24. Hombres de sangre y tristeza
No pongo en duda que sois más inteligentes que yo. Tan solo puedo narrar lo que sucedió, lo que he hecho, y dejar que las conclusiones sean vuestras.
De Juramentada, prólogo
Dalinar recordó.
Se llamaba Evi. Había sido alta y esbelta, con el cabello rubio claro, no dorado, como el de los iriali, pero impresionante por derecho propio.
Había sido callada. Tímida como su hermano, aunque ambos hubieran estado dispuestos a huir de su país en un acto de valentía. Habían llevado consigo la armadura esquirlada y…
Era todo lo que había emergido en los últimos días. Lo demás seguía emborronado. Recordaba conocer a Evi, cortejarla (con incomodidad, ya que los dos sabían que se trataba de un acuerdo nacido de la necesidad política) y, con el tiempo, pasar a un relajado compromiso.
No recordaba el amor, pero sí la atracción.
Los recuerdos le provocaban preguntas, como cremlinos saliendo de sus huecos tras la lluvia. Decidió no hacerles caso, plantado con la espalda erguida junto a una hilera de guardias en el campo que había delante de Urithiru, soportando un viento penetrante que soplaba desde el oeste. En aquella amplia meseta había varios montones de leña, ya que parte de ella terminaría con toda probabilidad dedicada a almacenarla.
A su espalda, el extremo de una cuerda se agitaba al viento, azotando una pila de madera una y otra vez. Un par de vientospren pasaron danzando, con forma de personas diminutas.
«¿Por qué estoy recordando a Evi ahora? —se preguntó Dalinar—. ¿Y por qué solo he recobrado mis primeros recuerdos de nuestro tiempo juntos?»
Siempre se había acordado de los años difíciles que siguieron a la muerte de Evi, que culminaron en un Dalinar borracho e inútil la noche en que Szeth, el Asesino de Blanco, había matado a su hermano. Suponía que había acudido a la Vigilante Nocturna para librarse del dolor por haberla perdido, y que la spren se había llevado sus otros recuerdos como pago. No lo sabía seguro, pero le parecía acertado.
Se suponía que los tratos cerrados con la Vigilante Nocturna eran permanentes. Condenatorios, incluso. Pero entonces, ¿qué le estaba pasando?
Dalinar miró los relojes de su brazalete, ceñidos a la muñeca. Cinco minutos tarde. Tormentas. Llevaba puesto el trasto solo unos días y ya estaba contando los minutos como una escriba.
La segunda esfera del reloj, que iría descontando el tiempo hasta la próxima alta tormenta, aún no se había puesto en marcha. Había caído una sola alta tormenta, y menos mal, con luz tormentosa para renovar las esferas. Parecía que hacía una eternidad desde que habían tenido suficiente luz.
Pero habría que esperar a la siguiente alta tormenta para que las escribas pudieran hacer suposiciones sobre su intervalo actual. E incluso entonces podrían equivocarse, ya que el Llanto había durado mucho más de lo que debería. Los siglos, los milenios de cuidadosos registros quizá hubieran quedado obsoletos.
Hubo un tiempo en que solo eso ya se habría considerado una catástrofe. Amenazaba con dar al traste con la época de siembra y provocar hambrunas, con poner patas arriba los desplazamientos y el transporte de mercancías, con trastocar el comercio. Pero por desgracia, comparado con la tormenta eterna y los Portadores del Vacío, apenas lograba alcanzar el tercer puesto en la lista de cataclismos.
El viento helado volvió a azotarlo. Ante ellos, la gran llanura de Urithiru estaba rodeada por diez extensas plataformas, todas de unos tres metros de altura, con escalones junto a una rampa para carros. En el centro de cada una había un pequeño edificio que albergaba el dispositivo que…
Con un fogonazo de luz, una onda en expansión de luz tormentosa emergió desde el centro de la segunda plataforma contando desde la izquierda. Cuando la luz se apagó, Dalinar ascendió por los amplios peldaños seguido de su guardia de honor. Cruzaron hasta el edificio del centro, del que había salido un grupito de personas que miraban Urithiru boquiabiertas, rodeadas de asombrospren.
