CAPÍTULO 29

En Clonloughlin, la mañana del regreso de Anthony, llovía y una suave neblina suavizaba los oscuros esqueletos de los árboles y las altas chimeneas de la casa, que se erguían, rígidas, contra el cielo plomizo.

Al caminar por el sendero central del parque rodeado de césped, Anthony pensó en lo hermosa que era la mansión aun en un día gris de invierno como ése, con sus proporciones simétricas y armoniosas, sus altas ventanas y los cuatro pilares blancos sobre los que el pórtico del frente se apoyaba. Georgiana en su origen, era una mansión majestuosa, edificada en una pequeña colina, y rodeada por un espléndido parque que podía contemplarse desde sus múltiples ventanas. La casa tenía trescientas sesenta y cinco ventanas en total, una por cada día del año, una locura de su antepasado que edificó la casa en el siglo XVIII. Pero se trataba de una locura que Anthony siempre aplaudió en secreto. Esas ventanas eran únicas y proporcionaban una gracia particular a la fachada; se abrían a un paisaje bucólico, llenaban las hermosas habitaciones de aire y luz durante todo el año, y, en verano, el sol entraba a raudales en la casa.

Anthony amaba Clonloughlin con pasión. Era su hogar ancestral, y el único lugar en el mundo donde había deseado vivir siempre. Allí nació cuarenta y cinco años antes, y allí moriría cuando le llegara la hora. Y su hijo Jeremy ocuparía su lugar, porque durante siglos no se había interrumpido jamás la línea de los Standish.

En ese momento pensó en Alexander y se entristeció, como le había ocurrido la noche anterior al contarle la triste novedad a Sally. Aunque su mujer fue a buscarlo al aeropuerto de Cork, él se resistió a darle la mala noticia durante el trayecto en coche. Esperó hasta que se encontraron en la intimidad de su dormitorio.

Sally se angustió muchísimo cuando se enteró de la enfermedad de Sandy. Lloró y Anthony la consoló. Y después para animarse y enfrentar la realidad con una actitud positiva, empezaron a hacer planes para la visita de Sandy, una vez saliera del hospital. Pero después, cuando Sally se quedó dormida en brazos de su marido, sus mejillas estaban húmedas de nuevo. Ella y su hermano Winston crecieron en Yorkshire, junto a Sandy y Emily. Muy amigos, Sandy era padrino de Giles, el hijo de nueve años del matrimonio Standish.

Al llegar a la casa, después de su caminata, Anthony giró a la izquierda para entrar por la puerta trasera. En el pequeño vestíbulo se quitó el impermeable y la gorra de tweed, empapados por la lluvia, y los colgó en el perchero. Se sentó en una silla de madera para sacarse las botas de goma, se puso unos mocasines y después se dirigió con paso apresurado a la biblioteca. La casa estaba muy silenciosa.

Era temprano, acababan de dar las siete y Sally y los chicos dormían todavía. Anthony se instaló en un sillón cerca de la ventana con la pila "de correspondencia acumulada durante la semana que estuvo en viaje de negocios en Londres.

No se apercibió de la presencia del ama de llaves hasta que ésta habló.

—Buenos días. Señoría —dijo Bridget O'Donnell—. No esperaba que madrugara tanto habiendo llegado anoche tan tarde. Perdóneme por no haber encendido la chimenea de la biblioteca.

—¡Ah! Buenos días, Bridget —saludó Anthony, levantando la mirada, sonriente—. No hay problema. No tengo frío.

—El agua está hirviendo, sólo he de encender el horno y en seguida volveré con té y tostadas.

—Gracias —murmuró él. Miró la correspondencia preguntándose si debía interrogarla con respecto a lo que la mujer parecía querer decirle, pero decidió no hacerlo. Mejor esperar hasta sentirse un poco fortalecido por el desayuno. A veces, Bridget mostraba tendencia a ser demasiado locuaz, y eso le obligaba a él a tener muchísima paciencia. Además, esa mañana no estaba de humor para aguantarla.

Oyó que la mujer encendía la chimenea, y, en seguida, el crepitar de las llamas en el hogar. Después percibió el silbido del fuelle y el raspar del metal contra la piedra cuando Bridget colocó el protector de la chimenea en su lugar. Finalmente salió, rumbo a la cocina.

