CAPÍTULO 20
Philip se quitó el suéter y la camisa empapados, y los arrojó al suelo. Después, se sacó las botas, los pantalones de montar y se encaminó al baño presuroso, calado hasta los huesos y muerto de frío.
Se dio una ducha bien caliente y dejó que el agua hirviendo le corriera por el cuerpo durante varios minutos, hasta que se sintió mejor. Salió de la ducha, se secó, se puso un albornoz y se acercó al lavabo. Frente al espejo, se peinó el mojado cabello y se echó agua de colonia, sin dejar de pensar en Madelana.
¡Qué lástima que, una hora antes, se hubiera desencadenado una tormenta! Les interrumpió la cabalgada. Estaban en las colinas que se erguían sobre Dunoon, y él percibía que, en contacto con la naturaleza, a ella se le iban aliviando las tensiones. Decididamente, parecía más cómoda con él. El día anterior, cuando ella llegó a la hora del almuerzo, estaba muy callada y tan tensa que, por un instante, él tuvo miedo que se partiera en dos. Siguió tensa durante el resto del día. Sin embargo, por la noche parecía un poco mejor y disfrutó de la cena con Tim y Anne Willen.
Esa tarde, cuando salieron a caballo, la notó despreocupada, casi alegre, y de nuevo parecía dispuesta a abrirse con él. Philip se dio cuenta de que estaba ganándose su confianza. Tanto que cuando el tiempo cambió tan de repente, estaba a punto de confesarle lo que sentía por ella. Pero, de pronto, el cielo se oscureció. Empezó a llover de un modo torrencial, así que montaron y volvieron al galope a las caballerizas. A pesar de todo, tardaron más de veinte minutos en llegar. Matt los esperaba con uno de los peones, y ellos fueron los que se encargaron de desensillar a Gilda y a Black Opal, mientras él conducía a Madelana a la casa solariega en el «Maserati». Estaban calados hasta los huesos y temblaban de frío. Cuando entraron a la casa, notó que ella se había puesto muy pálida y que los dientes le castañeaban de un modo incontrolable. Esperaba que no se hubiera resfriado.
Permaneció varios minutos calentándose frente a la chimenea antes de cruzar el cuarto en dirección a un armario chino laqueado en negro que contenía un bar bien provisto. Sirvió dos coñacs, bebió uno de un trago y se puso unos abrigados pantalones grises, medias de lana y un suéter grueso. Después, se calzó unos mocasines, cogió la otra copa de coñac y salió del cuarto.
Segundos después se hallaba frente a la puerta de Madelana. Cuando iba a llamar, vaciló un instante al preguntarse si le habría dado tiempo suficiente para quitarse la ropa mojada, ducharse y vestirse. Decidió que sí, y golpeó la puerta con suavidad.
—¡Adelante! —exclamó ella.
Philip abrió y se detuvo en el umbral.
Madelana estaba sentada en el suelo, frente al fuego, con la espalda apoyada contra el sofá; se había puesto unas medias gruesas y un conjunto de gimnasia, y bebía la taza de té que le había pedido a Mrs. Carr un rato antes.
—Pensé que tal vez te haría bien beber esto —dijo él, al tiempo que le tendía la copa de coñac—. Te quitará el frío.
—Gracias. —Madelana puso la taza de té sobre una mesa ratona—. Sí, me vendrá bien, Philip. —Hubo un pausa—. Gracias —repitió ella.
Philip cerró la puerta con el pie, se le acercó y le dio la copa. Madelana la cogió, y, en ese momento, los dedos de ambos se rozaron. Ella se sobresaltó, como sorprendida, y se echó atrás, apoyándose más contra el sofá. Después alzó los ojos y lo miró.
Afuera seguía lloviendo, y estaba oscuro; pero ella no había encendido la luz y en la penumbra de la habitación, iluminada sólo por las llamas de la chimenea, parecía etérea. Su rostro tenía una belleza frágil e incandescente y sus ojos se veían enormes, transparentes y brillantes.
Él no podía apartar su mirada de ella.
Continuaron así; y, durante una fracción de segundo, Philip tuvo la impresión de que contemplaba las profundidades del alma de Madelana. Por fin, bajó los ojos. Pero, como no confiaba en sí mismo, se volvió sin decir una palabra y se encaminó hacia la puerta con la intención de dejarla sola hasta la hora de cenar. Sin embargo, antes de salir, fue incapaz de no mirarla de nuevo, sus ojos se sentían atraídos por los irresistibles de ella.
Madelana mantuvo con aire solemne la larga y penetrante mirada de Philip. Tenía una expresión de tranquilidad. No habló, ni se movió. Un profundo silencio los rodeaba.
Philip avanzó un paso, después, otro.
—Quiero estar contigo —dijo en una voz inesperadamente ronca—. Por favor, no me pidas que me vaya. —No te lo iba a pedir.