Dalinar sonrió. La visión de una torre ancha como una ciudad y alta como una pequeña montaña… bueno, no existía nada igual en el mundo.
La comitiva de los recién llegados iba encabezada por un hombre con una túnica de color naranja quemado. Era mayor, de rostro amable y bien afeitado, y tenía la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta mientras contemplaba la ciudad. Cerca de él había una mujer con el cabello canoso recogido en un moño. Adrotagia, la jefa de las eruditas de Kharbranth.
Algunos la consideraban el auténtico poder tras el trono, aunque otros asumían que el papel lo ocupaba aquel otro escriba, el que habían dejado gobernando Kharbranth en ausencia de su rey. Fuera quien fuese, tenía a Taravangian como hombre de paja, y Dalinar se alegraba de poder trabajar a través de él para ganarse Jah Keved y Kharbranth. Ese hombre había sido amigo de Gavilar, y con eso a Dalinar le bastaba. Y estaba más que satisfecho de tener al menos a otro monarca en Urithiru.
Taravangian sonrió a Dalinar y se lamió los labios. Parecía haber olvidado lo que quería decir, y tuvo que lanzar una mirada a la mujer que lo acompañaba en busca de apoyo. Ella le susurró un apunte y Taravangian por fin habló en voz alta.
—Espina Negra —dijo—, es un honor reunirme contigo otra vez. Ha pasado demasiado tiempo.
—Majestad —respondió Dalinar—, muchas gracias por responder a mi llamada.
Dalinar había hablado con Taravangian varias veces, hacía años. Recordaba a un hombre de callada pero aguda inteligencia.
De eso ya no quedaba nada. Taravangian siempre había sido una persona humilde y reservada, de modo que casi nadie sabía que una vez había sido inteligente, antes de la extraña enfermedad que padeció cinco años antes, que Navani estaba convencida de que era solo una tapadera para justificar la apoplejía que había mermado para siempre su capacidad mental.
Adrotagia tocó el brazo de Taravangian e hizo un gesto con la cabeza hacia alguien que había de pie con los guardias kharbranthianos, una mujer ojos claros de mediana edad vestida con falda y blusa, al estilo sureño, con los botones superiores de la blusa desabrochados. Llevaba el pelo corto, estilo chico, y guantes en las dos manos.
La extraña mujer alzó el brazo derecho por encima de la cabeza y en su mano apareció una hoja esquirlada. Se apoyó la teja roma en el hombro.
—Ah, sí —dijo Taravangian—. ¡Presentaciones! Espina Negra, esta es la más reciente Caballera Radiante, Malata de Jah Keved.
El rey Taravangian se quedó embobado como un niño mientras el ascensor los elevaba hacia la cima de la torre. Se inclinó tanto sobre la barandilla que su enorme guardaespaldas thayleño le apoyó una cautelosa mano en el hombro, por si acaso.
—¡Cuántos niveles! —exclamó Taravangian—. Y esta terraza… Dime, brillante señor, ¿qué la hace moverse?
Su sinceridad era inesperada del todo. Dalinar llevaba tanto tiempo codeándose con políticos alezi que la honestidad se le antojaba arcana, como un idioma que ya no sabía hablar.
—Mis ingenieras aún están estudiando los ascensores —dijo Dalinar—. Tiene algo que ver con fabriales conjuntados, creen, y engranajes para modular la velocidad.
Taravangian parpadeó.
—Ah, no, me refería a… ¿Es luz tormentosa o hay alguien tirando de cuerdas en algún sitio? Allá en Kharbranth teníamos a parshmenios para accionar los nuestros.
—Luz tormentosa —contestó Dalinar—. Tuvimos que reemplazar las gemas por otras infusas para que funcionara.
—Ah. —Taravangian meneó la cabeza, sonriendo de oreja a oreja.
