió ante la noticia.
—Hay que darle tiempo —dijo, y se detuvo a pensar. Después, eligiendo las palabras con cuidado, agregó—: Es posible que culpe a la niña de la muerte de Maddy, y, por lo tanto, se culpa a sí mismo por ser el padre de la criatura. Recuerda lo que Alan Stimpson dijo: que el embarazo de Maddy pudo haberle provocado la hemorragia cerebral. No he olvidado la expresión de espanto de Philip al escuchar esas palabras.
Daisy asintió.
—Yo tampoco, y también he pensado en eso. Me refiero al hecho de que se sienta culpable de todo. —Lanzó un hondo suspiro—. Barry dice que cae en las depresiones más espantosas. La muerte de Maddy le ha producido una terrible herida en el corazón, una herida que tardará mucho tiempo en cicatrizar.
«Si cicatriza alguna vez», pensó Shane con pesimismo, pero no lo dijo en voz alta para no preocupar a Daisy más de lo que ya estaba.
—Bueno, y, ahora, háblame de la chiquita, Daisy.
El rostro de su suegra se iluminó al instante.
—¡Oh, Shane, es la criaturita más adorable del mundo! En realidad me recuerda a tu Linnet y a Natalie, la hija de Emily. Desde luego va a ser otra pelirroja del tipo de Botticelli... Una verdadera Harte de pies a cabeza.
Shane asentía, sonreía y escuchaba prestando toda su atención a lo que ella le decía. Sabía que para Daisy tenía gran importancia hablar de su nueva nieta, la tanto tiempo esperada heredera del imperio McGill. «Pobre criaturita —pensó de repente—. Ha llegado a este mundo cargando con un peso espantoso..., la muerte de su madre, nada menos.» Shane sabía que debía hacer todo lo humanamente posible por conseguir que Philip aceptara y amara a aquella pequeña. Por el bien de ambos. El padre necesitaba a la hija tanto como ésta le necesitaba a él.
Cuando Daisy se fue, Shane se sumergió en una montaña de papeles acumulados durante la última semana. Después, escribió una rápida pero cariñosa nota a Paula y postales a Lorne, Tessa, Patrick y Linnet. Acabó unos pocos minutos antes de las seis, hora en que tenía una reunión con Graham Johnson, director gerente de la cadena de hoteles «O'Neill» en Australia y con tres otros altos i ejecutivos de la empresa. El tema principal de la reunión era el nuevo «Hotel O'Neill» que estaban construyendo en Perth.
Shane dio por terminada la reunión a las siete y media y, en compañía de Graham, fue caminando al «Wentworth» para cenar. Cada vez que estaba en Sidney se obligaba a visitar otros hoteles de la ciudad. Le gustaba estar al tanto de la decoración, los alimentos, las bebidas, el servicio y las condiciones en general, para poder comparar su propio hotel con los de la competencia. El «Wentworth» le había gustado siempre, y él y Graham pasaron un par de horas agradables comiendo un delicioso cordero asado acompañado con suculentas verduras y una excelente botella de vino tinto. Hablaron de negocios, y de varios aspectos del nuevo hotel de Perth, durante casi toda la comida. Shane decidió que, la semana siguiente, antes de regresar a Londres, volaría con Graham al oeste de Australia.
A las diez abandonaron el hotel. Graham tomó un taxi para regresar a su casa y Shane se encaminó a la calle Bridge donde se hallaba situada la Torre McGill. Después de estar todo el día encerrado en la oficina necesitaba caminar y tomar un poco de aire fresco; además, quería asegurarse de que Philip hubiera terminado de cenar cuando él llegara al apartamento. Daisy le había sugerido que se presentara alrededor de las diez y media, y él decidió seguir su consejo.
A medida que se acercaba al rascacielos de cristal negro, Shane se preparaba para el encuentro con su cuñado. Sabía que sería difícil: doloroso, emotivo y perturbador. Mientras subía en el ascensor, se preguntó qué consejo le ofrecería a Philip para su dolor y su pena, y comprendió que ninguno. Lo único que podía hacer era hablar con él, comprenderlo, ofrecerle su apoyo y su cariño.
Tal como se lo había prometido, Daisy avisó a José, el criado filipino, de que Shane iría a ver a su patrón. José le abrió la puerta en cuanto sonó el timbre.
El filipino le hizo pasar a la hermosa sala de estar, que parecía flotar por encima de la ciudad. Esa noche el ambiente estaba en penumbra, por lo que aquella espectacular vista destacaba aún más. Con una reverencia cortés, el criado dijo:
—Le avisaré a Mr. Amory que está aquí, señor. —Gracias, José. —Shane se instaló en un sillón. Segundos después, José estaba de regreso y se inclinaba de nuevo ante Shane.
—Mr. Amory le ruega que espere un momento. —Está bien. Gracias.
El filipino sonrió, volvió a hacer una reverencia, y se alejó silenciosamente.
