CAPÍTULO 22

Pero su furia continuó.

La llevó consigo en el «Daimler» durante el trayecto hasta su casa. Y seguía furioso en ese momento, sentado en la biblioteca de su elegante dúplex, mientras revisaba su correspondencia personal. Hacía años que no experimentaba una ira semejante, y le enervaba su reacción al toparse con aquellas mujeres. Bullía de ira, y con una buena razón. Sin embargo, sentía que debía controlar ese enojo. No podía permitir que las emociones perturbaran su visión o su buen juicio.

Suspirando, hizo a un lado la media docena de invitaciones sociales, notas de agradecimiento y cartas personales, apartó la silla palo de rosa del escritorio a juego, y salió a la galería.

Al largo y espacioso vestíbulo daban todas las habitaciones del apartamento; en un extremo nacía la escalera que llevaba al segundo piso del dúplex. Se encaminó a la sala de estar con un sentimiento de paz al gozar de la quietud que reinaba allí después de la actividad de sus oficinas. Ese lugar lo complacía siempre. El suelo, muy encerado, era de ébano; de las blancas paredes colgaba sil colección de valiosísimas pinturas chinas, obra de grandes maestros del pasado, que databan desde el siglo XV hasta el presente.

Se detuvo ante un dibujo a pluma de Sun Kehong, fechado en 1582, lo enderezó y, en seguida, retrocedió para contemplarlo con una sonrisa. Asintió, apreciando el refinamiento, la elegancia y la sencilla belleza de la obra.

Recorrió la galería con lentitud mientras admiraba las obras de arte que había reunido con tanto amor. El único mueble de la galería era una consola de ébano sobre la que descansaba un jarrón tallado verdeceledón del período Qialong, flanqueado por dos carneros nefrite tallados en el espíritu de Song. En el extremo opuesto, contra una pared corta, unos estantes de cristal sostenido del techo por cadenas de bronce, parecían flotar. Allí estaba su preciada colección de bronces raros Ming.

Una serie de apliques ocultos en el techo, discreta y estratégicamente situados iluminaban las obras de arte; eran las únicas luces que había, y esa zona del apartamento era mortecina, sombría tranquila. Coom había hecho durante esos años, permaneció un rato allí para que la paz le penetrara en los huesos, y calmara su turbulento espíritu.

Al rato penetró en la salita y su rostro cambió, se iluminó, perdió algo de su tensión. Se detuvo en la entrada.

Anochecía y la niebla se alzaba en el Pico. Por los ventanales, la vista de Hong Kong, el puerto Victoria y Kowlon se percibía, por encima del agua, como en medio de una bruma. Las imágenes familiares estaban borrosas, poco claras, envueltas en un manto de azules grisáceos y blanco, y la combinación de colores le recordó el brillo desteñido de una pieza de porcelana china antigua. Ah Qom, el aman chino, que cuidó de él y de su hogar desde el principio, había prendido las lámparas de jade labrado y encendido la chimenea, y esa habitación elegante de proporciones perfectas, que se encontraba bañada en una luz cálida y suave, le daba la bienvenida.

Sofás y sillones enormes, tapizados por Jim Thompson en sedas Thai de tonos azul claro, lavanda y gris, se alternaban con armarios chinos, cómodas y mesas de distintos tamaños y formas hechos en madera laqueada en negro o rojo oscuro. A cualquier lugar que mirara, sólo veía objetos de rara belleza. Sus posesiones tenían un enorme sentido para él. Lo nutrían, le ayudaban a recuperar su buen humor cada vez que la suerte no lo acompañaba.

Sintió que volvía a la normalidad y cruzó la alfombra china de seda antigua para instalarse en el sofá. Sabía que en pocos instantes más Mee-Seen, la sobrina de Ah Qom, le serviría su té de jazmín corno hacía siempre media hora después de que él regresara a su casa, no importaba a qué hora saliera de la oficina. Era un ritual de los muchos que se observaban allí.

Esos pensamientos pasaban aún por su mente, cuando una muchachita china, bonita y delicadamente formada, con su quimono de seda negra, se le acercó presurosa con la bandeja.

Entre sonrisas y reverencias, la puso sobre la mesa ratona, frente al sofá.

Él se lo agradeció con una inclinación de cabeza. Sonriendo y haciendo reverencias, la muchacha salió de espaldas.

