CAPÍTULO 07
—Adoro los hoteles antiguos, sobre todo si son de estilo de la belle époque y poseen grandiosidad y esplendor —comentó Emily a Paula esta tarde cuando desembocaban en la Plaza Casino, en Montecarlo—. Como el «Hotel de París» aquí; el «Negresco», en Niza; el «Ritz», en París o el «Imperial», en Viena.
—Para no mencionar el «Grand», en Scarborough —dijo Paula riendo. Enlazó su brazo con el de Emily—. Me acuerdo que cuando éramos pequeñas ese hotel te atraía como un imán. Siempre me dabas la lata para que te llevara allí a tomar el té, y no podías esperar para llenarte la boca de bocadillos, bombas de crema y scones con mermelada de frutas y nata batida —bromeó.
Emily se estremeció ante el recuerdo.
—¡Dios mío, todas ellas estupendas para engordar! Con razón desde entonces he tenido que sacrificarme tanto para mantener la línea. Supongo que de chica fui demasiado comilona. —Sonrió mirando a Paula—. No debiste permitir que comiera tanto.
—¡Cómo podía impedírtelo! Hacía todo lo posible por mantenerte alejada del «Grand Hotel»; utilizaba toda clase de artimañas, hasta simulaba que no llevaba dinero. Pero siempre tenías una respuesta para todo... hasta para eso. «Escribe algo en la cuenta, como hace Grandma», me decías. Eras muy cabezota, y estabas llena de ideas.
—También tú.
Ambas se detuvieron en ese mismo instante y se miraron para compartir una sonrisa, mientras pensaban en aquellos días felices de la infancia que pasaron en Yorkshire y en Londres. Se produjo un cariñoso silencio antes de que Emily dijera:
—Qué suerte tuvimos, ¿verdad, Paula? Vivimos una infancia maravillosa; en especial cuando estábamos con nuestra Gran.
—Sí, fue la mejor de las infancias. Y ella era la mejor.
Empezaron a caminar de nuevo, enfrascadas en sus pensamientos. Cruzaron la agradable plaza en dirección al «Hotel de París», situado en una esquina, frente al famoso Casino de Montecarlo.
Era una tarde preciosa, soleada, con el cielo de un azul profundo surcado por pequeñas nubes blancas, y en la que soplaba una refrescante brisa procedente del mar.
Emily había conducido su potente «Jaguar» azul, para bajar a Montecarlo después de almorzar con la familia en la terraza de la villa y de asistir al entierro del pajarito en el jardín, en el que todos estuvieron presentes, para satisfacción de Patrick.
Al llegar al principado de Mónaco, estacionaron el coche y se encaminaron a «Jules y Cía.», el negocio de antigüedades donde Emily compraba con cierta frecuencia piezas de porcelana. Allí recogieron una fuente de Limoges que Jules había restaurado. El encantador anciano conversó un rato con ellas sobre porcelanas y cristales antiguos y les mostró su colección de objetos raros. Al abandonar la tienda del anticuario, recorrieron las calles principales y miraron escaparates, camino hacia el famoso hotel para el té de las cinco.
—Es imposiblemente grandioso, y hasta un poco cursi, pero me resulta irresistible —dictaminó Emily, cuando se detuvieron en la acera, frente al «Hotel de París». Al empezar a subir los escalones de la entrada, se rió de sí misma. Pero su risa murió casi al instante en sus labios, y se aferró con tanta fuerza al brazo de Paula, que ésta hizo un gesto de dolor y levantó la mirada.
En ese momento, y en dirección a ellas, bajaba la escalera una mujer alta, con una abundante cabellera pelirroja y una elegancia típicamente francesa. Lucía un vestido de seda blanca, muy chic y de un corte exquisito, una negra rosa de seda prendía de uno de sus hombros, zapatos combinados en blanco y negro, de alto tacón, cartera a juego, y guantes blancos. En una mano llevaba un sombrero de paja negra, y con la otra agarraba la mano de una niñita, con el mismo brillante y pelirrojo cabello. La mujer se había inclinado hacia la criatura para decirle algo, así que no las había visto.
—¡Dios santo! ¡Es Sarán! —jadeó Emily, mientras apretaba el brazo de su prima de nuevo.
Paula contuvo el aliento, pero no tuvo oportunidad de contestar. Tampoco podían darle la espalda a Sarah y salir corriendo.
A los pocos segundos, las tres se hallaban detenidas en el mismo escalón, mirándose tan sorprendidas que se quedaron sin habla y como clavadas al suelo.
Por fin, Paula logró romper aquel incómodo silencio.
—¡Hola, Sarah! —dijo en voz baja y tono agradable—. ¡Qué bien estás! —Se interrumpió, y respiró hondo—. Y ésta debe ser tu hija... Chloe, ¿verdad? —agregó, obligándose a sonreír a la criatura de rostro solemne que las miraba con expresión intrigada. Y, cuando la miró de cerca, Paula observó que no cabía duda de que se trataba de una descendiente de Emma Harte.
