74. Raudispren

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Hoy he saltado desde la torre por última vez. He sentido el viento bailar a mi alrededor mientras caía por la cara oriental, dejaba arriba la torre y llegaba a los pies de las colinas. Eso voy a echarlo de menos

Del cajón 10-1, zafiro

Velo asomó la cabeza para mirar por la ventana de la antigua y destrozada tienda del mercado. Grund el pilluelo estaba sentado en su lugar de siempre, pelando con meticulosidad un viejo par de zapatos para sacarles el cuero de cerdo. Al oír a Velo, soltó la rasqueta y cogió un cuchillo con su mano buena.

Vio que era ella y atrapó el paquete de comida que Velo le lanzó. En esa ocasión era más pequeño, pero tenía un poco de fruta. Muy escasa en la ciudad últimamente. El chico se abrazó al paquete de comida y entornó sus ojos de color verde oscuro, con aspecto… reservado. Qué expresión más extraña.

«Sigue sospechando de mí —pensó Velo—. Se pregunta qué le pediré algún día a cambio de todo esto.»

—¿Dónde están Ma y Seland? —preguntó.

Había preparado paquetes para las dos mujeres que vivían allí con Grund.

—Se han mudado a la vieja casa del hojalatero —dijo Grund. Señaló arriba con el pulgar, hacia el techo combado—. Pensaban que este sitio es demasiado peligroso.

—¿Seguro que no quieres hacer tú lo mismo?

—Qué va —dijo él—. Por fin puedo moverme sin tropezar con nadie.

Velo se marchó y metió las manos en los bolsillos, protegida por su nuevo abrigo y su sombrero del aire fresco. Había esperado que en Kholinar hiciera más calor, después de pasar tanto tiempo en las Llanuras Quebradas y en Urithiru. Pero allí también hacía frío, en aquella estación de clima invernal. Tal vez la culpa fuese de la llegada de la tormenta eterna.

A continuación fue a ver a Muri, la ex costurera que tenía tres hijas. Era del segundo nahn, de alta categoría entre los ojos oscuros, y había sido propietaria de un negocio boyante en un pueblo cerca de Revolar. En Kholinar, hurgaba en las acequias después de las tormentas buscando cadáveres de ratas y cremlinos.

Muri siempre tenía algún chisme que compartir, divertidos pero en general sin mucha relevancia. Velo se fue una hora más tarde y salió del mercado después de soltar su último paquete en el regazo de un mendigo aleatorio.

El anciano olisqueó el fardo y aulló de emoción.

—¡La Raudispren! —exclamó, dando un codazo a otro mendigo—. ¡Mira, es la Raudispren!

Soltó una carcajada mientras abría el paquete, y su amigo despertó del todo y cogió un poco de pan ácimo.

—¿Raudispren? —preguntó Velo.

—¡Eres tú! —dijo él—. ¡Viva, viva! He oído hablar de ti. ¡Robas a los ricos por toda la ciudad! Y nadie puede detenerte, porque eres una spren. Puedes atravesar las paredes. Sombrero blanco, abrigo blanco. No siempre con el mismo aspecto, ¿eh?

El mendigo empezó a comer a dos carrillos. Velo sonrió: su reputación se extendía. Le había dado alas enviando a la calle a Ishnah y Vathah, con ilusiones para parecerse a Velo, a repartir comida. Seguro que la secta no podía ignorarla mucho más tiempo. Patrón zumbó mientras Velo se estiraba, rodeada de agotaspren que giraban en el aire, todos de la variedad corrompida, como pequeños remolinos rojos. El mercader al que había robado antes la había perseguido en persona, y era ágil para su edad.

—¿Por qué? —preguntó Patrón.

—¿Por qué, qué? —repuso Velo—. ¿Por qué es azul el cielo y el sol brilla? ¿Por qué soplan las tormentas y cae la lluvia?

—Mmm… ¿Por qué te alegras tanto de alimentar a tan pocos?

—Alimentar a esos pocos es algo que podemos hacer.

—También lo es saltar de un edificio —dijo él, sincero, ya que no comprendía el sarcasmo—. Pero eso no lo hacemos. Mientes, Shallan.

—Velo.

—Tus mentiras envuelven otras mentiras. Mmm… —Sonaba somnoliento. ¿A los spren podía entrarles el sueño?—. Recuerda tu Ideal, la verdad que pronunciaste.