Él vertió aquel fragante té en el pequeño bol de porcelana, delgada como un papel, lo bebió con rapidez, y volvió a servirse otro, que bebió con más lentitud mientras se relajaba y vaciaba su mente todo pensamiento. Después de saborear un tercer bol de té, depositó el recipiente sobre la bandeja de laca roja, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos.

Poco a poco, los restos de su enojo acabaron por desaparecer.

Estaba medio dormido, y se despertó con un sobresalto cuando el reloj de la chimenea dio las seis.

Se irguió, se desperezó y comprendió que debía subir en seguida a ducharse y cambiarse para asistir a la comida que Lady Susan Sorrell ofrecía en su residencia de Recluse Bay.

De inmediato se puso de pie cruzó la salita con paso ágil; pero, de repente, se detuvo ante una larga consola situada junto al biombo de coromandel. Las fotografías, enmarcadas en plata, colocadas sobre la consola resplandecían a la luz de una lámpara. Miró con fijeza la de su padre y luego una, más pequeña, de una mujer.

El odio que sentía hacia ella no había disminuido. Volvió a surgir en su interior. Impaciente, trató de evitarlo. Nada debía empañar esa calma recién adquirida, ni estropearle la velada que esperaba desde hacía varios días.

Jamás tuvo la intención de conservar una foto de ella en su casa, donde cada objeto era perfecto y había sido elegido por él, el perfeccionista, por su misma perfección. Pero cuando años antes encontró esa fotografía en un baúl de cosas viejas, su buen criterio había triunfado sobre sus emociones. Estuvo a punto de tirarla a la basura, pero reconoció que podía resultarle útil en algún momento.

Hong Kong era un lugar de estatus, que gozaba de la mayor importancia. Así que no lo perjudicaría en absoluto ser reconocido como nieto de la difunta Emma Harte, la magnate internacional. Sin embargo, esa noche no toleraba la vista del rostro de aquella vieja diabólica, así que ocultó la fotografía detrás de la de su padre que era de mayor tamaño. Tampoco lo había perjudicado ser hijo de Robin Ainsley, respetado político laborista, miembro del Parlamento y exministro. Sus lazos familiares lo convertían en una persona eminentemente aceptable, lo elevaban a los más altos estratos de la sociedad local.

Jonathan Ainsley regresó a la biblioteca, se sentó frente al escritorio, sacó un llavero del bolsillo y abrió el cajón inferior del mueble. Cogió la carpeta marcada «HARTE'S», la abrió y revisó la página de varias columnas de cifras, escritas con su meticulosa letra.

Una sonrisa de triunfo apareció en su boca y lanzó una callada risita. Al revisar esa lista, casi siempre reía, porque le recordaba la cantidad de acciones de la empresa que él poseía. Las acciones de «Harte's» se cotizaban en la Bolsa de Londres y, durante años, se había dedicado a comprarlas a través de testaferros: el Banco suizo con que operaba y otras instituciones financieras. Aunque sólo él lo sabía, era un accionista mayoritario en la empresa.

Cerró la carpeta, la depositó sobre el escritorio y se recostó contra el respaldo del sillón, y con los dedos de ambas manos unidos, se jactó de sí mismo. Algún día, Paula O'Neill cometería un error. Nadie era infalible. Ni siquiera ella. Y, entonces, él atacaría.

Jonathan sacó otra carpeta del cajón, ésta sin identificación, de la que extrajo unos papeles. Eran informes detallados, enviados por una agencia de detectives de Londres que, desde hacía varios años, trabajaba para él.

Desde 1971, Jonathan había puesto bajo vigilancia a su prima, Paula O'Neill. Hasta ese momento, ella no había cometido irregularidad alguna, cosa que Jonathan no esperaba de ella. Por otra parte, le convenía saber todo lo posible acerca de Paula, su familia, sus amigos y todas las iniciativas comerciales que llevaba a cabo.

De vez en cuando, también hacía vigilar a Alexander Barkstone y a Emily Harte. Igual que en el caso de Paula, la conducta de ambos era transparente y limpia. Pero, de todos modos, no tenía especial interés en ellos. Mientras que sus primos continuaran dirigiendo «Harte Enterprises» de manera tal que rindiera jugosos dividendos, él recibiría su abultado cheque trimestral, y eso era lo único que le importaba. Después de todo, Paula O'Neill era su blanco.