Al principio, él creyó que no la había oído bien y la miró con los párpados entornados.
Ella dejó la copa de coñac sobre la mesita, y le tendió la mano.
Philip se acercó, cogió la mano femenina entre la suya, se la llevó a los labios y le besó los dedos. Después se arrodilló en el suelo a su lado.
—Oh, Maddy —dijo él, usando el diminutivo de Madelana por primera vez—. Oh, Maddy.
—Philip —susurró ella en voz tan baja que apenas era audible.
Y, de repente, estaba en sus brazos, se aferraba a él y repetía su nombre una y otra vez, y él la estrechaba contra su cuerpo, cada vez con más fuerza. Con una mano acariciaba el sedoso cabello. Su boca encontró la de ella y la besó como había ansiado hacer desde el primer día; fue un beso profundo, feroz, apasionado, le metía la lengua en la boca como si así tomara posesión de ella. Madelana le devolvía los besos; su lengua rozaba la de él, y Philip se dio cuenta de que el ardor que Madelana experimentaba hacia él era idéntico al que él sentía por ella. Y eso lo emocionó profundamente.
No había posibilidad de retroceder, él lo sabía. Debían hacer el amor en seguida, en ese mismo instante, allí, sobre la alfombra, frente al fuego. No había tiempo que perder... ya habían perdido demasiado. La tendió en el suelo, debajo de su cuerpo, e introdujo una mano dentro de la blusa. Cuando sus dedos se cerraron alrededor de sus pezones, ella lanzó un hondo suspiro: él la acarició con suavidad, le pasó la punta de los dedos por el pezón, con infinito amor. Al instante, sintió como éste se endurecía y eso lo inflamó aún más. Le tironeó la blusa para sacársela por la cabeza.
Ella se sentó y se la quitó. Philip se desnudó y arrojó la ropa a un lado. De repente, se encontraron tendidos, de lado, en la alfombra, completamente desnudos. Empezaron a besarse de nuevo, con frenesí, cada vez con más urgencia, y ninguno podía apartar las manos del cuerpo del otro. Estaban hambrientos, desesperados por tocar, por explorar, por acariciar, por excitar, La urgencia de ambos crecía y se intensificaba a medida que se excitaban.
El deseo de Philip por Madelana era violento, y notó que a ella le ocurría lo mismo. Lo deseaba con tanta desesperación como él la deseaba, y no trataba de ocultarlo. Así que la penetró. Al hacerlo, sintió que ella se ponía tensa, jadeaba y se relajaba, después.
Philip apoyó las manos en el suelo, a ambos lados del cuerpo de ella, se irguió y la miró. En el rostro de Madelana se pintaba el deseo y la expresión salvaje que brillaba en sus ojos era una réplica de lo que él sentía. Al notarlo, Philip jadeó, sorprendido y feliz.
Empezó a moverse contra ella con mucha lentitud, muy experimentado y ella arqueó el cuerpo para encontrarse el de él, y ofrecérselo.
El ritmo de ambos aumentó, la urgencia de la pasión los llevó a un abandono total y empezaron a flotar, cada vez más alto, juntos, descontrolados. Philip había fantaseado con ella durante días; y sus fantasías se convertían en realidad, y él era incapaz de contenerse. Entró en el cuerpo femenino, dándose a ella mientras la devoraba con la boca. Y ella volaba con él en ese vértigo; de repente gritó su nombre y se puso tensa. Ambos empezaron a deslizarse con lentitud uno debajo del otro, hacía un calor, blanco y ardiente.
Madelana lo envolvía con sus brazos y piernas, como una atadura de seda. Él estaba, soldado a ella, formaba parte de ella, y ella de él, y el milagro fue que se habían convertido en un solo ser.
Agotados, por completo permanecieron inmóviles y enlazados. No se oía sonido alguno excepto la agitada y laboriosa respiración de ambos, el crepitar de la leña y el leve tictac de un reloj.
Philip fue el primero en reaccionar. Enterró el rostro en la cascada de cabello castaño de Madelana y susurró;
—Te he deseado desde el momento en que te vi en la galería de retratos, cuando bajé la escalera, Maddy. —Como ella no hizo ningún comentario, preguntó—: ¿No lo sabías? ¿No te diste cuenta?
—No —murmuró ella, y después, con una sonrisita, confesó—: Yo te deseaba también.
—Pues bien que lo ocultabas —exclamó él en voz baja.
—Y tú —replicó ella.
Rieron, pero en seguida volvieron a quedar en silencio, presos de sus propios pensamientos. Después de un rato, Philip la soltó, se levantó la agarró de las manos y la ayudó a ponerse de pie. Le pasó un brazo por la cintura y permanecieron juntos frente al fuego, mirándose como hipnotizados. Después, Philip le sostuvo la barbilla, se inclinó y la besó en la boca con suavidad. Después, cogió la copa de coñac y se la ofreció. Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza. Él bebió varios tragos, dejó la copa sobre la mesa y, mientras la conducía a la amplia cama, dijo:
—Espero que no creas que soy un bebedor.
