CAPÍTULO 34
Más tarde, cuando su suegra hubo regresado a su casa en Rose Bay, Madelana se puso un suéter grueso de lana blanca y salió al jardín. Caminó por él con lentitud, algo que hacía dos veces al día, disfrutando del ejercicio y el aire fresco.
A pesar de que el viento había parado, la tarde se había puesto fría y anochecía. A esa hermosa hora del crepúsculo, cuando no era de día ni de noche, todo adquiría contornos más suaves, más dulces.
El cielo perdía sus azules y su blancos y se oscurecía poco a poco y, a medida que el sol se ponía en el mar, el firmamento se teñía de ámbar y rosas. Nada se movía en ese jardín silencioso, donde sólo se oía el golpe de las olas contra las rocas sobre las que la mansión había sido construida.
Cuando llegó al extremo del ancho sendero, Madelana se detuvo unos instantes para mirar el mar, interminable y oscuro. Parecía frío, amenazador, insondable, y, a pesar de lo abrigado del suéter, se estremeció. Giró de inmediato sobre sus talones y se apresuró a regresar a la casa. Notó que había luz en algunas habitaciones, porque unas estrechas franjas luminosas que salían por las ventanas le iluminaban el camino.
¡Qué cálida y acogedora era su casa en contraste con el mar! Apuró el paso, porque, de repente, se sentía impaciente por entrar. A los pocos instantes cerraba los ventanales de la biblioteca, y, después de cruzar la habitación, se encontraba en el vestíbulo, todavía algo temblorosa.
Al colgar el suéter en el armario del vestíbulo oyó voces que llegaban de la cocina. Eran Alice y Peggy, las doncellas, y la señora Ordens, el ama de llaves, que conversaban con animación. Las tres la cuidaban de una manera excepcional y le aliviaban el trabajo que significaba llevar dos casas en Sidney: ésa, de Point Piper, y el perihov.se del último piso de la Torre McGill. Ya se encaminaba a la puerta de la cocina, cuando decidió que prefería vestirse para la velada antes de ir a charlar con ellas.
Mientras subía la escalera que conducía al piso superior, Madelana lanzó un suspiro de felicidad. Los últimos días experimentaba una hermosa sensación de plenitud. El amor de Philip y el bebé que llevaba en su seno la llenaban de júbilo. Pronto serian tres en lugar de dos. Estaba muy impaciente..., no veía la hora de tener a su hijo en brazos.
Cuando entró en su dormitorio, el resplandor rosado del fuego le dio la bienvenida. Aquélla era una de las dos habitaciones que ella había redecorado después de su casamiento, con una mezcla, combinación de blanco y de verdes pastel, y una impactante cretona blanca salpicada de peonías rosadas, lilas amarillas, rosas escarlatas y de hojas verdes oscuro. El juego de los verdes y la cretona destacaban la amplitud del dormitorio, cuya ventana miraba a los jardines y al mar.
Bajo la ventana, un asiento con almohadones; la cama, un inmenso lecho de columnas, ocupaba el centro de la habitación. En una esquina, cerca de la chimenea, había un pequeño y antiguo escritorio ante el que Maddy se sentó, y cogió la carta que le estaba escribiendo a la hermana Bronagh, a Roma, cuando Daisy se presentó a tomar el té.
La releyó con rapidez, agregó unas últimas frases, con unas palabras de cariño y la firmó. Después de meterla en el sobre, la colocó junto con las que le había escrito a la hermana Mairéad, a Nueva York; a Paula, a Londres, y a Patsy Smith, a Boston. Maddy mantenía una fluida correspondencia con sus seres queridos. Esa tarde, después de almorzar, decidió que escribiría esas cartas antes de internarse en el hospital para tener su bebé; estaba segura de que la criatura nacerla esa misma semana.
Se reclinó contra el respaldo de la silla y empezó a pensar en el último año. ¡Qué extraordinario había sido! ¡Increíble! Ésa era la palabra exacta para definirlo. «Pero si ni siquiera ha pasado un año —pensó de repente—. Conocí a Philip en setiembre, y el mes de agosto no ha terminado. ¡Cuánto ha sucedido en un lapso de tiempo tan corto!» Apoyó las manos sobre su vientre, con el pensamiento puesto en el bebé, haciendo interminables planes para el futuro.
Algunos instantes después levantó la mirada y la fijó en el muestrario de bordados que conservaba desde la infancia. Se lo habían enviado a Australia junto con el resto de sus pertenencias, y lo colgó encima del escritorio.
