CAPÍTULO 09
El trayecto entre la residencia «Jeanne d'Arc» y la Calle 84 Este fue largo y caluroso, y por primera vez en ese día, Madelana sintió un calor incómodo y húmedo cuando por fin llegó al pequeño edificio de apartamentos donde vivía.
—¡Hola, Alex! —saludó al portero que le abrió la puerta del taxi.
Éste respondió al saludo y le dirigió una rápida mirada de admiración al verla cruzar rápidamente la acera con su habitual agilidad. Ella penetró en el edificio, antes de que él pudiera abrirle la puerta, y cruzó el vestíbulo de mármol, sus tacones repiqueteando mientras se dirigía hacia los buzones.
Se detuvo para recoger la correspondencia y, en seguida, tomó el ascensor hasta la planta diecisiete. Cuando metió la llave en la cerradura oyó que el teléfono sonaba. Se apresuró a entrar, mientras la campanilla continuaba llamando en el fresco silencio del desierto apartamento.
Encendió la luz del minúsculo vestíbulo de entrada, dejó caer sus cosas al suelo y corrió a atender la llamada.
El teléfono se hallaba sobre el escritorio de la sala de estar, que daba al pequeño recibidor.
—Dígame —respondió Madelana, al levantar el auricular, pero no había nadie en el otro extremo de la línea. Lo único que oyó fue el suave ronroneo del tono para marcar; era evidente que quien llamaba había cortado unas décimas de segundo antes de que ella llegara al teléfono.
«Oh, bueno —pensó—, si se trata de algo importante, quienquiera que sea, volverá a llamar.» Entonces, colgó, con un encogimiento de hombros y, vacilante, volvió a mirar el teléfono. Estuvo a punto de volver a descolgar, preguntándose si la llamada sería de Paula, por algún asunto de negocios de último momento. O por algo que quizás hubiera olvidado. Pero no lo creía probable, ya que eran casi las diez de la noche. Así que descartó la idea de llamarla a su apartamento de la Quinta Avenida. Sería una intromisión innecesaria, y, de todos modos, el día de su llegada a Nueva York, Paula siempre se acostaba temprano para tratar de contrarrestar el cansancio que el viaje en avión le producía.
Al estremecerse, Madelana se dio cuenta de que hacía frío. El aparato del aire acondicionado había estado funcionando al máximo durante todo el día, y el apartamento era una nevera. Pero su cuerpo se aclimataría en seguida, y, después de la humedad y del calor de las calles de Manhattan, el fresco resultaba muy agradable.
Fue a buscar las cosas que había dejado caer al suelo y las llevó a la sala. Se instaló en el sofá de terciopelo amarillo y revisó la correspondencia. Como no había nada importante, puso las cartas sobre la mesita ratonera de vidrio y bronce, y se encaminó al dormitorio a cambiarse de ropa.
Un par de minutos después reapareció descalza y cubierta por una larga túnica de algodón rosa; entonces, entró a la cocina a prepararse algo de cenar antes de enfrascarse en el trabajo que se había llevado a casa.
La cocina del apartamentito era larga y estrecha. La primera vez que la vio, ese mes haría un año, a Madelana le recordó la cocina de una embarcación. Por ese motivo, la había decorado en varios tonos de azul con objetos blancos y rojo vivo. Cubrió las paredes con cuadros de barcos pesqueros del siglo XIX y barcos del Mississippi, hasta modernos trasatlánticos y yates. Todos estaban enmarcados en latón, y había otros toques del mismo metal en pequeños accesorios; cacharros de cobre sobre la estufa y el fregadero, y éstos añadían su propio brillo al lugar.
En la otra parte, cerca de la ventana, había colocado una mesa abatible y dos sillas rústicas que constituían el rincón ideal para una comida ligera, íntima. De la ventana, colgaba un macetero lleno de helechos, la cocina tenía una alegría y un encanto que no se debían tanto al dinero invertido en ella como a la ingenuidad y el buen gusto.
