56. Siempre contigo

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También acrecienta mi indecisión tu subterfugio. ¿Por qué no te me diste a conocer antes de esto? ¿Cómo es que puedes ocultarte? ¿Quién eres en realidad, y cómo sabes tanto sobre Adonalsium

Dalinar apareció en el patio de una extraña fortaleza con una sola e inmensa muralla de piedra roja como la sangre. Cerraba un amplio hueco en una formación montañosa.

A su alrededor, los hombres transportaban material o se ocupaban de distintas maneras, entrando y saliendo de edificios construidos contra las paredes naturales de piedra. El aire invernal materializaba el aliento de Dalinar delante de él.

Sostenía la mano libre de Navani en su mano izquierda y la de Jasnah en su derecha. Había funcionado. Su control sobre las visiones estaba incrementándose incluso por encima de lo que el Padre Tormenta creía posible. Aquel día, cogiéndolas de la mano, había llevado consigo a Navani y Jasnah sin que hubiera alta tormenta.

—Maravilloso —dijo Navani, apretándole los dedos—. Esa muralla es tan majestuosa como la describiste. Y la gente. Armas de bronce otra vez, y muy poco acero.

—Esa armadura está creada por un moldeador de almas —dijo Jasnah, soltándolo—. Mira las marcas de dedos en el metal. Es de hierro bruñido, no de auténtico acero, moldeado a partir de la arcilla con esa forma. Me pregunto si el acceso a los moldeadores de almas cohibiría su impulso de aprender a fundir el metal. Trabajar el acero es difícil. No se puede derretir al fuego sin más, como el bronce.

—Entonces, ¿en qué época estamos? —preguntó Dalinar.

—Será hace unos dos mil años —dijo Jasnah—. Eso son espadas haravingias, y ¿veis esos arcos? Arquitectura clásica tardía, pero un falso azul desleído en las capas que llevan, en vez de auténticos tintes azules. Añadido al idioma en el que hablaste, que mi madre registró la última vez, me deja pocas dudas. —Miró a los soldados que pasaban—. Aquí hay una coalición multiétnica, como en las Desolaciones, pero si tengo razón, esto ocurrió más de dos milenios después que Aharietiam.

—Están luchando contra alguien —explicó Dalinar—. Los Radiantes se retiran de una batalla y abandonan sus armas en el campo de fuera.

—Lo cual sitúa la Traición en un punto algo más reciente que el estimado por Masha-hija-Shaliv en sus volúmenes de historia —dijo Jasnah, pensativa—. Por lo que interpreto de las crónicas de tus visiones, esta es la última de todas en términos cronológicos, aunque es difícil asignar un tiempo a esa en la que contemplas una Kholinar destruida.

—¿Contra quién podrían estar combatiendo? —preguntó Navani mientras los hombres daban la alarma desde las almenas de la muralla. Salieron jinetes al galope del fuerte para investigar—. Esto es mucho después de que se marcharan los Portadores del Vacío.

—Podría ser la Falsa Desolación —dijo Jasnah.

Tanto Dalinar como Navani la miraron.

—Es una leyenda —aclaró Jasnah—. Se considera pseudohistórica. Dovcanti escribió una epopeya al respecto hará como milenio y medio. Se basa en que algunos Portadores del Vacío sobrevivieron a Aharietiam y hubo muchos enfrentamientos posteriores con ellos. No se le atribuye mucha fiabilidad, pero es porque muchos fervorosos posteriores se empeñaron en que era imposible que sobreviviera algún Portador del Vacío. Yo me inclino a pensar que esto es un encontronazo con parshmenios antes de que, de algún modo, se los privara de su capacidad de cambiar de forma.

Miró a Dalinar con los ojos iluminados, y él asintió. Jasnah se marchó a recoger tantas delicias históricas como pudiera.

Navani sacó unos instrumentos de su cartera.

—De un modo u otro, voy a descubrir qué es esta «Fortaleza de la Fiebre de Piedra», aunque tenga que intimidar a esta gente hasta que me dibuje un plano. Quizá podríamos enviar eruditas a este lugar para que busquen pistas sobre la Traición.

Dalinar se acercó al pie de la muralla. De veras era una estructura majestuosa, típica de los extraños contrastes que ofrecían sus visiones: un pueblo primitivo, sin fabriales ni metalurgia digna de ese nombre siquiera, acompañado de maravillas.

Un grupo de hombres bajaron en tropel la escalera de la muralla, seguidos por su excelencia Yanagawn I, Aqasix Supremo de Azir. Aunque Dalinar había llevado a Navani y Jasnah por contacto, había pedido al Padre Tormenta que añadiera a Yanagawn. La alta tormenta estaba cayendo sobre Azir.

El joven vio a Dalinar y se detuvo.