Si las oraciones son el dobladillo de tu vida, es menos probable que ésta se deshilache, había bordado su madre meticulosamente con lana azul, años antes.
«Oh, mamá —pensó Madelana—, mi vida ha resultado maravillosa, tal como tú me lo pronosticaste cuando era una niña. Soy tu muchacha dorada, después de todo. He sido bendecida.»
Maddy volvió la mirada a las fotografías con marco de plata que había sobre el escritorio... sus padres, Kerry Anne, el joven Joe, y Lonnie.
—Hace mucho que os fuisteis de mi vida, pero os llevo a todos en mi corazón y en él estaréis siempre —murmuró en voz baja.
Mientras continuaba mirando a su familia, se dio cuenta de que sus recuerdos eran mucho más dulces, mucho menos dolorosos que antes. Sin duda porque se sentía una mujer realizada y feliz, que ya no estaba sola. Por fin, su impresión de pérdida había cambiado, si no era que había sido erradicada por completo.
Media hora después, Maddy salía del dormitorio, recién bañada e inmaculadamente arreglada. Se había puesto una blusa de seda azul que le caía sobre unos pantalones sueltos, estilo pijama de la misma seda que la blusa. Sobre uno de sus hombros lucía el lazo de esmeraldas de Emma y, además, se había puesto un collar de perlas perfectas, unos pendientes largos también de perlas, la alianza matrimonial y el anillo de compromiso. Dentro de la cartera puso los sobres que acababa de cerrar. Los enviaría más tarde, desde el «Hotel Sidney-O'Neill».
Antes de bajar, se detuvo ante una puerta del pasillo, la abrió y entró a la habitación. Encendió la luz y sonrió, llena de placer, al ver lo que antes era el cuarto de huéspedes, convertido en cuarto infantil. Ella y Philip lo habían decorado juntos. Predominaban los blancos y los amarillos, con algún ligero toque salmón para avivar el ambiente. Se decidieron por aquellos colores al no ser considerados para ninguno de los dos sexos, y, por lo tanto, quedarían bien tanto si el hijo que esperaban era varón o hembra.
En un gesto de amor pasó una mano por el borde de la cuna, se acercó a la ventana para enderezar una cortina algo torcida, y después se paseó lentamente por el cuarto, amplio y alegre, con una sonrisa beatífica, feliz al comprobar que todo estaba listo para la llegada del bebé.
En el vestíbulo de entrada, Maddy se topó con Mrs. Ordens.
—Precisamente la buscaba, Mrs. Amory —dijo el ama de llaves con una cálida sonrisa—. Iba a subir para avisarle que acaba de llegar Ken con el coche para llevarla a Sidney.
—Gracias, Mrs. Ordens —contestó Maddy, al tiempo que le devolvía la sonrisa—, pero todavía es temprano. Entremos un momento a la cocina. Me gustaría repasar algunos detalles con usted antes de irme.
Shane decidió que jamás había encontrado a Madelana tan hermosa como esa noche. Saltaba a la vista que estaba más enamorada de Philip que nunca, y él de ella, y la felicidad que los embargaba se reflejaba en todo lo que hacían y decían.
Lo primero que observó cuando llegó a Sydney, varios días antes, fue que desde su encuentro con Madelana en Yorkshire, en enero, el rostro de ella se había redondeado bastante. La muchacha no era ya tan huesuda, y le quedaba bien haber engordado un poco.
Tenía las mejillas algo arreboladas, los grandes ojos grises muy brillantes, y una especie de resplandor, que a él le resultaba fascinante se desprendía de ella; como si estuviera llena de una luz interior que se reflejara en su cuerpo. No resultaba extraño que muchas personas que comían en el restaurante miraran hacia la mesa a la que estaban sentados. Pero, claro, Philip también tenía buena planta, muy distinguida, y su rostro era conocido en Australia. Eso también podía explicar las numerosas miradas que les dirigían con disimulo. Los dos formaban una pareja de impacto; como si un aura de encanto los rodeara.
Desde el principio fue una velada alegre.
Durante la cena en el Salón Orquídea del hotel, los tres rieron con ganas. En realidad, desde el momento en que Madelana llegó a la suite de Shane donde Philip estaba tomando un aperitivo con su cuñado, hubo un aire de alegría en la reunión. Philip se afanó por Madelana la obligó a sentarse en el sillón más cómodo, le sirvió un vaso de agua «Evian» bien fría, y en todo momento se comportó como el hombre enamorado que era. Y ella se mostró cálida, cariñosa y bastante plácida, sin abandonar su sonrisa beatífica en ningún momento. Shane se alegraba por ellos al comprobar lo bien que se llevaban y el éxito que había supuesto el matrimonio de ambos. Habían tenido tanta suerte como él y Paula.