Releyó el último informe enviado por la agencia de Londres. Afirmaba que Paula se encontraba en «Villa Fabiola» a finales de agosto. Supuso que por eso lo sorprendió tanto verla en el «Hotel Mandarín». Era obvio que se dirigía a Australia, o regresaba de allí a Inglaterra.

«¡Maldita seas!», pensó. Guardó las carpetas en el cajón y lo cerró con llave. Después subió apresuradamente al dormitorio porque no quería volver a enfurecerse. Cuando pensaba en aquella puta, la sangre le hervía.

Se detuvo en el rellano de la escalera para respirar hondo, exhalar el aire y limpiar así su mente de esa imagen que lo enfurecía.

Al entrar en el dormitorio, Jonathan esperaba encontrarse con su ayuda de cámara, y le asombró que la habitación estuviera desierta. Tai Ling no se hallaba a la vista, a pesar de que le había colocado todo sobre la cama: camisa plisada de vestir, corbata negra, y calcetines negros de seda. Debía de estar abajo, planchándole el esmoquin, y reaparecería en cualquier momento. Tarareando una cancioncilla se acercó a una cómoda Ming, sacó de sus bolsillos las llaves, las tarjetas de crédito y la billetera y empezó a desnudarse. .

Al igual que el resto de habitaciones de la casa, el dormitorio estaba decorado con un gusto excelente, puesto en énfasis en todas las cosas chinas y objetos únicos de arte orientales. Era un cuarto muy masculino, algo frío y austero. Las mujeres que él llevaba a su cama descubrían pronto que la ambientación reflejaba, de alguna manera, la naturaleza de su dueño.

Sacó un quimono de seda azul del placard y se lo puso, mientras se preguntaba a quien en especial habría invitado Susan a comer para que lo conociera. Susan se había mostrado muy misteriosa por teléfono el día anterior; pero, sin duda, debía de tratarse de una mujer interesante. Susan conocía su gusto muy bien.

Suspiró, pensando una vez más en lo que echaba de menos la situación que Susan y él habían vivido hasta hacía algunos meses. Era una relación puramente sexual que les convenía a ambos. A pesar de que también disfrutaban de la mutua compañía en un nivel intelectual, nunca dieron cabida a emociones que pudieran arruinar la situación. Sólo sexo y conversaciones inteligentes. Perfecto, para el modo de pensar de Jonathan.

Tres meses antes, ella le había comunicado que su marido empezaba a sospechar y que debían poner fin a esas relaciones. Él la creyó, y, de inmediato, cumplió los deseos de Susan. Pero en aquel momento no había supuesto que la ausencia de ella fuera a crear un vacío tan grande en su vida. No se trataba de la cuestión sexual en particular, aunque Susan se mostraba excelente en la cama, porque no resultaba difícil encontrar sexo en cualquier parte del mundo. Añoraba su conversación, y la posibilidad de compartir educación y antepasados ingleses.

No intentó perseguir a Susan ni reiniciar la relación. Lo último que deseaba era aparecer como el tercero en discordia en un desagradable juicio de divorcio, o quedar en evidencia como uno de los integrantes de un pequeño y sucio escándalo en la colonia británica. Después de todo, era un hombre de gran importancia en Hong Kong, y tenía su hogar allí.

Se miró en el espejo que había sobre el lavabo y se pasó una mano por el mentón. Se había levantado muy temprano para jugar un partido de squash antes del desayuno de negocios fijado para las siete, así que la rubia barba se le notaba un poco. Como tenía la maquinilla eléctrica a mano, la enchufó y se dio unas pasadas con ella. Al hacerlo, pensó en sus primas, Paula O'Neill y Emily Harte. Y, con una enorme sensación de orgullo, se felicitó por lo que había logrado en once años. Había recorrido un largo camino.

Cuando Jonathan Ainsley llegó a Hong Kong en 1970, supo en seguida que había encontrado su hábitat natural y su hogar espiritual.

Era un lugar lleno de excitación, misterio, aventura e intrigas. Allí, cualquier cosa —y todo—parecía posible. Además, olía a dinero. Grandes cantidades de dinero.

