CAPÍTULO 10
Ella arribó a Nueva York sacudiéndose el polvo de Kentucky de la suela de sus adornadas botas.
Fue en el otoño de 1977, contaba veintitrés años. Tal vez su irónico sentido del humor la llevó a definirse a sí misma como «una pobre campesina, una rústica que no sabe nada de nada», porque, en rigor a la verdad, no era cierto.
Su nombre completo era Madelana Mary Elizabeth O'Shea y había nacido en julio de 1954, en las afueras de Lexington, en el verdadero corazón de la región de los verdes prados.
Era la primera hija de Fiona y Joe O'Shea, quienes la adoraron desde el instante en que abrió los ojos al mundo. Tenía dos hermanos mayores, Joseph Francis Xavier (se llamaba como su padre), que tenía once años cuando Madelana nació, y Lonnie Michael Paul, de siete. Ambos chicos se enamoraron con verdadera pasión de su hermanita menor, y, a lo largo de la corta y trágica vida de los muchachos, ese cariño jamás disminuyó.
Durante la infancia, todos la mimaban y se mostraban indulgentes con ella; fue un milagro que Madelana creciera como una niña normal y no fuese malcriada ni consentida. Sin duda, eso se debió, en gran medida, a su propia fuerza de carácter y a su natural dulzura.
Su padre, descendiente de irlandeses, era la tercera generación estadounidense; pero su madre había nacido en Irlanda y llegó a Estados Unidos, en 1940, a los diecisiete años. Los hermanos mayores de Fiona Quinn la despacharon a Norteamérica para que viviera en casa de unos primos, en Lexington, a fin de que huyera de la Segunda Guerra Mundial.
—Yo soy una evacuada de la vieja Irlanda —explicaba Fiona con una alegre sonrisa y con los verdes ojos relampagueantes, encantada de ser una novedad entre sus primos y sus amigos.
En 1940, Joe O'Shea tenía veintitrés años, era ingeniero y trabajaba en la pequeña empresa constructora de su padre; era el íntimo amigo de Liam Quinn, el primo de Fiona. Conoció a ésta en casa de Liam y se enamoró perdidamente de aquella irlandesa, alta y esbelta, del condado de Cork. Consideraba que ella tenía el rostro más bonito y la sonrisa más fascinante del mundo. Empezó a festejarla y, para su alegría, Fiona confesó pronto que ese sentimiento era recíproco. Se casaron en 1941.
Después de pasar la luna de miel en Louisville, pusieron casa en Lexington, y. en 1943, pocas semanas después de que Joe se embarcara rumbo a Europa, a luchar en la guerra, nació el primer hijo de ambos.
Joe, que pertenecía a la Primera División de Infantería de los Estados Unidos, fue destinado a Inglaterra, y, después, su unidad pasó a formar parte de la Fuerza de Asalto «Omaha» que desembarcó en las playas de Normandía el día D, el 6 de junio de 1944. Tuvo la suerte de sobrevivir en ésa y otras ofensivas aliadas dentro del teatro de la guerra europeo, y, en 1945, regresó sano y salvo a su casa luciendo, con orgullo, el «Corazón Púrpura» en su uniforme.
Al volver a la vida civil en Kentucky, Joe reanudó su trabajo en la pequeña empresa de su padre. Poco a poco, la vida de los O'Shea retornó a la normalidad.
En 1947, nació Lonnie y con la llegada de Maddy, siete años después, Fiona y Joe decidieron que sería más prudente dejar de tener hijos para poder criar mejor a los que tenían. Pensaban, sobre todo, en el costo de la educación universitaria que querían darles a los tres. El padre de Joe se jubiló y éste se hizo cargo de la empresa familiar, donde ganaba lo suficiente para llevar una vida digna. No eran pobres, aunque tampoco ricos.
—Medianamente cómodos —decía Joe siempre. Y agregaba—: Pero no es causa de celebración, ni de cometer extravagancias.
