121. Ideales
Al darse cuenta de que carece de la verdad, pasa a ser responsabilidad de todo hombre salir en su búsqueda.
De El camino de los reyes, epílogo
Moash encontró fácil la transición entre matar hombres y partir cascotes.
Usaba un pico para golpear trozos de piedra caída en la antigua ala este del palacio de Kholinar, partiendo columnas derrumbadas para que otros trabajadores pudieran llevárselas. El suelo cerca de él seguía rojo por la sangre seca. Era el lugar donde había matado a Elhokar, y sus nuevos amos habían ordenado que no se limpiara la sangre. Afirmaban que la muerte de un rey era algo que contemplar con reverencia.
¿Moash no debería haber sentido placer? ¿O satisfacción, como mínimo? Pero matar a Elhokar solo había hecho que se sintiera… frío. Como un hombre que hubiera cruzado medio Roshar con una caravana de chulls tozudos. Al coronar la última colina, no se sentía satisfacción, sino solo cansancio. Quizá una pizca de alivio por haber terminado.
Clavó su pico en una columna caída. Hacia el final de la batalla por Kholinar, el tronador había destruido buena parte de la galería oriental del palacio. Los esclavos humanos estaban trabajando en despejarla de escombros. Los demás solían estallar en llanto, o trabajaban con los hombros encorvados.
Moash negó con la cabeza, disfrutando del pacífico ritmo del pico contra la piedra.
Un Fusionado pasó dando zancadas, cubierto por una armadura de caparazón tan brillante y peligrosa como la esquirlada. Se agrupaban en nueve órdenes. ¿Por qué no en diez?
—Ahí —dijo el Fusionado por medio de un intérprete, señalando una zona de la pared—. Echadla abajo.
Moash se secó la frente y frunció el ceño mientras otros esclavos empezaban a trabajar allí. ¿Por qué derribar esa pared? ¿No haría falta para reconstruir esa parte del palacio?
—¿Tienes curiosidad, humano?
Moash se sobresaltó, sorprendido de encontrar una figura que descendía flotando por el techo roto, envuelta en negro. La dama Leshwi seguía visitando a Moash, el hombre que la había matado. Era alguien importante entre los cantores, pero no en plan alto príncipe. Más bien una capitana de campo.
—Supongo que sí tengo curiosidad, antigua cantora —respondió Moash—. ¿Hay algún motivo para estar destruyendo esta parte del palacio, aparte de despejar los escombros.
—Sí. Pero no necesitas saber por qué.
Moash asintió y volvió al trabajo.
La mujer canturreó con un ritmo que Moash asociaba a estar satisfecha.
—Tu pasión te honra.
—No tengo pasión. Solo insensibilidad.
—Le has entregado tu dolor. Él te lo devolverá, humano, cuando lo necesites.
Eso estaría bien, siempre que pudiera olvidar la mirada traicionada que había visto en los ojos de Kaladin.
—Hnanan desea hablar contigo —dijo la antigua. El nombre no era del todo una palabra. Era más bien un sonido tarareado, con un ritmo concreto—. Ven arriba.
Se marchó volando. Moash dejó su pico y la siguió de forma más prosaica, dando la vuelta hasta la parte delantera del palacio. Al alejarse de los picos y el traqueteo de las rocas, empezó a oír sollozos y gemidos. Solo los humanos más desamparados se refugiaban allí, en los edificios próximos al palacio.
En algún momento, los reunirían y los enviarían a trabajar a las granjas. Sin embargo, de momento la gran ciudad era un lugar de gimoteos y angustia. La gente creía que el mundo había terminado, pero solo tenían razón a medias. Su mundo había terminado.
Entró en palacio sin que nadie le hiciera ninguna pregunta y subió por la escalinata.
Los Fusionados no necesitaban guardias. Matarlos era difícil e, incluso si uno lo lograba, se limitarían a renacer en la próxima tormenta eterna, suponiendo que encontraran un parshmenio dispuesto a llevar esa carga.