Sarah consiguió recuperar su compostura y dirigió una mirada asesina a Paula.
—¡Cómo te atreves a dirigirme la palabra! —exclamó, sin molestarse en ocultar su hostilidad y su odio—. ¡Cómo te atreves a tener un gesto amistoso, justamente conmigo! —Se inclinó para decir, con acento sibilante—: Eres una caradura, Paula O'Neill, al comportarte como si nada hubiera sucedido entre nosotras, después de lo que me hiciste, ¡puta de mierda!
El indudable odio que se reflejaba en el rostro de Sarah y sus amenazadores ademanes hicieron retroceder a Paula.
—Será mejor que te mantengas lejos de mí y de los míos —prosiguió Sarah, el rostro rojo de furia. Estaba encolerizada y su voz era innecesariamente alta y aguda—. ¡Y tú también, Emily Harte, no eres mejor que ella! —dijo con desprecio—. ¡Vosotras dos robasteis a Gedaen contra mía y después me robasteis lo que era mío por derecho propio! ¡Sois unas ladronas'. Y ahora: ¡fuera de mi camino! ¡Las dos!
Aferró la mano de su hija con fuerza y pasó a empujones entre Paula y Emily. La primera estuvo a punto de caer al suelo. Después, Sarah bajó los escalones restantes con aire de reina, sin dignarse mirar hacia atrás mientras la chiquita tropezaba en su afán de mantenerse a la par de la madre y exclamaba:
—Maman, Maman, attendez!
A pesar del calor reinante, Paula sintió el cuerpo helado y una sensación desagradable en la boca del estómago. Por un instante, permaneció como paralizada, sin poder moverse. Entonces, fue consciente de que Emily la agarraba del brazo.
—¡Uf! ¡Qué mal rato! Sarah no ha cambiado nada, ¿verdad?
—Nada —confirmó Paula—. Entremos, Emily, la gente nos mira. —Se libró de la mano de su prima, subió los escalones a toda velocidad y entró en el hotel, ansiosa por poner distancia entre la gente que había presenciado la escena y ella. Se sentía muy mortificada, e interiormente temblorosa.
Emily corrió tras ella y la encontró esperándola junto a la puerta, donde hacía esfuerzos por tranquilizarse. Volvió a enlazar su brazo con el de Paula y penetraron en el interior del hotel.
—Por lo menos, los que vieron lo sucedido eran unos desconocidos, así que no pienses más en el asunto, querida. Una buena taza de té nos hará muchísimo bien.
Una vez instaladas a una mesa aislada, ordenaron el té. Entonces, Emily se recostó en la silla y lanzó un hondo suspiro.
—¡Qué escena tan desagradable! —comentó.
—Sí. Desagradable. Y embarazosa. Yo no podía creer a mis oídos cuando empezó a gritarnos como si fuera una cualquiera. ¡Y para qué hablar de las barbaridades que nos dijo!
Emily asintió y miró a Paula, intrigada.
—¿Me quieres explicar por qué te dirigiste a ella la primera?
—No sabía qué hacer. Estábamos frente a frente. Te consta, Emily, que era una situación muy incómoda —contestó Paula. Pero, en seguida, una expresión pensativa apareció en su rostro y meneó la cabeza con lentitud—. Supongo que siempre he sentido un poco de compasión por ella. Ha sido el instrumento de Jonathan, y, en cierto sentido, su víctima. Él la embaucó, y la utilizó, a ella y a su dinero. En realidad, nunca he considerado que fuese un ser malvado, como Jonathan. Sólo, un poco estúpida.
—Estoy de acuerdo contigo respecto a la estupidez de Sarah; pero no le tengo lástima y creo que tampoco tú deberías tenérsela —exclamó Emily—. Mira, Paula, eres demasiado buena. Siempre tratas de ser justa y compasiva, y de tener en cuenta el punto de vista de todo el mundo. Eso está muy bien cuando se trata de gente que merece tu preocupación, pero no creo que sea el caso de Sarán. Estúpida o no, sabía que estaba mal respaldar a Jonathan, darle dinero para que él creara su propia empresa. Eso, en realidad, era ir en contra de «Harte Enterprises»... y de la familia.
—Sí, es cierto —admitió Paula—. Pero sigo pensando que, en cierto sentido, es más estúpida que malvada y estoy convencida de que Jonathan le puso una venda en los ojos.
—Tal vez —contestó Emily. Se acomodó en la silla y cruzó las piernas—. ¿No te parece extraño que, hasta hoy, nunca nos hayamos cruzado con Sarah? Me refiero a que, después de todo, hace cinco años que ella vive en la costa, cerca de Cannes, por lo menos eso era lo que el artículo que leímos en París Match decía, y Mougins no queda tan lejos.