En Alezkar, a ese hombre jamás se le habría permitido conservar el trono después del ataque de apoplejía. Las familias con menos escrúpulos lo habrían retirado por medio del asesinato. En otras familias, alguien lo habría desafiado por el trono, obligándolo a combatir o abdicar.
O… bueno, o alguien lo habría apartado del poder a empujones y se habría comportado como un rey en todo menos en nombre. Dalinar dejó escapar un leve suspiro, pero mantuvo sus remordimientos bajo control.
Taravangian no era alezi. En Kharbranth, que no guerreaba, tenía más sentido poner al frente a alguien apacible y simpático. La propia ciudad se tenía en el resto del mundo por humilde e inofensiva. Era un golpe de suerte que Taravangian también se hubiera coronado rey de Jah Keved, en tiempos uno de los reinos más poderosos de Roshar, tras su guerra civil.
Lo normal sería que tuviera problemas para conservar ese trono, pero quizá Dalinar pudiera prestarle un poco de apoyo, o al menos autoridad por asociación. Dalinar sin duda pretendía hacer todo lo que pudiera.
—Majestad —dijo Dalinar, acercándose a Taravangian—. ¿Está bien protegida Vedenar? Tengo una cantidad ingente de tropas con demasiado tiempo libre. Podría destinar un batallón o dos a ayudar a asegurar la ciudad. No debemos permitir que el enemigo tome la Puerta Jurada.
Taravangian echó una mirada a Adrotagia, que respondió por él.
—La ciudad está asegurada, brillante señor, no temas. Los parshmenios lanzaron un asalto, pero aún quedan muchas tropas veden disponibles. Rechazamos al enemigo y se retiró hacia el este.
«Hacia Alezkar», pensó Dalinar.
Taravangian volvió a asomar la mirada a la ancha columna central, iluminada por la inmensa ventana de cristal que daba al este.
—Oh, cómo desearía que este día no hubiera llegado.
—Parece que lo estuvieras anticipando, majestad —dijo Dalinar.
Taravangian rio con suavidad.
—¿Y tú no? ¿No anticipas la tristeza, quiero decir? La melancolía, la añoranza…
—Procuro no crearme expectativas en ninguno de los dos sentidos —repuso Dalinar—. Es cosa de soldados. Ocúpate de los problemas de hoy, luego duerme y de los problemas de mañana te ocuparás mañana.
Taravangian asintió.
—Recuerdo que de niño escuché a un fervoroso rezando al Todopoderoso en mi nombre, mientras ardían glifoguardas cerca. Recuerdo pensar… que sin duda no podíamos haber superado las penas. Sin duda, el mal no había terminado de verdad. Porque si así fuera, ¿no habríamos regresado ya a los Salones Tranquilos? —Miró a Dalinar, que se sorprendió al ver lágrimas en sus ojos de color gris pálido—. No creo que tú y yo estemos destinados a un lugar tan glorioso. A los hombres de sangre y tristeza no nos corresponde un final como ese, Dalinar Kholin.
Dalinar se quedó sin respuesta que darle. Adrotagia asió a Taravangian por el antebrazo en gesto reconfortante, y el anciano rey se volvió para ocultar su arrebato emocional. Lo ocurrido en Vedenar debía de haberlo afectado mucho. La muerte del anterior rey, la masacre en el campo de batalla…
Guardaron silencio el resto de la ascensión, y Dalinar aprovechó para observar a la potenciadora de Taravangian. Había sido ella quien desbloqueó y activó la Puerta Jurada veden desde el otro lado, gracias a las detalladas instrucciones enviadas por Navani. La mujer, Malata, estaba apoyada con expresión distraída contra el lateral de la terraza. No había hablado mucho mientras les enseñaban los tres primeros niveles, y cuando miraba a Dalinar siempre parecía tener un asomo de sonrisa en las comisuras de los labios.
