CAPÍTULO 02

Por segunda vez en esa mañana, el retrato de Emma Harte que colgaba en la oficina de Paula era objeto de un cuidadoso y atento escrutinio.

El hombre que se hallaba de pie ante él tendría cerca de cuarenta años, era rubio, con ojos de un azul muy claro, y estaba bronceado por el sol. Medía alrededor de un metro ochenta, pero daba la sensación de ser más alto por su esbelta constitución. También sus ropas contribuían a ello. Vestía camisa blanca, corbata de seda color vino Burdeos, y su traje azul oscuro, confeccionado con fina seda importada, era de un corte tan impecable y se ajustaba tan bien a su figura que no había duda se trataba de un trabajo de Saville Row.

Se llamaba Michael Kallinski, y mientras examinaba aquel rostro en óleo captado por el pintor con tanta precisión, entrecerró los ojos en un gesto de concentración y pensó en la formidable Emma Harte.

De repente, le pareció extraño que una mujer que había muerto hacía más de diez años —en realidad, y para ser exactos, ese mismo día se cumplían once años de su muerte—siempre fuera mencionada como si estuviera viva; y eso ocurría a la mayoría, no sólo a sus familiares. Supuso que una persona como Emma, tan carismática y brillante, que había conseguido un poderoso impacto de su vida, debería figurar en la corta lista de los inmortales. Después de todo, el sello que había dejado en el mundo —en sus relaciones personales, sus negocios internacionales y a través de sus múltiples obras filantrópicas—era imborrable.

Michael dio un paso atrás y ladeó la cabeza, en un intento de calcular qué edad tendría Emma cuando pintaron su retrato. Tal vez rondaba los cuarenta, decidió. Sin duda, en su juventud debió ser una belleza con sus facciones bien cinceladas, su espléndida piel, su rojo cabello dorado, su impecable figura y aquellos extraordinarios ojos azules.

No le sorprendía que su propio abuelo hubiese estado locamente enamorado de ella y dispuesto a dejar a su mujer y a sus hijos por Emma...; eso según las habladurías de la familia Kallinski. Y por lo que su padre decía David Kallinski no fue el único hombre que cayó rendido a sus pies. También Blackie O'Neill en su juventud, fue presa del hechizo de Emma Harte.

Los tres mosqueteros. Así llamaba Emma al trío formado por David Kallinski, Blackie y ella misma. A principios de siglo, cuando empezaron a verlos juntos, les consideraban un trío muy extraño., un judío, un católico irlandés y una protestante. Pero por lo visto, no prestaban demasiada atención a las opiniones de la gente sobre ellos o sobre su amistad, porque siguieron unidos, casi inseparables, durante sus largas vidas. ¡Y qué invencible trío demostraron ser! Fundaron tres impresionantes imperios financieros, que se extendían por medio mundo, y tres poderosas dinastías familiares que, con el paso del tiempo, cada vez se hacían más fuertes.

Pero Emma fue siempre el verdadero motor del trío, el elemento activo que marchaba en cabeza, con gran visión y espíritu emprendedor, seguida por los dos hombres como su líder que era. Por lo menos eso le contaba su padre, y Michael no tenía motivo alguno para dudar de su palabra. Y, además, sabía por propia experiencia que Emma había sido única. De hecho, había dejado su indeleble marca a cada uno de los integrantes de la joven generación, entre los que él estaba incluido. Su padre lo denominaba el sello indeleble de Emma.

Michael sonrió al recordar cómo, treinta años atrás, Emma reunía a todos los chicos y los mandaba a Heron's Nest durante las vacaciones de primavera y verano. A sus espaldas, los chicos la llamaban «El General» y, con afecto, «el campamento del Ejército» a la casa de Scarborough. Ella ponía de manifiesto las cualidades de cada uno, y les inculcó su propia filosofía de la vida, les enseñó el significado del honor y la integridad, la importancia del espíritu de equipo y del juego limpio. Durante su adolescencia, les entregó cariño, comprensión y amistad, y, en la actualidad, eran los mejores por haberla conocido en aquel entonces.

El rostro de Michael reflejó un enorme cariño; se llevó una mano a la frente y dirigió un esbozo de saludo al retrato. Había sido la mejor... Como sus nietas lo eran ahora. Las mujeres de la familia Harte eran de una extraña casta todas ellas, Paula en especial.