—De todos modos, Shane, este fin de semana no iremos a Dunoon —dijo Philip—. El parto se ha demorado tanto que el doctor Hardcastle quiere que nos quedemos en Sidney. Tanto él como Maddy están convencidos de que la llegada del bebé es inminente y cree que no nos conviene movernos de la ciudad.
—Y el doctor tiene toda la razón del mundo —opinó Shane, Y, desde un punto de vista estrictamente egoísta, me alegra que os quedéis en la ciudad. Tal vez el domingo vaya a visitaros a Point Piper, si no tenéis inconveniente en que pase el día con vosotros, y, por supuesto, siempre que el bebé no haya decidido nacer.
Philip sonrió.
—Teníamos intención de invitarte, aunque esperábamos que pudieras pasar todo el fin de semana con nosotros. Podrías ir conmigo el viernes por la tarde. Eso te daría una oportunidad de relajarte, de alejarte del hotel y sus problemas.
—Me parece una idea excelente: es lo que haremos. Me resultará muy agradable estar con vosotros, tomarme las cosas con calma, y no hacer más que charlar, leer y escuchar música. Desde que llegué, no he tenido un momento de paz.
—¡Si supieras que alegría me da que pases el fin de semana con nosotros, Shane! Y te aseguro que Mrs. Ordens es una cocinera maravillosa. Si me dices qué comidas te gustan, te preparará todos tus platos favoritos.
Shane rió y meneó la cabeza.
—Ninguna comida especial, querida, por favor. Paula me ha conminado a que haga régimen. Opina que este verano aumenté de peso en el sur de Francia. Pero claro, ella siempre ha sido tan delgada, que a su lado cualquiera parece gordo. —Miró a Madelana con expresión alegre y dijo en tono de broma—. También tú eres bastante delgada... cuanto no estás embarazada.
—Sí —convino Madelana—. Creo que, con el trabajo, Paula y yo quemamos calorías. Supongo que gastamos mucha energía.
—A propósito de trabajo, ¿sigues pensando dirigir las tiendas Harte de Australia después del nacimiento de tu hijo? —preguntó Shane con curiosidad.
—Sí, creo que sí —contestó Maddy—. Pienso tomarme un mes o dos de vacaciones para dedicarme al bebé. Y, además, hasta que empiece a trabajar con un horario regular, desde casa puedo encargarme del papeleo y llevar las cosas por teléfono.
—Oye, justo al lado de mi oficina, en la torre McGill, estoy haciendo decorar una suite para Maddy —anunció Philip—. De esa manera, sólo habrá un tramo de escaleras entre ella y el cuarto que hemos destinado para el pequeño en el piso alto.
—Paula se ha llevado mil veces a uno de sus hijos a la oficina... y Emily también —comentó Shane riendo—. Creo que es un rasgo de las mujeres Harte. ¡Te conviene unirte al club, Maddy!
Ella le dedicó una enorme sonrisa que terminó en un bostezo. Trató de sofocarlo sin mucho éxito, se llevó una mano a la boca y volvió a bostezar varias veces.
Philip lo observó.
—Creo que será mejor que lleve a mi esposa a la cama —anunció ayudando a Maddy a ponerse de pie—. Espero que no te importe que nos vayamos temprano, Shane, pero creo que es lo mejor en el estado de Maddy.
—Por supuesto —contestó Shane poniéndose de pie—. Bajaré con vosotros, y, de todos modos, por una vez en la vida no me hará daño acostarme a una hora razonable.
Shane los acompañó hasta la puerta de entrada del hotel.
—Ahí está Ken con el coche —señaló al salir a la calle. Besó a Maddy, abrazó a su cuñado, y, cuando se encontraron en el automóvil, cerró la portezuela con firmeza.
Una vez el «Rolls» hubo arrancado, Philip rodeó a Madelana con un brazo y la acercó a sí.
—¿Te sientes bien, mi amor?
—Sí, Philip. Extenuada, pero nada más. —Se apoyó contra el cuerpo de su marido—. Me dio de repente..., me refiero a esta sensación de cansancio.
—¿Crees que será el principio? ¿Tienes contracciones?
—No, ninguna. —Madelana sonrió—. Te avisaré en cuanto tenga el menor síntoma —prometió.
