82. La niña que se levantó
Sin duda, hacerlo traerá el esperado fin de la guerra que nos prometieron los Heraldos.
Del cajón 30-20, última esmeralda
Estaba acurrucada en algún lugar. Había olvidado dónde.
Durante un tiempo, había sido… todo el mundo. Un centenar de rostros, pasando uno tras otro. Buscaba el consuelo en ellos. Seguro que podía encontrar a alguien que no sintiera el dolor.
Todos los refugiados cercanos habían huido, gritando que era una spren. La dejaron con aquellas cien caras, en silencio, hasta que se le agotó la luz tormentosa.
Entonces quedó solo Shallan. Por desgracia.
Oscuridad. Una vela apagada de un soplido. Un grito interrumpido. Sin nada que ver, su mente la proveía de imágenes.
Su padre, la cara amoratándose mientras ella lo estrangulaba, cantando una nana.
Su madre, muerta con los ojos ardiendo.
Tyn, atravesado por Patrón.
Kabsal, sacudiéndose en el suelo mientras sucumbía al veneno.
Yalb, el incorregible marinero del Placer del Viento, muerto en el fondo del mar.
Un cochero sin nombre, asesinado por miembros de los Sangre Espectral.
Y por último Grund, con el cráneo abierto.
Velo había intentado ayudar a la gente, pero solo había logrado empeorar sus vidas. La mentira que era Velo se hizo manifiesta de pronto. No había vivido en la calle y no sabía cómo ayudar a otros. Fingir que tenía experiencia no significaba tenerla de verdad.
Velo siempre se había dicho que Shallan podía ocuparse de los grandes asuntos, los Portadores del Vacío y los Deshechos. En ese momento tuvo que afrontar la verdad de que no tenía ni la menor idea de qué hacer. No podía llegar a la Puerta Jurada. Estaba protegida por un antiguo spren que podía introducirse en su cerebro.
La ciudad entera dependía de ella, pero ni siquiera había sido capaz de salvar a un niño mendigo. Allí, hecha un ovillo en el suelo, la muerte de Grund se le antojó una sombra de todo lo demás, de sus buenas intenciones convertidas en arrogancia.
Allá donde iba, la muerte la perseguía. Toda cara que vestía era una mentira para fingir que podía impedirlo.
¿No podía ser alguien que no sintiera dolor, solo por una vez?
Un haz de luz apartó las sombras a su paso, largo y fino. Shallan parpadeó y se quedó paralizada un momento. ¿Cuántos días habían pasado desde la última vez que vio la luz? Una silueta entró en la sala común por la que se llegaba al agujero en el que estaba Shallan, la pequeña cámara que ocupaba. No se había movido de la alargada habitación donde había vivido Muri.
Se sorbió la nariz.
El recién llegado llevó la luz al umbral y, con movimientos cautos, entró y se sentó enfrente de ella, con la espalda apoyada en la pared. La estancia era tan pequeña que las piernas estiradas del hombre tocaron la pared al lado de Shallan, que tenía las suyas dobladas, con las rodillas contra el pecho y la cabeza apoyada en ellas.
Sagaz no habló. Dejó su esfera en el suelo y concedió a Shallan el silencio.
—Tendría que haberlo sabido —acabó susurrando ella.
—Tal vez —dijo Sagaz.
—Regalar tanta comida solo ha servido para atraer depredadores. Qué estupidez. Tendría que haberme centrado en la Puerta Jurada.
—De nuevo, tal vez.
—Qué difícil es, Sagaz. Cuando llevo la cara de Velo… tengo que pensar como ella. Ver el cuadro completo se vuelve complicado cuando ella toma el control. Y el caso es que quiero que tome el control, porque Velo no es yo.
—Los ladrones que han matado a ese niño ya no darán más problemas —dijo Sagaz.
Shallan alzó la mirada hacia él.
—Unos hombres del mercado han oído lo que ha pasado —continuó Sagaz— y por fin han formado la milicia de la que llevaban tiempo hablando. Han reunido a los Agarrones y los han obligado a delatar al asesino y desbandarse. Siento no haber podido actuar antes; tenía otras cosas que hacer. Te alegrará saber que parte de la comida que repartiste todavía estaba en su madriguera.
—¿Merece la pena, a cambio de la vida de ese chico? —susurró Shallan.
—Yo no puedo juzgar el valor de una vida. No osaría intentarlo.
—Muri ha dicho que sería mejor que yo estuviera muerta.
