CAPÍTULO 33
—Desde luego, lo mejor que le ha sucedido a Philip en la vida lúe conocerte —dijo Daisy, llena de amor y respeto por su joven nuera norteamericana.
A Madelana se le iluminó el rostro. Lanzó una alegre carcajada y se acomodó en el sofá.
—Gracias. Me encanta que lo digas.
Se encontraban sentadas en la sala de estar de la casa de Point Piper, en Sidney, donde Philip y Maddy vivían durante la mayor parte de la semana cuando no estaban en Dunoon. Era una hermosa tarde de agosto, y, a pesar de que en Australia todavía era invierno, Madelana había abierto los ventanales que daban a la terraza y al jardín. Entraba una suave brisa que mecía los cortinajes de seda y que expandía por la habitación un perfume de madreselva, eucaliptos y un dejo salado del mar.
Sonriendo, Madelana agregó:
—De todos modos, tengo que decir lo mismo con respeto a tu hijo, Daisy. Me ha devuelto la alegría, ha ahuyentado las tristezas y las penas de mi vida y me da tanto amor que hay momentos en que creo que puedo estallar de felicidad.
Daisy asintió. Comprendía muy bien lo que la joven quería decir. Siempre le gustó que Maddy fuese tan abierta, y estuviera tan dispuesta a expresar sus sentimientos, a veces con considerable elocuencia. Además, le resultaba gratificante saber que su hijo era tan buen marido, que se había adaptado perfectamente a la vida de casado después de tantos años de andar jugueteando por el mundo. Y le fascinaba que él y Maddy fuesen tan felices.
—Cuando un matrimonio funciona de verdad, no hay nada que se le parezca en el mundo, nada que pueda ocupar su lugar —dijo Daisy con gran convicción—. Y es una maravilla vivir con un hombre que se da por entero..., como hacen Philip y Jason.
Daisy hizo una pausa para mirar las fotografías de su difunto esposo, en las que aparecía con Philip, Paula, Lome y Tessa, los mellizos de Paula, y con esta última. Las fotografías de una familia feliz que Philip había agrupado sobre una mesa ratona, cerca de la chimenea. Daisy permaneció un instante pensativa, recordando su vida con David; pero, en seguida, miró a Maddy con expresión apesadumbrada.
—Cuando David murió en la avalancha, creí que el mundo había terminado para mí. Y, en muchos sentidos, era cierto —confió, hablando por primera vez con Maddy de su primer marido—. Verás, desde que nos casamos, a los dieciocho años, David y yo compartimos un matrimonio perfecto. Yo estaba convencida de que era algo que jamás se repetiría con otro hombre. Y no me equivocaba. Por el mero hecho de que no hay dos hombres iguales y, para el caso, tampoco dos mujeres iguales, y porque todas las relaciones son diferentes; cada una tiene sus propias fuerzas y sus propias debilidades. El hecho de abandonar Inglaterra y de venir a Australia a vivir me ayudó a empezar de nuevo, y las obras de caridad me dieron un propósito en la vida. Pero fue Jason quien me volvió a la vida como mujer. Él me convirtió otra vez en una mujer completa, Maddy.
—Jason es una persona maravillosa —reconoció Maddy con toda sinceridad pensando en la bondad del australiano y en los gestos de cariño que había tenido para con ella durante los últimos meses—. Te aseguro que las dos tuvimos suerte al encontrar hombres de cuarenta quilates.
—¡Ya lo creo! —exclamó Daisy, riendo, divertida ante el giro verbal de Madelana. Estaba impaciente por contarle a Jason lo que Madelana pensaba de él, algo que, decidió, era la pura verdad. Sin dejar de sonreír, se inclinó, cogió su taza de té y bebió un sorbo.
Se hizo un silencio cómodo entre aquellas dos mujeres que, procediendo de ambiente sociales tan distintos, de mundos tan dispares, en el año que se conocían, se habían tomado un profundo cariño. El principal lazo que las unía era el amor que ambas sentían por Philip y por Paula, y la obsesiva admiración que Maddy le profesaba a Emma Harte. Habiendo querido mucho a su madre, a Daisy le divertía contestar las interminables preguntas de Maddy, y le hablaba de Emma, le contaba anécdotas de esa legendaria magnate, y su nuera siempre la escuchaba fascinada. Además existía el lazo creado por la criatura que Madelana llevaba en su seno. El hijo de Philip..., y el heredero del imperio McGill que Daisy tanto deseaba.
Y en ese momento, mientras bebía el té y estudiaba a Madelana en silencio, Daisy pensó en el bebé. No veía la hora de que naciera. Ya llevaba dos semanas de atraso y todos estaban cada día más impacientes. Con excepción de Maddy, que permanecía tranquila, saludable..., y, de alguna manera, divertida por los mimos constantes que la familia le prodigaba.
—Después de todo, me alegra que no te hayas hecho la ecografía —informó Daisy, rompiendo el silencio—, aunque siento impaciencia por saber si será nieto o nieta.