Anthony tomó una carta escrita por su hijo. Jeremy acababa de regresar al internado después de pasar las vacaciones de Navidad con ellos y, mientras abría el sobre, Anthony se preguntó qué tendría que decirle su primogénito y heredero. Sin duda debía tratarse de una petición de dinero. Los escolares de once años siempre estaban en apuros económicos. Sonrió. Jeremy era idéntico a él a la misma edad. Pero, a veces, el chico lo preocupaba. Jem no era tan robusto y saludable como su hermano Giles y su hermana India, y Anthony tenía que sofocar constantemente la tentación de malcriarlo, como lo malcriaba la madre.

Leyó la carta con rapidez. Como siempre, se trataba de un impreciso informe sobre las actividades desarrolladas por Jeremy durante los últimos días con una postdata subrayada: por favor envíame dinero urgente, por favor, papá, ¡por favor!

Antes de lo esperado, Bridget entró con la bandeja del desayuno, y al verla, Anthony dejó la carta sobre el escritorio.

—¿Dónde quiere que se lo deje, Señoría?

—Aquí, sobre el escritorio —contestó él, al tiempo que ponía a un lado la correspondencia.

Ella obedeció, y después se le quedó mirando desde el lado opuesto del escritorio.

Anthony cogió la tetera, se sirvió té en la taza de desayuno, agregó un poco de leche y, después, miró al ama de llaves.

—¿Sí, qué pasa, Bridget?

—Tengo que hablar con usted, Lord Dunvale. Acerca de algo importante.

—¿Ahora?

—Sí, señor, así lo creo... Me gustaría quitármelo de encima... esta misma mañana.

Anthony sofocó un suspiro.

—De acuerdo. —Cubrió una tostada con mantequilla y su mermelada favorita, dio un mordisco y bebió un sorbo de té. Al notar que el ama de llaves no hablaba, dijo—: Bueno, Bridget, quítatelo de encima. Y no te quedes ahí de pie. ¡Sabes que eso es algo que detesto! Por favor, siéntate.

Bridget se instaló en una silla, frente a él, se retorció las manos, nerviosa, sobre la falda, y clavó en él la mirada de sus ojos, azul oscuro.

Mientras esperaba que ella empezara a hablar, el duque terminó de comer su tostada. Por fin alzó una ceja.

—No sé bien cómo decirle esto... —comenzó Bridget con lentitud. Y, de repente, se detuvo en el medio de la frase.

Anthony que en ese momento se llevaba la taza a la boca, la depositó en el platillo con una mirada de alarma. Era la segunda vez en el término de unos pocos días que alguien había empezado una frase con esas mismas palabras. Primero, Sandy, y ahora Bridget..., y le pareció un mal augurio.

—Creo que deberías saber cómo decirme cualquier cosa, Bridget. Después de todo, nos conocemos desde la niñez.

El ama de llaves asintió.

—Bueno, Su Señoría..., lo que tengo que decir... Bueno, se refiere a Lady Dunvale.

—¡Ah! —exclamó Anthony sorprendido y entornando los ojos.

—No me refiero a esta Lady Dunvale, sino a la primera.

—¿Mi madre?

—No, no hablo de la condesa viuda. Me refiero a su primera esposa..., a Lady Minerva, señor.

Sorprendido, Anthony se recostó contra el respaldo del sillón y miró largamente a Bridget.

—¿Qué pasa con la difunta Lady Dunvale? —preguntó por fin.

—Se refiere a..., bueno..., esto..., a su muerte.

Por un instante Anthony quedó como petrificado; no podía hablar ni moverse. En seguida supo que estaba a punto de oír una espantosa revelación, y reunió todo su coraje antes de murmurar:

—¿Es importante ahora hablar de su muerte, cuando hace tanto tiempo que sucedió?

—Sí —repuso Bridget, con convicción.

—¿Por qué? —preguntó él incapaz de evitar la pregunta, aunque en realidad, no tenía el menor interés en saber lo que ella quería decirle.