Debía de llevar una fortuna en esferas en el bolsillo de la falda, porque la luz se veía a través del tejido. Quizá por eso sonriera. A él también lo aliviaba volver a tener luz en las yemas de los dedos, y no solo porque así los moldeadores de almas alezi podían volver al trabajo y usar sus esmeraldas para transformar piedra en grano y alimentar a los hambrientos de la torre.
Navani los recibió en el nivel superior, inmaculada en una havah plateada y negra con adornos, el pelo recogido en un moño y atravesado por pasadores con forma de hojas esquirladas. Saludó cordial a Taravangian y estrechó la mano de Adrotagia. Tras saludarlos, Navani se apartó y dejó que Teshav guiara a Taravangian y su escaso séquito a lo que habían empezado a llamar la sala de iniciación.
Navani se llevó a Dalinar a un lado.
—¿Y bien? —susurró.
—Es tan sincero como siempre —dijo Dalinar en voz baja—, pero…
—¿Obtuso? —preguntó ella.
—Querida, yo soy obtuso. Ese hombre se ha vuelto idiota.
—Tú no eres obtuso, Dalinar —dijo ella—. Eres duro, práctico.
—No me hago ilusiones sobre el grosor de mi cráneo, gema corazón. Me ha servido bien más de una vez; mejor tener la cabeza densa que rota. Pero no sé si Taravangian servirá de mucho en su estado actual.
—Bah —dijo Navani—. Tenemos alrededor a gente lista más que de sobra, Dalinar. Taravangian siempre fue amigo de Alezkar durante el reinado de tu hermano, y una enfermedad de nada no debería cambiar nuestra forma de tratarlo.
—Tienes razón, claro… —Dalinar calló un momento—. Tiene como una franqueza, Navani, y una melancolía que no recordaba en él. ¿Estaría siempre ahí?
—En realidad, sí. —Navani miró su propio reloj de brazo, igual que el de Dalinar pero unas pocas gemas más incorporadas. Sería algún prototipo de fabrial que estaba probando.
—¿Hay noticias del capitán Kaladin?
Navani negó con la cabeza. Habían pasado días desde su último mensaje, pero lo más probable era que se le hubieran terminado los rubíes infusos. Pero después del regreso de las altas tormentas, habían esperado algo, lo que fuera.
En la sala, Teshav gesticulaba señalando las distintos columnas, cada una de las cuales representaba una orden de los Caballeros Radiantes. Dalinar y Navani esperaron en el umbral, separados del resto.
—¿Y la potenciadora? —susurró Navani.
—Una Liberadora. Portadora del Polvo, aunque no les gusta que los llamen así. Afirma que se lo ha dicho su spren. —Dalinar se rascó la barbilla—. No me gusta cómo sonríe.
—Si en verdad es una Radiante —dijo Navani—, ¿puede ser otra cosa que digna de confianza? ¿Por qué escogería el spren a alguien capaz de actuar contra los intereses de las órdenes?
Otra pregunta que Dalinar no sabía responder. Tendría que hacer por averiguar si la hoja esquirlada de Malata era solo eso, descartar que fuese otra hoja de Honor disfrazada.
El grupo bajó unos peldaños hacia la sala de reuniones, que ocupaba la mayor parte del penúltimo nivel y descendía en pendiente hacia el inferior. Dalinar y Navani los siguieron.
«Navani —pensó él—. Cogida de mi brazo.» La sensación aún le resultaba embriagadora, surrealista. Onírica, como si estuviese en una de sus visiones. Recordaba con toda claridad desearla. Pensar en ella, cautivado por su forma de hablar, por todo lo que sabía, por sus manos cuando dibujaba… o tormentas, cuando hacía algo tan sencillo como llevarse una cuchara a los labios. Recordaba quedársela mirando.
Recordaba un día concreto en el campo de batalla, cuando casi había permitido que los celos de su hermano lo llevaran demasiado lejos… y se sorprendió al sentir que Evi se colaba en ese recuerdo. Su presencia añadió color a los viejos y deteriorados recuerdos de aquellos días de guerra con su hermano.