Cerca de los aposentos del rey, Moash pasó por delante de dos Fusionados que leían libros de una estantería. Se habían quitado sus largas túnicas y levitaban con los pies descalzos asomando de unos pantalones sueltos y ondeantes, con los dedos hacia abajo. Moash encontró a Hnanan fuera de la terraza del rey, flotando en el aire, la cola de sus ropajes hinchándose y aleteando al viento.
—Antigua cantora —dijo desde la terraza. Aunque Hnanan era la equivalente a un alto príncipe, no se exigía a Moash inclinarse ante ella. Al parecer, haber matado a una de sus mejoras luchadoras le había granjeado cierto respeto.
—Actuaste bien —dijo ella, hablando en alezi con mucho acento—. Derribaste a un rey en este palacio.
—Rey o esclavo, era un enemigo para mí y los míos.
—Me he considerado sabia —dijo ella—, y me he enorgullecido de Leshwi por escogerte. Durante años, mi hermano, mi hermana y yo nos jactaremos de haberte elegido. —Lo miró—. Odium tiene una orden para ti. Es raro en un humano.
—Dímela.
—Has matado a un rey —dijo ella, sacando algo de una vaina que tenía dentro de la túnica. Era un cuchillo extraño, con un zafiro engarzado en el pomo. El arma era de un metal brillante y dorado, tan claro que casi parecía blanco—. ¿Harías lo mismo a un dios?
Navani salió por el portillo del muro de Ciudad Thaylen y corrió por la explanada, haciendo caso omiso a las llamadas de los soldados que se apresuraron a seguirla. Había esperado tanto como era razonable para permitir que el ejército enemigo se retirase.
Dalinar caminaba con la ayuda de Lopen y el capitán Kaladin, uno bajo cada brazo. Iba dejando atrás chorros de agotaspren en bandada. Navani lo envolvió con un fuerte abrazo de todos modos. Era el Espina Negra. Sobreviviría a un achuchón intenso.
Kaladin y Lopen se quedaron cerca.
—Es mío —les dijo ella.
Los hombres asintieron, pero no se movieron.
—La gente necesita vuestra ayuda dentro —dijo Navani—. Puedo con él, chicos.
Por fin partieron volando y Navani intentó meterse bajo el brazo de Dalinar. Él negó con la cabeza, sin dejar de estrecharla, sosteniendo con una mano una piedra enorme envuelta en su casaca que apretaba contra la espalda de Navani. ¿Qué sería?
—Creo que ya sé por qué me han vuelto los recuerdos —susurró Dalinar—. Odium iba a hacerme recordar cuando me enfrentara a él. Tenía que aprender a volver a levantarme. Todo el dolor que he sufrido estos dos meses ha sido una bendición.
Navani se aferró a él en aquel campo abierto de roca, interrumpido por los tronadores y salpicado de hombres que gemían al cielo vacío, chillando por lo que habían hecho, exigiendo saber por qué los habían abandonado.
Dalinar se resistió a los intentos que hizo Navani de tirar de él hacia la muralla. Con lágrimas en los ojos, la besó.
—Gracias por inspirarme.
—¿Inspirarte?
Dalinar la soltó y alzó el brazo en el que llevaba el dispositivo con reloj y dolorial que ella le había regalado. Se había abierto y tenía las gemas a la vista.
—Esto me ha recordado cómo hacemos los fabriales —dijo.
Con gesto letárgico, retiró la casaca de su uniforme, que había envuelto un enorme rubí. Brillaba con una estrambótica luz, profunda y oscura. De algún modo, parecía estar intentando absorber toda la luz de alrededor.
—Quiero que me guardes esto —dijo Dalinar—. Estúdialo. Averigua por qué esta gema concreta ha sido capaz de contener a un Deshecho. Pero no la rompas. No nos interesa nada liberarlo de nuevo.
Ella se mordió el labio.
—Dalinar, ya había visto algo parecido. Mucho más pequeño, como una esfera. —Alzó la mirada hacia él—. Lo hizo Gavilar.
Dalinar tocó la piedra con la yema de un dedo. En sus profundidades, algo pareció removerse. ¿De verdad había atrapado a todo un Deshecho dentro de aquella cosa?