—Porque no quiero tenerlo más tiempo sobre mi conciencia —contestó Bridget—. He de contarle lo que realmente sucedió... Para mí ha supuesto un peso terrible, y sigue siendo una pesadilla a pesar de todos los años transcurridos.

Anthony sentía la boca seca.

—No fue un suicidio, como declararon en la investigación.

Anthony frunció el ceño, al principio sin comprender; pero, en seguida, entendió, el significado de la frase de Bridget.

—¿Intentas decirme que Lady Dunvale se cayó al lago, que sufrió un accidente como yo he sostenido siempre? ¿Que no se quitó la vida?

—No, no se quitó la vida, la... —Bridget se interrumpió, frunció los labios y después murmuró—: la pusieron allí.

—¿Quién? —preguntó Anthony con voz apenas audible.

—Michael Lamont. Esa noche espantosa del sábado, los dos tuvieron una discusión y él la golpeó. Ella cayó y se golpeó el rostro contra el borde de bronce de la chimenea del salón de Lamont. Recuerde que tenía una herida en la mejilla. En la encuesta la mencionaron, tanto el patólogo como el doctor Brennen. Bueno, la cosa es que Lamont no consiguió revivirla. Parecía inconsciente. Pero, casi en seguida, se dio cuenta de que estaba muerta. Entonces, Lamont dijo que había sufrido un paro cardíaco o algo por el estilo. Que había bebido sin parar durante toda la tarde y la noche, y que no hacía más que tomar tranquilizantes..., y aseguró que la combinación de ambos le había provocado la muerte. Así que Lamont la tiró al lago para ocultar lo sucedido y, a la mañana siguiente, pasó por allí en el coche y simuló encontrar el cadáver...; después vino a la mansión para informarle que había ocurrido un accidente, y mandó buscar a la Policía. Así, a nadie se le ocurrió sospechar que él estaba involucrado en el asunto. Sin embargo, sospecharon de usted. El sargento McNamara, por lo menos.

Los acontecimientos ocurridos diez años antes volvieron a ser una dolorosa realidad, y Anthony recordó cada detalle con meridiana claridad. Tuvo la sensación de haber recibido una serie de puntapiés en la boca del estómago y empezó a hablar. Enlazó las manos para aquietarlas y aspiró hondo varias veces. Por fin se sintió capaz de hablar.

—¿Y cómo sabes todo esto, Bridget? —preguntó.

—Esa tarde yo había visto a Lady Dunvale cuando llegó a Clonloughlin desde Waterford. Usted sabe que venía muy a menudo, aunque usted se lo había prohibido, y a pesar de que estaban en pleno juicio de divorcio. Pero Lady Min adoraba Clonloughlin y no podía estar alejada de aquí. Muchas veces se marchó alrededor de las cinco. Me comentó que iba al lago. Desde que era pequeña, el lago la atrajo siempre. ¿Recuerda que cuando éramos niños, los tres, ella, usted y yo solíamos ir a merendar junto al lago? De todas maneras. Su Señoría, usted vio su cochecito rojo al borde del lago cuando se le averió la camioneta, así que decidió dar la vuelta más larga para no encontrársela. Y' ella también hizo una caminata., hasta la casa de Michael Lamont. Me dijo que iba a cenar con él, pero que no pensaba quedarse a pasar la noche. Verá, Su Señoría.., eran... —Bridget jadeó un poco y prosiguió con su relato, con rapidez, como si quisiera pasar el mal trago cuanto antes—, tenían una aventura. Lady Min me dijo que a las diez y media pasaría por la cocina a darme las buenas noches. Jamás se iba de Clonloughlin sin despedirse de mí. A las once y media, al ver que no había ve nido me preocupé y fui a buscarla a la casa de Lamont.

Bridget se detuvo, hizo un puchero y estuvo a punto de romper a llorar. De repente pensaba en la infancia, en lo amigos que hablan sido ella, Lady Minerva Glendenning, hija del duque de Rothenton, y el joven Anthony Standish, ahora duque de Dunvale. ¡Había transcurrido tanto tiempo! Aquella época le resultaba tan clara como si hubiese sido el día anterior, y fue la mejor parte de su vida.

Al observarla, Anthony notó la angustia de Bridget y estuvo a punto de hacerle un gesto amistoso; pero, sin saber la razón, cambió de idea y le habló con cierta dureza.

