CAPÍTULO 08

Era el tipo de mujer que los hombres se volvían para mirar. Y, para el caso, las mujeres también.

No se trataba de que Madelana O'Shea fuese una belleza. Pero poseía lo que los franceses llaman je ne sais quois, algo indefinible que la convertía en un ser especial y que hacía que las cabezas se volvieran a su paso.

Esa noche no era una excepción.

Se hallaba de pie en la acera de la Quinta Avenida, frente a la tienda «Harte's», esperando, paciente, la llegada del taxi que había pedido por teléfono un momento antes desde su oficina. Eran las ocho de la noche de un jueves, y la tienda aún estaba abierta Todos los que entraban y salían la miraban, sin duda preguntándose quién sería, porque Madelana tenía estilo y un toque de majestuosidad en su porte.

Era una joven delgada, alta, de un metro setenta y cinco de estatura, con una espléndida figura y largas y bien formadas piernas. El espeso cabello castaño le caía sobre los hombros y enmarcaba su rostro en forma de corazón. Tal vez fuese demasiado huesuda para considerarla una belleza; pero la tersa frente y los altos pómulos le daban un aspecto distinguido, lo mismo que la aristocrática nariz, levemente pecosa. Tenía una amplia boca irlandesa, con el labio inferior generoso y algo voluptuoso, y una hermosa sonrisa que le iluminaba el rostro. Pero lo que más fascinaba y atraía en ella eran sus ojos enormes, algo separados y de un gris claro cuya maravillosa transparencia aumentaban las oscuras y arqueadas cejas. Eran ojos inteligentes y de expresión decidida que, por momentos, adquirían la dureza del acero; aunque también eran capaces de reflejar alegría y, a veces, un oculto desafío.

Madelana tenía buen gusto para la ropa, y sabía llevarla. Todo lo que se ponía le quedaba bien; tal vez fuese por la manera en que se anudaba un pañuelo al largo y bello cuello, o que bajaba el ala del sombrero o que se ponía un collar de perlas antiguo; pero esa elegancia tan personal, combinada con su esbelta figura y sus bonitos rasgos le conferían un atractivo muy particular.

La tarde era sofocante, húmeda, como sólo Nueva York puede ser en pleno verano, y todos los que caminaban por la Quinta Avenida, o permanecían de pie en la acera, en espera de cruzar la calle o de que llegara algún taxi, parecían agobiados por aquel clima opresivo.

Pero ése no era el caso de Madelana O'Shea. Su túnica de seda color crema, de sencillo cuello redondo y mangas tres cuartos, que usaba sobre una falda recta de seda negra, se mantenía tan impecable como por la mañana cuando salió de casa para su trabajo, y ella se veía tan fresca y elegante, como siempre.

El taxi se detuvo frente a la tienda y Madelana se acercó con la gracia y agilidad de movimientos de alguien que, en la infancia, ha estudiado baile. Sus pasos, ligeros y ágiles, de bailarina formaban parte de su inmenso atractivo.

Abrió la portezuela del taxi y se sentó, después de colocar sobre el asiento una gran caja con el logotipo de «Harte's».

—A la calle Veinticuatro Oeste, ¿verdad, señorita? —preguntó el taxista.

—Sí, entre la Séptima y la Octava, a mitad de la manzana, por favor.

—Muy bien, señorita.

Madelana se recostó contra el respaldo y apoyó las manos sobre la cartera negra que tenía sobre la falda, su mente en movimiento, como casi siempre hacía, sin importar dónde estuviera ni qué hiciera.

Incluso a partir del lunes por la tarde, cuando Paula la telefoneó desde el sur de Francia para decirle que viajaría con ella a Australia, tenía la sensación de haber corrido un maratón. Hubo de terminar los trabajos que tenía entre manos, cancelar sus entrevistas de negocios de las semanas siguientes, junto con unas pocas citas personales, dejar todo previsto en la tienda por si su ausencia se prolongaba más de lo previsto, y seleccionar la ropa y los accesorios apropiados para el viaje.