Madelana sonrió.
—Creo que nunca tuve interés en saberlo por anticipado..., prefiero mil veces la sorpresa. —Se puso las manos sobre el vientre en un gesto protector y para sentir al bebé; después lanzó una carcajada—. Sin embargo, Daisy, tengo la sensación de que es mujer.
—¿En serio?
Maddy asintió e inclinándose hacia delante, anunció: —Y si es mujer, hemos decidido llamarla Fiona Daisy Harte McGill. Un hombre largo, ¿verdad? Pero queremos que lleve tu nombre y el de mi madre, y que use los apellidos de sus bisabuelos paternos.
—Me emociona, me honra..., ¡y me halaga en extremo! —contestó Daisy con sus azules ojos resplandecientes de alegría.
Madelana cambió de posición en el sofá para estar más cómoda. De repente se sintió torpe, desgarbada y llena de calambres.
—¿Estás bien? —preguntó Daisy al notar el gesto de dolor de su nuera.
—Sí, pero hoy me siento un poco tensa. Si quieres que te diga la verdad, también yo estoy deseando que nazca. Tengo la sensación de haberme convertido en una inmensa sandía que está punto de explotar. Y no hago más que dar vueltas alrededor de Philip como un pez fuera del agua..., o una ballena varada en la playa, o algo por el estilo.
Daisy lanzó una carcajada.
—¿Y si es varón? ¿Ya le habéis elegido nombre? —Paul McGill. Como tu padre.
—¡Ah, Maddy, que hermoso gesto por vuestra parte! Me siento emocionada.
Daisy se levantó y se acercó a la consola donde al llegar había dejado la cartera. La abrió, sacó una cajita de cuero y se la entregó a Madelana.
—Esto es para ti.
La joven miró sorprendida a su suegra; después bajó la vista y la fijó en el joyero. El cuero estaba viejo, desgastado y arañado. Lo abrió y contuvo el aliento al ver un broche de esmeraldas sobre el terciopelo negro.
—¡Pero Daisy esto es una maravilla! ¡Fabuloso! ¡Gracias, muchas gracias! Es antiguo, ¿verdad?
Daisy, que se había instalado en el sofá junto a Madelana, asintió.
—Es de la década de los veinte. Hace tiempo que queríamos regalarte algo muy especial y al fin...
—¡Pero esto es algo especial en extremo! —la interrumpió Madelana—. Tú, Jason y Philip me hacéis regalos increíbles. Me malcrían demasiado.
—Es que te queremos, Maddy. Pero, como te estaba diciendo, es este preciso momento de tu vida, yo quería regalarte algo que tuviera un significado especial..., y entre mis alhajas, elegí este lazo de esmeraldas. No sólo porque es una joya exquisita y te quedará muy bien, sino porque perteneció a mi madre. Me pareció que eso te gustaría y que apreciarías el valor sentimental del regalo.
—Y lo aprecio profundamente, Daisy. Pero, pensándolo bien, no puedo aceptarlo..., es una herencia de familia.
—¿Acaso no eres de la familia? Querida, te has casado con Philip —aclaró Daisy, enfática. Sacó el broche de la caja y juntas admiraron la belleza del diseño y la perfección y el color de las esmeraldas.
—Esta alhaja tiene una historia preciosa, ¿Quieres que te la cuente? —preguntó Daisy de repente. —¡Por supuesto que sí!
Al volver a colocar el broche en el estuche forrado de terciopelo, Daisy sonrió para sí. Pensaba en su madre, se la imaginaba, como tantas veces, una niñita de principios de siglo y no podía menos que maravillarse ante el carácter extraordinario de su progenitora.
—En realidad, la historia empieza en el año cuatro —explicó Daisy—. Como bien sabes, Emma era una sirvienta, empleada en la mansión Fairley, de Yorkshire, donde trabajaba desde los doce años. Una tarde de domingo del mes de marzo de ese año su mejor amigo, Blackie O'Neill fue a visitarla. Le había comprado un broche de cuentas de vidrio verdes en forma de lago, para regalárselo el día de su cumpleaños en abril. Pero como él se iba, quería que Emma tuviera algo suyo antes de marcharse. Blackie le dijo que, al ver el broche en el escaparte de una tienda de Leeds, las piedras le recordaron los ojos de Emma, color esmeralda. Por supuesto que, a pesar de lo barato que era, Emma quedó encantada con el broche porque jamás había tenido nada parecido. Lo consideró el objeto más bonito del mundo. Y esa misma tarde, Blackie le hizo una promesa a ella..., que algún día, cuando fuera rico, le regalaría una réplica exacta del broche, pero hecho de esmeraldas. Y cumplió su palabra. Muchos años después le regaló el broche..., éste es el lazo de esmeraldas de Blackie. —Terminó Daisy. Pero agregó—: Al morir, mi madre me lo dejó como herencia, junto con la colección de esmeraldas que mi padre le había regalado a lo largo de los años.