—Continúa, Bridget. Cuéntamelo todo. Debo saberlo.

Ella asintió y tragó con fuerza.

—Cuando llegué donde Lamont, la puerta estaba cerrada con llave y las cortinas corridas, pero igual alcancé a oírlos. Se gritaba como carreteros y se decían cosas horribles; y Su Señoría..., bueno, parecía muy borracha. Descontrolada. Y entonces, de repente, todo quedó en silencio. Un silencio terrible. Me asusté. Golpeé la puerta con fuerza, grité que era yo, y Michael me abrió. No le quedaba otro remedio, ¿verdad? Además sabía lo amigas que éramos Lady Min y yo. Al verla tirada en el suelo, se me detuvo el corazón. Corrí hacia ella, traté de hacer que volviera en sí. Pero estaba muerta. Entonces, a Lamont se le ocurrió la idea de echarla al lago, pan que pareciera que se había ahogado. No quería que usted se enterase de que hacía años que se acostaba con Lady Min. Sabía que si usted hubiera tenido conocimiento de ello, le habría despedido; y él no podía permitirse el lujo de perder su trabajo, y, pese a que él no provocó la muerte de Lady Min, las circunstancias lo condenaban. Eso fue lo que él me dijo, Su Señoría. Y no hacía más que repetirlo una y otra vez. Me aseguró que las evidencias circunstanciales son Condenatorias.

Anthony esta espantado y se sentía ultrajado.

—¿Por qué, en el nombre de Dios, no viniste a buscarme a la mansión? —preguntó furioso—. ¿Por qué le hiciste caso a Lamont?

Bridget apretó los labios y no respondió.

Anthony observó el gesto tozudo del mentón, el desafío de aquellos gélidos ojos azules y supo que perdía el tiempo. Ya de niña, Bridget era independiente y difícil, y los años no la habían cambiado. Si no quería contarle los motivos que la llevaron a guardar silencio en la época de la muerte de Min, y durante tantos años después, nada la haría hablar en ese momento.

Se recostó contra el respaldo del sillón y la estudió pensativo, mientras trataba de sofocar su furia y sus ganas de sacudirla con violencia. De repente, algo espantoso se le ocurrió, una posibilidad tan inaceptable que sintió que no sería capaz de hacerle frente. Sin embargo, no pudo menos que decir, con cuidadosa deliberación:

—¿Cómo estuviste tan segura de que Lady Min estaba realmente muerta? —Se inclinó y la miró con ojos fríos como el acero—. Lady Min podía estar sólo inconsciente, Bridget. Y, en ese caso, al echarle viva al lago, Michael Lamont la asesinó.

—¡No, estaba muerta! ¡Yo sé que estaba muerta! —exclamó Bridget excitadísima, con los ojos desmesuradamente abiertos—. ¡Yo sé que estaba muerta! —insistió, casi histérica.

—¿Recuerdas el informe del patólogo? El doctor Stephen Kenmarr afirmó que, al hacer la autopsia, encontró un exceso de alcohol y barbitúricos en la sangre de la muerta, y agua en sus pulmones. Eso lo llevó a la conclusión de que había muerto ahogada. Y, dado que tenía los pulmones llenos de agua, no podía estar muerta cuando la echaron al lago. No creo que un cadáver trague agua.

Al comprender las implicaciones que las palabras del duque encerraban, Bridget palideció. Siempre quiso a Minerva como a una, hermana, y desde chicas la que puso sus ojos en ella, la cuidó como una madre.

—¡No! —gritó Bridget—. ¡No estaba viva! ¡Estaba muerta! Yo jamás le hubiera hecho daño a ella. ¡La quería! ¡La quería! Usted sabe cuánto. El agua se le debería haber metido en los pulmones después de muerta.

Anthony se preguntó si eso sería posible. Decidió que quizá lo fuera; dependería del tiempo en que Min estuvo muerta antes de que la sumergieran en el lago. Se frotó la frente con un gesto de cansancio, miró al ama de llaves y preguntó, con voz muy controlada:

—¿Estaba el cuerpo de Lady Min caliente todavía cuando Lamont lo llevó al lago?