—Estúdialo —repitió—. Y mientras tanto, hay otra cosa que quiero que hagas, querida mía. Algo nada convencional y quizá incómodo.
—Lo que sea —dijo ella—. ¿Qué quieres que haga?
Dalinar la miró a los ojos.
—Quiero que me enseñes a leer.
Todo el mundo empezó a celebrar la victoria. Shallan, Radiante y Velo se limitaron a sentarse en el adarve, con la espalda contra la piedra.
Radiante temía que dejasen la ciudad indefensa con tanto festejo. ¿Y qué había pasado con los enemigos que habían combatido en las calles? Los defensores deberían asegurarse de que todo aquello no era una elaborada finta.
Velo temía los saqueos. Las ciudades sumidas en el caos solían demostrar lo salvajes que podían llegar a ser. Velo quería salir a las calles, buscar a quienes corrieran más riesgo de ser objeto de robo y asegurarse de que no les pasara nada.
Shallan quería dormir. Se sentía… más débil… más cansada que las otras dos.
Jasnah se acercó por el adarve y se inclinó a su lado.
—Shallan, ¿te encuentras bien?
—Es solo cansancio —mintió Velo—. No te haces una idea de lo agotador que ha sido, brillante. Me vendría bien una bebida fuerte.
—Sospecho que te ayudaría muy poco —repuso Jasnah, irguiéndose—. Descansa aquí un poco más. Quiero estar segura del todo de que el enemigo no va a volver.
—Juro que mejoraré, brillante —dijo Radiante, cogiendo la mano de Jasnah—. Deseo completar mi aprendizaje, estudiar y aprender hasta que tú determines que estoy preparada. No volveré a huir. He comprendido que aún me queda mucho que avanzar.
—Eso es bueno, Shallan.
Jasnah siguió adelante.
Shallan. «¿Cuál… cuál soy…?» Había afirmado que se pondría bien pronto, pero no parecía estar sucediendo. Buscó una respuesta mirando la nada, hasta que Navani fue hacia ella y se arrodilló a su lado. A su espalda, Dalinar aceptó una inclinación respetuosa de la reina Fen y se la devolvió.
—Tormentas, Shallan —dijo Navani—. Parece que te cuesta hasta mantener los ojos abiertos. Te traeré un palanquín que te lleve a la parte de arriba de la ciudad.
—Seguro que la Puerta Jurada está saturada —dijo Radiante—. No querría quitarle el sitio a alguien que pueda necesitarlo más.
—No seas tonta, niña —dijo Navani, y le dio un abrazo—. Tienes que haber sufrido mucho. Devmrh, ¿pides un palanquín para la brillante Davar?
—Me basta con mis dos pies —dijo Velo, fulminando con la mirada a la escriba que se había apresurado a obedecer a Navani—. Sin ánimo de ofender, brillante, soy más fuerte de lo que crees.
Navani frunció los labios, pero se marchó, atraída por la conversación entre Dalinar y Fen. Planeaban escribir a los azishianos y explicarles lo ocurrido. Velo supuso que Dalinar hacía bien en preocuparse de que los acontecimientos de la jornada corrieran como rumores de una traición alezi. Tormentas, si ella misma no hubiera estado presente, la tentaría creérselo. No pasaba todos los días que un ejército entero se rebelara.
Radiante decidió que podían descansar diez minutos. Shallan lo aceptó, apoyando la cabeza contra la muralla. Flotando…
—¿Shallan?
Esa voz. Abrió los ojos y encontró a Adolin andando deprisa hacia ella. Resbaló un poco mientras caía de rodillas a su lado y levantó las manos, pero vaciló, como si tuviera delante algo muy frágil.
—No me mires así —dijo Velo—. No soy una delicada pieza de cristal.
Adolin entornó los ojos.
—En verdad —dijo Radiante—, soy tan soldado como los hombres de estas almenas. Trátame, aparte de en los aspectos evidentes, igual que los tratarías a ellos.
—Shallan… —dijo Adolin, cogiéndole la mano.
—¿Qué? —preguntó Velo.