Paula se mantuvo en silencio. Después de algunos instantes, levantó la vista, miró directamente a Emily, y murmuró:
—Hay otra cosa sorprendente: por primera vez en años, Michael Kallinski estuvo hablando sobre Sarah y Jonathan, el viernes, y...
—¿A raíz de qué? —la interrumpió Emily, perentoria.
—De ningún motivo en particular, aparte de su propia curiosidad. Como te conté ayer, habíamos estado hablando sobre la línea de ropa Lady Hamilton, supongo que fue natural que preguntara si sabíamos algo de Sarah. Sin embargo... —Paula se interrumpió y meneó la cabeza.
—¿Sin embargo, qué? —la urgió Emily.
—El hecho de que hablar de ellos haya resultado casi profetice —Paula lanzó una risita nerviosa y miró a Emily con fijeza.
—¡Al diablo con todo esto! ¡Lo único que pido a Dios es que no topemos con Jonathan! No sé si después de un encuentro con él, yo podría sobrevivir con tanta tranquilidad como ante un encuentro con Sarah —exclamó Emily.
—Yo sí sé que no podría. —Al decirlo, Paula sintió un estremecimiento y el vello se le erizó. Se recostó contra el respaldo de la silla y se mordió los labios, con el deseo de que la sola mención del nombre de Jonathan no la conmocionara de esa forma.
Por suerte, en ese momento llegó el camarero con el té y resultó una distracción que comenzara a colocar los platos y las tazas sobre la mesa y que empezara a hablarle a Emily en francés, a quien debía de conocer de vista. Paula rechazó los deliciosos pastelillos que le ofrecía y dirigió una mirada de reojo a Emily, mientras se preguntaba si su prima sucumbiría a la tentación.
Emily miró los pastelillos con expresión hambrienta, pero también meneó la cabeza. Mientras Paula servía el té, dijo:
—No creas que no he estado tentada de comer uno de cada clase. Me moría de ganas de comer algunos éclairs de chocolate y unos cuantos de vainilla, pero, como habrás visto, he resistido. Y todo por mi figura. Y por Winston. A él le gusto esbelta, así que he desarrollado una voluntad de hierro cuando se trata de cosas que engorden, como las bombas de crema. Deberías estar orgullosa de mí —agregó, al tiempo que lanzaba una alegre carcajada. —Y Winston también —acotó Paula, con picardía. Esa repentina alegría ayudó a disipar la desagradable sensación que el encontronazo con Sarah había dejado en ellas. En seguida, empezaron a hacer planes con respecto a los días que pensaban pasar juntas en Hong Kong. En determinado momento, Paula dijo:
—Tú y Shane tenéis razón, Emily. Creo que llevaré a Madelana a Australia conmigo.
—Ah, me alegro de que estés de acuerdo con nosotros, cariño. Si de verdad las boutiques están hechas un lío, Madelana te ayudará muchísimo.
—Sí, es cierto. Además, creo que el viaje la fascinará, ¿no te parece?
—¡Por supuesto! Se trata de un viaje maravilloso y, además, ella te tiene un cariño tremendo.
—Es cierto. Creo que el año pasado tuve una gran idea al nombrarla mi ayudante. Ha demostrado ser invalorable. —Paula miró su reloj—. Las cinco.., once de la mañana en Nueva York. Más tarde la telefonearé para decirle que quiero que me acompañe a Australia. Tendrá muchísimo trabajo esta semana si quiere dejar todo en orden para viajar el sábado, así que cuanto antes la avise, mejor.
—Si quieres, puedes llamar desde aquí, Paula —sugirió Emily que odiaba perder el tiempo cuando podía evitarlo.
—No, no, así está bien. Prefiero llamarla desde «Fabiola». La diferencia de estas seis horas me da un amplio margen.
Emily asintió. Entonces, de repente, y sin ningún motivo aparente, dijo:
—Apuesto lo que quieras que el vestido que llevaba puesto era de «Givenchy».
—No lo dudes. Sarah siempre tuvo buen gusto para la ropa.
—Mmmmm. —Emily quedo pensativa y con la vista perdida a lo lejos. Por fin, dijo—: ¿Crees que ella tendrá noticias de Jonathan?
—Ni la menor idea.
—¿Qué habrá sido de Jonathan, Paula? ¿Estará vivo? —Emily lo dijo con suavidad, como si pensara en voz alta.
—Preferiría no saberlo. Y, si no te importa, Emily, también preferiría no hablar de él. Te consta que Jonathan Ainsley no es mi tema de conversación favorito —contestó Paula, áspera.
—Oh, lo siento, cariño. —De repente, Emily lamentó haber vuelto a hablar de sus primos, y cambió de tema con rapidez—. Bueno, será mejor que pida la cuenta y que nos vayamos, así podrás llamar a Madelana a «Harte's».
—Sí, vamos —aceptó Paula.