Bridget se sentía tan estremecida por la sugerencia del duque que no podía hablar, así que sólo asintió.

—El rigor mortis aparece alrededor de las dos horas de la muerte. Supongo que durante un corto tiempo después de morir debe de ser posible absorber agua. Tal vez durante media hora. Pero nunca por más tiempo, de eso estoy absolutamente seguro. Sin embargo, sólo un patólogo podría darme una contestación exacta —dijo Anthony en voz baja, como si pensara en voz alta.

Bridget lo miraba con fijeza, mientras se retorcía las manos que tenía sobre el halda.

Se produjo un largo silencio. La tensión que reinaba entre ellos era casi palpable; pendía pesadamente en el aire.

Por fin el duque habló, al tiempo que miraba a su ama de llaves con fijeza.

—¿Por qué has decidido, de repente, hablar conmigo, confiar en mí, ahora, al cabo de tantos años? Contéstame, Bridget O'Donnell.

—¡Pero si ya se lo he dicho! —exclamó ella—. No podía seguir con ese peso sobre mi conciencia..., me refiero a que usted no supiera la verdad, que ignorara las verdaderas circunstancias de la muerte de Lady Min. Sé hasta qué punto le preocupaba a usted... la idea de que se hubiera suicidado en un momento en que estaba desequilibrada. Usted se ha culpado durante años, atribuyó la muerte de Lady Min a su decisión de dejarla y divorciarse de ella, Y estoy segura de que creyó que la relación que tenía con su prima, la señorita Sally Harte, fue el factor desencadenante de la muerte de su esposa.

Anthony no pudo menos que acusar el golpe. Había algo de verdad en todo aquello.

Bridget le dirigió una mirada dura.

—Quise proporcionarle un poco de paz. Señoría —agregó.

«A otro perro con ese hueso», pensó Anthony, con total incredulidad. Y entonces, con una repentina premonición, lo comprendió todo. No le cabía la menor duda de que Bridget era amante de Michael Lamont. Pero Lamont, a los pocos días, se marcharía de Clonloughlin para siempre. Viajaba a Estados Unidos, a trabajar para la señora Alma Berringer, la joven viuda norteamericana que acababa de regresar a sus lares de Virginia después de haber sido la inquilina de Rothermerrion Lodge durante un año. Lamont y la señora Berringer eran amigos, pero Anthony sólo se dio cuenta hasta qué punto llegaba esa amistad cuando Lamont, el mes anterior, le anunció que pensaba trasladarse definitivamente a Estados Unidos.

Anthony se puso de pie, se acercó a la inmensa chimenea de piedra y atizó el fuego. Meditaba. Tenía el convencimiento de estar en lo cierto. Se volvió con lentitud; de cara a Bridget, la estudió con infinito cuidado. A pesar de no haber sido bonita, de joven era sumamente atractiva con su cabello de un rojo subido, el blanco lechoso de su piel y aquellos ojos, tan azules. Su sorprendente colorido, sus largas piernas y su espléndida figura llamaron siempre la atención de los hombres. Pero, por desgracia, no había envejecido bien. El pelirrojo cabello se había convertido en un castaño cobrizo que se volvía rápidamente gris; la figura había perdido su atractivo. Lo único que se mantenía igual eran esos ojos azules, vividos y juveniles. Y muy calculadores, decidió Anthony. Sí, desde la infancia, Bridget O'Donnell había sido manipuladora, tortuosa y poco sincera. Y cómo dominaba a la pobre Min. Lo extraño era que él no se hubiera dado cuenta de ello hasta entonces.

—Existe un viejo dicho, Bridget —comentó Anthony en voz helada y contenida—: En el infierno no hay furia semejante a la de una mujer desdeñada.

—Lo siento, señor, pero no le entiendo.

—Estás enamorada de él. Siempre lo has amado desde el día en que vino como administrador de mi propiedad. Por eso lo ayudaste, por eso lo protegiste después de la muerte de mi esposa. Y, a partir de entonces, fuiste su amante. Y ahora, como te deja, como se va detrás de otra mujer, quieres vengarte. Le estás clavando el cuchillo en la espalda a Michael Lamont con verdadera furia vengadora, ¿verdad? De eso se trata, ¿no es cierto?