Llegó al Lejano Oriente lamiéndose las heridas, después de haber sido ignominiosamente echado de «Harte Enterprises», donde dirigía el departamento de inmuebles. Alexander lo había despedido; y Paula lo desterró de la familia. Y a partir de ese momento, le echó a ella las culpas de todo, convencido de que Alexander no tenía el suficiente carácter para hacerle frente sin el aliento y el apoyo de Paula.

Antes de abandonar Inglaterra, Jonathan hizo tres cosas: disolvió su sociedad con Sebastian Cross; le vendió sus intereses en «Propiedades Stonewall»; con todo lo cual totalizó una suma importante.

Cuando inició su viaje, se propuso dos metas: amasar una gran fortuna y vengarse de su prima Paula, a la cual odiaba.

Desde su juventud, Jonathan se había sentido atraído por el mundo oriental. Su religión, su filosofía y sus costumbres lo fascinaban. El arte, los objetos decorativos y los muebles le producían un placer estético. Así que decidió hacer una gira por esa parte del mundo antes de instalarse en Hong Kong, que le parecía el lugar más lógico para sede de sus negocios. Durante las primeras seis semanas de su auto-impuesto exilio, viajó y gozó de la vida del turista. Se detuvo en Nepal y en Kashmir, realizó una expedición de caza mayor en Afganistán, recorrió Thailandia en viaje de placer, y, por fin, se dirigió a la colonia británica.

Antes de salir de Londres, tomó la precaución de reunir cartas de recomendación para personajes de la ciudad y comerciantes de bienes raíces. A los pocos días de su llegada al «Hotel Mandarín» empezó a ponerse en contacto con los destinatarios de esas cartas. A finales de la segunda semana, ya conocía a una docena de banqueros, empresarios, dueños de compañías inmobiliarias y de la construcción y a una serie de comerciantes que él consideró dudosos e indignos de ser sus amigos.

Dos de los hombres con los que más congenió fueron un compatriota inglés y un chino. Por separado, había decidido que ayudarían a Jonathan por motivos personales y por propia conveniencia, y ambos resultarían invalorables para los planes del recién llegado. Martin Easton, inglés, comerciaba en bienes raíces; el chino era un respetable banquero llamado Wan Chin Chui. Ambos tenían grandes influencias en sus respectivos círculos, tanto en el aspecto profesional como social, y se conocieron por intermedio de Jonathan. .

Cuatro semanas después de aterrizar en el aeropuerto de Kai Tak, se inició en los negocios. Con la ayuda de sus nuevos socios encontró unas pequeñas pero atractivas oficinas en Central, contrató un poco de personal formado por una secretaria inglesa, un chino experto en tierras y construcciones y un contable chino, y fundó su propia compañía: «Janus and Janus Holdings Ltda.». En la mitología griega, Janus[3] era el Dios de las grandes puertas y el patrono de los comienzos y los finales, y Jonathan eligió el nombre con placer porque, de acuerdo a las circunstancias, lo consideraba el más apropiado.

Cuando se inició en Hong Kong, la suerte lo acompañó. Y así seguiría durante más de una década.

Esa extraordinaria suerte y la guía y el apoyo que sus dos poderosos amigos le prestaron constituyeron la clave de su inmenso éxito. Y el tiempo jugó también un papel importante.

Porque cuando Jonathan llegó a la colonia, en 1970, las tierras y la construcción estaban en pleno auge. Con su experiencia en bienes raíces, comprendió que había caído de pie. Era lo bastante sagaz como para reconocer una oportunidad cuando la tenía delante, así que se zambulló en el mundo de los negocios con el instinto del jugador para una buena mano, y con bastante coraje, ya que arriesgaba en ellos casi todo lo que poseía, además del dinero invertido en «Janus and Janus» por Easton y Wan Chin Chiu.

En sentido figurado, más tarde se dio cuenta de que nunca había arrojado un dado perdedor. Su número deseado salía siempre.

Obtuvo considerables ganancias durante los primeros seis meses, y, en 1971, cuando el verdadero boom de propiedades y tierras llegó a Hong Kong, él ocupaba ya una posición de privilegio. De repente hubo mucha actividad en el Hang Seng Index, el mayor indicador en la Bolsa de Hong Kong. Como muchos otros, Jonathan aprovechó la actividad bursátil. Ganó mucho dinero al lograr que las acciones de su compañía se cotizaran en la Bolsa.

