1-3. El ritmo de lo perdido

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Venli armonizó al Ritmo del Ansia mientras descendía al abismo. Aquella maravillosa forma nueva, la forma tormenta, le otorgaba muy buen agarre en las manos y le permitía pender a decenas de metros sobre el suelo sin temer una caída.

El caparazón de quitina que tenía bajo la piel era mucho menos aparatoso que el de la vieja forma de guerra, y a la vez casi igual de efectivo. Durante la invocación de la tormenta eterna, un soldado humano la había alcanzado en toda la cara. Su lanza le había cortado la mejilla y el caballete de la nariz, pero la máscara de armadura quitinosa que había debajo había desviado el arma.

Siguió descendiendo por la pared de piedra, seguida de Demid, su antaño-compañero, y un grupo de amigos leales. Armonizó para sus adentros al Ritmo del Mando, una versión parecida pero más poderosa del Ritmo de la Apreciación. Toda su gente era capaz de oír los ritmos, latidos con algunos tonos adjuntos, pero Venli ya no era capaz de escuchar los de siempre, los viejos. Solo oía aquellos ritmos nuevos y superiores.

Por debajo de ella se abría el abismo, donde el agua de las altas tormentas había creado una protuberancia. Llegó al fondo y los demás cayeron a su alrededor con sonoros crujidos. Ulim descendió por la pared de piedra. El spren solía adoptar la forma de un relámpago que se deslizaba por las superficies.

Al llegar abajo, el relámpago adoptó una forma humana con los ojos raros. Ulim se sentó en un montón de ramas partidas, cruzado de brazos, con el pelo ondeando en un viento inexistente. Venli no sabía por qué un spren enviado por el propio Odium querría darse a sí mismo un aspecto humano.

—Está por aquí, en alguna parte —dijo Ulim, señalando—. Dispersaos y buscad.

Venli tensó la mandíbula, canturreando al Ritmo de la Furia. En sus brazos chasquearon líneas de poder.

—¿Por qué debería seguir obedeciendo tus órdenes, spren? Tendrías que obedecerme tú a mí.

El spren hizo caso omiso al comentario, lo que avivó más su ira. Pero Demid le puso una mano en el hombro y apretó, canturreando al Ritmo de la Satisfacción.

—Ven, busquemos juntos por ahí.

Venli detuvo su canturreo y acompañó a Demid hacia el sur, esquivando escombros. La acumulación de crem había alisado el suelo del abismo, pero la tormenta había dejado muchos restos.

Armonizó al Ritmo del Ansia, un ritmo rápido y violento.

—Debería estar yo al mando, Demid, no ese spren.

—Estás al mando.

—Entonces, ¿por qué no nos han contado nada? Nuestros dioses han regresado, y sin embargo apenas los hemos visto. Hemos hecho grandes sacrificios a cambio de estas formas y de crear la gloriosa tormenta verdadera. ¿A... a cuántos hemos perdido?

A veces pensaba en ello, en las raras ocasiones en las que los nuevos ritmos parecían amainar. Todo lo que había hecho, reunirse en secreto con Ulim y guiar a su pueblo hacia la forma tormenta, había sido para salvarlos a todos, ¿verdad? Y aun así, de las decenas de miles de oyentes que habían luchado para invocar la tormenta, solo sobrevivía una pequeña fracción.

Demid y ella habían sido eruditos. Pero incluso los eruditos habían ido a la guerra. Se palpó la herida de la cara.

—Nuestro sacrificio mereció la pena —le dijo Demid al Ritmo de la Mofa—. Sí, perdimos a muchos, pero los humanos pretendían nuestra extinción. Por lo menos, así sobrevivieron algunos de los nuestros, ¡y ahora blandimos un gran poder!

Tenía razón. Y, si Venli tenía que ser sincera, lo que siempre había anhelado era una forma de poder. La había logrado, capturando a un spren de dentro de la tormenta en su propio interior. No era de la especie de Ulim, por supuesto: para cambiar de forma se empleaban spren inferiores. En ocasiones notaba el latido, muy profundo, del spren que había vinculado.