Cuando transcurrieron quince minutos, Shane se inquietó, preguntándose qué estaría entreteniendo a Philip. Se puso de pie, se acercó al bar y se sirvió una copa de coñac que se llevó al sillón en el que volvió a instalarse. Mientras bebía el licor se preparó para la entrevista con Philip, buscando qué palabras usaría, cómo iniciaría la conversación... Había algo importante. Con independencia de cualquier otra cosa que lograra esa noche, debía persuadir a Philip de que al día siguiente lo acompañara a la casa de Daisy. Para ver a la niña. Aparte de habérselo prometido a su suegra, él sabía que era de vital importancia que Philip dejara de lado todo sentimiento de culpa, y Shane estaba convencido de que la chiquita sería la clave del bienestar de su cuñado. Una vez que la aceptara, empezaría a amarla. Sólo entonces comenzaría a recuperarse del dolor por la pérdida de Maddy.
Transcurrieron otros quince minutos antes de que, por fin, Philip saliera por la puerta de su despacho. Se detuvo en el umbral y miró a Shane en silencio, con aire malhumorado.
Shane se puso de pie de inmediato, avanzó un paso; pero se detuvo con brusquedad, conteniendo el aliento. Tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no lanzar una exclamación al ver el aspecto de su cuñado. Philip había perdido peso y parecía extenuado, pero lo que más impresión le hizo a Shane fue su rostro. Estaba devastado. Tenía las mejillas hundidas, los azules ojos irritados y con profundas ojeras, tan oscuras que parecían hematomas. Pero, quizá, lo más sorprendente de todo fuese su cabello, antes renegrido, que se había puesto blanco por completo en los aladares.
Shane jamás tuvo la menor duda de que Philip había tomado muy mal la muerte de su mujer; pero no calculó hasta qué punto sufría una verdadera agonía. El hombre estaba deshecho por dentro y soportaba un sufrimiento mucho más horrible de lo que Shane se había animado a imaginar. Shane comprendió que cualquier muestra de ecuanimidad exterior que Philip pudiera desplegar ante el mundo, no era más que una mentira. Su frialdad y su lejanía, descritas por Barry, no eran más que autodefensas para no desmoronarse por completo. En cuanto vio a su cuñado, todo eso fue claro para Shane.
Se adelantó y ambos hombres se estrecharon las manos con la habitual calidez.
—He estado a punto de rogarte que te fueras —confesó Philip. Soltó la mano de Shane, realizó un cansado encogimiento de hombros, y se encaminó al bar para servirse una abundante cantidad de vodka con hielo—. Pero, de repente, me he dado cuenta de que eso t no tenía sentido alguno —continuó sin volverse—. Sabía que, en ese caso, volverías mañana o pasado. Y que mi madre vendría también. Y Jason. Entonces se me ha ocurrido que tal vez tuvieran la loca idea de arrastrar a Paula a Australia, así que he decidido que sería mejor que te viera... —Philip no se molestó en terminar la frase. Tenía una voz de enorme cansancio. Estaba destrozado por falta de sueño y su extenuación se evidenció en la forma de encaminarse hacia un sillón, en el que se desplomó. Había perdido su habitual vitalidad y su vigor.
Shane lo observó en silencio durante un instante.
—Hace tres semanas que enterramos a Maddy y en ese tiempo sólo te he visto una vez, y Daisy otra —murmuró Shane—. Tu madre está preocupada por ti, Philip, y para el caso, yo también.
—¡No os preocupéis! ¡Estoy bien! —replicó Philip en tono cortante, mostrando una reacción un poco más vital.
—¡No es cierto! ¡No estás nada bien!
—¡Pero, vamos, por amor de Dios! ¡Me encuentro perfectamente!
—No lo creo. Y, con toda franqueza, te diré que, en momentos como éste, uno necesita a la familia. Nos necesitas a mí, a Daisy y a Jason. No nos rehúyas, por favor. Queremos ayudarte, Philip, consolarte en la medida en que podamos.
—Para mí no hay consuelo. Sobreviviré. Supongo que todo el inundo sobrevive. Pero el dolor permanecerá siempre en mí... Era tan joven, ¿no te das cuenta? Uno espera que los viejos mueran., ésa es la ley de la vida. Cuando enterramos a un viejo, el tiempo cicatriza la herida. Pero si debemos meter en la tumba a una persona joven, el dolor nunca, nunca desaparece.
—Desaparecerá, créeme, desaparecerá —contestó Shane con tono comprensivo—. Y a Maddy no le gustaría verte así. A ella le haría feliz que tomaras fuerza de...
—¡No quiero que me largues un sermón ahora, Shane, por favor! —exclamó Philip en un arranque de irritación.
—No pensaba hacerlo —contestó Shane con suavidad.
Philip lanzó un largo suspiro de cansancio, se apoyó contra el respaldo del sillón y cerró los ojos.
Ambos quedaron en silencio durante unos instantes.