Ella le mantuvo la mirada.

—No —repuso con tono definitivo—. No es eso. Sólo he querido tranquilizarle a usted, para que no siguiera culpándose por la muerte de Lady Min.

—Pero es que no me culpo —aseguró Anthony con total veracidad—. Ya hace años que no me siento culpable. Estás señalando a Lamont con el dedo acusador, porque él ha encontrado una mujer más joven y bonita que tú. Afróntalo, Bridget, a tu amante ya no le interesas.

Ante esas palabras, el ama de llaves se ruborizó, bajó la mirada y la clavó en sus manos.

Anthony se dio cuenta de que sus palabras habían dado en el blanco.

Después de algunos instantes, completamente alicaída, Bridget preguntó en voz muy baja:

—¿Y qué piensa hacer con respecto a Michael Lamont? ¿Va a enfrentarlo con la verdad?

Anthony la miró fijo durante algunos instantes; después cruzó la habitación con lentitud y volvió a sentarse tras el escritorio. Se inclinó para dirigir una mirada profunda a aquellos ojos azules que parecían contener todo el cansancio del mundo.

—Es obvio que tendré una confrontación con Lamont. Los hechos que me has contado no pueden ser ignorados. Y tú lo sabes. Por eso me lo has dicho. —Hubo una pequeña pausa antes de que continuara hablando—: Sin embargo, es posible que también vaya a la Policía y reabra la investigación de la muerte de mi esposa. Y me pregunto, Bridget, si alguna vez se te ha ocurrido que tú ayudaste a alterar las evidencias de una muerte repentina y dudosa. Y que cuando declaraste bajo juramento, cometiste perjurio. Además, si mi primera mujer estaba viva cuando Michael Lamont la metió en el lago, tú eres encubridora. La encubridora de un asesinato.

En cuanto Bridget regresó a la cocina, Anthony hizo una llamada a Cork que duró diez minutos, durante los cuales, él escuchó todo el tiempo. Cuando colgó el receptor, estaba pálido y con una expresión sombría.

Miró el reloj de la repisa de la chimenea, se puso de pie y se encaminó al porche interior. Después de ponerse el impermeable v las botas de goma, cogió su gorra del perchero, y salió.

Levantó la mirada. Había dejado de llover pero el cielo estaba cubierto todavía y persistía una fina neblina. A paso rápido se encaminó a la casa de Michael Lamont, situada cerca del lago, contra un monte de árboles. Al llegar entró sin llamar, cruzó el vestíbulo, la sala de estar, y entró en el despacho.

Lamont, un individuo apuesto, de cabello oscuro y cuerpo pesado, estaba sentado frente al escritorio, trabajando en un libro de contabilidad. Levantó la vista, sorprendido, cuando la puerta se abrió sin ninguna ceremonia y una ráfaga de viento desparramó los papeles del escritorio.

—Buenos días. Lord Dunvale —saludó con tono agradable, y en su rostro curtido por el sol apareció una sonrisa. Pero la sonrisa desapareció al percibir la expresión seca y la actitud de enojo de su jefe.

—¿Pasa algo? —preguntó Lamont, al tiempo que se ponía de pie.

Anthony no contestó de inmediato. Entró a la habitación, cerró con firmeza la pesada puerta de cedro a sus espaldas y se apoyó contra ella. Estudió a su administrador con mirada gélida. Lamont había trabajado a su servicio durante casi veinte años, y, de repente, se preguntó por qué habría confiado en él. Anthony siempre creyó conocer a Lamont del revés y del derecho; por lo visto, no lo conocía en absoluto. Lo había considerado un empleado dedicado y fiable, y un buen amigo. En ese momento, lo odiaba. Por fin, habló Anthony:

—Esta mañana, Bridget me ha contado una historia bastante extraña. Acerca de la muerte de la difunta Lady Dunvale.

Cogido por sorpresa, Lamont se le quedó mirando con la boca abierta. Intentó hablar, pero no pudo. Se alejó del escritorio hacia el otro extremo de la habitación como si quisiera alejarse de Anthony. Sacó un cigarrillo y lo prendió. Después se volvió a mirar al duque.