Y, después, el miércoles por la mañana temprano, Paula llegó a Nueva York en el «Concorde» y del aeropuerto se dirigió directamente a la tienda. A partir de ese momento, ambas trabajaron como demonios durante dos días, pero lograron hacer milagros y, al día siguiente, tendrían una jornada normal de trabajo antes de marcharse el sábado para la primera parte de su trabajo. Esa noche, Madelana se dedicaría a trabajar en los papeles que había metido en la caja de «Harte's» que llevaba consigo para terminar el trabajo y, la noche siguiente, dedicarse a preparar su equipaje.

«Ya tengo muchísimo trabajo adelantado», pensó, aliviada, y se felicitó a sí misma, sintiéndose gratificada. Miró por la ventanilla, sin ver el brillo chillón y la suciedad de Times Square con sus buscavidas, sacamuelas, drogadictos, policías de civil, y prostitutas en busca de clientes. Mientras el taxi atravesaba ese clamoroso lugar de la ciudad y bajaba hacia Chelsea, Madelana pensó en su viaje al otro extremo del mundo.

Primero irían a Sydney; después, a Melbourne, y, más adelante, tal vez se acercaran a Adelaida para regresar a Sydney, donde pasarían la mayor parte del tiempo. Por lo que Paula le había dicho, tenían mucho trabajo que hacer. Serían dos o tres semanas muy atareadas. Pero aquella perspectiva no la acobardaba. Ella y Paula O'Neill trabajaban bien en equipo, y, desde el principio, siempre se entendieron y se llevaron bien.

Por primera vez, se le ocurrió pensar en lo extraño que era el que ella, una chica, pobre, del Sur, católica, descendiente de irlandeses, y una aristocrática inglesa, heredera de una de las más grandes fortunas del mundo y conocida magnate internacional, pudieran parecerse tanto en muchos sentidos. Ambas, grandes trabajadoras, poseían una interminable energía; eran amantes del detalle, disciplinadas, con gran dedicación, empuje y en extremo organizadas. En consecuencia, ninguna ponía nerviosa ni creaba problema a la otra, y parecían estar siempre de acuerdo. «Es como bailar con Fred Astaire o con Gene Kelly», pensó Madelana, y sonrió para sí porque le gustó la comparación.

Durante su año como ayudante personal de Paula, no había cometido equivocación alguna, ni pensaba cometerlas; pero mucho menos durante aquel viaje a Australia. Paula era la llave del futuro. La meta de Madelana era llegar a ser directora de los almacenes «Harte's» de Nueva York, y con ayuda de Paula lo conseguiría.

Ambición. Ella estaba llena de ambición. Lo sabía demasiado bien, y le gustaba que así fuera. No lo consideraba más una virtud que un defecto. La ambición era lo que la había puesto en marcha, ayudándola a llegar a ser lo que era ya. De vez en cuando, su padre se quejaba de que fuera demasiado ambiciosa. Pero su madre se limitaba a sonreír, con aquella hermosa sonrisa irlandesa tan suya, y, a espaldas de su marido, le hacia un maternal gesto de aprobación y la alentaba en cada ocasión.

Deseó que sus padres vivieran, también su hermanita, Kerry Anne, que falleció a los cuatro años. Y Joe, y Lonnie. Sus dos hermanos habían muerto en Vietnam. Les echaba mucho de menos, lo mismo que a su hermanita y a sus padres; a veces, sentía que, pon todos ellos muertos, su vida no tenía raíces, no tenía centro. Habían sido una familia muy unida y muy cariñosa. Al pensar en las pérdidas sufridas durante los últimos años y en su dolor, se le oprimió el corazón. Pero, con aire resuelto, alejó sus negros pensamientos.

Madelana respiró hondo varias veces y controló sus emociones, algo que hubo de aprender a hacer cuatro años antes, después de la muerte de su padre. Cuando él estuvo bajo tierra, Madelana se sintió sobrecogida ante su soledad, y comprendió que ya no tenía familia. Sólo le quedaba la tía Agnes, hermana de su padre, que vivía en California' y a la que apenas conocía.