Unos meses después, los dos consejeros que lo habían estado guiando de una manera permanente, le advirtieron que debía tomar precauciones. Jonathan continuó jugando a la Bolsa en 1971 y 1972; pero, a principios de 1973, había reducido sus inversiones en ella.

Wan Chin Chiu, que parecía estar siempre enterado de todo, era aún más cauto que Easton, y Jonathan siguió sus consejos escrupulosamente.

De todos modos, ya había embolsado copiosas ganancias que iban en camino de convertirse en una inmensa fortuna personal. A partir de ese momento, nunca miró hacia atrás.

En 1981 se había convertido en un magnate reconocido tanto en Hong Kong como en el mundo comercial del Lejano Oriente. Era varias veces millonario; propietario del rascacielos donde tenía sus oficinas; dueño del dúplex del Pico junto con varios automóviles costosos y una serie de caballos pura sangre que corrían en la pista Happy Valley, en Hong Kong.

Algunos años antes se había comprado la parte del negocio de Martin Easton, que se jubiló y vivía en Suiza; pero él continuó como socio e íntimo amigo de Wan Chin Chiu hasta la muerte de éste, ocurrida dos meses antes. Tony Chiu, el hijo del banquero, educado en los Estados Unidos, ocupó el lugar de su padre y los negocios de Jonathan con el Banco continuaron florecientes. Sus inversiones personales eran seguras y «Janus and Janus Holdings» era firme como una roca.

En la vida social era también un personaje prominente, uno de los solteros europeos más codiciados de la comunidad, y se le consideraba el mejor de los partidos. Pero no había mujer alguna que consiguiera atraparlo.

A veces, el propio Jonathan se preguntaba por qué sería tan escurridizo, y si sería demasiado exigente o perfeccionista en extremo cuando se trataba de la mujer que sería fu esposa. Quizás esa mujer no existiera Sin embargo, él no. podía cambiar su manera de ser.

«Perfecta», pensó Jonathan de repente, recordando la palabra usada por Susan Sorrell para describir a la joven que iba a presentarle esa noche.

—Es la chica ideal para ti, Jonny querido —le había dicho Susan con tono de sinceridad—. Es divina. Simplemente perfecta. —Él rió y trató de sacar más información, pero Susan había murmurado—: No, no, no pienso decirte nada más. Ni siquiera te diré cómo se llama. Debes esperar y verla personalmente.

Bueno, al cabo de poco rato la vería.

Se detuvo delante del espejo de cuerpo entero de la puerta del placard para mirarse por última vez. Se enderezó la corbata, arregló el pañuelo de seda negra que llevaba en el bolsillo de la chaqueta de etiqueta blanca y se tiró de los puños de la camisa.

A los treinta y cinco años, Jonathan se parecía mucho a su abuelo, Arthur Ainsley, el segundo marido de Emma. Había heredado el cabello, rubio, y el color de piel, los ojos claros, la apostura, y, como su abuelo, era alto, delgado y de apariencia muy inglesa. Y en ese momento estaba mejor que nunca. Había madurado bien, y él lo sabía.

Pero a pesar de ser rubio y atractivo, el carácter de Jonathan había cambiado muy poco en la última década. Seguía tan tortuoso, poco sincero y manipulador como siempre y, a pesar de su indudable éxito, continuaba con su amargura por haber sido expulsado de «Harte Enterprises». Sin embargo era capaz de disimular sus sentimientos tras una fachada que era una combinación de su blandura natural, una expresión inescrutable aprendida de sus amigos chinos, y un enorme encanto personal.

Miró su reloj de pulsera «Patek Philippe». Aún no eran las siete. Al cabo de pocos minutos tendría que salir. En media hora llegaría a la casa de Susan, en Recluse Bay. Y, por fin, conocería a la misteriosa joven que Susan le había encontrado.

Cuando salió de su habitación y bajó la escalera, sonreía. Esperaba que la chica estuviera a la altura de las descripciones de Susan, que fuera perfecta. De no ser así, no importaba. De todos modos, la invitaría a salir un par de veces para ver qué sucedía. Además, debía de ser una recién llegada a Hong Kong. Una desconocida. Y los desconocidos resultaban siempre fascinantes, ¿verdad?