CAPÍTULO 42

Wilberson, el mayordomo de Sir Ronald Kallinski abrió la puerta de la casa de Eaton Square pocos segundos después de que Paula oprimiera el timbre.

El hombre no pudo evitar una expresión de sorpresa al verla en los escalones de entrada.

—¡Pero, Mrs. O'Neill! ¡Buenas noches! —dijo, con una respetuosa inclinación de cabeza.

—¿Está Sir Ronald, Wilberson? Necesito hablar urgentemente con él.

—Sí, está. Pero tiene invitados, Mrs. O'Neill. En este momento, se encuentran en plena cena.

—Se trata de una emergencia, Wilberson. Por favor, dígale a Sir Ronald que estoy aquí. —Y antes de que el mayordomo pudiera impedírselo, estaba en el vestíbulo de entrada—. Lo esperaré aquí —dijo con firmeza, al tiempo que abría la puerta de la biblioteca.

—Sí, Mrs. O'Neill —contestó Wilberson, ocultando su enojo. De inmediato se dirigió hacia el comedor.

Pocos segundos después, Sir Ronald entraba apresuradamente en la biblioteca. La llegada de Paula, a las nueve y media de la noche, y sin anuncio previo, lo había sobresaltado. Pero al verle el rostro, su expresión de sorpresa se trocó en una de preocupación.

—¡Que mal te encuentro, Paula! ¿Qué te ocurre? ¿Estás enferma?

—No, no estoy enferma, tío Ronnie. Y te pido disculpas por presentarme así. Pero me ha sucedido algo espantoso. Tengo un problema muy serio, y necesito tu ayuda. Existe la posibilidad de que otra persona ocupe la presidencia de «Hartes». Puedo perder las tiendas.

Sir Ronald pareció haber sido alcanzado por un rayo. At instante se dio cuenta de que Paula no exageraba. Eso no iba con su carácter.

—Discúlpame un momento, Paula. Les explicaré a mis invitados que se me ha presentado una emergencia, y le pediré a Michael que haga las funciones de anfitrión durante un rato. En seguida vuelvo.

—Gracias, tío Ronnie —dijo Paula sentándose en el sofá Chesterfield de cuero.

Cuando Sir Ronald regresó junto a ella, casi al momento, se acomodó frente a Paula.

—Empieza por el principio, Paula, y no omitas detalle alguno —pidió. Con lentitud y extrema precisión, ella le contó lo sucedido ese día. Como tenía una memoria prodigiosa pudo repetir las conversaciones casi palabra por palabra. Empezó por la llamada de Charles Rossiter y terminó contándole el enfrentamiento mantenido con Jonathan Ainsley en el Banco.

Sir Ronald la escuchaba atentamente, con el mentón apoyado en una mano, y, de vez en cuando, asentía. Cuando Paula terminó su narración, el anciano exclamó, furioso:

—¡Mi padre tenía un nombre para los individuos como Jonathan Ainsley! —Hizo una pausa, la miró, y dijo con sumo desprecio—: Gonif!

—Sí, es el mayor de los ladrones. —Paula se aclaró la garganta—. Sin embargo, en realidad, yo soy la única culpable. Corrí el riesgo de quedar a merced de gente como él. —Suspiró y meneó la cabeza—. Olvidé que «Harte's» es una compañía que cotiza en Bolsa, y que hay accionistas. Estaba convencida de que la empresa era mía, que nadie me desafiaría jamás. Fui confiada en exceso. Y eso me ha perdido. He bajado la guardia en demasiados aspectos. Y siempre sucede que ése es el momento en que los puñales aparecen, ¿verdad?

Él asintió, mientras la estudiaba con atención. La quería como a una hija, la admiraba y respetaba más que a nadie en el mundo. En los negocios era atrevida, brillante e intuitiva. Hacía falta mucha valentía para reconocer los propios fallos. Sin embargo, al principio de la conversación Sir Ronald se había quedado estupefacto al enterarse de la venta de una parte de las acciones de «Harte's». Ése había sido el peor de sus errores.

—Nunca entenderé por qué vendiste ese diez por ciento de tus acciones, Paula —no pudo menos que decir—. Es incomprensible para mí. Fue un craso error.

Paula bajó la vista a sus manos y jugueteó con su alianza matrimonial. Cuando lo miró, fue con una sonrisa culpable.