Joe O'Shea había sido un buen marido y un buen padre. Fiona, una esposa tierna y cariñosa, y la más orgullosa de las madres. Formaban una familia feliz, con una increíble devoción de unos por los otros.
Joe hijo, Lonnie y Maddy eran inseparables. Fiona les llamaba «el trío terrible».
Durante su adolescencia, Madelana era un poco marimacho y quería imitar todo lo que sus hermanos hacían: nadaba y pescaba con ellos en los arroyos, iba a cazar a las colinas y los seguía a todas partes.
Tenía la equitación como deporte favorito, y era una excelente amazona. Empezó a montar desde muy pequeña y tuvo la suerte de que cerca de su casa hubiera varios establos donde se criaban pura sangres y como, de tanto en tanto, su padre trabajaba allí, le permitían montar.
Amaba los caballos, y los comprendía. Igual que al padre y a los hermanos, le gustaban las carreras, y su mayor emoción era acompañarlos a Churchills Downsen Louisville, donde se corría el «Derby de Kentucky». Y ella era quien gritaba más fuerte cuando el caballo al que habían apostado ganaba.
Desde muy pequeña, Maddy decidió que sus hermanos nunca la aventajarían y ellos, que se sentían en extremo orgullosos de su belleza, inteligencia, independencia y valentía, la alentaban de manera constante. En cambio, su madre no hacía más que menear la cabeza ante los pantalones vaqueros, las camisas escocesas de trabajo que su hija usaba y sus ademanes, tan masculinos, y le recomendaba que fuese más femenina.
—¿Qué va a ser de ti, Maddy O'Shea? —preguntaba Fiona, exasperada—. ¡Mírate! Estoy segura de que, con esa facha, cualquiera te confundiría con un peón del establo; en cambio, tus amigas siempre están bonitas y femeninas con sus preciosos vestidos. Así, nunca encontrarás un buen muchacho que quiera casarse contigo, te aseguro que no, niña mía. Aunque sea lo último que haga en esta vida, estoy decidida a apuntarte en la clase de baile de Miss Sue Ellen para que te enseñe a tener un poco de gracia y de feminidad. Juro que lo haré, Maddy O'Shea. Te lo advierto, hijita.
Maddy contestaba con una carcajada, y se encogía de hombros, porque ésa era una vieja amenaza. Después, abrazaba a su madre con fuerza y le prometía enmendarse; entonces, las dos se sentaban a la mesa de la cocina a tomar una taza de chocolate caliente y conversaban y conversaban sin tregua, como las mejores amigas del mundo.
Con el tiempo, nada más que por darle gusto a su madre, Madelana asistió a la Escuela de Baile y Deportes de Lexington, dirigida por Miss Sue Ellen; en ella, aprendió baile clásico y zapateado americano. Tenía una aptitud natural para la danza y disfrutaba de sus clases. Así que, en seguida, aprendió a moverse con elegancia y adquirió esa agilidad y gracia de las bailarinas que ya nunca perdería.
Años después, al pensar retrospectivamente en su vida, a Madelana le consolaba pensar lo que ella y sus hermanos habían disfrutado durante la infancia. Su madre les inculcaba principios católicos, y el padre mucha disciplina. Tuvieron que trabajar con ahínco en el colegio, además de ayudar en las tareas domésticas, pero había sido una de las épocas más felices de la vida, y había hecho de ella lo que era.
Nadie se sorprendió más que Fiona cuando, a finales de 1964, con cuarenta y un años, dio a luz a Kerry Anne.
A pesar de tan inesperada llegada, la niña muy bien recibida y el bautizo constituyó una fiesta feliz. Lo único que enturbió el júbilo familiar de ese día fue la inminente partida de Joe hijo a la guerra de Vietnam. Joe pertenecía al Ejército de Estados Unidos, y tenía sólo veinte años.