La expresión de Lamont fue de inseguridad, y sus ojos oscuros estaban llenos de aprensión.

—Exactamente, ¿qué significan sus palabras? —preguntó por fin.

—Bridget me lo ha contado todo; me ha confiado todos los detalles de lo que sucedió en esta casa esa noche trágica. —Anthony dio un paso adelante, acercándose al administrador y lo miró sin pestañear.

Ante ese intenso escudriño, Lamont vaciló. Parpadeó, desvió la mirada y aspiró una honda bocanada del humo de su cigarrillo.

—¿Por qué estaba tan seguro de que Min se había matado cuando se desplomó? —preguntó Anthony con voz dura—Usted no es médico, Lamont.

Éste enrojeció como la grana y exclamó, furioso:

—¡Estaba muerta! ¡Le digo que estaba muerta! —De repente, tuvo un acceso de tos y tardó unos minutos en reponerse. Cuando acabó de recuperar el aliento, agregó—: No seré médico, pero sé cuando alguien ha dejado de respirar. —Volvió a inhalar el humo del cigarrillo y, entonces, exclamó con nerviosa intensidad y voz temblorosa—: Traté de revivirla, le hice respiración boca a boca, pero estaba muerta. Amaba a Min. Lo cual es más de lo que usted puede decir.

Anthony se le acercó otro paso. Tenía los puños fuertemente cerrados y sus nudillos brillaban bajo la pálida luz matinal. Quería hundir el puño en el rostro, coloradote e hinchado de Lamont, reducirla a pulpa hasta que fuera irreconocible. Pero resistió el impulso gracias a todo su autocontrol.

—Usted no conoce el significado de la palabra «amor», Lamont. ¡No es más que un tenorio, un cretino, un falso y una amenaza para cualquier mujer decente!

—¡Usted me acusa de tenorio! ¿Y por casa cómo andamos? —retrucó Lamont con ironía—. Le aseguro que con sus aventuras y sus años de descuidarla fue usted quien arrojó a Minerva a mis brazos.

Anthony se contuvo. Una vez más tenía miedo de infligirle un serio daño físico a Lamont.

—¿Por qué no me fue a buscar cuando mi mujer se desplomó? —preguntó con lentitud—. O por lo menos, ¿por qué no llamó a un médico? ¿Por qué tuvo que tomar el asunto en sus manos? Su comportamiento fue el de un inconsciente y, además, un temerario.

Michael Lamont no era un hombre demasiado inteligente, pero sí lo bastante sagaz para reconocer que Bridget O'Donnell había llevado a cabo bien su trabajo. Decidió que no valía la pena mentir, así que dijo la verdad cuando murmuró:

—Tuve miedo. Miedo de que usted me despidiera cuando se enterara de lo que había estado sucediendo entre su esposa y yo. No podía correr el riesgo de perder mi empleo. También se me ocurrió que tal vez me culpara de su muerte. Más de un inocente ha sido condenado por evidencias circunstanciales. ¿No comprende? —terminó, lloroso—. No tenía opción, tuve que tapar aquello.

Mientras continuaba observando con dureza a su administrador, Anthony sintió hastío y repugnancia.

—Me pregunto cómo ha sido capaz de mirarme a los ojos durante todos estos años, después de lo que hizo, y sabiendo que mintió a todo el mundo con tal de protegerse. Usted es un ser despreciable, Lamont. Monstruoso.

Lamont no contestó. Había sido un imbécil al no haberse ido de Clonloughlin años antes. Se quedó a causa de Bridget O'Donnell, y por el terrible poder que esa mujer ejercía sobre él. En realidad, jamás había confiado en ella. Y por lo visto no se equivocaba. Cuando la larga relación entre ambos terminó por mutuo acuerdo, él se creyó finalmente libre de Bridget. Pensó que ella no le guardaba rencor. Se equivocaba. En cuanto inició un romance con otra mujer, ella lo atacó como una víbora, decidida a destruirlo. Y lo logró.

—Me muero de ganas de propinarle la paliza más grande de su vida —decía Anthony—. Pero no pienso ponerle un dedo encima. Dejaré que la ley se encargue de usted.