—Siguen volviéndome los recuerdos —dijo sin levantar la voz cuando se detuvieron en la entrada de la sala de conferencias—. Tengo que dar por hecho que, con el tiempo, acabarán regresando todos.
—No debería estar pasando.
—Eso mismo pensé yo. Pero, en realidad, ¿cómo saberlo? Dicen que la Antigua Magia es inescrutable.
—No —dijo Navani, cruzándose de brazos y poniendo una expresión severa, como si estuviera enfadada con un niño tozudo—. En todos los casos que he investigado, tanto el don como la maldición duraron hasta la muerte.
—¿En todos los casos? —dijo Dalinar—. ¿Cuántos has encontrado?
—Unos trescientos, hasta ahora —dijo Navani—. Está costando lograr que las investigadoras del Palaneo me concedan algún tiempo, porque todo el mundo está exigiendo información sobre los Portadores del Vacío. Por suerte, la inminente visita de su majestad me ha valido una consideración especial, y ya había hecho algunos méritos. Dicen que lo mejor es frecuentar el lugar en persona, o al menos Jasnah siempre decía…
Respiró hondo y recobró la compostura antes de seguir.
—En todo caso, Dalinar, los datos son concluyentes. No hemos encontrado ni un solo caso en el que se pasaran los efectos de la Antigua Magia, y no es que la gente no lo haya intentado a lo largo de los siglos. Los relatos de personas lidiando con sus maldiciones y buscándoles cura son casi un género en sí mismos. Como decía mi investigadora, «Las maldiciones de la Antigua Magia no son como las resacas, brillante».
Miró a los ojos a Dalinar y debió de leerle la emoción en la cara, porque ladeó la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nunca había tenido a nadie con quien compartir esta carga —dijo con suavidad—. Gracias.
—No he encontrado nada.
—Eso no importa.
—Al menos, ¿podrías volver a confirmar con el Padre Tormenta que su vínculo contigo no puede ser de ninguna manera lo que provoca el regreso de los recuerdos?
—Voy a ver.
El Padre Tormenta atronó. ¿Por qué puede querer que diga más? Ya he hablado, y los spren no cambiamos como los hombres. Esto no es obra mía. No es el vínculo.
—Dice que no es él —transmitió Dalinar—. Se ha… molestado contigo por volverlo a preguntar.
Navani mantuvo los brazos cruzados. Era algo que tenía en común con su hija, una característica frustración con los problemas que no podía resolver. Como si la decepcionara que los hechos no se molestaran en ajustarse mejor a sus teorías.
—Puede que haya algo distinto en el trato que hiciste —dijo—. Si algún día puedes narrarme la visita con todos los detalles que recuerdes, la compararé con otras crónicas.
Dalinar negó con la cabeza.
—No hubo gran cosa. En el valle había muchas plantas. Y recuerdo… pedir que se llevaran mi dolor, y ella se llevó también los recuerdos. O eso me parece. —Se encogió de hombros y vio que Navani hacía un mohín y endurecía la mirada—. Lo siento, es…
—No eres tú —dijo Navani—. Es por la Vigilante Nocturna. ¿Qué es eso de ofrecerte un trato cuando seguro que estabas demasiado alterado para pensar bien y luego borrarte los detalles de la memoria?
—Es una spren. No podemos esperar que siga, o comprenda siquiera, nuestras normas. —Deseó poder decirle más, pero incluso si hubiera podido rescatar algún otro recuerdo, no era buen momento. Tendrían que estar atendiendo a sus invitados.
Teshav había terminado de hablar de las extrañas láminas de cristal en las paredes interiores que parecían ventanas, solo que traslúcidas. Pasó a las parejas de discos en el suelo y el techo que eran como los extremos de una columna que se hubiera retirado, característica que compartían muchas de las salas que habían explorado.
Al terminar, Taravangian y Adrotagia volvieron a la parte superior de la sala, cerca de las ventanas. La nueva Radiante, Malata, se reclinó en un asiento cerca del sello de los Portadores del Polvo montado en la pared y se lo quedó mirando.
