48. Ritmo del trabajo

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Pero nos alzamos en el mar, satisfechos con nuestros dominios. Déjanos en paz

Moash recorría el terreno irregular sin dejar de dar gruñidos, tirando de una gruesa cuerda anudada que llevaba sobre el hombro. Resultaba que a los Portadores del Vacío se les habían terminado los carros. Demasiados suministros que transportar y escasez de vehículos.

Al menos, vehículos con ruedas.

A Moash lo habían asignado a un trineo, un carro con las ruedas rotas al que habían fijado un par de largos patines de acero. Lo habían puesto el primero de la fila que tiraba de su cuerda. Los supervisores parshmenios lo habían considerado el más entusiasta del grupo.

¿Y por qué no iba a serlo? Las caravanas avanzaban al lento paso de los chulls, que tiraban más o menos de la mitad de los carros normales. Moash tenía botas resistentes y hasta un par de guantes. Comparado con las carreras de puente, aquello era el paraíso.

El paisaje era incluso mejor. La zona central de Alezkar era mucho más fértil que las Llanuras Quebradas, y el suelo estaba rebosante de rocabrotes y enmarañadas raíces de árboles. El trineo topaba contra todo ello y había que hacer fuerza para que lo aplastara, pero al menos no había que llevarlo a hombros.

A su alrededor, centenares de hombres tiraban de carros o trineos cargados de comida, leña recién cortada o cuero de cerdo o anguila. Algunos remolcadores se habían derrumbado en su primer día fuera de Revolar. Los Portadores del Vacío los habían separado en dos grupos. A quienes lo habían intentado pero de verdad eran demasiado débiles para el trabajo, los habían enviado de vuelta a la ciudad. A los pocos que consideraron que fingían, los habían azotado para luego ponerlos a tirar de trineos, si antes lo hacían de carros.

Duro, pero justo. De hecho, a medida que prosiguió la marcha, Moash se sorprendió de lo bien que trataban a los trabajadores humanos. Aunque eran estrictos e implacables, los Portadores del Vacío comprendían que para hacer un trabajo duro, los esclavos necesitaban buenas raciones y mucho tiempo para descansar de noche. Ni siquiera iban encadenados. Escapar corriendo tendría muy poco sentido bajo la mirada atenta de los Fusionados que podían volar.

Moash había descubierto que le gustaban las semanas que pasó caminando y tirando de su trineo. El esfuerzo agotaba su cuerpo, acallaba sus pensamientos y le permitía adoptar un ritmo tranquilo. Desde luego, era mucho mejor que sus días como ojos claros, cuando no dejaba de preocuparse por su complot contra el rey.

Sentaba de maravilla que le dijeran lo que tenía que hacer y punto.

«Lo que ocurrió en las Llanuras Quebradas no fue culpa mía —pensó mientras tiraba del trineo—. Me obligaron a hacerlo. No se me puede culpar.» Pensar así lo reconfortaba.

Por desgracia, no podía evitar pensar también en su aparente destino. Había recorrido el mismo camino docenas de veces, llevando caravanas con su tío incluso de muy joven. Cruzando el río y derechos hacia el sudeste. Más allá del Campo de Ishar y dejando atrás el pueblo de Tintero.

Los Portadores del Vacío marchaban para conquistar Kholinar. Caminaban junto a decenas de miles de parshmenios armados con hachas o lanzas. Llevaban lo que Moash había aprendido que se llamaba la forma de guerra, que les otorgaba una armadura de caparazón y una constitución fuerte. No tenían experiencia: observar sus entrenamientos nocturnos reveló a Moash que venían a ser el equivalente de ojos oscuros reclutados a la fuerza en pueblos.

Pero iban aprendiendo y tenían acceso a los Fusionados. Esos últimos volaban de un lado a otro por los aires o andaban a firmes zancadas al lado de los carros, poderosos y arrogantes… y rodeados de energía oscura. Al parecer, había distintas variedades, pero todos resultaban intimidatorios.

Todo convergía hacia la capital. ¿Saberlo debería inquietar a Moash? A fin de cuentas, ¿qué había hecho Kholinar jamás por él? Era el lugar donde habían dejado morir a sus abuelos, fríos y solos en una celda. Era donde el condenado rey Elhokar había bailado y conspirado mientras la buena gente se pudría.

¿Había merecido la humanidad ese reino alguna vez?

En su juventud, había escuchado a fervorosos que viajaban con las caravanas. Sabía que hacía mucho tiempo, la humanidad había vencido. Aharietiam, la confrontación final contra los Portadores del Vacío, había tenido lugar miles de años atrás.

¿Y qué habían hecho con esa victoria? Habían establecido falsos dioses en forma de hombres cuyos ojos les recordaban a los de los Caballeros Radiantes. La vida de la humanidad a lo largo de los siglos no había sido más que una larga sarta de asesinatos, guerras y latrocinios.