—Lo sé. Pero quería comprar una cadena de tiendas con mi propio dinero..., para que fuese realmente mía.

—Tu ego pudo más que tu buen juicio.

—Es cierto.

Después de exhalar una bocanada de aire, Sir Ronald adoptó un tono más suave.

—Bueno, Paula, no hay nadie infalible, y los empresarios como nosotros mucho menos. La gente parece creer que somos harina de otro costal, personas de una raza especial, inmunes a los errores humanos. Ellos piensan que, para haber amasado fortunas como las nuestras, hay que ser duros de corazón, desapasionados, y sin debilidades. Pero nada de eso es cierto. —Meneó la cabeza—. En tu caso, una auténtica necesidad emocional interfirió en tu camino. Y te distrajo de lo más importante.

—Creo que tenía necesidad de demostrarme algo a mí misma.

«Qué manera tan costosa de hacerlo», pensó Sir Ronald. Pero no lo dijo.

—Las recriminaciones y los arrepentimientos no son más que una pérdida de tiempo —aseguró en vez de eso—. Debemos hacer que las desventajas se conviertan en ventajas; asegurarnos de que resultes ganadora. Analicemos tus opciones.

Ella asintió. Las palabras de Sir Ronald reforzaban su propia actitud, que era cada vez más firme desde que se había entrevistado con él.

—Podría ir a ver a Arthur Jackson, de «Jackson, Coombe and Barbour», apelar a su honestidad y conseguir que se replantee su decisión de concederle a Jonathan los votos de las acciones que controla —dijo Paula—. Hasta podría averiguar de qué medios se valió Jonathan para inducirlo y hacer una...

—Por descontado debes telefonear a Jackson —la interrumpió Sir Ronald—. Pero no te sorprendas si hace oídos sordos a tus palabras. No tiene ninguna obligación para contigo, y, por lo tanto, no necesita decirte nada.

—Pero tío Ronnie, ¡ha cometido una falta de ética!

—Tal vez, aunque no necesariamente. Arthur Jackson es el albacea de Sam Weston. Eso supone que tiene una sola obligación: la de proteger los intereses de esos chicos. Si puede hacer un negocio lucrativo, o conseguirles mayores beneficios, lo hará.

—Y supongo que eso es lo que ha hecho, ¿no?

—Es probable. Ainsley ha sido siempre muy hábil. Tal vez haya ofrecido pagar un importante dividendo en efectivo, y de su propio bolsillo, con tal de que esa firma de abogados le dé los votos de las acciones que controlan. —Sir Ronald se frotó el mentón, frunció los labios y se quedó pensativo. Después agregó—: Mañana haré algunas averiguaciones. Tengo medios para descubrir algunas cosas. En nuestro mundo no hay secretos, ¿sabes? No llames a Arthur Jackson, por el momento.

—Bueno. Gracias, tío Ronnie. —Se inclinó hacia delante, ansiosa—. ¿Existe algún motivo que me impida hacer una oferta pública para comprar todas las acciones de «Harte's» que estén en el mercado?

—Sí, y muy bueno: que no te lo permitiré.

—¿No sería legal?

—Desde luego que sí. Pero tendrías que hacer publicidad. Y te pondrías en manos de todos los depredadores de la City y de Wall Street. —Meneó la cabeza con mucha vehemencia—. No, no permitiré que lo hagas, Paula. Podría haber otras ofertas de compra, tal vez hostiles hacia ti. Y, de todos modos, ¿por qué crees que los accionistas van a preferir venderte las acciones a ti? Es posible que prefieran vendérselas a Sir Jimmy Goldsmith, a Cari Ihcan, a Tiny Rowland o a... Jonathan Ainsley. Todos harían ofertas, unos contra los otros, y lo único que se conseguiría sería hacer que la subida del precio de las acciones fuera desmesurada.

Paula desvió la mirada y se mordió los labios. Después de algunos instantes, miró al anciano y preguntó, con mucho cansancio:

—Entonces, ¿qué puedo hacer, tío Ronnie?

—Empezar a individualizar algunos pequeños accionistas que, en conjunto, reúnan el diez por ciento de las acciones de «Harte's». Tal vez sean cuatro o cinco... a lo mejor llegan hasta doce. Localízalos y cómprales sus acciones... a un precio mucho mayor que el que cotizan en Bolsa si es necesario. Ya tienes el cuarenta y uno por ciento. Con el cincuenta y uno controlas la empresa.