Dalinar y Navani subieron los peldaños que los separaban de Taravangian.
—Impresionante, ¿verdad? —comentó Dalinar—. Hay incluso mejor vista que desde el ascensor.
—Abrumador —dijo Taravangian—. ¡Cuánto espacio! Creemos… creemos que somos lo más importante que hay en Roshar, pero gran parte de Roshar está vacía de nosotros.
Dalinar inclinó la cabeza a un lado. Sí, quizá quedara algo del viejo Taravangian allí dentro, en algún sitio.
—¿Aquí es donde querrás que nos reunamos? —preguntó Adrotagia, con un gesto de la cabeza hacia la estancia—. Cuando hayas reunido a todos los monarcas, ¿esta será nuestra cámara de la cumbre?
—No —dijo Dalinar—. Se parece demasiado a un auditorio. No quiero que los monarcas tengan la sensación de que los aleccionan.
—¿Y cuándo van a venir? —preguntó Taravangian, esperanzado—. Tengo ganas de conocer a los demás. El rey de Azir… ¿no me dijiste que tenían uno nuevo, Adrotagia? Y ya conozco a la reina Fen, muy maja. ¿Vamos a invitar a los shin? Son de lo más misteriosos. ¿Tienen rey, siquiera? ¿No vivían en tribus o algo así, como los bárbaros marati?
Adrotagia le dio unos golpecitos cariñosos en el brazo, pero miró a Dalinar, a todas luces curiosa también por los demás monarcas.
Dalinar carraspeó, pero se le adelantó Navani.
—De momento, majestad —dijo—, tú eres el primero que ha respondido a nuestra llamada de advertencia.
Se hizo el silencio.
—¿Y Thaylenah? —aventuró Adrotagia.
—Nos hemos comunicado con ellos en cinco ocasiones distintas —dijo Navani—. En todas ellas, la reina ha esquivado nuestras peticiones. Azir se muestra incluso más terco.
—Iri nos desestimó casi desde el principio —dijo Dalinar con un suspiro—. Ni Marabezia ni Rira quisieron responder a la petición inicial. No hay un gobierno real en las islas Reshi ni en varios estados intermedios. El Más Anciano de Babazarnam se muestra reservado, y la mayoría de los estados makabaki insinúan que están esperando a que Azir se decida. Los shin solo enviaron una respuesta rápida dándonos la enhorabuena, signifique lo que signifique.
—Qué gente más odiosa —dijo Taravangian—. ¡Mira que asesinar a tantos valiosos monarcas!
—Hum, sí —dijo Dalinar, incómodo por el súbito cambio de actitud del rey—. Hemos concentrado los esfuerzos en los lugares con Puertas Juradas, por motivos estratégicos. Azir, Ciudad Thaylen e Iri parecen los más esenciales. Pero aun así, hemos entablado conversación con todo el que escucha, tenga Puerta Jurada o no. Nueva Natanan está dándonos evasivas hasta ahora, y los herdazianos creen que intento engañarlos. Las escribas tukari responden una y otra vez que llevarán mis palabras a su dios-rey.
Navani carraspeó.
—En realidad, nos ha llegado respuesta suya hace un momento. La discípula de Teshav estaba vigilando las vinculacañas. No es precisamente halagüeña.
—Querría oírla de todos modos.
Navani asintió y fue a pedir la respuesta del dios-rey a Teshav. Adrotagia lo miró interrogativa, pero Dalinar no hizo que se marchara ninguno de los dos. Quería darles la impresión de que formaban parte de una alianza, y quizá tuvieran comentarios que se demostraran útiles.
Navani regresó con una sola hoja de papel. Dalinar no sabía leer lo que había escrito en ella, pero las líneas parecían fluidas e imponentes, imperiosas.
—«Una advertencia —leyó Navani— de Tezim el Grande, último y primer hombre, Heraldo de Heraldos y portador del Juramento. Loados sean su grandeza, su inmortalidad y su poder. Alzad las cabezas y escuchad, hombres del este, la proclamación de vuestro dios.