Estaba claro que los Portadores del Vacío habían regresado porque el hombre había demostrado que no podía gobernarse a sí mismo. Era por eso que el Todopoderoso había enviado aquella plaga.

De hecho, cuanto más marchaba junto a ellos, más admiraba Moash a los Portadores del Vacío. Sus ejércitos eran eficientes y la tropa aprendía deprisa. Las caravanas estaban bien administradas: cuando un supervisor reparaba en que las suelas de Moash estaban desgastadas, esa misma noche le llegaba un par de botas nuevas.

Cada carro o trineo tenía asignados dos supervisores parshmenios, pero se les había ordenado contenerse con el látigo. Estaban formados para ejercer su función, y de vez en cuando Moash entreoía alguna conversación entre un supervisor, que una vez fue un esclavo parshmenio, y un spren que él no alcanzaba a ver pero a ellos les daba indicaciones.

Los Portadores del Vacío eran listos, resueltos y efectivos. Si Kholinar caía ante aquella fuerza, la humanidad se lo tendría bien merecido. Sí, quizá la época de su gente hubiera terminado. Moash había fallado a Kaladin y los demás, pero era el resultado de la forma de ser del hombre en aquella era inmoral. No se lo podía considerar responsable a él. No era más que un producto de su cultura.

Sus observaciones se veían empañadas solo por un hecho extraño. Los Portadores del Vacío parecían mucho mejores que cualquier ejército humano en el que hubiera militado… salvo por una cosa.

Había un grupo de esclavos parshmenios.

Tiraban de un trineo y siempre caminaban apartados de los humanos. Llevaban la forma de trabajo, no la de guerra, aunque por lo demás eran idénticos a los demás parshmenios, con su misma piel jaspeada. ¿Por qué remolcaba un trineo ese grupo?

Al principio, mientras Moash recorría con paso trabajoso las inacabables llanuras centrales de Alezkar, su visión le pareció alentadora. Sugería que los Portadores del Vacío podían ser igualitarios. Quizá solo ocurriera que faltaban hombres con la fuerza suficiente para tirar de todos aquellos trineos.

Pero si ese era el caso, ¿por qué trataban tan mal al grupo de trabajadores parshmenios? Los supervisores no hacían el menor esfuerzo por disimular su repugnancia, y tenían permitido azotar a los pobres desdichados sin limitaciones. Rara era la vez que Moash miraba en su dirección sin que estuvieran apaleando, gritando o maltratando a alguno de ellos.

A Moash se le encogía el corazón al ver y oír aquellos abusos. Todos los demás parecían trabajar muy bien juntos. Todo lo demás en el ejército parecía completamente perfecto. Todo menos eso.

¿Quiénes eran aquellos desgraciados?

El supervisor ordenó un descanso y Moash dejó caer su cuerda para dar un largo trago a su odre de agua. Era su vigésimo primer día de marcha, cosa que solo sabía porque algunos otros esclavos llevaban la cuenta. Calculaba que debían de haber dejado atrás Tintero unos pocos días antes y estaban en el último tramo hacia Kholinar.

Se apartó de los otros esclavos y se sentó a la sombra del trineo, que iba cargado hasta los topes de madera cortada. No muy lejos por detrás, ardía una aldea. La habían encontrado deshabitada, porque el rumor de su avance les llevaba delantera. ¿Por qué los Portadores del Vacío habían incendiado esa pero no otras por las que habían pasado? Quizá fuese a modo de advertencia; en efecto, la columna de humo era ominosa. O tal vez lo hubieran hecho para impedir que se valiera de ella un hipotético batallón que intentara flanquearlos.

Mientras su cuadrilla esperaba —Moash no se había aprendido sus nombres, ni siquiera se había molestado en preguntarlos—, el grupo de parshmenios los adelantó con paso cansado, sanguinolentos y azotados, entre los gritos de sus supervisores para que siguieran adelante. Se habían demorado. Un trato cruel continuado implicaba un equipo exhausto, que a su vez implicaba que los obligaran a apretar el paso para alcanzar a los demás mientras el resto descansaba y bebía. Lo cual, por supuesto, solo servía para agotarlos más y provocar lesiones, que a su vez hacían que se quedaran más atrás, por lo que recibían azotes y…

«Es lo mismo que pasaba con el Puente Cuatro, antes de Kaladin —pensó Moash—. Todos decían que éramos gafes, pero en realidad era una espiral descendente que se perpetuaba a sí misma.»

Cuando pasó el grupo, seguido de unos cuantos agotaspren, una supervisora de Moash ordenó que su equipo recogiera las cuerdas y se pusiera en movimiento otra vez. Era una parshmenia joven de piel roja oscura, con solo alguna leve franja blanca. Llevaba una havah. Aunque no era la ropa más adecuada para una marcha, le quedaba bien. Hasta se había cerrado la manga en torno a la mano segura.