El taxi se detuvo frente a la «Residencia Jeanne d'Arc». Madelana tomó la vuelta que el chófer le entregaba, le deseó las buenas noches y descendió del vehículo con la caja de «Harte's» bajo el brazo. Subió rápidamente los escalones que conducían al edificio.

En cuanto entró, sintió que se relajaba.

Ese lugar le resultaba tan familiar y tan acogedor... Llevaba tres años en él, desde su llegada a Nueva York. Y aunque ahora tenía su propio apartamento en el centro, seguía pensando en la Residencia como en su hogar.

Cruzó el pequeño vestíbulo de entrada y dobló a la derecha, hacia el despacho.

—Hola, Hermana Mairéad —saludó a la monja sentada detrás del escritorio, y que esa noche se encontraba de guardia—. ¿Cómo está?

—Hola, Madelana, encantada de verte. Yo estoy bien, muy bien —contestó la hermana con un leve acento irlandés, mientras sus mejillas enrojecían de placer. Cuando Madelana vivía allí, la hermana sentía debilidad por ella, y siempre se alegraba de ver a esa jovencita que era un orgullo para sus padres, que Dios los tuviera en su gloria, y que, en todo sentido, era un ejemplo de su educación católica.

—La hermana Bronagh me espera —dijo Madelana con una sonrisa. Apoyó la caja de «Harte's» contra el escritorio, sacó un paquete envuelto para regalo y miró a la monja—. ¿Puedo dejar esta caja aquí, por favor?

—Por supuesto que sí, Madelana. La hermana Bronagh dijo que subieras al jardín. Se reunirá contigo dentro de algunos minutos. Le avisaré que has llegado.

La hermana Mairéad sonrió, descolgó el auricular del teléfono y empezó a marcar.

—Gracias, hermana —murmuró Madelana. Después se encaminó hacia el pequeño ascensor para subir a la quinta planta, donde empezaban las escaleras que llevaban a la terraza del edificio.

Sorprendentemente, el jardín de la terraza aparecía desierto.

Por lo general, en verano, durante las noches agradables, algunas de las chicas que vivían en la residencia subían a charlar entre ellas o con las hermanas, a compartir una copa de vino o de jugo de frutas; a leer un libro o, simplemente, a estar solas.

Era un lugar encantador, con las paredes cubiertas de hiedra, enrejados de madeja por los que las enredaderas subían, y en las macetas de las ventanas había geranios, rojos y rosados, y begonias amarillas. Allí arriba, las hermanas cultivaban también verduras. Había una profusión de mesitas y sillas y la atmósfera resultaba sumamente invitadora y acogedora.

Madelana se detuvo a contemplar la imagen de la Santísima Virgen rodeada de una masa de flores, y recordó que, cuando vivía allí, muchas veces se encargaba del cuidado de esas flores. Siempre había pensado que ese lugar era un oasis, un hermoso parche de verde que crecía en medio de la selva de cemento que era Manhattan, y a ella le proporcionaba una sensación de bienestar, nutría su alma.

Se acercó a una de las mesitas, sobre la que depositó el paquete y la cartera, y se sentó en una silla, de cara a la ciudad. Justo frente a sí se erguían el Empire State y el Chrysler, dos edificios que sobresalían entre los tejados y chimeneas de Chelsea y los rascacielos menos prominentes de la ciudad.

Anochecía, y el cielo, de un gris lavanda, se volvía de un azul cobalto que extinguía con lentitud los tonos más pálidos. Las luces que bañaban las torres de los dos edificios dominantes de la ciudad acababan de encenderse; pero la grandeza de la arquitectura no sería visible en realidad hasta que el cielo estuviese oscuro por completo. Entonces, esas torres quedarían en relieve, resplandecerían con magnificencia contra el fondo de terciopelo negro del cielo. Ése era un espectáculo que a Madelana le encantaba y que siempre le quitaba el aliento.

Cuando vivía en la residencia, a Madelana le gustaba subir a la azotea aun en invierno. Bien abrigada, se refugiaba en un rincón protegido del viento y admiraba esos dos extraordinarios edificios y el perfil de la ciudad, que impactaba con su belleza.

