CAPÍTULO 16
La luz que se colaba a través de las persianas despertó a Madelana.
Parpadeó y se sentó de repente en la antigua cama de dosel, sobresaltada y desorientada a la vez, sin saber dónde se hallaba. Entonces, ajustó sus ojos a la luz que entraba en la habitación, y miró a su alrededor, contemplando los detalles de ese hermoso cuarto, y recordó que se encontraba en Dunoon, el campo cerca de Coonamble, donde los McGill criaban ovejas.
Volvió la cabeza para mirar el reloj que había sobre la mesita de noche, y comprobó que era temprano. Apenas las seis de la mañana. Pero no importaba; estaba acostumbrada a levantarse al alba. De todos modos, la noche anterior, Daisy le había dicho que se levantara cuando deseara, y que se sintiera como en su casa; además le explicó que, desde las seis y cuarto, el ama de llaves estaba en la cocina. A partir de esa hora siempre había zumo de frutas recién exprimidas, café, té, tostadas y fruta en la sala del desayuno; además, había añadido Daisy, después de las siete, cuando uno de los dos cocineros llegaba, ella podía ordenar un desayuno caliente y sustancioso si así lo deseaba.
Madelana apartó las sábanas, saltó de la cama y se encaminó al cuarto de baño a ducharse.
Diez minutos después, salía envuelta en su albornoz blanco y se acercaba a una de las ventanas. Levantó la persiana y se quedó un instante mirando a los jardines. De un verde brillante, estaban cubiertos de espectaculares arriates, con profusión de flores de todos los colores. Era un día radiante, luminoso, con un cielo azul en el que una multitud de nubecitas blancas notaba suavemente, y parecían hechas de algodón de azúcar.
La excitación que había sentido la noche anterior, al llegar, se posesionó nuevamente de ella. Sentía impaciencia por salir a investigar los alrededores. Tenía ganas de pasear por aquellos invitadores jardines que sabía que Paula había ayudado a diseñar años antes.
Se instaló ante el tocador que había entre las dos altas ventanas. Antes de maquillarse, Madelana se cepilló el espeso cabello castaño mientras pensaba en ese lugar único donde había ido a pasar el fin de semana en compañía de Paula, Daisy y Jason Richards.
Dunoon no se parecía en nada a lo que esperaba o imaginaba encontrar.
Estaba situado a unos seiscientos kilómetros de Sydney, en la región de las planicies del noroeste de New South Wales, y el vuelo en el jet privado de la compañía de Jason Richards fue corto y veloz. Habían salido de Sydney el día anterior a las cinco de la tarde y aterrizado en el aeropuerto privado de Dunoon algo más tarde de las seis.
Tim Miller, el administrador del campo, los recibió con jovial cordialidad y no dejó de reír y bromear con ellos mientras ayudaba al piloto y a la azafata a trasladar el equipaje a la furgoneta.
Diez minutos después, al salir del aeropuerto privado, Madelana se sorprendió al ver varios aviones de distinto tipo en inmensos hangares, y, luego, dos helicópteros estacionados en el helipuerto vecino.
Ella expresó su sorpresa a Daisy, la cual le explicó que era más fácil llegar a Dunoon por avión, sobre todo si se presentaba alguna súbita emergencia. Durante el vuelo, Daisy le había contado que el campo tenía una superficie de millares de hectáreas, y, desde el aire, parecía un pequeño reino en realidad. Esos aviones y helicópteros confirmaron sólo la sensación de inmensidad que Madelana tenía.
La casa principal quedaba a siete kilómetros y medio del aeropuerto y Madelana, durante el trayecto no apartó la nariz del vidrio de la ventanilla, anonadada por lo que veía. Daisy se constituyó en su guía y, a medida que la camioneta avanzaba, le iba señalando una variedad de interesantes paisajes.
En determinado momento, pasaron frente a un grupo de edificios que parecían formar un pequeño pueblo y Madelana se enteró por su anfitriona que esos edificios incluían cobertizos de esquila; graneros, donde se almacenaba sin lavar la lana de las ovejas Merino que se criaban en Dunoon; los corrales de las ovejas; una herrería; un pequeño matadero en el que se faenaban los animales destinados al consumo del campo; un frigorífico, para conservar los cortes especiales de cordero y capón, y una serie de graneros de mayor tamaño donde se almacenaba forraje, y granos. También había una torre de agua y un generador que proporcionaba luz eléctrica propia al rancho.