—Algo va mal.
—Pues claro que sí —dijo Radiante—. Esta lucha nos ha dejado a todos agotados por completo.
Adolin buscó en sus ojos. Pasó de uno al otro y volvió. Un momento de Velo. Un momento de Radiante. Shallan asomando…
La mano de Adolin le apretó la suya.
Shallan contuvo el aliento. «Ahí —pensó—. Esa es. Esa es quien soy yo.»
«Él lo sabe.»
Adolin se relajó, y Shallan reparó por primera vez en lo destrozada que tenía la ropa. Se llevó la mano segura a los labios.
—Adolin, ¿estás bien?
—¡Ah! —Adolin bajó la mirada hacia su uniforme hecho jirones y los rasguños de sus manos—. No es tan malo como parece, Shallan. La mayoría de la sangre no es mía. Bueno, en realidad supongo que sí. Pero ya me encuentro mejor.
Le acunó la cara con su mano libre.
—Más vale que no te hayas hecho demasiadas cicatrices. Debes saber que espero que te mantengas guapo.
—Casi no estoy herido, Shallan. Renarin me ha encontrado.
—Entonces, ¿está bien si hago esto? —preguntó Shallan, abrazándolo. Él respondió apretándola con fuerza. Olía a sudor y sangre, que no eran los olores más suaves del mundo, pero él era él y ella era Shallan.
—¿Cómo estás? —preguntó Adolin—. De verdad.
—Cansada —susurró ella.
—¿Quieres un palanquín?
—Todos me preguntáis lo mismo.
—Podría cargar yo contigo —dijo él, soltándola y sonriendo—. Pero claro, eres una Radiante, así que a lo mejor podrías llevarme tú a mí. Ya he subido hasta arriba de la ciudad y bajado una vez.
Shallan sonrió, hasta que muralla abajo una figura brillante vestida de azul descendió hacia las almenas. Kaladin aterrizó, sus ojos azules brillando, flanqueado por Roca y Lopen. Los soldados a lo largo de toda la muralla se volvieron hacia él. Incluso en una batalla con varios Caballeros Radiantes, había algo en la forma de volar de Kaladin, en cómo se movía.
Velo asumió el control al instante. Se puso en pie mientras Kaladin recorría el adarve con paso firme hacia Dalinar. «¿Qué ha pasado con sus botas?»
—¿Shallan? —dijo Adolin.
—Un palanquín suena estupendo, gracias —replicó Velo.
Adolin se sonrojó, asintió y fue hacia una de las escaleras que bajaban a la ciudad.
—Mmm —dijo Patrón—. Estoy confundido.
—Debemos considerar esto desde un punto de vista lógico —dijo Radiante—. Llevamos meses posponiendo la decisión, desde aquellos días que pasamos en los abismos con Bendito por la Tormenta. He empezado a considerar que una relación entre dos Caballeros Radiantes quizá lleve con más probabilidad a una unión equitativa.
—Además —añadió Velo—, mira esos ojos. Bullen con una emoción apenas contenida. —Anduvo hacia él, sonriendo.
Entonces aflojó el paso.
«Adolin me conoce.»
¿Qué estaba haciendo?
Empujó a Radiante y Velo a un lado y, cuando se resistieron, las embutió en la parte trasera de su cerebro. Ellas no eran ella. Ella sí que era ellas de vez en cuando. Pero ellas no eran ella.
Kaladin vació en el adarve, pero Shallan se limitó a saludarlo con la mano y salió en sentido opuesto, cansada pero decidida.
Venli estaba junto a la borda de un barco que huía.
Los Fusionados estaban soltando bravuconadas en el camarote del capitán. Hablaban de la próxima vez, de lo que iban a hacer y de cómo ganarían. Hablaban de victorias pasadas, e insinuaban con sutileza los motivos de su fracaso. Habían despertado demasiado pocos de ellos, y los que lo habían hecho estaban poco acostumbrados a tener cuerpos físicos.