Ella se metió las manos en los bolsillos. La tarde tocaba a su fin y el sol caía hacia el horizonte occidental. Como si huyera del Origen y de las tormentas.

Era el toque individual, la luz en las ojos de la gente a la que hacía donativos, lo que de verdad la emocionaba. Alimentarlos daba una sensación mucho más real que el resto de su plan para infiltrarse en el culto e investigar la Puerta Jurada.

«Es poco ambicioso —pensó. Era lo que diría Jasnah—. Estoy planeando con muy poca ambición.»

Por la calle pasó al lado de gente que gemía y sufría. Había demasiados hambrespren en el aire, y miedospren casi en cada esquina. Tenía que hacer algo para ayudar.

Como arrojar un dedal de agua a un incendio.

Se quedó quieta en una intersección, con la cabeza agachada mientras las sombras se alargaban, extendiéndose hacia la noche. Unos cánticos la sacaron de su trance. ¿Cuánto tiempo llevaba allí plantada?

Una luz titilante, naranja y primordial, bañaba una calle a su izquierda. No existían esferas que brillaran con ese color. Anduvo hacia ella, quitándose el sombrero y absorbiendo luz tormentosa. La liberó con un soplido y la atravesó, dejando una estela de zarcillos que la envolvieron e hicieron cambiar su forma.

La gente se había congregado, como solía hacer en las procesiones del Culto de los Momentos. Raudispren irrumpió en el desfile, vestida con el disfraz de un spren sacado de sus anotaciones, que se habían perdido en el mar. Un spren con la forma de una refulgente punta de flecha que serpenteaba por el cielo entre las anguilas aéreas.

De su espalda fluían unos flecos dorados, largos y con las puntas en forma de flecha. Toda su parte delantera estaba envuelta en una tela que aleteaba tras ella, cubriéndole los brazos, las piernas y la cara. Raudispren danzó entre los miembros del culto y atrajo incluso sus miradas.

«Tengo que hacer más —pensó—. Tengo que pensar más a lo grande.»

¿Podían las mentiras de Shallan ayudarla a ser algo más que una chica quebrada del Jah Keved rural? ¿Una chica que, en el fondo, estaba aterrorizada de no tener ni idea de lo que estaba haciendo?

Los sectarios salmodiaban en voz baja, repitiendo las palabras de sus líderes, que encabezaban la procesión.

—Nuestro tiempo ha pasado.

—Nuestro tiempo ha pasado.

—Los spren han llegado.

—Los spren han llegado.

—Entreguémosles nuestros pecados.

—Entreguémosles nuestros pecados.

Sí… Raudispren podía sentirlo. La libertad de que disfrutaba aquella gente. Era la paz de la rendición. Desfilaban calle abajo, ofreciendo sus antorchas y lámparas al cielo, disfrazados de spren. ¿Para qué preocuparse? Era mejor aceptar la liberación, la transición, el advenimiento de la tormenta y los spren.

Aceptar el final de todo.

Raudispren inspiró sus cánticos y se saturó de sus ideas. Se convirtió en ellos y alcanzó a oírlo, al fondo de su mente.

Ríndete.

Entrégame tu pasión. Tu dolor. Tu amor.

Entrégame tu remordimiento.

Acepta el final de todo.

Shallan, no soy tu enemiga.

La última frase destacó sobre las demás, como una cicatriz en el semblante de un hombre hermoso. Chirriante.

Recobró el sentido. Tormentas. Al principio había pensado que aquel grupo podría llevarla hasta los festejos de la plataforma de la Puerta Jurada, pero… se había dejado llevar por la oscuridad. Temblando, se quedó quieta.

Los otros se detuvieron a su alrededor. La ilusión, los flecos de spren que llevaba detrás, siguieron ondeando aunque ya no caminara y no hiciera viento.

El cántico de los sectarios cesó y estallaron asombrospren corrompidos alrededor de varias de sus cabezas. Bufidos negros como el hollín. Algunos cayeron de rodillas. Para ellos, envuelta en una tela fluctuante, con la cara tapada y desafiando al viento y a la gravedad, debía de tener aspecto de verdadero spren.

—Están los spren —dijo Shallan a la multitud reunida, empleando un tejido de luz para distorsionar la voz—, y luego están los spren. Habéis seguido a los oscuros, que os susurran que os abandonéis. Están mintiendo.

Los miembros del culto ahogaron varios gritos.