El ruido de la puerta que se abría, hizo que se volviera con rapidez.

Al ver a Paula, su rostro se iluminó.

—¡Siento haberte hecho esperar! —exclamó ella con expresión arrepentida, mientras se acercaba a él para saludarlo.

—No te preocupes, he llegado antes de lo previsto —contestó él, al tiempo que se adelantaba a su encuentro al centro del despacho. Le dio un fuerte abrazo y, sin soltarla, la separó de sí y la observó con detenimiento—. ¡Estás preciosa! —Miró por encima del hombro el retrato de Emma Harte; después volvió su atención a Paula—. Cada vez te pareces más a esa legendaria señora.

Paula lanzó un quejido y le dirigió una burlona mirada de horror.

—¡Oh Dios, Michael, tú también, no! ¡Por favor! ¡Ya son demasiados los que me llaman «la reproducción» a mis espaldas, sin que tú lo digas. —Meneó la cabeza—. No esperaba eso de un amigo muy querido...

Él lanzó una carcajada.

—A veces pienso que todas vosotras no sois más que «reproducciones»... No sólo tú, sino también Emily y Amanda. —Se volvió para mirar el retrato—. ¿Cuándo fue pintado?

—En 1929. ¿Por qué?

—Estaba tratando de calcular qué edad tendría Emma entonces.

—Tenía treinta y nueve años. Lo terminaron justo antes de que cumpliera los cuarenta.

—Mmmmm. Eso supuse. Qué hermosa era en esa época, ¿verdad? —prosiguió, sonriente, sin dar tiempo a que Paula contestara—. ¿Te das cuenta de que si David hubiera abandonado a mi abuela Rebecca para huir con Emma, tú y yo seríamos parientes?

—Prefiero que hoy no nos embarquemos en esa historia —repuso ella con una carcajada. Se sentó ante el escritorio y agregó—: De todos modos, es como si lo fuéramos, ¿no? Parientes, quiero decir.

—Sí.

Michael la siguió a través del despacho y se instaló en un sillón, frente a ella.

Hubo un breve silencio; entonces, él comentó en voz baja:

—En algunas familias, la sangre parece tan líquida como agua; pero eso no ocurre en nuestros tres clanes. Nuestros abuelos hubieran llegado a matar por defenderse unos a otros, y creo que nuestra generación ha heredado esa lealtad, ¿verdad?

—No me cabe duda... —Se interrumpió al oír el timbre del teléfono y alargó una mano para coger el auricular. Después de descolgar y de escuchar unos segundos, tapó el receptor con su delgada mano y explicó:

—Es el gerente de la sucursal de Harrogate. En seguida termino; sólo tardaré un minuto.

Él asintió y se instaló en el sillón con más comodidad, esperando que ella terminara de hablar, al tiempo que la estudiaba con tanta atención como un rato antes estudiaba el retrato de Emma.

Hacía más de dos meses que Michael Kallinski no veía a Paula, y, después de permanecer alejado de ella durante ese tiempo, le sorprendió más que nunca el sorprendente parecido de la joven con Emma Harte. El colorido era distinto, por supuesto. Paula tenía negro el cabello y los ojos de un profundo azul oscuro. Sin embargo, había heredado las finas facciones de Emma, y el famoso «pico de viuda» sobre su frente, el cual destacaba con fuerza por encima de aquellos ojos inmensos. A medida que el tiempo transcurría, las dos mujeres le resultaban cada vez más parecidas; hasta que, desde su punto de vista, ya eran casi idénticas. Era posible que ese parecido se debiera a la expresión de los ojos de Paula, a su pose, su expresividad, la manera de moverse —con rapidez, siempre apurada—, y a la costumbre que tenía de reír ante sus propios fracasos. Esas características le recordaban a Emma Harte, lo mismo que la actitud que adoptaba cuando se dedicaba a los negocios.

Conocía a Paula de toda la vida pero, aunque pareciera extraño, no la conoció de verdad hasta que ambos tuvieron más de treinta años.

De pequeños, él no sentía ninguna simpatía por ella; la consideraba fría, pedante e indiferente hacia todos, con excepción de su prima Emily, aquella gordita a la que mimaba como si fuera su madre, y de Shane O'Neill, por supuesto, a quien Paula siempre trataba de complacer.