Fuera como fuese, aquella transformación le había otorgado un gran poder. El bien de su pueblo siempre había ocupado un segundo plano para Venli; ya era demasiado tarde para ponerse a tener remordimientos.

Volvió a canturrear a Ansia. Demid sonrió y volvió a agarrarle el hombro. Habían compartido algo una vez, durante su tiempo en forma carnal. Lo que estaba sintiendo no eran aquellas tontas y desconcentradoras pasiones, que ningún oyente en su sano juicio podría desear. Pero de todos modos, el recuerdo de su tiempo juntos engendraba una empatía.

Avanzaron entre los restos, dejando atrás varios cadáveres humanos recientes, aplastados en una grieta de la roca. Era bueno verlos. Era bueno recordar que su gente había matado a muchos, a pesar de sus pérdidas.

—¡Venli, mira! —exclamó Demid.

Saltó sobre un tronco de un gran puente de madera que estaba encajado en el centro del abismo. Venli fue tras él, complacida con su propia fuerza. Estaba segura de que siempre recordaría a Demid como el erudito larguirucho que había sido antes del cambio, pero dudaba que ninguno de ellos volviera atrás nunca. Las formas de poder eran, sencillamente, demasiado embriagadoras.

Cuando hubo subido al tronco, vio en qué se había fijado Demid: una figura tendida junto a la pared del abismo, con la cabeza gacha cubierta por un yelmo. A su lado, clavada en el suelo de piedra, se alzaba una hoja esquirlada con forma de llamas congeladas.

—¡Eshonai, por fin!

Venli saltó desde el tronco y aterrizó cerca de Demid.

Eshonai parecía exhausta. De hecho, no se movía.

—¿Eshonai? —dijo Venli, arrodillándose junto a su hermana—. ¿Te encuentras bien? ¿Eshonai?

La agarró por las hombreras de la armadura esquirlada y le dio un suave zarandeo. La cabeza rodó en el cuello laxo.

Venli se sintió helada. Demid alzó la celada de Eshonai y dejó a la vista unos ojos muertos en un rostro ceniciento.

«Eshonai… No…»

—Ah , excelente —dijo la voz de Ulim. El spren se acercó por la pared del abismo, como un crepitante relámpago que avanzaba por la piedra—. Demid, tu mano.

Demid, obediente, alzó la mano con la palma hacia arriba y Ulim salió despedido de la pared hasta la mano, donde adoptó su forma humana para mirar desde arriba.

—Hum. La armadura parece agotada del todo. Está rota a lo largo de la espalda, veo. Bueno, dicen que regeneran por sí solas, incluso llevando tanto tiempo separadas de su amo.

—La… la armadura esquirlada —dijo Venli, con un entumecido hilo de voz—. Querías la armadura.

—Bueno, y la hoja también, claro. ¿Para qué si no estaríamos buscando un cadáver? No… Anda, ¿creías que estaba viva?

—Cuando dijiste que teníamos que encontrar a mi hermana, pensé…

—Sí, parece que se ahogó en la crecida de la tormenta —la interrumpió Ulim, con un sonido parecido al de chascar una lengua—. Clavó la espada en la piedra y se agarró para no ser arrastrada, pero no podía respirar.

Venli armonizó al Ritmo de lo Perdido.

Era uno de los antiguos ritmos inferiores. Desde la transformación no había sido capaz de hallarlos, y no tenía ni idea de cómo había caído en él. El tono apenado y solemne le daba una sensación de lejanía.

—¿Eshonai? —susurró, y volvió a mover el cadáver.

Demid ahogó un grito. Tocar los cuerpos de los caídos era tabú. Las viejas canciones narraban los días en que los humanos habían despedazado cadáveres de oyentes, buscando gemas corazón. La costumbre de su pueblo, en cambio, era dejar en paz a los muertos.

Venli contempló los ojos sin vida de Eshonai. «Tú eras la voz de la razón —pensó—. Tú eras la que discutía conmigo. Se… se suponía que debías ser mi ancla. ¿Qué voy a hacer sin ti?»

—Venga, vamos a quitarle la armadura, niños —dijo Ulim.

—¡Muestra respeto! —restalló Venli.