Una colorida lámina de un yate atrajo la atención de Madelana, que sonrió al pensar en su amiga Patsy Smith. Patsy era una chica de Boston que se alojaba en la residencia en la misma época que ella; dos años antes, Patsy la había invitado a pasar un fin de semana largo, del Cuatro de Julio, en la casa de veraneo de la familia en Nantucket. Durante esos cuatro gloriosos días navegaron mucho, y Madelana disfrutó de cada minuto que pasó a bordo de un yate. Para ella constituyó una nueva y jubilosa experiencia y, sorprendida, descubrió que tenía gran afinidad con el mar y los barcos.
«Tal vez algún día pueda volver a navegar», pensó, al abrir la nevera para sacar los ingredientes de una ensalada.
En ese momento, el teléfono empezó a sonar. Atendió por el aparato de pared de la cocina
—¿Dígame?
—Por fin has llegado.
—¡Ah, Jack! ¿Qué tal? Sí, he estado...
—Cancelaste nuestra cita porque tenías trabajo, o por lo menos eso fue lo que dijiste —la interrumpió él con rudeza, y un dejo de amargura en su hermosa voz—. Pero no has estado en tu casa, muñeca. Me he pasado toda la noche llamándote.
Madelana sintió que se ponía tensa ante aquel tono acusador; molesta al saber que él la había estado vigilando. Pero respiró hondo y consiguió contestarle con tranquilidad.
—Tuve que ir a la residencia. A ver a la hermana Bronagh.
—Supongo que es una excusa tan buena como cualquier otra.
—Pero es la verdad. Y te pido, por favor, que no adoptes esa actitud conmigo. No me gusta, Jack.
—Y esperas que me crea que has estado allí, ¿verdad? ¿Visitando a una monja? —Lanzó una carcajada—. ¡Vamos, muñeca...!
—No soy una embustera —le interrumpió ella, hirviendo de rabia. Alzó la voz para agregar con frialdad—Y tampoco me gusta que me acusen de serlo.
Él ignoró ese comentario.
—¿Por qué no me dices con quién has estado?
—Te digo que fie ido a visitar a la hermana Bronagh. —Apretó el auricular para tranquilizarse. Cada vez se sentía más exasperada y menos paciente.
Él volvió a reír, esta vez con ironía.
—¡Así que la hermana Bronagh! ¡Vamos, muñeca, no te hagas la santurrona que conmigo no te vale! Estás hablando con Jack. Yo. Jack. Jack, tu amante. Jack, el gran hombre de tu vida. ¿Pero es el único hombre de tu vida? Ésa es la cuestión.
En ese momento, Madelana cayó en la cuenta de que no sólo había bebido de nuevo, sino que estaba muy borracho. A pesar de que Jack no arrastraba las palabras al hablar, ella había aprendido a reconocer las señales de sus borracheras. Se ponía sarcástico, con ganas de discutir, y sospechaba de ella; entonces, todas sus inseguridades empezaban a surgir. Y, por supuesto, disfrutaba discutiendo con ella, algo que a Madelana enfurecía. Jack tenía mala bebida. Durante los últimos meses, ella había aprendido que la firmeza era la única forma de manejarle, y que si adoptaba la postura severa de una maestra de escuela, de alguna manera conseguía dominarle. Pero no tenía ganas de dominar a Jack. Quería una relación de igual a igual, equilibrada, en la que' ninguno de los dos manipulara ni controlara al otro.
—Buenas noches, Jack. Vete a la cama —dijo ella con frialdad—. Te llamaré por la mañana.
Hubo un repentino silencio en el otro extremo de la línea.
Madelana oyó que Jack jadeaba, como si le sorprendiera que ella fuera a cortar la comunicación.
Entonces, Madelana repitió con voz muy firme, y más fría que nunca:
—Buenas noches.