A corta distancia de esos edificios se veían varias zonas cercadas, con abundante sombra dada por hermosos olmos dorados y sauces llorones. Allí pastaban vacas y caballos, y, muy cerca, se alzaban unas hermosas casas edificadas sobre una suave loma y rodeadas de dorados olmos y gruesos robles.
Tim conducía con lentitud para que ella pudiera apreciar todo lo que veía, y le explicó que allí vivían él y su mujer, así como peones del campo y parte del personal de servicio de la casa principal. Cerca, había canchas de tenis y una piscina para uso exclusivo del personal de servicio y sus familias.
Medio kilómetro más adelante, pasaron junto a unas pistas de equitación, a lo largo del camino principal, donde se entrenaba a los caballos. En las proximidades, vio grandes establos.
Esos edificios cautivaron a Madelana. Bajos, irregulares y de apariencia muy rústica, estaban construidos en piedra, gris y negra, y casi cubiertos por completo de hiedra. A Madelana le parecieron muy antiguos y así se lo comentó a Daisy quien le explicó que los establos databan de los años 20 y habían sido construidos por su padre, Paul McGill.
Durante el trayecto entre el aeropuerto y la casa, el paisaje causó gran impresión en Madelana. No esperaba que el campo fuese tan hermoso, ni que fuese a encontrar tanto verdor en Australia. Hasta ese momento, siempre había imaginado que el continente era árido y seco y que, una vez las grandes ciudades costeras quedaban atrás, sólo se verían campos áridos y secos cubiertos de arbustos.
Pero Dunoon era glorioso, un paisaje de ondulantes colinas, donde una profusión de verdes vallas daba hospedaje a amplios potreros y zonas boscosas. En verdad se trataba de un paisaje pastoral, donde el río Castlereagh corría a través de la oscura y rica tierra, en la que todo parecía florecer.
El camino que conducía a la casa principal, conocida simplemente como la mansión, tenía casi un kilómetro de largo, pero, en cuanto entraron en él, Daisy bajó una de las ventanillas. Al instante, un perfume a limón invadió la furgoneta.
—Es el Eucaliptus Citriodora —explicó Daisy al tiempo que le indicaba los árboles que se erguían por encima de ellos y que (laqueaban ambos lados del camino—. Se extienden desde la entrada al parque hasta la mansión y son muy aromáticos.
—Cuando huelo la fragancia de limón, en cualquier parte del mundo en que me encuentre, de inmediato pienso en Dunoon —agregó Paula.
Madelana asintió.
—No es para menos —dijo, mientras aspiraba aquella fragancia.
Todas las luces de la mansión permanecían encendidas para recibirles. Cuando Madelana descendió de la furgoneta y alzó la mirada para contemplarla, se sintió deslumbrada y, por un instante, lo que veía la transportó a su tierra natal, de verdes pastos para el forraje. Instantáneamente, se sintió invadida por la nostalgia y los recuerdos y tuvo que luchar contra las incipientes lágrimas. La mansión de Dunoon estaba construida en el estilo clásico que recordaba a las de las grandes plantaciones del sur estadounidense, anteriores a la guerra civil, y que eran maravillosas.
El frente era casi todo de madera pintada, con algunas partes de ladrillos muy oscuros. Estaba completamente rodeada por amplias galerías que protegían las paredes del sol del verano; pero que permitían que sus rayos las caldearan durante los meses de invierno. La galería delantera se apoyaba en ocho elegantes columnas blancas, cuatro a cada lado de la puerta de entrada de caoba lustrada. Esas columnas, altas e imponentes, se erguían hasta la parte superior de la casa, donde soportaban el peso de una terraza que rodeaba toda la tercera planta.
El verde follaje de las glicinas que crecían contra las paredes de madera pintadas de blanco, contribuía a crear una sensación de fresca serenidad, lo mismo que los frondosos árboles que proporcionaban sombra a la parte trasera de la casa. El parque, rodeado de enormes arbustos de azaleas blancas y rosadas, tenía una leve caída, y, más allá de ese inmenso e impecable verde, se veían los arriates de flores.