—¡Dios, qué tonta soy, tío Ronnie! ¿Qué me ocurre esta noche? He pedido toda perspectiva de las cosas. Por lo visto, ya no sé pensar con objetividad.

—Eso es muy comprensible porque has sufrido un impacto terrible. Además... —Hizo una pausa antes de continuar—, creo que debes hacer una cosa, querida mía.

—¿Qué?

—Liquidar a Jonathan Ainsley. —¿Cómo?

—En este momento no lo sé. —Sir Ronald se puso de pie, caminó hasta la ventana y se quedó mirando Eaton Square, mientras examinaba las distintas posibilidades con su mente analítica. Instantes después se volvió—. ¿Qué sabemos acerca de ese gonif?

—Me temo que no mucho, porque abandonó Inglaterra para irse a vivir a Hong Kong.

—¡Hong Kong! ¡Así que terminó allí después de que Alexander lo expulsó de la compañía! Un lugar muy interesante, Hong Kong. Ahora cuéntame lo" poco que sepas.

Paula le repitió la información que Charles Rossiter le había dado, y que éste, a su vez, conocía por intermedio de Sir Logan Curtis.

—Empieza a cavar, Paula —aconsejó Sir Ronald—, y cava bien hondo. ¿Utilizas alguna compañía privada de investigación para tus negocios en la empresa? Porque, en caso contrario, puedo recomendarte una.

—No, está bien, gracias. Hace años que «Figg International» trabaja para nosotros. Se encargan de la seguridad de las tiendas, me proporcionan guardias..., ya sabes, lo habitual. Y, da la casualidad que tienen un departamento de investigación con agentes en todo el mundo.

—Muy bien, contrátalos en seguida. Un tipo como Jonathan Ainsley debe tener muchos trapitos sucios. —Sir Ronald se interrumpió al ver que la puerta de la biblioteca se abría. Michael entró, y, al ver a Paula, exclamó, riendo:

—¡Ah, así que tú eras la emergencia! —Pero, al darse cuenta de ' lo serios que su padre y Paula estaban, continuó en un tono más sobrio—: Por la expresión que tenéis los dos, debe ser una emergencia. —Miró a Paula. Notó su extrema palidez, el cansancio de sus ojos—. ¿Qué sucede? ¿Algo relacionado con el incendio de Sidney, Paula?

—No, Michael, no tiene nada que ver con eso —respondió ella en voz baja, con la mirada en el padre de Michael. Sir Ronald se encargó de explicarle lo que ocurría. —Jonathan Ainsley se encuentra en Londres. Ha venido a crear' le problemas a Paula.

—¿Y cómo va a conseguir algo así? —preguntó Michael. —Tío Ronnie te lo explicará.

Una vez que su padre le hubo contado lo que sucedía, Michael se sentó en el sofá junto a Paula. Le cogió una mano con afecto. —Papá te ha hecho algunas sugerencias excelentes; pero, ¿en qué te puedo ayudar yo?

—En realidad no lo sé, Michael, pero gracias por el ofrecimiento. Ahora vuelvo a la tienda. Quiero empezar a revisar los archivos y poner la computadora en marcha. Tengo que encontrar a esos pequeños accionistas, y lo más rápidamente posible.

—Iré contigo para ayudarte —anunció Michael.

—No es necesario, Michael. Tío Ronnie tiene invitados, y he interrumpido la cena.

—No puedes hacer un trabajo como ése tú sola —protestó Michael con vehemencia—. Te llevará toda la noche.

—Pensaba telefonear a Emily.

—Buena idea. Podemos llamaría desde aquí. Nos encontraremos con ella en «Harte's». Entre los tres llevaremos mejor el asunto. —Pero...

—Deja que Michael te acompañe, querida mía —pidió Sir Ronald—. Me sentiré mejor si sé que se encuentra en la tienda contigo.

—De acuerdo. —Paula se puso en pie y lo besó en la mejilla. El anciano la abrazó, y la joven le susurró—: No sé cómo agradecértelo, tío Ronnie.

Él esbozó una sonrisa.

—Somos mishpocheh —dijo.