—¿Respeto a qué? Es para bien que esta muriera.

—¿Para bien? ¿Para bien? —repitió Venli. Se levantó se encaró con el pequeño spren en la palma extendida de Demid—. Esta es mi hermana, una de nuestros mejores guerreros. Una inspiración y una mártir.

Ulim hizo rodar la cabeza en un ademán exagerado, como fastidiado y aburrido por la regañina. ¿Cómo se atrevía? No era más que un spren. Debería ser su sirviente.

—Tu hermana no completó la transformación como debía —dijo Ulim—. Se resistió, y habríamos terminado perdiéndola de todos modos. Nunca se comprometió con nuestra causa.

Venli armonizó al Ritmo de la Furia para hablar en voz alta y muy clara.

—No volverás a hablar así. ¡Eres un spren! Tu cometido es servir.

—Y eso hago.

—¡Entonces, debes obedecerme!

—¿A ti? —Ulim se rio—. Niña, ¿cuánto tiempo llevas librando esta escaramuza de nada contra los humanos? ¿Tres, cuatro años?

—Seis años, spren —dijo Demid—. Seis años largos y sangrientos.

—¿Queréis adivinar cuánto tiempo llevamos nosotros librando esta guerra? —preguntó Ulim—. Venga, probad. Estoy esperando.

Venli siseó.

—No importa cuánto…

—Pero es que sí que importa —la interrumpió Ulim, electrificando su figura roja—. ¿Sabes dirigir ejércitos, Venli? ¿Ejércitos de verdad? ¿Suministrar tropas a lo largo de un frente que se extiende a lo largo de cientos de kilómetros? ¿Tienes recuerdos y experiencias que abarcan eones?

Venli lo miró iracunda.

—Nuestros líderes —prosiguió el spren— saben exactamente lo que hacen. A ellos los obedezco. Pero yo soy el que escapó, el spren de la redención. No tengo por qué hacerte caso a ti.

—Yo seré reina —dijo Venli a Rencor.

—¿Si sobrevives? Puede. Pero ¿tu hermana? Ella y los demás enviaron a un asesino a matar al rey humano con el propósito concreto de impedir nuestro regreso. Los tuyos son unos traidores, aunque tus esfuerzos personales te redimen a ti, Venli. Quizá merezcas más bendiciones, si eres sabia. De todos modos, quítale esa armadura a tu hermana, llora lo que debas y prepárate para volver arriba. Estas llanuras están atestadas de hombres que apestan a Honor. Tenemos que marcharnos y ver qué necesitan que hagamos vuestros antepasados.

—¿Nuestros antepasados? —dijo Demid—. ¿Qué tienen que ver los muertos con esto?

—Todo —respondió Ulim—, dado que son quienes están al mando. La armadura. Ya.

Regresó a la pared como un diminuto relámpago y se marchó.

Venli armonizó a Mofa por la forma en que la había tratado el spren y, desafiando el tabú, ayudó a Demid a quitarle la armadura esquirlada a Eshonai. Ulim volvió con los demás y les ordenó que ayudaran a recoger las piezas.

Empezaron a escalar con ellas, dejando a Venli para que recogiera la hoja esquirlada. La alzó de la piedra y vaciló, contemplando el cadáver de su hermana, tendido allí con solo la ropa interior acolchada.

Venli sintió que algo se removía en su interior. De nuevo, alcanzó a oír el distante Ritmo de lo Perdido. Triste, lento, con golpes separados.

—Por… por fin no tendré que oírte llamarme necia —dijo Venli—. Ya no tendré que preocuparme de que interfieras. Podré hacer lo que quiera.

Eso la aterrorizaba.

Se volvió para marcharse, pero se detuvo al ver algo. ¿Qué era ese pequeño spren que había asomado de debajo del cadáver de Eshonai? Parecía una bolita de fuego blanco que soltaba pequeños anillos de luz y dejaba atrás una franja. Como un cometa.

—¿Qué eres? —preguntó Venli a Rencor—. ¡Fuera!

Emprendió el regreso, dejando en el fondo del abismo a su hermana, muerta, desnuda y sola. Comida para un abismoide o una tormenta.

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