El Chrysler, con sus motivos de Art Déco, en la elegante cima de su torre, estaba siempre bañado de una luz blanca que le confería una belleza prístina y destacaba la pureza de su diseño, mientras que el Empire State cambiaba los colores y las luces de su iluminación de acuerdo a las estaciones del año y a las fiestas. El día de Acción de Gracias, las dos terrazas y la delgada torre estaban bañadas en luces de tonos ámbar, dorado y naranja; para Navidad, las luces eran rojas y verdes; luces que se volvían azules y blancas para Chanukah y otras fiestas judías, y se convertían en amarillas para Pascua, en verdes el día de San Patricio, y en rojas, blancas y azules el cuatro de julio. Y si bien el Edificio Chrysler era el más hermoso de los dos, el Empire State, sin duda, resultaba el más llamativo al resplandor de una selección de colores del arco iris.

—Buenas tardes, Madelana —saludó la hermana Bronagh, mientras se acercaba a la mesa con dos vasos de vino blanco.

Al oírla, Madelana se levantó de inmediato.

—¡Hola, hermana! —Se le acercó presurosa, sonriendo, y aceptó el vaso que la monja le ofrecía. Ambas se estrecharon las manos con afecto antes de sentarse a la mesa.

—¡Qué bien te encuentro! —ponderó la hermana Bronagh, cuando la observó en la penumbra.

—Gracias, me siento muy bien.

Entrechocaron los vasos y bebieron un poco de vino.

—Esto es para usted, hermana —dijo Madelana, después de un instante de silencio, y le entregó el paquete.

—¿Para mí? —De repente, los ojos de la hermana brillaron de alegría detrás de las gafas, y una sonrisa iluminó su' rostro.

—Por eso he venido esta noche..., para traerle el regalo y despedirme de usted. Porque la semana que viene no podré asistir a su fiesta de despedida. Estaré en Australia.

—¡En Australia! ¡Dios mío, tan lejos! Pero creo que para ti debe resultar muy excitante, Madelana. Siento mucho que no puedas estar en la fiesta... Tu ausencia se hará notar. Siempre ha ocurrido así cuando no has podido estar con nosotras. Y muchas gracias por el regalo. ¿Puedo abrirlo ahora mismo?

—Por supuesto —dijo Madelana y rió, disfrutando del evidente placer que su regalo había provocado a la hermana Bronagh.

Ésta desató la cinta amarilla, rasgó el papel y abrió la cajita dorada de «Harte's». Debajo de una serie de capas de papel de seda había tres bolsitas de distinto tamaño para llevar artículos de tocador.

—¡Ah, pero qué belleza! —exclamó la hermana Bronagh. Sacó una bolsita de la caja, la examinó y abrió la cremallera para mirar adentro. Su pequeño rostro, que parecía el de un pájaro, expresaba felicidad cuando cogió la mano de Madelana y la oprimió—. Muchísimas gracias, querida mía. Es justo lo que yo necesitaba.

—Me alegra que le gusten. Quería regalarle algo bonito que fuese útil al mismo tiempo. —Madelana sonrió—. La conozco... y sé lo práctica que es. De todos modos, pensé que estas bolsitas le resultarían útiles para el viaje. —Apoyó los codos sobre la mesa, mientras jugueteaba con el vaso de vino—. ¿Cuándo parte para Roma?

—El nueve de setiembre, y ya estoy nerviosa. Ayudar a dirigir la residencia de Roma es todo un desafío. No queda demasiado lejos del Vaticano, y sería una alegría para mí encontrarme cerca del Santo Padre. —Mientras hablaba, su rostro resplandecía—. Debo confesarte, Madelana, que me emocioné mucho cuando la hermana Marie-Thérèse me eligió para que la acompañara. Madelana asintió.

—Sin embargo, todos la van a echar de menos en la residencia, y yo me incluyo entre ellos.

—También te añoraré, Madelana, a ti, a las otras chicas de tu época que todavía vienen a visitarme, a las que viven en el internado en la actualidad, y a las hermanas. —Hubo una breve pausa. Una expresión de tristeza asomó a los ojos de la hermana Bronagh y se le llenaron de lágrimas. Pero se aclaró la garganta, se irguió y se enderezó el cuello de su blusa blanca. Sonrió a Madelana con cariño—. Háblame de tu viaje a Australia. Ha sido bastante repentino, ¿verdad?