—¿Qué hicieron esos? —preguntó Moash mientras volvía hacia su cuerda.

—¿Cómo dices? —respondió ella, mirándolo. Tormentas. De no ser por la piel y el extraño tono cantarín de su voz, podría haber sido una bonita caravanera makabaki.

—Esa cuadrilla de parshmenios —dijo él—. ¿Qué hicieron para que los tratéis tan mal?

En realidad, no esperaba una explicación. Pero la parshmenia siguió su mirada y negó con la cabeza.

—Dieron cobijo a un falso dios. Lo introdujeron hasta nuestras mismas entrañas.

—¿Al Todopoderoso?

La parshmenia dio una carcajada.

—A un verdadero falso dios, uno vivo. Como nuestros dioses vivientes. —Miró hacia arriba mientras pasaba un Fusionado volando.

—Hay muchos que creen que el Todopoderoso es real —dijo Moash.

—Si es así, ¿qué haces tú tirando de un trineo? —Hizo chasquear los dedos y señaló.

Moash recogió su cuerda y se unió a los demás en una doble fila. Se incorporaron a una gigantesca columna de pies caminando, trineos raspando y ruedas traqueteando. Los parshendi querían llegar al siguiente pueblo antes de que cayera una tormenta inminente. Habían capeado los dos tipos, alta tormenta y tormenta eterna, refugiándose en los pueblos que encontraban de camino.

Moash adoptó el recio ritmo del trabajo. Tardó poco en empezar a sudar. Se había acostumbrado al tiempo más frío del este, cerca de las Tierras Heladas. Se le hacía raro estar en un lugar donde el sol calentaba la piel, y para colmo ya empezaba a notarse el verano en el horizonte.

Al poco tiempo, su trineo alcanzó al de la cuadrilla parshmenia. Los dos trineos avanzaron parejos un rato, y Moash quiso pensar que mantenerles el ritmo quizá pudiera motivar a los pobres parshmenios. Pero entonces uno de ellos resbaló y cayó, y el equipo entero tuvo que detenerse.

Empezaron los latigazos. Los gritos, los chasquidos del cuero contra la piel.

«Se acabó.»

Moash soltó la cuerda y salió de la fila. Sus anonadados supervisores lo llamaron a gritos, pero no fueron tras él. Quizá estuvieran demasiado sorprendidos.

Llegó hasta el trineo parshmenio, donde los esclavos se esforzaban por regresar a sus puestos y empezar de nuevo. Varios tenían las caras y las espaldas ensangrentadas. El corpulento parshmenio que había resbalado yacía hecho un ovillo en el suelo. No era de extrañar que le costara caminar, por cómo le sangraban los pies.

Había dos supervisores azotándolo. Moash asió a uno por el hombro y lo apartó.

—¡Ya basta! —restalló, y luego movió al otro de un empujón—. ¿No veis lo que estáis haciendo? Os estáis volviendo como nosotros.

Los dos supervisores se lo quedaron mirando estupefactos.

—No podéis abusar unos de otros —continuó Moash—. ¡No podéis y ya está!

Se volvió hacia el parshmenio caído y extendió un brazo para ayudarlo a levantarse, pero con el rabillo del ojo vio que un supervisor alzaba el brazo.

Moash se giró, atrapó en el aire el látigo que caía sobre él y se rodeó la muñeca con el cuero para ganar apoyo. Entonces dio un tirón y atrajo hacia sí trastabillando al supervisor. Moash le estampó el puño en la cara y lo envió de espaldas al suelo.

Tormentas, cómo dolió. Agitó la mano, que había rozado el caparazón por el lado al golpear. Fulminó con la mirada al otro supervisor, que dio un gañido, soltó el látigo y dio un salto atrás.

Moash asintió una vez, cogió al esclavo caído por el brazo y tiró de él para levantarlo.

—Sube al trineo, que se te curen esos pies.

Ocupó el puesto del esclavo parshmenio en la fila y tiró de la cuerda hasta notarla tensa sobre el hombro.

Para entonces, sus propios supervisores habían recobrado la compostura y lo habían seguido. Deliberaron con los dos a los que se había enfrentado Moash, uno de los cuales se tapaba con la mano un corte que le sangraba cerca del ojo. Fueron unos cuchicheos apremiantes y salpicados de vistazos intimidados en su dirección.

Al final, decidieron dejarlo estar. Moash tiró del trineo con los parshmenios y los supervisores encontraron a alguien que lo reemplazara en su equipo. Durante un tiempo, Moash pensó que aquello no había terminado, y hasta vio a un supervisor consultando con un Fusionado. Pero no sufrió ningún castigo.

Durante el resto de la marcha, nadie se atrevió a alzar de nuevo un látigo contra la cuadrilla de parshmenios.

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