En ocasiones, la tragedia golpea a una familia repetidas veces en rápida sucesión y resulta algo tan incomprensible, tan inexplicable, que cuesta trabajo creerlo. Así sucedió con los O'Shea.
Joe hijo murió en Da Nang, un año después de haberse embarcado hacia Indochina. Lonnie, que se había alistado en la Marina, y luchaba también en Vietnam, cayó durante la ofensiva Tet, en 1968. Tenía veintiún años.
Y entonces, para espanto y dolor de la familia, la pequeña Kerry Ann murió en 1970 a causa de una complicación que se le presento después de haber sido operada de las amígdalas, poco después de cumplir los cinco años.
Incapaces de sobreponerse a tanto dolor, Fiona, Joe y Maddy se aferraron unos a otros. Con la terrible angustia ante las pérdidas sufridas en cinco cortos y espantosos años, tenían la impresión de que cada nuevo golpe era más feroz que el anterior y el dolor les resultaba intolerable.
Fiona nunca llegaría a recobrarse del todo, y seguiría siempre triste y apenada. Sin embargo, y a pesar de lo mucho que necesitaba tener a su lado a la única hija que le quedaba, cuando Madelana cumplió dieciocho años, su madre insistió en que continuara sus estudios en la Universidad de Loyola, en Nueva Orleans.
Hacía algunos años que Madelana tenía la ilusión de estudiar en esa Universidad dirigida por jesuitas, y sus padres habían aprobado la elección. Pero, a pesar de todo, la joven no deseaba separarse de ellos, en particular de su madre, que tanto dependía de ella, y estaba completamente decidida a modificar sus planes.
Pero Fiona se negó. Hacía años que soñaba con que Madelana siguiera estudios universitarios. En ese momento, Fiona sabía que tenía cáncer, pero tanto ella como Joe ocultaron tan devastadora noticia a su hija.
Sin embargo, cuatro años después, ya cerca del final, Fiona se debilitó tanto que no fue posible seguir ocultándole la verdad a Maddy. Como le faltaban pocos meses para doctorarse, y no quería frustrar la ilusión de su madre, la joven siguió estudiando con ahínco y luchó por no dejarse vencer ante la desesperación. El único pensamiento que la acompañó en esos cruciales momentos fue la determinación de no defraudar a su madre.
Fiona vivió lo suficiente para ver a su hija graduada en Ciencias Económicas, en el verano de 1976. Dos meses más tarde dejaba de existir.
—La muerte de Kerry Ann puso el último clavo en el ataúd de tu madre —repetía Joe constantemente a lo largo del invierno de ese año, hasta que, para Madelana, esas palabras se convirtieron en una especie de horrible letanía.
Otras veces, Joe permanecía largo rato sentado, con la mirada clavada en Maddy у, por fin, preguntaba, con los ojos llenos de lágrimas:
—¿No bastaba que entregara la vida de uno de mis hijos al país? ¿Por qué Lonnie tuvo que ser masacrado también? ¿Para qué? —Y antes de que ella pudiera responder, Joe agregaba, con rabia y amargura—: Para nada, Maddy, eso es, para nada. Joe y Lonnie murieron jóvenes para nada.
Cada vez que él hablaba así, Madelana lo agarraba de la mano y trataba de consolarlo; pero nunca encontraba respuesta a las preguntas de su padre, y tampoco a las que ella misma se formulaba. Igual que la mayoría de los habitantes de Estados Unidos, ella no comprendía el porqué de la lucha en Vietnam.
Después de doctorarse en la Universidad de Loyola, Madelana encontró trabajo en los almacenes «Shilito», en Lexington. A pesar de haber sido un marimacho en la infancia, y de su desinterés por las cosas femeninas, durante la adolescencia se enamoró de la ropa y reconoció que le atraía mucho todo lo referente a la moda; además, tenía muy buen gusto. La venta minorista la atraía, y, mientras había estudiado en la Universidad, decidió que haría carrera en ese campo.