En su interior, Michael la llamaba siempre «Miss Sabihonda», porque eso era exactamente, una criatura sin defecto aparente, mimada y alabada por todos y a quien los padres de los demás ponían siempre como ejemplo. Mark, el hermano de Michael, le había puesto otro sobrenombre... «Dechado de Virtudes». Él y Mark se reían de ella en secreto, le hacían burla a sus espaldas; pero, en realidad, se burlaban de todas las chicas del grupo, y nunca querían estar con ellas porque preferían divertirse con los amigos de su mismo sexo. En cambio era muy amigos de Philip, Winston, Alexander, Shane y Jonathan que eran sus amigos en aquella época.

Hacía sólo seis años que había conseguido conocer a Paula y con ello descubrió que esa mujer sagaz, trabajadora y brillante escondía una emotiva faceta tras su aire de frialdad y refinamiento. Su manera de ser, tan reservada, no era más que una manifestación de su timidez, rasgo que él malinterpretó durante su infancia.

Descubrir que Paula era muy distinta de lo que él creía, supuso un verdadero impacto para Michael. Ante su sorpresa, se encontró con que era muy, muy humana, vulnerable, cariñosa, con una lealtad a toda prueba, que vivía dedicada a su familia y a sus amigos. Durante los últimos diez años, le habían sucedido cosas espantosas, acontecimientos tan devastadores que hubieran destruido a muchas otras personas. Pero no a Paula. Sufrió profundamente, pero reunió fuerzas de flaqueza para luchar contra la adversidad y se convirtió en la más comprensiva de las mujeres.

Desde que empezaron a trabajar juntos se hicieron cada vez más amigos; ella lo apoyaba en los negocios y cada vez que él la necesitaba, encontraba una aliada en Paula. En ese momento, a Michael se le ocurrió que, sin la amistad y la ayuda de Paula, no habría sido capaz de hacer frente al trance tan desagradable de su divorcio y sus espantosos problemas personales. Cuando la necesitaba, siempre estaba dispuesta a escucharlo por teléfono o a encontrarse con él para ir a comer o a beber una copa. Así, Paula conquistó un lugar muy especial en su vida, y él le estaría agradecido para siempre por ello.

A pesar de sus éxitos, sofisticación y confianza en sí misma, Paula tenía algo, una cualidad casi infantil, que a Michael le producía una gran ternura y le hacía desear hacer cosas por ella, complacerla en todos sus gustos. Con frecuencia se tomaba grandes molestias para lograrlo, como le acababa de suceder en Nueva York. Deseó que la interminable conversación del gerente de la sucursal de Harrogate terminara de una vez para poder darle la noticia que tenía reservada para ella.

Por fin, Paula colgó el auricular e hizo un mohín.

—Perdóname —se disculpó. Y recostándose contra el respaldo de la silla prosiguió, en tono cariñoso—: Estoy encantada de verte, Michael... ¿Qué tal Nueva York?

—Bárbaro. Enloquecido. Hasta el cuello de trabajo, porque, en este momento, nuestro negocio anda muy bien por allí. Pero, a pesar de todo, encontré tiempo para divertirme y hasta pasé unos cuantos fines de semana en los Hamptons. —Se inclinó hacia el escritorio—. Paula...

—¿Sí, Michael? —interrumpió ella, al tiempo que lo observaba con mirada astuta, alertada por el tono de voz de su amigo.

—Creo que he encontrado eso que andabas buscando en Estados Unidos.

La excitación que sentía se reflejó en el rostro de Paula. Se inclinó hacia delante, con ansiedad.

—¿Privada o pública?

—Privada.

—¿Y está en venta?

—¿No crees que es vendible todo.., siempre que pidan el precio conveniente? —Michael tenía una expresión de picardía y mantuvo la mirada de Paula.

—¡Vamos! ¡No te burles de mí! —exclamó ella—. ¿Es real eso de que está en venta?

—No. Pero ¿qué importa eso hoy en día, cuando nos hallamos en la era de las fusiones? Se puede hablar con los dueños. Es algo que no cuesta nada.

—¿Cómo se llama la compañía? ¿Dónde está? ¿Es grande?

Michael rió, divertido.