Él le acarició el cabello y le besó la nuca.
—¡Oh, Dios! ¡Si supieras cuánto te amo, Maddy! Creo que nunca te sabré explicar con exactitud lo que significas para mí.
—Mmmm, ¡qué suerte! —dijo ella, mientras sonreía de nuevo y sofocaba una serie de largos bostezos—. Yo también te amo..., me alegraré de llegar a casa..., no veo la hora de apoyar la cabeza en la almohada. —Tenía los párpados tan pesados que le costaba mantener los ojos abiertos. Por fin los cerró y dormitó de forma intermitente durante todo el trayecto hasta Point Piper.
A la mañana siguiente, después de desayunar, Philip subió a despedirse de Maddy.
Pero la encontró profundamente dormida en la gran cama camera, con el cabello desparramado sobre la almohada. Tenía el rostro tranquilo, relajado, sin esa movilidad que le daba una expresión tan vivaz cuando estaba despierta.
«¡Qué hermosa es mi mujer!», pensó Philip, al tiempo que se inclinaba sobre ella para besarla en la mejilla. Le dio pena despertarla. La noche anterior estaba muy cansada, y sin duda, esa mañana le convenía dormir. Le apartó un mechón de cabello que tenía sobre el rostro, volvió a besarla, y abandonó en silencio la habitación.
Cuando Philip salió de la casa, justo antes de las siete. Ken lo esperaba ya con el coche, y, a los pocos instantes se hallaban camino a Sidney. Philip abrió su portafolios, releyó los documentos más urgentes y se preparó para el día de trabajo, algo que solía hacer durante la media hora de trayecto a la ciudad. Anotó varias cosas en su agenda; con detalle, estudió un memorándum urgente de Tom Patterson, director del departamento de minería, y uno de los mejores expertos de ópalos del mundo entero, hizo varios borradores con comunicaciones para ejecutivos de la «McGill Corporation», y volvió a estudiar los principales documentos que llevaba en el portafolios.
A las siete y medía en punto entraba en las oficinas ejecutivas de la «McGill Corporation» situadas en la última planta de la Torre McGill. Barry Graves, su ayudante personal, y Maggie Bolton, su secretaria, ya lo esperaban. Después de saludarlos con amabilidad, Philip los invitó a pasar a su oficina privada, donde mantendrían la primera reunión del día.
Philip se instaló en el sillón, detrás del escritorio, y dijo:
—La reunión más importante que figura en nuestra agenda del día es la que mantendremos con Tom Patterson. ¿Supongo que anoche habrá llegado bien de Lightning Ridge?
—Sí —contestó Barry—. Hace unos diez minutos llamó por teléfono y le confirmé que lo esperábamos a las once y media de la mañana y que almorzaría contigo en tu comedor privado de aquí.
—¡Muy bien! —aprobó Philip—. Estoy deseando ver a mi viejo amigo y conversar largo y tendido con él. Hace meses que Tom no viene a Sidney. Er! su memorándum dice muchas cosas interesante;. Lo volví a leer en el coche y hay varios puntos sobre los que quiero conversar con él. Pero mejor no hablar de eso ahora. —Philip miró a Maggie, que permanecía sentada al otro lado del escritorio, lápiz en mano y con el bloc de notas dispuesto.
—¿Ha llegado algo especial con el correo? —preguntó, al tiempo que miraba la pila de papeles que tenía frente a sí.
—Nada demasiado importante... casi todas son cartas personales, algunas invitaciones, solicitud de donaciones..., lo de siempre. ¡Ah! Y una alegre nota de Steve Carlson. Sigue en Coober Pedy. Y le va bastante bien —terminó Maggie con una sonrisa. Philip no pudo menos que sonreír también. —¡Así que, sin duda, me equivoqué al juzgarlo! El novato resultó ser bastante inteligente.
Los tres intercambiaron miradas y risitas, recordando al joven norteamericano a quien, el año anterior definieron como un simplón cuando fue a consultarlos.
—Suerte de principiante, nada más —decidió Barry con cierta amargura—. Abrió una de las carpetas que tenía en la mano y prosiguió con tono eficiente—: Aquí tengo toda la información necesaria sobre la cadena de diarios de Queensland. El dueño parece interesado en vender. He preparado una síntesis con todos los detalles importantes. Además, anoche, justo después que te fuiste, llamó Gregory Cordobian. Quiere concertar una entrevista contigo.
—¡Ah, sí! —exclamó Philip, sorprendido. Miró a Barry, intrigado—. ¿Será que por fin quiere firmar una tregua?