—Oye, espera un momento, Madelana, ¿no quieres que cenemos juntos mañana por la noche? Una cena rápida y tranquila. En mi casa. O en la tuya. O en algún restaurante cerca de tu casa. ¡Vamos, di que si, cariño! —Inesperadamente, se mostraba mucho menos hostil, casi contrito.
—Ya sabes que no puedo, Jack. A principios de semana te expliqué que el viernes por la noche tenía que dedicarme a preparar el equipaje. Por si lo has olvidado, el sábado por la mañana salgo para Australia.
—¡Es cierto! ¡Por supuesto! Vivo olvidando que eres una muchachita de carrera, dedicada en cuerpo y alma a su trabajo. ¿0 debería decir una importante muchacha de carrera? Mucho más apropiado, ¿no? Sí, desde luego: una gran carrera. Gran trabajo. Grandes ambiciones. Pero, dime una cosa, muñeca, ¿el trabajo te va a mantener caliente en la cama las noches de frío? —Lanzó una risita—. Lo dudo. No necesitas hacer una gran carrera, muñeca. Tú necesitas un gran hombre. Como yo. Escúchame, se me ocurre una gran idea. ¿Qué te parece si voy ahora mismo y...?
—¡Has bebido demasiado, Jack Miller! ¡Estás borracho como una cuba! —gritó, hablando, sin darse cuenta, con su acento sureño, como hacía siempre que se sentía muy excitada o furiosa—. Vete a la cama —ordenó con severidad—. Te llamaré por la mañana. —Colgó el receptor con suavidad a pesar de tener ganas de golpearlo. La actitud de Jack la humillaba y estaba resentida y enojada.
—Me revienta la manera que tiene de tratarme estos días —dijo en voz baja mientras abría la alacena para sacar un colador de metal. Cortó la lechuga con furia, la dejó caer en el colador y abrió el grifo para lavarla.
Miró, distraída, la pared, en tanto pensaba en Jack Miller.
«Es un imbécil —pensó—, y yo soy todavía más imbécil por seguir viéndolo. Hace semanas que sé que no llegaremos juntos a parte alguna. Y nuestra relación se desmorona a pasos agigantados. No puedo tolerar sus ideas posesivas ni sus acusaciones, y las escenas de borracho que me hace últimamente me resultan insoportables.»
Se pasó la mano por el cabello, distraída. «Y me enfurece. Maldición, ¿por qué lo aguanto?»
Abrió un cajón y sacó un afilado cuchillo de cocina; pero le temblaban tanto las manos que volvió a guardarlo por miedo a cortarse.
Permaneció un rato apoyada contra la pila, en un intento de calmar su furia.
«Todo ha terminado entre nosotros.»
Ese inesperado pensamiento le penetró el cerebro como una flecha que da en el blanco, y sintió que se relajaba. Poco a poco, dejó de temblar.
Así era. Nada quedaba ya. Por lo menos, en ella. Incluso su deseo sexual por Jack había desaparecido. Su pésimo comportamiento la congelaba cada vez con más frecuencia. «Cuando regrese de Australia romperé con él —decidió—. No tiene sentido que continúe perdiendo tiempo con Jack. Debo seguir con mi propia vida. No puedo seguir como su niñera, y lo soy desde hace meses. No, es preferible que se lo diga mañana mismo. Será mucho más bondadoso que esperar hasta mi vuelta. Pero ¿por qué trato de ser bondadosa con él? Últimamente, ese imbécil no ha hecho más que darme malos ratos.»
Madelana lanzó un suspiro de cansancio. Era como si Jack quisiera castigarla. ¿O trataría de castigar a alguien más? ¿A sí mismo, quizá? Hacía varios meses que estaba sin trabajo y eso le afectaba muchísimo. Cuando trabajaba, era otra persona. Un hombre íntegro. No andaba de fiar en bar con sus amigotes, y jamás bebía una gota de alcohol.