Una vez dentro, Madelana comprobó que la decoración interior de la mansión hacía justicia a la arquitectura exterior. Las habitaciones estaban ornamentadas con objetos antiguos, arañas de cristal, espléndidas alfombras antiguas y maravillosas pinturas, muchas de ellas Armadas por maestros del Impresionismo francés. Más tarde supo que la colección había pertenecido a Emma Harte y que incluía obras de Monet, Van Gogh, Gaugín, Cézanne y Degas.
Paula la condujo al encantador dormitorio de la primera planta vecino del suyo y ventilado, con techos altos, y una chimenea de mármol blanco frente a la que había dos sillones y un canapé. La antigua cama de columnas ocupaba un amplio espacio de la habitación.
Por todos lados había jarrones con flores frescas, que llenaban el dormitorio con los aromas del jardín. Esa mañana, el perfume de las flores era muy fuerte, pero Madelana ni lo notó.
Se contempló en el espejo del tocador y volvió a pasarse el cepillo por el cabello; después, sacó del armario un par de pantalones de franela gris, una camisa de seda blanca y una chaqueta gris azulado tejida a mano.
Una vez arreglada, se puso un par de mocasines marrones, su reloj pulsera de oro, un par de aros de oro de «Tiffany», y abandonó la habitación.
Poco después de las seis y media, abrió la puerta del comedor pequeño, el de los desayunos, y miró dentro.
Mrs. Carr, el ama de llaves a quien había conocido la noche anterior, no estaba a la vista; pero Madelana percibió el aroma a café, pan recién hecho y fruta fresca. Notó que todo estaba colocado sobre una mesa que había contra la pared del extremo opuesto del comedor, debajo del cuadro de un payaso de circo. La mesa redonda que había en el centro del cuarto, de forma octogonal, aparecía cubierta por un mantel de organdí blanco, y servida para cuatro personas.
Madelana se sirvió una taza de café solo. Observó la pintura del payaso. «Oh, es un Picasso», pensó sin sentir sorpresa en absoluto. Nada podía sorprenderla ya sobre Dunoon. Era un lugar mágico.
Se llevó la taza de café y fue a sentarse en los escalones de la galería. Allí lo bebió con lentitud, disfrutando del perfume del césped y de las flores, y del aroma a limón de los eucaliptos. Percibió el silencio de la naturaleza. Ese silencio interrumpido sólo por el piar de los pájaros y el leve murmullo de las hojas movidas por la suave brisa.
¡Qué paz reinaba allí! Era esa clase de paz que se encontraba sólo en el campo, y cuya existencia había olvidado. «Es un lujo», pensó, y cerró los ojos para que la penetrara hasta los huesos y se instalara en su interior. Y, de repente, se dio cuenta de que, desde su infancia, no había experimentado una paz tan grande.
Un poco después, Madelana volvió a entrar a la casa, dejó la taza y el plato en el comedor y se encaminó al vestíbulo de entrada principal. Antes, mientras se maquillaba, había pensado que iría a pasear por el jardín, pero en ese momento vacilaba.
Al otro extremo del vestíbulo se abría la puerta a una galería. Paula se la había señalado la noche anterior cuando subían a los dormitorios. En ese momento no tuvieron tiempo de recorrerla porque tenían prisa para cambiarse de ropa para la cena. Y mientras ascendían juntas la gran escalera curva, Paula habla comentado:
—En la galería están los retratos de nuestros antepasados McGill, pero también hay un retrato extraordinario de Emma. No debes dejar de verlo antes de irte de Dunoon, Maddy.
Al recordar las palabras de Paula, a Madelana se le despertó la curiosidad y decidió ir a ver el retrato de Emma. Caminaría después.
La galería era mucho más larga de lo que ella había supuesto, con altos techos y un enorme ventanal en el extremo. El piso, de madera lustrada, aparecía desnudo de alfombras, las paredes estaban pintadas de blanco, y en medio de la sala había una mesa de refectorio de roble oscuro. Un caballo de porcelana china, bastante grande, se encontraba sobre ella. Madelana supuso, por su aspecto, que debía de tratarse de otra valiosa antigüedad.
Se apresuró a recorrer la galería, casi sin mirar los retratos de los McGill, sólo le interesaba encontrar el de Emma Harte.