—Dado que yo carezco de la experiencia para decidir qué vale una vida, sinceramente dudo mucho que ella la haya podido obtener. Intentabas ayudar a la gente del mercado. A grandes rasgos, fracasaste. Así es la vida. Cuanto más vives, más fracasas. El fracaso es la medida de una vida bien llevada. Y la única forma de vivir sin fracaso es no servir de nada a nadie. Créeme, que tengo práctica en ello.
Shallan se sorbió la nariz y apartó la mirada.
—Tengo que transformarme en Velo para huir de los recuerdos, pero no tengo la experiencia que ella finge tener. No he vivido su vida.
—No —convino Sagaz con voz suave—. Has vivido una más dura, ¿verdad?
—Pero al mismo tiempo, una vida de ingenuidad. —Inhaló una bocanada profunda y temblorosa. Aquello tenía que acabar. Sabía que debía superar el berrinche y regresar a la sastrería.
Sagaz se acomodó.
—¿Has oído la historia de La niña que miró arriba?
Shallan no respondió.
—Es un cuento muy antiguo —dijo Sagaz. Ahuecó las manos alrededor de la esfera que había en el suelo—. En aquella época las cosas eran distintas. Un muro impedía que llegaran las tormentas, pero nadie se daba cuenta de que estaba. Nadie excepto una niña, que un día miró arriba y lo contempló.
—¿Por qué hay un muro? —susurró Shallan.
—Ah, ¿sí que la conoces? Bien.
Sagaz encorvó la espalda y sopló el polvo de crem del suelo. Se arremolinó y compuso la figura de una chica. Dio la breve impresión de estar de pie ante un muro, pero enseguida volvió a desintegrarse y el polvo cayó al suelo. Sagaz volvió a intentarlo y en esa ocasión el polvo ascendió un poco más, pero terminó cayendo de nuevo.
—¿Me ayudas un poco? —pidió. Envió una bolsa de esferas resbalando por el suelo hacia ella.
Shallan suspiró, cogió la bolsa y absorbió la luz tormentosa. Empezó a bullir en su interior, exigiendo que la utilizara, de modo que Shallan se levantó y sopló, tejiéndola en una ilusión que ya había creado una vez. Un pueblo impoluto y una niña que se levantaba y miraba arriba, hacia un muro de altura imposible que se veía a lo lejos.
La ilusión hizo que la habitación pareciera esfumarse. Sin saber muy bien cómo, Shallan pintó las paredes y el techo a la perfección, haciendo que se confundieran con el paisaje, que pasaran a formar parte de él. No las había hecho invisibles; se había limitado a cubrirlas de forma que Shallan y Sagaz aparentaban estar en otro lugar.
Era… mucho más de lo que nunca había hecho antes. Pero ¿de verdad lo estaba haciendo ella? Shallan sacudió la cabeza y se acercó a la chica, que llevaba una larga bufanda.
Sagaz llegó desde el otro lado.
—Mmm —dijo—. No está mal, pero no es lo bastante oscuro.
—¿Qué?
—Creía que conocías la historia —dijo Sagaz, y dio un golpecito con el dedo en el aire. El color y la luz se escurrieron de la ilusión de Shallan y los dejaron a los dos en la penumbra de la noche, iluminados solo por un tenue grupo de estrellas. El muro era un inmenso borrón delante de ellos—. En esa época no había luz.
—No había luz…
—Por supuesto, incluso sin luz, la gente tenía que vivir, ¿verdad? Es lo que hace la gente. Me atrevería a decir que es lo primero que aprende a hacer. Esa gente vivía en la oscuridad, cultivaba en la oscuridad y comía en la oscuridad.
Hizo un gesto hacia atrás y la gente se movió con torpeza por el pueblo, caminando a tientas hacia sus distintas actividades, casi incapaces de ver nada a la luz de las estrellas.
En ese contexto, por extraño que pareciera, algunas partes de la historia tal y como ella las había contado cobraban sentido. Cuando la chica preguntaba a la gente por qué había un muro, se hacía evidente el motivo de que le hubieran hecho tan poco caso.
La ilusión se ajustó a las palabras de Sagaz mientras la chica de la bufanda preguntaba a varias personas por el muro. «No pases al otro lado o morirás.»
—Así que decidió que la única forma de hallar respuestas era escalar el muro ella misma —dijo Sagaz. Miró a Shallan—. ¿Fue tonta o valiente?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Respuesta incorrecta. Fue las dos cosas.
—No fue tonta. Si nadie hiciera preguntas, nunca aprenderíamos nada.
—¿Y qué hay de la sabiduría de los ancianos?
—¡No le dieron ninguna explicación de por qué no debía preguntar por el muro! No hubo racionalización, ni justificación. No es lo mismo escuchar a los ancianos que dejarse asustar igual que todos los demás.