—Sí. Voy por un asunto de negocios con mi jefa, Paula O'Neill. El sábado por la mañana salimos para Los Ángeles, donde pasaremos la noche, porque Paula piensa que es más descansado que si hacemos el viaje en un vuelo directo. Volaremos a Sydney en el avión de «Quantas» que sale el domingo a las diez de la noche.

—¿Y cuánto tiempo permanecerás ausente?

—Dos o tres semanas, tal vez incluso cuatro. Tal vez Paula me pida que permanezca algunas semanas allí después que ella sé vaya. Vamos a ver cómo andan las boutiques de los hoteles. Paula está preocupada porque cree que no las dirigen bien. La gerente ha estado enferma y su ayudante se deja llevar por el ánimo o avanza a trompicones.

—Has progresado mucho en «Harte's», Madelana. Me siento orgullosa de ti.

—Gracias. Usted sabe que mi carrera ha sido siempre muy importante para mí... —Madelana se detuvo, vaciló y clavó la vista en sus manos apoyadas sobre la mesa. Después, prosiguió hablando en un tono más bajo, como pensativa—. Pero trabajar tanto en los últimos años también me ha ayudado a mantener la pena a distancia, a hacer frente a mis pérdidas... —Se perdió la voz.

La hermana tendió una mano para coger la de Madelana, en un gesto de consuelo.

—Sí, ya sé que el trabajo te ha ayudado. Pero también la fe te ha ayudado, Madelana. Recuerda siempre que Dios tiene Sus motivos y que Ë1 nunca nos obliga a cargar con un fardo demasiado pesado para nuestras fuerzas.

—Sí, usted me lo ha dicho muchas veces. —Madelana apretó con más fuerza la mano de la hermana Bronagh. Hubo un corto silencio entre ellas. Entonces, Madelana alzó la cabeza y le sonrió a esa mujer de mediana edad, suave y devota que le dio tanto cariño cuando vivía allí, y que había tenido una especial atención para con ella.

—No podía permitir que usted se fuera a Roma sin venir a verla, hermana Bronagh, para agradecerle desde el fondo de mi corazón el haberme ayudado a soportar tanto dolor y tanta pena, y por haberme recibido tan bien desde el momento en que llegué. Usted me dio coraje.

—No, yo no te lo di, Madelana —contestó en seguida la monja—. El coraje se hallaba dentro de ti, ya formaba parte de tu carácter. Lo mismo que ahora. Y como estará siempre. Si yo hice algo, sólo fue mostrarte que lo tenías, hacerte entender que todo lo que necesitabas hacer era bucear en tu interior para encontrarlo.

—Es cierto..., pero nunca podré agradecerle bastante todo lo que ha hecho por mí. Y lo que me ha enseñado...; sobre todo con respecto a mí misma.

—Siempre has sido alguien muy especial para mí, hijita —contestó la hermana Bronagh con suavidad—. Si yo no hubiese elegido este camino, si no hubiera decidido estar al servicio de Dios y dedicarle mi vida, si me hubiese casado y tenido una hija, me hubiese gustado que fuera como tú.

—¡Oh, hermana Bronagh, qué hermoso es esto que me ha dicho! ¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! —Madelana se emocionó y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero parpadeó para luchar contra ellas porque no quería entristecer el encuentro. Se dio cuenta de que echaría muchísimo de menos a la hermana Bronagh cuando ésta partiera para cumplir su misión en Roma.

—No sabe lo importante que ha sido el hecho de que usted tuviera confianza en mí, hermana, porque era parecido a la confianza que mi madre me tuvo. Ella me alentaba, igual que usted. Trataré de no traicionarles nunca a ninguna de las dos.

La hermana Bronagh esbozó una tierna sonrisa y habló muy despacio, como para enfatizar sus palabras.

—Lo importante es que nunca te traiciones a ti misma, Madelana.