Cuando por fin se detuvo frente a él, contuvo el aliento. Tal como Paula le había dicho, era extraordinario y lleno de vida, mucho mejor que cualquiera de los que exhibían en las tiendas «Harte's» y hasta superior al que había en Pennistone Royal.
Lo contempló durante largo rato, maravillada ante la vitalidad que emanaba del cuadro y la fuerza de las pinceladas. Saltaba a la vista que había sido pintado durante la década de las años treinta, ya que el vestido de fiesta, de satén blanco, que Emma lucía pertenecía a esa época, y Madelana tuvo la sensación de que si extendía la mano y tocaba la pintura, sus dedos palparían la tela del vestido. Un collar de esmeraldas rodeaba el cuello de Emma, que lucía también aros y pulsera de esmeraldas y un anillo con una esmeralda cuadrada en la mano izquierda. El color de las piedras era idéntico al de sus radiantes ojos.
«¡Qué manos tan pequeñas tenía!», pensó Madelana, que se acercó más al cuadro para observarlas mejor. Casi parecían las manos de una niña.
El cuadro que colgaba junto al de Emma era el de un apuesto hombre moreno, elegante en su traje de etiqueta, con corbata blanca. Tenía los ojos azules más penetrantes que ella había visto en su vida, un rostro fuerte y atractivo, bigote negro y una profunda hendidura en el mentón. «Clark Gable», pensó Maddy, y en seguida sonrió al comprender que no podía tratarse del difunto actor de cine. Era, indudablemente, Paul McGill.
Ladeando la cabeza, estudió el cuadro con atención, pensativa, mientras se preguntaba qué clase de hombre habría sido. Sin duda, alguien a la altura de Emma Harte, de eso no le cabía la menor duda.
Philip bajó corriendo la escalera en el momento en que el reloj del abuelo, en la entrada del vestíbulo, daba las siete.
Cruzó en dirección al comedor pequeño, pero se detuvo al observar que las dobles puertas de caoba que daban a la galería estaban entreabiertas. Se acercó, con la intención de cerrarlas, y de inmediato vio a la joven que contemplaba los retratos. Se hallaba en el extremo opuesto de la galería, inclinada delante del retrato del abuelo, y Philip supuso que sería la ayudante de Paula.
Como si presintiera su presencia, ella se volvió. Cuando lo vio en la puerta, una expresión de incredulidad apareció en sus ojos. Lo miró con fijeza. Philip se dio cuenta de que también él tenía la mirada clavada en la muchacha.
Y, en ese instante, su vida cambió.
Tuvo la sensación de que esa chica estaba rodeada de un halo de luz. Y no se trataba de la luz del sol que entraba a raudales por el amplio ventanal, sino de una luz especial que emanaba de ella. Era un ser incandescente.
En seguida supo que la quería para él, y que sería suya. Philip no pudo comprender la razón de ello, pero fue como un relámpago que le recorrió la mente, y que él aceptó como una verdad indiscutible.
Se acercó a la joven con lentitud, y sus botas de montar resonaron contra el suelo de madera. Aquel ruido le resultó sobrecogedor, como una espantosa intromisión en la perfecta quietud que la envolvía. Ella permanecía esperándolo, sin moverse, casi sin respirar en apariencia, pero observándolo con una intensa mirada. Los ojos de Philip se mantenían fijos en el rostro de la muchacha.
Era una desconocida, pero, sin embargo, le resultaba familiar, y experimentó una profunda sensación de predestinación, o de destino, cuando se detuvo frente a ella.
La joven lo miró y esbozó una lenta sonrisa; entonces, él tuvo conciencia de que algo estupendo le estaba sucediendo, y lo que más le sorprendió fue que le ocurriera allí, en su propia casa, en el lugar del mundo que más amaba. Ella continuaba sonriéndole y él sintió que le quitaban un peso de encima, que el dolor no existía ya, y una sensación de paz total lo inundó.
Velada, como si le llegara desde una enorme distancia, oyó su propia voz que decía:
—Soy Philip, el hermano de Paula. —Le sorprendió comprobar que podía hablar.
—Soy Madelana O'Shea.
Ella le tendió la mano, que él tomó con firmeza entre la suya, a sabiendas de que había esperado a Madelana toda la vida.