Sagaz sonrió, su cara iluminada por la esfera que tenía en la mano.
—Es curioso, ¿verdad?, cuántas de nuestras historias empiezan igual pero tienen finales opuestos. En la mitad de ellas, el niño desobedece a sus padres, se interna en el bosque y acaba devorado. En la otra mitad, descubre grandes maravillas. No hay muchas historias sobre los niños que dicen: «Muy bien, no iré al bosque. Menos mal que mis padres me han explicado que está lleno de monstruos.»
—¿Eso es lo que intentas enseñarme, entonces? —preguntó Shallan, brusca—. ¿La sutil distinción entre elegir por uno mismo y desoír los buenos consejos?
—Soy un profesor pésimo. —Sagaz movió la mano y la niña llegó al muro después de una larga caminata. Empezó a trepar—. Por suerte, soy artista, no maestro.
—Se pueden aprender cosas del arte.
—¡Blasfemia! El arte no es arte si cumple una función.
Shallan puso los ojos en blanco.
—Por ejemplo, este tenedor. —Sagaz movió la mano. Parte de la luz tormentosa de Shallan se separó de ella, giró sobre la mano de Sagaz y formó la imagen de un tenedor flotando en la tiniebla—. Tiene un uso. Comer. Pero si estuviera ornamentado por un maestro artesano, ¿eso cambiaría su función? —Al tenedor le salió un complejo grabado con forma de hojas en crecimiento—. No, por supuesto que no. Se usa para lo mismo, esté adornado o no. El arte es la parte que no cumple un propósito.
—A mí me hace feliz, Sagaz. Eso es un propósito.
Sagaz sonrió y el tenedor se descompuso.
—¿No estábamos en plena historia de una niña que escalaba un muro? —preguntó Shallan.
—Sí, pero esa parte se hace eterna —dijo él—. Intento entretenernos mientras tanto.
—Podríamos saltarnos la parte aburrida.
—¿Saltárnosla? —dijo Sagaz, indignado—. ¿Saltarnos parte de una historia?
Shallan chasqueó los dedos y la ilusión cambió, dejándolos de pie sobre el muro en la oscuridad. La niña de la bufanda, después de muchos días de penalidades, se izó junto a ellos.
—Acabas de hacerme daño —dijo Sagaz—. ¿Qué ocurre a continuación?
—Que la niña encuentra unos peldaños —respondió Shallan—. Y se da cuenta de que el muro no estaba para contener algo, sino para impedir que pasaran ella y los suyos.
—¿Por qué?
—Porque somos monstruos.
Sagaz se puso al lado de Shallan y, sin hablar, la rodeó con sus brazos. Ella tembló, se volvió y hundió la cabeza en la camisa del hombre.
—Tú no eres un monstruo, Shallan —susurró Sagaz—. Ay, mi niña. El mundo es monstruoso a veces, y hay quienes querrían hacerte creer que eres una persona terrible, por asociación.
—Lo soy.
—No. Porque verás, la cosa fluye al revés. Tú no eres peor por tu asociación con el mundo, sino que el mundo es mejor por su asociación contigo.
Shallan se apretó contra él, tiritando.
—¿Qué puedo hacer, Sagaz? —susurró—. Sé… que no debería estar sufriendo tanto. Tuve que… —Respiró hondo—. Tuve que matarlos. Tuve que hacerlo. Pero ahora he pronunciado las Palabras y ya no puedo hacer como si no. Así que tendría… que morir yo también, por haberlo hecho…
Sagaz hizo un ademán hacia el lado, donde la niña de la bufanda seguía contemplando un nuevo mundo. ¿Qué era aquel largo zurrón que la chica había dejado en el suelo?
—Dime, ¿recuerdas el resto de la historia? —preguntó Sagaz en tono amable.
—No es importante. Ya tenemos la moraleja. El muro servía para mantener apartada a la gente.
—¿Por qué?
—Porque… —¿Qué le había dicho a Patrón la vez anterior, cuando le había contado aquella historia?
—Porque —dijo Sagaz, señalando— al otro lado del muro estaba la Luz de Dios.
Con un repentino fogonazo, se avivó un poderoso fulgor que iluminó el paisaje al otro lado del muro. Shallan dio un respingo cuando la luz los bañó. La niña de la bufanda también ahogó un grito y vio el mundo con todos sus colores por primera vez.