—Es difícil saberlo. Se trata de un tipo duro. Pero me da la sensación de que tiene ganas de mantener una conversación amistosa contigo. Y no olvides que, hasta ahora nunca se había mostrado así. Tal vez quiera vender el canal de televisión de Victoria. Y, escucha, Philip, él llamó, ¿verdad? Creo que ésa es una buena señal.
—Lo es. Y tal vez tengas razón... acerca del canal de Victoria. Después de asentir, Barry señaló la otra carpeta que tenía en la mano.
—Aquí hay informes sobre nuestras compañías de energía, de bienes raíces en Sidney, y de algunas empresas de minería. Tendrás que revisarlos todos antes del jueves que viene, cuando mantendremos la reunión con los ejecutivos de esas compañías.
—Los revisaré. Déjame las carpetas, Barry. Y tú, ¿tienes algo nuevo, Maggie?
La secretaría buscó una hoja de su bloc.
—Ayer, a última hora de la tarde, llamó Ian McDonald. Tiene el juego completo de velas que le encargaste, incluyendo el spinnaker y el Kevlar para la vela mayor. Quiere saber cuánto tendrás tiempo de ir a verlo. Y pregunta si te gustaría almorzar con él.
—Puede ser mañana o el viernes..., no tengo ningún compromiso esos días, ¿verdad?
—Mañana estás libre, sí. Pero el viernes, no; tienes una reunión con tu madre y el Consejo de Administración de la «Fundación Daisy McGill Amory». Un almuerzo de trabajo, aquí, en el comedor privado de la Torre.
—Es cierto, me había olvidado por completo —Philip se quedó un instante pensativo—. Tal vez convenga dejar la entrevista con Ian para la semana que viene. Sí, será mejor.
—Muy bien. —Maggie se puso de pie—. Yo no tengo nada más, así que os dejo solos. Llámame si quieres una taza de café, Philip.
—Sí, gracias.
Barry se acercó al escritorio.
—Por el momento tampoco tengo nada más. Quiero volver a la oficina para seguir con el informe que estoy preparando sobre los bienes de tu madre en el extranjero. Sigo atrasado con eso.
—Adelante, Barry, haz lo que tengas que hacer. De todos modos, ya tengo para entretenerme con todo lo que me has dado —dijo, señalando las carpetas que Barry acababa de dejar sobre el escritorio—. Nos veremos en la reunión con Tom. Avísame en cuanto llegue.
—Por supuesto.
Una vez solo, Philip se enfrascó en la lectura de los informes sobre los departamentos de minería. Se instaló con comodidad, y empezó a leer el primero, quince páginas escritas a máquina. Alrededor de una hora después, Maggie entró con una taza de café y lo encontró enfrascado en el segundo informe y tomando numerosas notas. Hasta las diez no pudo empezar con el informe sobre la empresa de bienes raíces de Sidney. Cuando apenas había leído la mitad, oyó la voz de Maggie por el intercomunicador.
—Philip...
—¿Sí, Maggie?
—Lamento la interrupción, pero te llama tu ama de llaves. Dice que es urgente.
—Ah..., bueno, pásamela. —En seguida, el teléfono que tenía a su izquierda empezó a sonar. Levantó el auricular—. ¿Si, Mrs. Ordens?
—A Mrs. Amory le ocurre algo —le informó la mujer yendo directamente al grano. En su voz se reflejaba la angustia que sentía.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Philip, instantáneamente alarmado. Se irguió en el sillón y aferró el auricular con fuerza.
—No consigo hacer que despierte. Entré al dormitorio a las nueve y media, como usted me indicó, pero dormía tan profundamente que decidí dejarla descansar un rato más. Desde que le he subido la bandeja del desayuno, hace diez minutos, no he podido despertarla, Mr. Amory. Creo que debe estar inconsciente.
—¡Dios mío! —Philip se puso de pie como impulsado por un resorte—. Iré en seguida. ¡No, no, con eso no ganamos nada! Debemos llevarla al hospital. A la sala de urgencias del St. Vincent. Mandaré una ambulancia. Usted debe acompañarla. Yo las esperaré en el hospital con el doctor Hardcastle, pero volveré a telefonearla dentro de unos minutos. En este momento, ¿está usted en el dormitorio?
—Sí.
—Entonces, no se mueva de allí hasta que la ambulancia llegue. Y no deje sola a mi esposa ni un segundo.
—No, no la dejaré. ¡Pero, por favor, apresúrese, Mr. Amory! Esto es algo grave.