—No queremos vuestra devoción. ¿Cuándo os han exigido jamás los spren vuestra devoción? Dejad de bailar por las calles y volved a ser hombres y mujeres. ¡Quitaos esos ridículos disfraces y volved con vuestras familias!

No reaccionaron con la suficiente rapidez, de modo que Shallan envió sus flecos hacia arriba, enroscándose unos sobre otros y prolongándose. Una poderosa luz emanó de ella con un fogonazo.

—¡Marchaos! —gritó.

Huyeron todos, algunos arrojando a un lado sus disfraces mientras corrían. Shallan esperó, temblando, hasta quedarse sola. Permitió que se desvaneciera el brillo, se envolvió en negrura y salió de esa calle.

Cuando salió de la negrura, volvía a tener el aspecto de Velo. Tormentas. Con qué facilidad se había transformado en… en uno de ellos. ¿Tan fácil era corromper su mente?

Se abrazó a sí misma y recorrió calles y mercados. Jasnah habría sido lo bastante fuerte para continuar con ellos hasta llegar a la plataforma. Y si no tenían permitido el acceso —la mayoría de los que vagaban por las calles no eran lo bastante privilegiados para unirse al festín—, habría hecho alguna otra cosa. Quizá ocupar el lugar de algún vigilante del banquete.

Lo cierto era que disfrutaba robando y dando de comer a la gente. Velo quería ser una heroína callejera, como las de los antiguos relatos. Ese deseo había alterado a Shallan, impidiéndole seguir adelante con algún plan más lógico.

Pero ella nunca había sido la persona lógica. Esa era Jasnah, y Shallan no podía ser ella. Quizá… quizá pudiera convertirse en Radiante y…

Se apretó contra una pared, envuelta en sus brazos. Sudorosa, temblando, buscó la luz. La halló bajando una calle, una luz sosegada y constante. La amistosa luz de las esferas, y con ella, un sonido que se le antojaba imposible. ¿Risas?

Las persiguió, anhelante, hasta llegar a una reunión de personas que cantaban bajo la mirada azul celeste de Nomon. Estaban sentados en cajas giradas dispuestas en círculo, y un hombre dirigía los bulliciosos cantos.

Shallan los observo, con la mano en la pared de un edificio. El sombrero de Velo pendía laxo de su mano segura enguantada. ¿Esa risa no debería ser más desesperada? ¿Cómo podían estar tan alegres? ¿Cómo podían cantar? En aquel momento, esas personas le parecieron bestias extrañas, incomprensibles para ella.

A veces se sentía como algo que llevaba puesta una piel humana. Era como aquella cosa de Urithiru, la Deshecha, que enviaba marionetas para aparentar humanidad.

«Es él —comprendió, distraída—. Sagaz es quien dirige las canciones.»

No le había dejado ningún otro mensaje en la posada. La última vez que había pasado por allí, el posadero se había quejado de que hacía tiempo que Sagaz no se presentaba y casi había obligado a Velo a pagar su cuenta.

Velo se puso el sombrero, dio media vuelta y se alejó por el callejón del mercado.

Volvió a transformarse en Shallan justo antes de llegar a la sastrería. Velo se resistió a rendirse, porque quería ir a buscar a Kaladin en la Guardia de la Muralla. Él no la reconocería, de modo que podría abordarlo, fingir que lo iba conociendo, quizá flirtear un poco…

Radiante estaba horrorizada con esa idea. Sus juramentos a Adolin no estaban completos, pero eran importantes. Lo respetaba, y disfrutaba del tiempo que pasaban juntos entrenando con la espada.

Y Shallan… ¿Qué era lo que quería Shallan? ¿Acaso importaba? ¿Por qué perder el tiempo preocupándose por ella?

Velo por fin claudicó. Plegó su sombrero y su abrigo y les aplicó una ilusión para disfrazarlos de morral. Se añadió una capa con el aspecto de Shallan en su havah por encima de los pantalones y la camisa y entró en la sastrería, donde encontró a Drehy y Cikatriz jugando a las cartas y discutiendo qué clase de chouta era la mejor. ¿Había distintos tipos?

Shallan los saludó con la cabeza y, agotada, empezó a subir la escalera. Sin embargo, unos hambrespren le recordaron que no se había guardado nada para ella de los robos de la jornada. Dejó la ropa y bajó de nuevo hacia la cocina.