«¡Pobre Jack! —pensó, dejando de lado su enojo—. ¡Tiene tanto a su favor! Es buen mozo, encantador, con talento, y hasta brillante. Pero está desperdiciando todos sus dones al prenderse una botella del cuello.» Las borracheras de Jack eran lo que la angustiaba, y las borracheras se interponían entre ambos. Invariablemente, después de haber bebido, él se arrepentía, lleno de remordimientos; pero con eso no borraba su comportamiento ni el dolor que había infligido.
En ese momento, Madelana comprendió que en lugar de enojarse con Jack debía compadecerle. Era un actor en Broadway, muy cerca del estrellato; en definitiva, un espléndido actor que podría haber ido a Hollywood y conquistado la pantalla como había hecho con la escena teatral, que había sido su fuerte. Sus rasgos finos, con el cabello plateado y sus maravillosos ojos azules de niño, tan atractivos, le convertían en una persona de una excepcional fotogenia. Y hasta tenía el carisma de las estrellas cinematográficas... cuando quería. Como sus compañeros la informaban constantemente, Jack podría haber sido otro Paul Newman. Y ella se sentía siempre tentada de preguntar: «¿Y por qué no lo es?», pero nunca lo dijo. Sí, los amigos de Jack Miller lo admiraban.., comentaban que era el actor de los actores. El mejor. De la misma categoría que Al Pacino y Jack Nicholson. Pero, desde el punto de vista de Madelana, le faltaba algo; había una faceta poco clara en su carácter. ¡Si sólo tuviera un temperamento distinto!
Madelana sentía que a Jack le faltaba empuje, y, desde luego, no era lo bastante ambicioso. Tal vez fuera por eso que siempre discutía con ella, la carrera de Madelana le molestaba..., porque ella tenía una sobredosis de ambición y él, ninguna. Tal vez la tuvo en alguna época, pero ya no.
Madelana lanzó una carcajada. A Jack le molestaba su carrera porque, en el fondo de su alma, era un macho chauvinista. A su modo, tan retorcido, se lo había dicho a ella más de una vez, ¿no?
Empuñó el cuchillo y, al empezar a cortar el tomate, se alegró cuando comprobó que ya no le temblaban las manos.
Más tarde, después de cenar su ensalada de pollo, Madelana se instaló en la sala a beber un vaso de limón helado, mirando, distraída, la película que televisaban.
Se acomodó» contra los almohadones y se dio cuenta de que estaba más alegre y de mejor humor. La sensación de opresión en el pecho había desaparecido y no tuvo más remedio que admitir que se sentía aliviada y mejor por haber resuelto cortar sus relaciones con Jack Miller.
En la última media hora, también se había dado cuenta de que esa decisión no era tan repentina como creyó. Hacía tiempo que quería cortar los lazos que los unían; pero, hasta entonces, no tuvo valor para hacerlo.
Se preguntó la razón de ello; si no sería que, durante los últimos meses, habría estado con Jack sólo por miedo a quedarse de nuevo completamente sola.
Patsy Smith había regresado a vivir a Boston, y Madelana no tenía muchos amigos en Nueva York. Además, como trabajaba tanto y hasta tan tarde, no le quedaba tiempo para reuniones sociales con las pocas mujeres que conocía y le resultaban simpáticas.
Pero el caso de Jack era algo muy distinto.
Al ser actor, sus horas libres empezaban a las diez de la noche, cuando bajaba el telón. Así que los extraños horarios de los dos, de alguna manera habían contribuido a unirles.
Varias veces por semana, ella se quedaba en la tienda hasta tarde, o se llevaba trabajo a casa, y sólo se encontraba con Jack a cenar a las once, en «Sardi». Y las demás noches, él iba al apartamento de Madelana después del teatro, ella cocinaba para él, que se quedaba a pasar la noche; y, por lo general, estaban juntos los domingos en la casa de Jack, en East Seventyninth Street.