El trabajo le resultó un desafío, y lo encontró estimulante y absorbente. Se enfrascó en el trabajo y dividió su tiempo entre la tienda y el hogar familiar donde continuaba viviendo con su padre.
A principios de 1977, Joe comenzó a preocuparla porque, desde la muerte de su mujer estaba cada vez más malhumorado y apático ya que, a diferencia de Fiona, la religión no le resultaba un consuelo. Continuaba con su machacona idea de que sus hijos habían muerto en vano y Maddy, muchas veces, lo encontraba mirando con fijeza las fotografías de todos los hermanos con expresión de dolor. Su sufrimiento se reflejaba en su rostro, y adelgazaba a ojos vista.
Maddy sufría por él y hacía todo lo posible para animarle, para darle una razón que le hiciera seguir viviendo; pero todo era en vano.
En la primavera de ese año, Joe O'Shea se había convertido en la sombra del hombre atractivo y alegre que había sido siempre, y cuando, en mayo, murió de repente de un ataque al corazón, a pesar de su enorme dolor, Maddy no se sorprendió. Fue como si él hubiese querido morir, como si estuviera desesperado por reunirse con Fiona en la tumba.
Una vez que enterró a su padre, Madelana empezó a poner en orden los asuntos económicos de la familia. Como Joe había dejado todo ordenado, la tarea le resultó relativamente fácil.
La pequeña compañía constructora no tenía pasivo así que pudo vender equipos, materiales y «razón social» a Pete Andrews, la mano derecha de su padre durante muchos años, que deseaba continuar con la empresa y la misma plantilla de trabajadores que tenía. También, aunque le costó mucho, vendió la casa donde se había criado junto con la mayor parte de los muebles de su madre, y se trasladó a un apartamento, en Lexington.
No transcurrió mucho tiempo antes de que se diera cuenta de lo difícil que le resultaría vivir allí a partir de entonces. A pesar del cariño que sentía por el lugar: era parte de ella, estaba en su sangre, cada día le resultaba más doloroso que el anterior. Fuera donde fuese, a cualquier lugar que mirara, veía los rostros de sus seres queridos... sus padres, Kerry Anne, Joe y Lonnie. Los echaba de menos y añoraba el pasado.
La muerte del padre había reabierto las viejas heridas causadas por las anteriores pérdidas familiares.
Supo que tenía que alejarse de allí. Tal vez algún día le resultaría posible volver y regocijarse en el pasado. Pero, por el momento, necesitaba distanciarse de ese lugar. Su dolor era demasiado reciente, demasiado fuerte, y, como tenía las emociones a flor de piel, no lograba que los recuerdos de su familia la consolaran.
Solo el paso del tiempo aliviaría su dolor y, sólo entonces, los recuerdos le resultarían un bálsamo y encontraría la paz en ellos. Así que Madelana decidió trasladarse al norte, instalarse en Nueva York y empezar una nueva vida.
Era muy valiente.
Cuando llegó a Manhattan, no conocía a nadie, no tenía un techo sobre su cabeza. Esa cuestión había podido resolverla con anterioridad desde Lexington.
Las Hermanas de la Divina Providencia, una congregación de educadoras con sede en Kentucky, y una de las primeras Órdenes religiosas fundadas en América, tenían una residencia en Nueva York, en la que alquilaban habitaciones por un módico precio a muchachas y mujeres jóvenes católicas de todas partes del mundo.
Maddy llegó a la residencia «Jeanne d'Arc» en octubre de 1977.
A la semana de su llegada a la casa de la West Twenty-fourt Street, ya estaba instalada y empezaba a familiarizarse con la ciudad.