Madelana rió sin hacer comentarios. Se metió bajo la ropa de la cama y Philip se le reunió, abrazándola. Ella arqueó el cuerpo para que se amoldara al de él y, llena de alegría, apoyó los hombros contra el amplio pecho de Philip. Su alegría se debía tanto al placer que había podido brindarle, como al alivio y la sensación de plenitud proporcionados por él. Su tensión de tantos días había desaparecido. Se sentía envuelta en una nube de paz, contento y de felicidad. Y supo que era por él, por todo lo que Philip era.
Philip la tenía estrechamente abrazada y enterraba el rostro en su nuca, en su cabello, entre sus omóplatos. Para su sorpresa, se sintió excitado de nuevo y notó una erección. Apartó la ropa de cama, se apoyó sobre un codo y la miró.
Madelana sonrió. Su rostro estaba radiante.
Él le devolvió la sonrisa y empezó a acariciarle las mejillas lleno de emoción. Lo cierto era que la amaba. Se había enamorado de ella el mismo día en que la conoció. Le alegraba de que hubiera ocurrido en Dunoon y de haber hecho el amor allí por primera vez. Le parecía lógico que algo tan importante sucediera en su hogar. Supo que la amaría siempre. Ése no era un enamoramiento pasajero. Ya no podría haber otras mujeres en su vida. Nunca, nunca más.
—Estás pensativo —dijo ella, con expresión intrigada.
Philip se inclinó sobre ella, y contesto en voz baja:
—Ha sido demasiado rápido, Maddy. Lo siento..., creo que estaba muy excitado. —Rió con alegría—. Pero te he deseado durante tantos días..., no hacía más que fantasear contigo.
—Has estado maravilloso.
—Lo dices porque eres parcial, querida.
Bajó la boca hasta sus senos y empezó a besarlos mientras le acariciaba el cuerpo y le pasaba las manos por todas partes. La piel de Madelana parecía de seda y tenía un exquisito tinte rosado a la luz de las llamas. Se maravilló ante la hermosura de aquel cuerpo delgado, tan bien formado, con sus largas piernas, sus pesados y voluptuosos senos, con los pezones duros bajo las caricias de sus manos.
Levantó la cabeza y la besó en la boca, con un beso profundo; con un dedo trazó una línea que, pasando por el estómago de Madelana, finalizó en su ingle. La acarició con suavidad y ella le tendió los brazos, acariciándolo a su vez. Al sentir que se ponía tensa y que tenía espasmos, Philip le alejó la mano con que lo acariciaba, y la penetró; de nuevo cayeron al instante en un intenso remolino de urgencia y de pasión.
Permanecieron juntos mucho tiempo; pero, por fin, él se levantó y abandonó la cama. Se acercó a la chimenea, delante de la que había dejado la ropa en el suelo, y empezó a vestirse.
Ella lo miraba, al tiempo que pensaba, en lo maravilloso que era. Tenía un cuerpo espléndido. Medía más de metro ochenta, de hombros anchos, sin un gramo de grasa en el cuerpo, y bronceado porque vivía mucho al aire libre.
De repente, Madelana tuvo la curiosa sensación de haberlo conocido antes... mucho tiempo atrás. Era sorprendente que él le resultara tan familiar. Sin embargo, eran unos desconocidos..., aunque, a partir de este momento, serían desconocidos íntimos.
Philip se acercó, a la cama, en cuyo borde se sentó, y le apartó el cabello que le caía sobre los ojos. Se inclinó y la besó.
—Éste es sólo el principio, Maddy, cariño —dijo.
—El principio del fin... —Se detuvo de repente, lo miró con fijeza, con los ojos muy abiertos, sorprendida por sus propias palabras.
Philip frunció el ceño.
—Qué cosa tan rara acabas de decir. ¿Qué significa eso?
—No lo sé —confesó ella—. Ha sido una idea que me ha pasado por la cabeza y lo he dicho sin pensar.
—No estoy dispuesto a hablar de ninguna clase de fin. —Rió él para quitarle importancia al asunto. La tomó en sus brazos y la abrazó con fuerza. Después la soltó y se puso de pie—. Nos veremos abajo dentro de un rato. No te preocupes por el vestido, cariño, sólo estaremos tú y yo.
—Sí —dijo Madelana.
Después que él se fue, Madelana permaneció un rato tendida en la cama. En la almohada de al lado, donde la cabeza de Philip había estado apoyada, se veía una depresión, y ella alargó la mano para tocar ese lugar. Después, se deslizó hacia el lado de la cama que él había ocupado y hundió el rostro en la almohada. Olía a Philip..., a su cabello y la colonia que él usaba. Madelana empezó a sollozar.
Una enorme sensación de pérdida la embargaba, y tenía miedo.