Cuando Jack no actuaba, como en ese momento, quería verla todas las noches sin tener en cuenta que ella debiera acabar algún trabajo. Eso no era posible, así que Madelana se atuvo religiosamente a sus obligaciones laborales y se negó a ceder a las exigencias de Jack, por ahí empezaron los problemas entre los dos. Él amaba el teatro con pasión; de alguna manera era el centro de su vida. Sin embargo, se negaba a comprender que el trabajo de Madelana fuera tan importante para ella como el suyo para él.
Patsy los había presentado dos años antes, y Madelana se enamoró de él, y desde que estaba en Manhattan, Jack fue la única persona con quien intimó. En cierto modo, fue como si él perteneciera a su familia, y tal vez por eso, seguía aferrándose a Jack cuando su instinto le advertía lo alejase de su vida.
«Familia», pensó Madelana, y esa palabra empezó a darle vueltas en la cabeza. Se volvió a mirar la fotografía en colores que había sobre la mesa. Todos estaban allí..., sus hermanos, Joe y Lonnie, ella, con la pequeña Kerry Anne sentada en sus rodillas, y sus padres. ¡Qué jóvenes eran todos!, incluso sus padres, y qué expresión de alegría y de amor se percibía en sus dulces rostros. Jack Miller hubiera encantado a la familia. Lo habrían encontrado entretenido y simpático, porque lo era, aunque sin que hubiera recibido su aprobación; por lo menos como novio de ella.
Tanto sus padres como sus hermanos la consideraban única, y esperaban grandes cosas de ella, sobre todo su madre; entonces recordó las palabras de ésta.
«Tú eres la que saldrás al mundo y triunfarás, mi amor —le decía con aquel encantador acento irlandés que nunca perdió—. Tú eres la inteligente, Maddy, la que ha sido bendecida..., bendecida por los dioses, sin duda, querida mía. Porque eres una de las niñas de oro, Maddy.»
De repente, Madelana quedó inmóvil, como petrificada, mientras oía en su interior las voces de sus seres queridos, tan claras, tan inconfundibles... Lonnie..., Joe..., Kerry Anne..., mamá..., papá...
Aunque habían muerto, ella seguía sintiéndolos muy cerca de sí.
Cada uno de ellos había dejado un poco de sí mismo en Madelana. Los llevaba grabados a fuego en su corazón y la acompañaban constantemente. Además, conservaba recuerdos maravillosos que la apoyaban y le daban su inmensa fuerza.
Durante un rato se dejó llevar por los recuerdos, como si se encontrara en trance, y volvió in mente al pasado, pero, a los pocos minutos reaccionó, y se puso de pie. Apagó el televisor, fue en busca de su guitarra y volvió al sofá.
Se sentó sobre sus piernas dobladas y tocó algunos acordes; afinó la guitarra y empezó a rasguear las cuerdas con suavidad mientras pensaba en su familia y revivía los momentos felices que habían pasado juntos. Todos los O'Shea poseían cierto don de la música y les encantaba; durante el transcurso de los años habían tocado juntos diferentes instrumentos, y tocaban a coro o cantaban como solistas.
Y en ese momento, Madelana empezó a tararear con suavidad una de las antiguas baladas folklóricas que cantaba con sus hermanos, y, cuando la recordó en todos sus detalles, su voz sonó, pura y límpida, en el silencioso apartamento.
En la cima del viejo Smoky, todo cubierto de nieve, perdí a mi amor verdadero por tardar en aceptarlo. Porque el amor es un placer, la separación un dolor, un enamorado falso es peor que un ladrón. El ladrón sólo te roba y te quita lo que tienes, pero un falso enamorado te enviará a la tumba. En la cima del viejo Smoky, todo cubierto de nieve, perdí a mi amor verdadero por tardar en aceptarlo.