Allí encontró a Elhokar bebiendo de una copa de vino en la que había dejado caer una esfera. Su brillo entre rojizo y violeta era la única luz de la estancia. En la mesa, delante de él, tenía un papel con glifos, los nombres de las casas con las que había entablado conversación en las fiestas. Había tachado algunos apellidos pero trazado círculos alrededor de otros, anotando también la cantidad de efectivos que podrían aportar. Cincuenta hombres armados aquí, treinta allá.

Alzó la brillante copa hacia ella mientras Shallan cogía un poco de pan ácimo y azúcar.

—¿Qué es ese diseño de tu falda? Me… resulta familiar.

Shallan bajó la mirada. Patrón, que solía estar en su abrigo, había salido duplicado en la ilusión del lado de su havah.

—¿Familiar?

Elhokar asintió. No parecía borracho, solo contemplativo.

—Antes me veía a mí mismo como un héroe, como tú. Me imaginaba reclamando las Llanuras Quebradas en nombre de mi padre. Venganza por la sangre derramada. Pero ya no tiene ninguna importancia, ¿verdad?, que ganáramos.

—Claro que tiene importancia —dijo Shallan—. Tenemos Urithiru y hemos derrotado a un gran ejército de Portadores del Vacío.

El rey gruñó.

—A veces pienso que si insisto lo suficiente, el mundo se transformará. Pero desear y esperar es de las Pasiones. Una herejía. Los buenos vorin se preocupan de transformarse a sí mismos.

«Entrégame tu pasión…»

—¿Traes novedades sobre la Puerta Jurada o el Culto de los Momentos? —preguntó Elhokar.

—No. Pero sí que tengo algunas ideas de cómo subir a la plataforma. Ideas nuevas.

—Bien. Yo puedo conseguirnos tropas pronto, aunque menos cuantiosas de lo que había esperado. Dependemos del reconocimiento que puedas hacer, en todo caso. Querría saber qué pasa en esa plataforma antes de llevar allí soldados.

—Déjame unos días más. Subiré a la plataforma, lo prometo.

Elhokar dio un sorbo de vino.

—Queda poca gente para la que yo pueda ser un héroe, Radiante. Esta ciudad. Mi hijo. Tormentas, era un bebé la última vez que lo vi. Ahora tendrá tres años. Encerrado en palacio…

Shallan dejó la comida en la mesa.

—Espérame un momento.

Fue a coger su cuaderno de bocetos y lápices de un estante en la sala de muestras, volvió con Elhokar y se sentó. Sacó unas esferas más para tener luz y empezó a bosquejar.

Elhokar estaba sentado a la mesa enfrente de ella, iluminado por la copa de vino.

—¿Qué estás haciendo?

—No tengo un boceto adecuado de ti —dijo Shallan—. Quiero uno.

Empezaron a aparecer creacionspren a su alrededor de inmediato. Parecían normales, aunque con lo raros que eran, costaba saberlo con seguridad.

Elhokar de verdad era un buen hombre. En el fondo, al menos. ¿No era eso lo que debería importar? Se levantó para mirar por encima del hombro de Shallan, que ya estaba dibujando de memoria.

—Los salvaremos —susurró Shallan—. Tú los salvarás. Todo saldrá bien.

Elhokar observó en silencio mientras Shallan añadía el sombreado y terminaba la ilustración. Cuando levantó el lápiz, Elhokar adelantó la mano y apoyó las yemas de los dedos en la página. En el dibujo, Elhokar estaba arrodillado en el suelo, apaleado y con la ropa raída. Pero miraba hacia arriba, hacia fuera, con el mentón alzado. No estaba derrotado. No, aquel era un hombre noble, regio.

—¿Es el aspecto que tengo? —susurró.

—Sí. —«O el que podrías tener, por lo menos.»

—¿Puedo… quedármelo? —Shallan barnizó la página y se la entregó.

—Gracias.

¡Tormentas, parecía a punto de echarse a llorar! Avergonzada, Shallan recogió su material y la comida y abandonó deprisa la cocina. Al regresar a su habitación encontró allí a Ishnah, que sonreía de oreja a oreja. La menuda mujer ojos oscuros había salido a la calle, llevando la cara y la ropa de Velo.

Sostuvo en alto un trozo de papel.

—Me han entregado esto, brillante, mientras repartía comida. —Frunciendo el ceño, Shallan cogió la nota, que rezaba:

Reunámonos en los límites del festejo dentro de dos noches, el día de la próxima tormenta eterna. Ven sola. Trae comida. Únete al festín.

Juramentada
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