—¿Hoy tendré que luchar, Espina Negra?

—Hoy no, excelencia.

—Empiezan a cansarme mucho estas visiones —dijo Yanagawn, bajando los últimos peldaños.

—La fatiga nunca cesa, excelencia. De hecho, ha crecido desde que he empezado a comprender la importancia de lo que he presenciado en las visiones y el peso que cargan sobre mis hombros.

—No me refería a eso al decir que me cansan.

Dalinar no respondió. Caminó junto a Yanagawn con las manos cogidas a la espalda hasta el portillo, para que el Supremo viera los acontecimientos que se desarrollaban en el exterior. Había Radiantes cruzando el llano abierto o descendiendo desde el aire. Invocaron sus hojas, provocando la inquietud de los soldados que miraban.

Los caballeros hundieron sus armas en el suelo y las abandonaron. Dejaron también sus armaduras. Unas esquirlas de valor incalculable, allí tiradas.

El joven emperador no parecía tan ansioso por encararse con ellos como lo había estado él, de modo que Dalinar lo cogió del brazo y lo apartó cuando los primeros soldados abrieron las ladroneras. No quería que el emperador se quedara atrapado en lo que estaba a punto de suceder, cuando los hombres se abalanzaran sobre aquellas hojas esquirladas y empezaran a matarse unos a otros.

Como en su visita anterior a esa visión, Dalinar tuvo la sensación de entreoír los chillidos de agonía de los spren, la terrible tristeza de aquel campo. Estuvo a punto de abrumarlo.

—¿Por qué? —preguntó Yanagawn—. ¿Por qué se rindieron sin más?

—No lo sabemos, excelencia. Esta escena me perturba. Hay mucho en ella que no entiendo. La ignorancia se ha convertido en el eje temático de mi gobierno.

Yanagawn miró alrededor, buscando una roca alta a la que subirse para ver mejor a los Radiantes. Parecía mucho más interesado en aquella visión que en sus anteriores. Dalinar podía respetar esa preferencia. La guerra era guerra, pero aquello… era algo que no se veía nunca. ¿Hombres renunciando a sus esquirlas?

Y aquel dolor. Saturaba el aire como una peste hedionda.

Yanagawn se sentó en su roca.

—Entonces, ¿por qué me lo enseñas, si ni siquiera sabes lo que significa?

—Si no vas a incorporarte a mi coalición, he pensado que aun así debería proporcionarte todo el conocimiento posible. Quizá fracasemos y tú sobrevivas. Quizá tus intelectuales puedan resolver los acertijos que nosotros no. Y quizá tú seas el líder que necesita Roshar y yo solo un emisario.

—No crees eso.

—No. Pero aun así, quiero que tengas estas visiones, por si acaso.

Yanagawn jugueteó con los flecos de su peto de cuero.

—Yo… no soy tan importante como crees.

—Discúlpame, excelencia, pero te subestimas. La Puerta Jurada de Azir va a ser crucial, y sois el reino más fuerte de occidente. Con Azir de nuestro lado, otros muchos países se unirán a nosotros.

—Me refiero a que yo, persona, no importo —dijo Yanagawn—. Claro que Azir sí. Pero yo soy solo un chico al que han puesto en el trono porque tenían miedo de que volviera ese asesino.

—¿Y el milagro al que tanta publicidad están dando? ¿La prueba de los Heraldos de que fuiste elegido?

—Eso lo hizo Lift, no yo. —Yanagawn bajó la mirada a sus pies, que estaba balanceando—. Me adiestran para hacerme el importante, Kholin, pero no lo soy. Aún no. Puede que nunca.

Aquel era un aspecto nuevo de Yanagawn. La visión de ese día lo había conmocionado, pero no del modo que pretendía Dalinar. «Es muy joven», se recordó. La vida a su edad ya era suficiente desafío, sin necesidad de añadirle la tensión de un inesperado ascenso al poder.

—Sea cual sea el motivo —dijo Dalinar al joven emperador—, eres el Supremo. Los visires han hecho pública tu milagrosa ascensión. Gozas de cierta medida de autoridad.

El emperador se encogió de hombros.

—Los visires no son mala gente. Tienen remordimientos por haberme metido en esto. Me proporcionan educación… me la meten por la garganta a la fuerza, la verdad, y esperan que participe. Pero yo no gobierno el imperio.

»Te tienen miedo. Mucho miedo. Más del que tienen al asesino. El quemó los ojos del emperador, pero los emperadores se pueden sustituir. Tú representas algo mucho más terrible. Creen que podrías destruir toda nuestra cultura.

—Ningún alezi tiene por qué pisar una sola piedra azishiana —prometió Dalinar—. Pero acude a mí, excelencia. Diles que has tenido visiones, que los Heraldos quieren que al menos visites Urithiru. Diles que las oportunidades compensan con mucho el peligro de abrir esa Puerta Jurada.