—¡Qué linda historia! Y el lazo es una verdadera maravilla, pero todavía no sé si debo aceptarlo. Considerando la historia que tiene, ¿no deberías dárselo a Paula?
—No, no. Ella, lo mismo que yo, quiere que sea tuyo —insistió Daisy, apretando con afecto la mano de Madelana—. Lo he hablado con Paula y ella cree que es el regalo indicado para ti. Pensamos igual. Y sé que si mi madre viviera, ella querría también que tú lo tuvieras.
Madelana se dio cuenta de que era inútil seguir protestando, pues hasta quedaría mal que lo hiciera, así que volvió a agradecer el regalo y permitió que su suegra lo prendiera en su vestido de futura mamá. Después se levantó con esfuerzo y se acercó al espejo de la chimenea para mirarse. El lazo de esmeraldas era extraordinario y la emocionaba profundamente que Daisy le hubiera regalado algo que perteneció a Emma Harte.
Madelana volvió a instalarse en el sofá y, después de un momento, Daisy se recostó contra los almohadones del respaldo.
—Y a propósito de mi hija, ¿crees que ha cometido un error al comprar la cadena de tiendas «Larsen» en Estados Unidos?
—¡Por supuesto que no! —exclamó, vehemente, Madelana, al tiempo que se erguía en el sofá para mirar a Daisy de frente—. Paula es una empresaria brillante, y, hasta ahora, nunca le he visto equivocarse.
—Pero ojalá el año pasado, cuando sugirió que vendiéramos las acciones de «Sitex», me hubiera explicado el motivo. O que, por lo menos, me hubiera dado la posibilidad de prestarle el dinero que necesitaba para comprar esa cadena de tiendas. —Daisy lanzó un profundo suspiro—. Paula es terriblemente obstinada y siempre quiere hacer las cosas a su manera. ¡Se parece tanto a mi madre! Dios mío, no sé..., a veces, todas estas cuestiones de negocios me confunden mucho.
Daisy se levantó y se acercó a la chimenea, donde permaneció con una mano apoyada sobre la repisa.
—Y si quieres que te diga la verdad, tampoco entiendo a Shane. No me explico por qué no nos comentó, a Philip o a mí, lo que mi hija pensaba hacer. ¿Y por qué diablos no la aconsejó él? Después de lo que dijo anoche, me parece que debía haberla aconsejado, ¿no crees?
—No creo que nadie pueda aconsejar a Paula. Confía tanto en su propio criterio, es tan segura y, de hecho, tan brillante en los negocios que no necesita los consejos de nadie. Por otra parte, Shane jamás interferiría. Prefiere mantenerse al margen... Creo que se ha dado cuenta de que es la mejor actitud que puede adoptar.
Daisy frunció el ceño.
—Me sorprendieron algunas de las cosas que escuché anoche, durante la cena. ¿A ti no?
—En realidad, no —contestó Madelana con toda sinceridad—. No olvides que yo fui ayudante de Paula en la tienda de Nueva York, y hace mucho tiempo que anda en busca de una cadena dentro de Estados Unidos. Pero, de todos modos, como ya te he dicho, confío por completo en su criterio. Y tú deberías confiar en ella también. Me consta que Philip cree en ella a ciegas, y, por lo que dijo anoche, deduzco que Shane también. —Madelana dirigió a Daisy una mirada tranquilizadora—. Me gustaría agregar algo más. ¿Nunca has pensado que tal vez Paula quiera tener algo propio?
—Pero si ya lo tiene, Maddy querida —exclamó Daisy, sobresaltada—. La cadena «Harte's», para no mencionar...
—Pero la cadena «Harte's» fue fundada por Emma —señaló Madelana en seguida—. En realidad, todas las empresas que Paula dirige son heredadas de tu madre. Tal vez a nivel emocional ella necesite..., necesite..., bueno, crear, construir algo propio y con su fortuna personal.
—¿Eso fue lo que te dijo cuando trabajabas con ella en Nueva York?
—No, es una sensación que tengo porque la conozco muy bien.
Daisy la miró sorprendida y permaneció en silencio, meditando lo que su nuera le acababa de decir.
—Tal vez tengas razón, Maddy querida —dijo por fin—. No lo había mirado desde ese punto de vista. Sin embargo, creo que, aparte de todo lo que ya tenía que hacer, ha adquirido una responsabilidad enorme.
Maddy le contestó con un tono de voz lleno de cariño.
—Trata de no preocuparte por Paula y su programa de expansión en Estados Unidos. Le irá bien; muy bien. Cuando habla de ella, Philip siempre dice: «De tal palo tal astilla», y hace un rato tú misma has dicho que se parece muchísimo a tu madre. Llegar a ser otra Emma Harte no puede ser tan malo, ¿verdad? —terminó diciendo Maddy en tono de broma y enarcando una ceja.
Daisy no pudo menos que reír.
—No, no tiene nada de malo —concedió.