Lamont, que estaba enfrascado en sus pensamientos, se sobresaltó al oírlo.

—¿Qué? ¿Cómo ha dicho?

—Estoy decidido a reabrir la investigación de la muerte de mi esposa. Creo que usted mató a Lady Dunvale. Y me dispongo a hacerlo pagar su crimen —aseguró Anthony con frialdad.

—¡Está loco, loco de remate! —gritó Lamont, con los oscuros ojos desmesuradamente abiertos y una expresión de absoluto terror—. No sé de qué me habla, Dunvale. Min se envenenó con todas esas porquerías que tomaba. Murió a los pocos minutos de desplomarse.

—Ahí es donde usted se equivoca —afirmó Anthony con voz particularmente suave—. Se encontraba en un estado de inconsciencia profunda producida por el exceso de alcohol y de barbitúricos. Pero cuando usted la sumergió en el lago estaba viva y...

—¡No le creo! ¡Está mintiendo! No es más que una invención suya.

—¡No miento! —gritó Anthony con tono feroz—. Cuando esta mañana Bridget me contó lo sucedido, no estaba seguro por completo acerca de algunas realidades médicas. Así que llamé por teléfono al hospital de Cork donde localicé al doctor Stephen Kenmarr, el patólogo, el mismo que hizo la autopsia del cuerpo de Min, el cual descubrió que ella tenía agua en los pulmones y atestiguó en la audiencia que había muerto ahogada. —Anthony hizo una pausa, y después terminó de hablar con tono enfático y mucha lentitud, como para dar mayor peso a sus palabras—: El doctor Kenmarr me confirmó lo que yo sospechaba ya..., que es de todo punto imposible que un muerto inhale agua. Por lo tanto, Min estaba viva cuando usted la sumergió en el lago. Usted la ahogó.

Michael Lamont sintió que el vello se le ponía de punta. Estaba tan atónito por las palabras de Anthony que apenas conseguía mantenerse en pie. Se balanceó sobre sus pies, estiró el brazo y se aferró a la repisa de la chimenea. La idea de que podía ser el causante de la muerte de Min lo horrorizó. Había sufrido mucho durante esos años, obsesionado por el engaño, por las mentiras, por la treta que llevó a cabo para encubrirse. Su conciencia nunca lo dejó en paz.

—¡No, Dunvale, no! —gritó en ese momento—. ¡No tenía pulso, el corazón no le latía! —Se ahogó con sus propias palabras, los ojos se le llenaron de lágrimas y se desmoronó por completo—. ¡No es posible que yo haya hecho algo que la perjudicara! —sollozó—. La amaba. Vuelva a hablar con Bridget. ¡Por favor! ¡Por favor! Ella le dirá que no miento. Min estaba muerta..., y Bridget O'Donnell lo sabe.

—¡Estaba viva, Lamont!

—¡No, no! —Como si se hubiera vuelto loco, Lamont se acercó a Anthony manoteando en el aire y con el rostro enrojecido. Sintió un repentino dolor en la cabeza y en un lado del rostro; pero no permitió que eso lo detuviera. Se tiró contra Anthony. En ese momento, otro espantoso dolor lo cegó. La sangre se le subió a la cabeza, y lo vio todo negro. Cayó al suelo donde permaneció inmóvil.

Sorprendido, Anthony lo miró, a sus pies, inmóvil, como si hubiese echado raíces en el piso. Había notado el espantoso cambio producido en Lamont en el momento en que el hombre corría hacia él, y se dio cuenta de que sufría un ataque.

Con un esfuerzo por controlarse, Anthony se inclinó a tomarle el pulso. Los latidos eran leves y erráticos, pero existían.

Anthony se apresuró a acercarse al teléfono y marcó el número del hospital del pueblo de Clonloughlin.

—Habla Dunvale —dijo cuando la enfermera de guardia atendió—. Por favor, envíen una ambulancia de inmediato. A la casa del administrador de la propiedad. Creo que Michael Lamont acaba de tener un ataque. Pero todavía está vivo. Si se dan prisa, es posible que puedan salvarlo.

«Y, en ese caso, me encargaré de que se haga justicia», pensó Anthony al colgar el auricular.