—¡Vamos, tranquila! No puedo contestar más que una pregunta por vez. La compañía se llama «Peale and Doone» y se halla en el Medio Oeste. No es grande, sólo siete tiendas.... tiendas suburbanas. En Illinois y Ohio. Pero se trata de una compañía antigua, Paula, fundada en la década de los años veinte por un par de escoceses recién instalados en Estados Unidos; al principio sólo vendían mercancías importadas de Escocia. Ya sabes, los típicos tejidos: de lana, escoceses, suéteres de cachemir y artículos por el estilo. Durante los cuarenta y los cincuenta ampliaron el surtido de la mercadería. En lo que a finanzas se refiere, me han dicho que se trata de una compañía muy sólida.

—¿Y cómo te enteraste de la existencia de «Peale and Doone»?

—A través de un abogado amigo mío que trabaja en una firma de abogados de Wall Street. Yo le había pedido que estuviera atento porque necesitaba encontrar una cadena de establecimientos, y él se enteró de la existencia de esa compañía por un colega de Chicago. Mi amigo piensa que los directivos de «Peale and Doone» están dispuestos para la venta.

Paula asintió.

—¿Quiénes poseen las acciones?

—Los herederos de Mr. Peale y de Mr. Doone.

—No existe garantía alguna de que estén dispuestos a vender, Michael

—Correcto. Pero, por otra parte, muchas veces, los tenedores de acciones no saben que se hallan dispuestos a vender hasta que alguien les hace una oferta.

—Es cierto, y vale la pena investigar el asunto a fondo.

—¡Ya lo creo que sí! Y a pesar de que se trata de una cadena de establecimientos pequeña, creo que es ideal para ti, Paula.

—Pero es una pena que las tiendas estén en ciudades de segundo orden —murmuró Paula, pensando en voz alta—. Las ciudades grandes como Chicago y Cleveland se encuentran más en mi estilo.

Michael le dirigió una mirada penetrante.

—Con tu experiencia y tu instinto puedes poner tu sello en cualquier tienda, con independencia de donde se encuentre, y lo sabes. Además, ¿qué tienen de malo las ciudades pequeñas? Se puede ganar mucho dinero en ellas.

—Sí, tienes razón —contestó ella en seguida, pues no quería mostrarse desagradecida después del trabajo que Michael se había tomado—. ¿Puedes conseguir más información, por favor?

—Hoy mismo telefonearé a mi amigo de Nueva York y le pediré que me envíe más datos.

—¿Sabe que haces esas averiguaciones en mi nombre?

—No, pero si lo deseas, puedo decírselo.

—No —contestó Paula de inmediato y con mucha firmeza—. Creo que no. Al menos, de momento, sería conveniente no decirle nada. Mejor que nadie lo sepa. La sola mención de mi nombre podría hacer que el precio se remontara a las nubes. Es decir, siempre que los dueños le pongan un precio a la cadena.

—Me parece una idea muy sensata. Por el momento, mantendré a Harvey en la ignorancia.

—Por favor..., y gracias por todo el trabajo que te has tomado, Michael. —Le sonrió con calidez y agregó—: De veras que aprecio todo lo que haces.

—Haría cualquier cosa por ti, cualquier cosa —repitió, su vista clavada en ella con afecto. Después, miró el reloj—. ¡Oh, se nos hace tarde! Será mejor que salgamos. —Se puso de pie—. Espero que no te importe, pero el viejo se ha invitado a almorzar.

—¡Cómo va a importarme! —exclamó ella—. Ya sabes que adoro al tío Ronnie.

—Y puedo asegurarte que el sentimiento es mutuo. —La miró, con expresión divertida—. El viejo te idolatra.. Piensa que el sol brilla para ti.

Paula cogió su cartera negra y cruzó la habitación.

—Vamos, no quiero hacerle esperar.

Michael asió su brazo y salieron juntos.

Mientras se encaminaban al ascensor, él no pudo dejar de pensar en su padre y en Paula, y en aquella relación tan especial creada entre los dos en los últimos años. El viejo la trataba como a una hija muy querida, y ella lo reverenciaba. De hecho, Paula lo trataba como si fuera el hombre más perspicaz del mundo, algo que, por supuesto, era. «Papá se ha convertido en el rabino de Paula —pensó Michael de repente con una sonrisa—, es un sustituto de su abuela.» No era sorprendente que esa amistad resultase extraña para algunas personas y despertara celos. Personalmente, él la aplaudía. Paula llenaba un vacío en la vida de su padre, y éste, en la de ella.