»“Nadie es Radiante salvo él. Vuestras lastimeras afirmaciones encienden su ira, y vuestra captura ilegal de su ciudad sagrada constituye un acto de rebelión, depravación y maldad. Abrid vuestras puertas, hombres del este, a sus rectos soldados y entregadle vuestros tesoros.
»”Renunciad a vuestras necias afirmaciones y juradle lealtad. El juicio de la tormenta final ha llegado para destruir a toda la humanidad, y solo seguir su camino llevará a la salvación. Se ha dignado a enviaros este único mandato y no lo repetirá. Incluso esto está muy por encima de lo que merecen vuestras naturalezas carnales.”
Navani bajó el papel.
—Vaya —dijo Adrotagia—. Bueno, al menos claro sí es.
Taravangian se rascó la cabeza con la frente arrugada, como si no estuviera nada de acuerdo con la afirmación.
—Supongo que podemos tachar a los tukari de la lista de posibles aliados —dijo Dalinar.
—De todas formas, preferiría tener a los emuli —dijo Navani—. Sus soldados serán menos capaces, pero también son… bueno, menos locos.
—Entonces, ¿estamos solos? —preguntó Taravangian, pasando la mirada entre Dalinar y Adrotagia, dudoso.
—Estamos solos, majestad —dijo Dalinar—. El fin del mundo ha llegado y nadie quiere escuchar.
Taravangian asintió para sí mismo.
—¿Dónde atacaremos primero? ¿Herdaz? Según mis ayudantes, es el primer paso tradicional en una invasión Alezi, pero también señalan que si te las ingeniaras para tomar Thaylenah, controlarías por completo los Estrechos y hasta las Profundidades.
Dalinar lo escuchó con desaliento. Era la conclusión obvia, tan clara que hasta el ingenuo Taravangian llegaba a ella. ¿Qué otra cosa cabía esperar de que Alezkar propusiera una unión? ¿Alezkar, la gran conquistadora? ¿Capitaneada por el Espina Negra, el hombre que había unificado su propio reino a espada?
Era la misma sospecha que había mancillado todas las conversaciones con los demás monarcas. «Tormentas —pensó Dalinar—. Taravangian no ha venido porque creyera en mi gran alianza. Ha supuesto que, si no venía, yo enviaría mis tropas a Herdaz o a Thaylenah. A Jah Keved. A él.»
—No vamos a atacar a nadie —dijo—. Nuestro objetivo son los Portadores del Vacío, el auténtico enemigo. Nos ganaremos a los otros reinos mediante la diplomacia.
Taravangian frunció el ceño.
—Pero…
Adrotagia, sin embargo, lo tocó en el brazo para silenciarlo.
—Por supuesto, brillante señor —dijo a Dalinar—. Comprendemos.
La mujer creía que Dalinar estaba mintiendo.
«¿Y mientes?»
¿Qué iba a hacer si nadie atendía sus peticiones? ¿Cómo iba a salvar Roshar sin las Puertas Juradas, sin recursos?
«Si funciona nuestro plan para reconquistar Kholinar —pensó—, ¿lo lógico no sería tomar las otras puertas del mismo modo? Nadie podría combatir a la vez contra nosotros y contra los Portadores del Vacío. Podríamos apoderarnos de sus capitales y obligarlos, por su propio bien, a unirse a nuestra campaña conjunta.»
Él había estado dispuesto a conquistar Alezkar por su propio bien. Había estado dispuesto a asumir el reinado en todo menos en nombre, de nuevo por el bien de su pueblo.
¿Hasta dónde sería capaz de llegar por el bien de todo Roshar? ¿Hasta dónde para prepararlos ante la llegada de ese enemigo, del campeón con nueve sombras?
«Uniré en vez de dividir.»
Se descubrió de pie frente a aquella ventana, al lado de Taravangian, mirando las montañas mientras sus recuerdos de Evi le aportaban una perspectiva nueva y peligrosa.