—¿Y si pasa esto otra vez? —preguntó Yanagawn, señalando con el mentón el campo de hojas esquirladas. Centenares de ellas asomando del suelo, plateadas, reflejando la luz solar. Los hombres ya estaban corriendo desde la fortaleza hacia las armas.

—Nos aseguraremos de que no pase. De algún modo. —Dalinar entornó los ojos—. No sé lo que provocó la Traición, pero puedo suponerlo. Perdieron su visión, excelencia. Se enredaron en política y permitieron que crecieran las divisiones entre ellos. Olvidaron el propósito que tenían: proteger Roshar por sus habitantes.

Yanagawn lo miró con el ceño fruncido.

—Son palabras duras. Antes siempre fuiste muy respetuoso con los Radiantes.

—Respeto a los que lucharon en las Desolaciones. ¿A estos? Como mucho, puedo comprenderlos. Yo también me he dejado distraer en ocasiones por mezquindades. Pero ¿respetarlos? No. —Se estremeció—. Mataron a sus spren. ¡Traicionaron sus juramentos! Tal vez no sean los villanos que nos cuenta la historia, pero en este momento fracasaron en hacer lo correcto y justo. Fallaron a Roshar.

El Padre Tormenta atronó en la lejanía, compartiendo su sentimiento.

Yanagawn ladeó la cabeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dalinar.

—Lift no se fía de ti —dijo el emperador.

Dalinar miró a su alrededor, esperando verla aparecer como había hecho en las anteriores dos visiones que había mostrado a Yanagawn. Pero no había ni rastro de la joven reshi a la que tanto detestaba el Padre Tormenta.

—Es porque vas muy recto —siguió diciendo Yanagawn—. Dice que todo el que se comporte como tú intenta ocultar algo.

Un soldado llegó con paso firme y habló a Yanagawn con la voz del Todopoderoso.

—Son los primeros.

Dalinar dio un paso atrás y dejó que el joven emperador escuchaba el breve discurso del Todopoderoso en aquella visión. «Estos acontecimientos pasarán a la historia. Serán tristemente recordados. Tendréis muchos nombres para lo que ha ocurrido aquí.»

El Todopoderoso estaba recitando las palabras exactas que había dicho a Dalinar.

«La Noche de las Penas vendrá, y la Auténtica Desolación. La tormenta eterna.»

Los hombres del campo lleno de esquirlas se pusieron a combatir entre ellos por las armas. Por primera vez en la historia, los hombres empezaron a masacrarse con spren muertos. Al poco tiempo, Yanagawn perdió consistencia y desapareció de la visión. Dalinar cerró los ojos, sintiendo retirarse al Padre Tormenta. Todo empezó a disolverse…

… pero no lo hizo.

Dalinar abrió los ojos. Seguía en aquel campo, ante la imponente y roja muralla de la Fortaleza de la Fiebre de Piedra. Los hombres luchaban por las hojas esquirladas mientras algunas voces llamaban a la paciencia.

Quienes ganaran una esquirla ese día se convertirían en gobernantes. A Dalinar le molestó que los mejores de ellos, los que abogaban por la moderación o se preocupaban, escasearían entre sus filas. No eran lo bastante agresivos para hacerse con la ventaja.

¿Por qué seguía allí? La última vez, la visión había terminado antes.

—¿Padre Tormenta? —llamó.

No hubo respuesta. Dalinar se volvió para mirar atrás.

Había un hombre vestido de blanco y oro.

Dalinar saltó hacia atrás. Era un hombre mayor, con la cara ancha y arrugada y un pelo canoso que se apartaba de su rostro hacia atrás como si le diera el viento. Un grueso bigote con una pizca de negro se fundía con una barba blanca corta. Parecía shin, a juzgar por la piel y los ojos, y llevaba una corona dorada en su cabello blanquecino.

Esos ojos… eran antiguos, la piel que los rodeaba surcada por profundas arrugas, y bailaron gozosos mientras el hombre sonreía a Dalinar y se apoyaba un cetro dorado en el hombro.

Sobrecogido, Dalinar cayó de rodillas.

—Te conozco —susurró—. Eres… eres Él. Dios.

—Sí —dijo el hombre.

—¿Dónde estabas? —preguntó Dalinar.

—Siempre he estado aquí —dijo Dios—. Siempre contigo, Dalinar. Oh, llevo mucho tiempo observándote.

—¿Aquí? No eres… el Todopoderoso, ¿verdad?

—¿Honor? No, de verdad está muerto, como se te dijo. —La sonrisa del anciano se ensanchó, auténtica y amable—. Yo soy el otro, Dalinar. Me llaman Odium.

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