—La chica bajó por los peldaños —susurró Shallan, viendo cómo la chica corría hacia abajo, con la bufanda aleteando a su espalda—. Se ocultó entre las criaturas que vivían al otro lado. Se acercó sigilosa a la Luz y se la llevó con ella. Al lugar de donde venía. A la… tierra de las sombras…
—En efecto —dijo Sagaz mientras la escena se desarrollaba con la chica de la bufanda acercándose a hurtadillas a la inmensa fuente de luz y arrancando un trocito con la mano.
Una persecución increíble.
La niña subiendo frenética los escalones.
Un enloquecido descenso.
Y entonces… la luz, por primera vez en el pueblo, seguida del advenimiento de las tormentas, que llegaron atronando sobre el muro.
—La gente sufrió —dijo Sagaz—, pero cada tormenta renovaba la luz, pues ya jamás podría devolverse después de haberla tomado. Y la gente, por muchas penurias que pasara, nunca escogería volver a lo de antes. No después de poder ver.
La ilusión se disipó, dejándolos a ambos de pie en la sala común del edificio, con la pequeña habitación de Muri a un lado. Shallan se apartó, avergonzada de haber sollozado en la camisa de Sagaz.
—¿Desearías poder volver a no ser capaz de ver?
—No —susurró ella.
—Pues vive. Y permite que tus fracasos formen parte de ti.
—Eso suena… parecidísimo a una moraleja, Sagaz. Como si intentaras hacer algo útil.
—Bueno, como te decía, todos nos equivocamos de vez en cuando.
Sagaz echó las manos a los lados, como si quisiera sacudir algo que Shallan tuviera encima. La luz tormentosa salió de ella en volutas a izquierda y derecha, arremolinándose, y formó dos versiones idénticas de Shallan. Las dos tenían el pelo rojizo, la cara pecosa y largos abrigos blancos que pertenecían a otra persona.
—Sagaz… —empezó a decir.
—Calla. —Sagaz fue hacia una de las ilusiones, la inspeccionó y le dio un golpecito en la barbilla con el dedo índice—. A esta pobre chica le han pasado muchas cosas, ¿verdad?
—Mucha gente ha sufrido más y le ha ido bien.
—¿Bien?
Shallan se encogió de hombros, incapaz de expulsar las verdades que había pronunciado. El recuerdo distante de cantar a su padre mientras lo estrangulaba. La gente a la que había fallado, los problemas que había provocado. La ilusión de Shallan que estaba a la izquierda hizo una mueca y retrocedió hasta la pared, meneando la cabeza a los lados. Se vino abajo, cabeza contra las piernas, acurrucada.
—Pobre necia —susurró Shallan—. Todo lo que intenta solo consigue empeorar el mundo. Primero la quebró su padre y luego se quebró ella misma. No merece ni el aire que respira, Sagaz. —Apretó los dientes y se descubrió haciendo una mueca burlona—. En realidad no es culpa suya, pero sigue siendo despreciable.
Sagaz gruñó y extendió la mano hacia la segunda ilusión, que había quedado tras ellos.
—¿Y esa de ahí?
—Igualita —dijo Shallan, cansada de aquel juego. Otorgó a la segunda ilusión los mismos recuerdos. Su padre. Helaran. Decepcionar a Jasnah. Todo.
La Shallan ilusoria se tensó. Cuadró la mandíbula y se quedó donde estaba.
—Sí, ya lo veo —dijo Sagaz, andando hacia ella—. Igualita del todo.
—¿Qué les estás haciendo a mis ilusiones? —restalló Shallan.
—Nada. Son idénticas hasta el último detalle.
—Está claro que no —dijo Shallan, tocando la ilusión, abriéndose a ella. Una sensación pasó palpitando de la ilusión hacia ella, recuerdos y dolor. Y… y algo que los sofocaba…
El perdón. Para sí misma.
Dio un respingo y apartó el dedo como si algo lo hubiera mordido.
—Es terrible que te hayan hecho daño —dijo Sagaz, llegando a su lado—. Es injusto, y espantoso, y horripilante. Pero Shallan… no pasa nada por seguir viviendo.
Ella negó con la cabeza.
—Tus otras mentes toman el mando —susurró él— porque te parecen mucho más atractivas. Nunca podrás controlarlas hasta que tengas confianza para volver a la que las engendró. Hasta que aceptes ser tú.
—Entonces, nunca las controlaré. —Shallan parpadeó para quitarse las lágrimas.
—Al contrario —dijo Sagaz. Señaló con la cabeza la versión de ella que seguía de pie—. Lo harás, Shallan. Si no confías en ti misma, ¿puedes confiar en mí? Porque veo en ti a una mujer más maravillosa que cualquiera de esas mentiras. Te prometo que a esa mujer merece la pena protegerla. A ti merece la pena protegerte.