De repente, Philip se levantó, se acercó al bar y echó más hielo en su vaso. Dirigió una mirada penetrante a Shane y dijo, con tono desconsolado:
—No consigo recordar nada del último año, Shane. Eso es lo más terrible de todo. Es... es... un vacío. Se ha ido, y es como si nunca hubiera existido en mi vida. —La voz se le quebró y se puso ronco—. No puedo recordarla..., ¡no puedo recordar a Maddy!
—Ése es uno de los efectos del shock —contestó Shane con rapidez, con gran seguridad en su tono porque sabía que era cierto—. En serio sólo es el shock, Philip. La recuperarás.
Philip meneó la cabeza con vehemencia.
—No, no la recuperaré. Sé que no.
—El cuerpo de tu mujer ha muerto, pero su espíritu sigue contigo —reflexionó Shane—. Maddy está viva dentro de ti. Su espíritu está en ti, y en la hija que te dejó. Su cuerpo es lo único que se ha ido. ¡Por favor, créelo! Maddy está en tu corazón y en tu recuerdo, y siempre permanecerá contigo; además, está la pequeña.
Philip no contesto.
Se alejó del bar y cruzó lentamente la habitación en dirección de la ventana, como si fuera un viejo. Se quedó allí, mirando hacia fuera. Había escuchado a Shane con atención, como si bebiera sus palabras. En ese momento trataba de aceptarlas. ¿Seguiría ella estando siempre con él?
Suspiró. No encontraba el menor consuelo en lo que Shane acababa de decirle. Hacía días que había reconocido que la muerte era definitiva, que su Maddy se había alejado para siempre de él. Ella fue su vida. Maddy logró que terminara el dolor de su vida; con sólo pensar en ella la felicidad lo inundaba, sentía un gran calor en el corazón. Y, ahora, ni siquiera recordaba el rostro de su mujer. Tenía que mirar fotografías para recordarla. Y no lo comprendía, porque su amor por ella había sido inmenso.
Cerró los ojos con fuerza y apoyó la dolorida cabeza contra el cristal. Él la había matado. Con el acto de amor, él había matado a la mujer a quien amaba más que a la vida misma...
Shane dijo algo y Philip abrió los ojos, pero no contestó. Ni siquiera había escuchado a su cuñado.
Clavó la mirada en el cielo nocturno. Qué magnífico el de esa noche, de un azul profundo, suave como el terciopelo, sin nubes, tachonado de estrellas que parecían diamantes, e iluminado por las luces brillantes de los rascacielos de la ciudad. Hacia el este, adquiría un extraño tono amatista y se extendía en vibrantes dorados y en un rojo cálido.
«Mañana será un hermoso día —pensó Philip, distraído—. Cielo rojo nocturno, alegría del pastor; cielo rojo diurno, advertencia para el pastor. ¡Cuántas veces le habría dicho su abuela eso cuando él era niño! A Emma siempre le fascinaron los cielos y sus luminosidades. Inesperadamente, la belleza de ese cielo nocturno le formó un nudo en la garganta, sin saber la razón. Y, después, recordó: también Maddy hacía comentarios sobre la claridad de la luz, sobre las formas de las nubes y los cambiantes colores del momento en que el día se convertía en noche.
De repente, Philip se puso tieso, se acercó más a la ventana con el ceño fruncido y la mirada clavada en una formación de nubes oscuras que cruzaba el cielo por encima de los rascacielos, a varias manzanas de distancia. ¡Qué raro! Philip no conseguía darse cuenta de qué se trataba.
—¡Oh, Dios! —exclamó segundos después—. ¡Oh, Dios mío!
Shane se le acercó apresuradamente.
—¿Qué te ocurre? ¿Te sientes mal?
Philip se volvió, cogió a Shane del brazo y le obligó a acercarse a la ventana.
—¡Mira! ¡Allí! ¡Ese humo negro, los reflejos rojizos! ¡Dios mío, Shane, es un incendio! ¡El «Hotel Sydney-O'Neill» está ardiendo!
Shane se puso tenso. Al mirar hacia donde Philip señalaba, se le cortó la respiración. No conocía el perfil de la ciudad tan bien como su cuñado y tardó algunos instantes en distinguir el fuego y en deducir de dónde surgía. En seguida supo que el incendio era en su hotel. Acababa de localizar la inmensa pared de cristal que formaba el salón Orquídea.
Sin decir palabra, giró sobre sus talones y salió a la carrera.
Philip lo siguió de cerca.
Bajaron juntos en el ascensor, mirándose horrorizados y mudos. En cuanto las puertas se abrieron, ambos saltaron al vestíbulo y corrieron a Bridge Street.
Se encaminaron a toda velocidad hacia el «Sydney-O'Neill», y sus pasos resonaban en la acera, aunque pronto fueron sofocados por el ulular de las sirenas de tres camiones de bomberos que pasaron a toda velocidad por la calle.