Las monjas se mostraban cálidas y serviciales con ella, y las otras huéspedes, bastante amistosas. La residencia era agradable, conveniente y estaba bien dirigida. Tenía cinco plantas de habitaciones, con duchas y baños en cada una. Había una pequeña, pero hermosa capilla donde las jóvenes residentes y las hermanas podían rezar o meditar; una biblioteca y una sala de visitas con televisor. Además, en el sótano había una cocina y un comedor donde se servían comidas; también disponían de una lavandería, y de grandes armarios para guardar todo lo del personal.
Una de las primeras cosas que Maddy hizo fue depositar su capital de cuarenta mil dólares en el Banco, y abrir una cuenta corriente y una libreta de ahorros. Después, se hizo instalar un teléfono a su nombre en la habitación de la cuarta planta. Patsy Smith, que vivía en un cuarto frente al suyo, le recomendó que lo hiciera así pues, le dijo, eso le simplificaría la vida.
Y después salió en busca de trabajo.
Desde que decidió hacer carrera en la venta al por menor, el modelo de Maddy había sido la difunta Emma Harte, una de las más grandes empresarias de todos los tiempos. Había leído todo lo publicado acerca de la famosa Emma, y «Harte's» era el único lugar de Nueva York donde a ella le interesaba trabajar. Pero, cuando la entrevistaron, le informaron que no había vacantes. Sin embargo, el jefe de personal había quedado muy bien impresionado por ella, y le prometió que la llamaría si quedaba alguna vacante. Para futuras referencias, su historial profesional quedaba archivado en los grandes almacenes.
A las tres semanas de su llegada a la ciudad, Maddy consiguió entrar en las oficinas de «Saks», en la Quinta Avenida. Exactamente un año después, hubo una vacante en «Harte's» y ella aceptó el puesto de inmediato, llena de entusiasmo ante la posibilidad de trabajar allí. A los seis meses, ya se destacaba entre el personal.
Y así fue como atrajo la atención de Paula O'Neill.
Al verla en el departamento de marketing, Paula quedó impresionada por su estilo tan personal, su físico agradable, su eficiencia y su gran inteligencia. De allí en adelante, siempre la distinguió, le encomendó una variedad de trabajos especiales, y, por fin, la trasladó a las oficinas ejecutivas. Un año más tarde, en julio de 1980, Paula la nombró su ayudante personal, cargo que, en realidad creó para ella.
Con ese importante ascenso, que le llegó acompañado de un sustancioso aumento de sueldo, Madelana, por fin, se sintió lo bastante segura como para buscarse un apartamento. En East Eighties, encontró uno que le gustaba y mandó por sus muebles, que habían quedado almacenados en Kentucky. Una vez todo en orden, abandonó la residencia, aunque lamentó, de todo corazón el despedirse de las hermanas Bronagh y Mairéad.
Sus primeras visitas fueron Patsy y Jack, a los cuales invitó a cenar un sábado a la noche, justo antes de que Patsy se fuera a vivir a Boston.
Había sido una velada encantadora, y Jack las divirtió y les hizo reír. Pero hacia el final, ella y Patsy se entristecieron un poco al pensar que vivirían en ciudades distintas. Se prometieron que su amistad no moriría, y, a partir de entonces, se escribían con bastante regularidad.
Con su ascenso, la vida de Madelana cambió también en otros aspectos y ante ella se abrió un mundo nuevo por completo. Paula la llevó a Londres para enseñarle todos los detalles de funcionamiento de los famosos almacenes «Harte's» en Knightsbridge, y también visitó las sucursales de «Harte's» en Yorkshire y en París. Y, en dos ocasiones, acompañó a Julia a Texas, aunque esos viajes más bien fueron por asuntos de «Sitex» que por «Harte's». Y así, Madelana descubrió que le encantaba viajar, visitar otros lugares y conocer gente nueva.
El primer año de trabajo como ayudante de Paula se le pasó en un vuelo, lleno de excitación, continuos desafíos y éxitos, y, muy pronto, Maddy se dio cuenta de que había encontrado su lugar en la vida. Y ese lugar fue «Harte's» de Nueva York, donde ella era una estrella.