Shallan señaló con la barbilla la ilusión que no se había derrumbado.
—No puedo ser ella. Es solo otra invención.
Las dos ilusiones se desvanecieron.
—Yo aquí solo veo a una mujer —dijo Sagaz—. Y es la que está de pie. Shallan, esa siempre has sido tú. Solo te falta reconocerlo. Permitirlo. —Bajó la voz a un susurro—. Está bien sentir dolor.
Sagaz recogió su morral y desplegó algo que había en su interior. El sombrero de Velo. Lo puso en la mano de Shallan.
Sorprendentemente, entraba luz por la puerta. ¿Había estado allí toda la noche, hecha un ovillo en aquella diminuta habitación?
—¿Sagaz? —dijo—. No… no puedo hacerlo.
Él sonrió.
—Hay algunas cosas que sí sé, Shallan. Esta es una de ellas. Sí que puedes. Encuentra el equilibrio. Acepta el dolor, pero no aceptes que lo merecías.
Patrón zumbó, de acuerdo con el consejo. Pero no era tan fácil como lo hacía parecer Sagaz. Shallan tomó aire y sintió… un escalofrío recorriéndola. Sagaz recogió sus cosas y se echó el morral al hombro. Sonrió y salió a la luz.
Shallan soltó el aire, sintiéndose idiota. Siguió a Sagaz a la luz, al mercado, que aún no había despertado del todo. No vio a Sagaz fuera, pero tampoco se sorprendió. Ese hombre tenía un don para estar donde no debía y no estar donde una esperaría que estuviera.
Con el sombrero de Velo en la mano, fue calle abajo, sintiéndose rara por llevar pantalones y abrigo. Pelo rojizo, pero un guante en la mano segura. ¿Debería esconderse?
¿Por qué? Así se sentía… bien. Regresó a la sastrería y echó un vistazo al interior. Adolin estaba sentado a una mesa dentro, somnoliento.
Irguió la espalda.
—¿Shallan? ¡Nos tenías preocupados! ¡Vathah dijo que ya deberías haber vuelto!
—Eh…
Adolin la abrazó y Shallan se relajó apoyada en él. Se sentía… mejor. Aún no bien. Todo seguía allí. Pero en las palabras de Sagaz había algo…
«Yo aquí solo veo a una mujer. Y es la que está de pie.»
Adolin prolongó el abrazo, como si necesitara tranquilizarse.
—Sé que estás bien, claro —dijo—. O sea, en esencia eres imposible de matar, ¿verdad?
Se apartó, dejándole las manos en los hombros, y miró la ropa que llevaba. ¿Debería explicárselo?
—Me gusta —dijo Adolin—. Shallan, queda de maravilla. Rojo sobre blanco. —Dio un paso atrás, asintiendo—. ¿Te lo ha hecho Yokska? Déjame ver cómo te queda el sombrero.
«Oh, Adolin», pensó ella, y se lo puso.
—El abrigo te va un pelín suelto —determinó Adolin—, pero el estilo te encaja muy bien. Atrevido. Fresco. —Ladeó la cabeza—. Mejoraría con una espada al cinto. A lo mejor… —No terminó la frase—. ¿Has oído eso?
Shallan se volvió, arrugando la frente. Sonaba a pasos regulares.
—¿Una procesión, tan pronto?
Miraron hacia la calle y vieron a Kaladin acercándose con lo que parecía ser un ejército de quinientos o seiscientos hombres, ataviados con los uniformes de la Guardia de la Muralla.
Adolin dejó escapar un suave suspiro.
—Cómo no. Seguro que ahora ya es su líder o algo parecido. Tormentoso muchacho del puente.
Kaladin llevó a sus hombres hasta la misma puerta delantera de la sastrería. Shallan y Adolin salieron para recibirlo, y por detrás se oyó a Elhokar bajando la escalera a toda prisa, gritando hacia lo que debía de haber visto por la ventana.
Kaladin estaba hablando en voz baja con una mujer que llevaba armadura, con el yelmo bajo el brazo y el rostro surcado por un par de cicatrices. La alta mariscal Celeste era más joven de lo que había esperado Shallan.
Los soldados guardaron silencio al ver a Adolin y después al rey, que ya estaba vestido.
—Así que a esto te referías —dijo Celeste a Kaladin.
—¿Bendito por la Tormenta? —dijo Elhokar—. ¿Qué está pasando?
—Decías que querías un ejército para atacar el palacio, majestad —respondió Kaladin—. Bueno, pues estamos preparados.