Qué forma tan extraña de reaccionar a un fracaso. Armonizó a Apreciación de todos modos. Un ritmo viejo. Le encantaba volver a poder oírlos a voluntad. Era capaz de armonizar los viejos y los nuevos y podía volver rojos sus ojos, excepto cuando absorbía luz tormentosa. Timbre le había concedido ese don al capturar al vacíospren dentro de ella.
Lo cual significaba que podía ocultarse de los Fusionados. De Odium. Se alejó de la puerta del camarote y recorrió el costado del barco, que surcaba las aguas de vuelta hacia Marat.
—Se suponía que este vínculo es imposible —susurró a Timbre.
Timbre latió a Paz.
—Yo también me alegro —susurró Venli—. Pero ¿por qué yo? ¿Por qué no un humano?
Timbre latió a Irritación y luego a lo Perdido.
—¿Tantos? No tenía ni idea de que la traición humana hubiera costado tantas vidas de los tuyos. ¿Y tu propio abuelo?
Irritación de nuevo.
—Yo tampoco estoy segura de cuánto confío en los humanos. Pero Eshonai sí que se fiaba de ellos.
Los marineros trabajaban en los aparejos, hablando en thayleño sin levantar la voz. Eran parshmenios, sí, pero también thayleños.
—No sé yo, Vldgen —dijo uno—. Sí, algunos no estaban tan mal. Pero lo que nos hicieron…
—¿Y por eso tenemos que matarlos? —replicó su compañera. Atrapó una soga que le lanzaron—. No creo que esté bien.
—Nos arrebataron nuestra cultura, Vldgen —dijo el varón—. Nos quitaron nuestra ventosa identidad. Y jamás dejarán que un puñado de parshmenios sigan libres. Ya verás. Vendrán a por nosotros.
—Lucharé si lo hacen —dijo Vldgen—, pero… no lo sé. ¿No podríamos dejarlo en disfrutar de ser capaces de pensar? ¿De poder existir? —Negó con la cabeza, anudando la soga con fuerza—. Solo desearía saber quiénes fuimos.
Timbre latió a Alabanza.
—¿Los oyentes? —susurró Venli a la spren—. No nos salió tan bien lo de resistirnos a Odium. En el momento en que vimos un asomo de poder, volvimos corriendo a él.
Eso había sido culpa suya. Venli los había guiado hacia nueva información, nuevos poderes. Siempre lo había deseado. Algo nuevo.
Timbre latió a Consuelo, pero enseguida cambió de nuevo a Resolución.
Venli canturreó la misma progresión.
Algo nuevo.
Pero también algo antiguo.
Fue hacia los dos marineros. Al instante se pusieron en posición de firmes y la saludaron como la única regia que había en el barco, ostentando una forma de poder.
—Sé quiénes fuisteis —les dijo a los dos.
—¿Lo… lo sabes? —preguntó la mujer.
—Sí. —Venli señaló—. Seguid trabajando y dejadme hablaros de los oyentes.
Creo que has hecho un trabajo muy bueno, Szeth, dijo la espada desde la mano de Szeth mientras se alzaban sobre Ciudad Thaylen. No has destruido a muchos, de acuerdo, ¡pero es solo porque te falta práctica!
—Gracias, espada-nimi —respondió él mientras llegaba hasta Nin. El Heraldo flotaba con los pies en punta y las manos cogidas a su espalda, contemplando los barcos de parshmenios que desaparecían en la distancia. Al cabo de un tiempo, Szeth le dijo—: Lo siento, amo. Te he hecho enfadar.
—Yo no soy tu amo —dijo Nin—. Y no me has hecho enfadar. ¿Por qué iba a estar descontento?
—Has determinado que los parshmenios son los verdaderos dueños de esta tierra y que los Rompedores del Cielo deberíamos cumplir sus leyes.
—El motivo de que hagamos voto hacia algo externo es que reconocemos que nuestro propio juicio es defectuoso. Mi juicio es defectuoso. —Entornó los ojos—. Antes podía sentir, Szeth-hijo-Neturo. Antes tenía compasión. Recuerdo esos días, antes de…
—¿La tortura? —preguntó Szeth.
El Heraldo asintió.
—Los siglos que pasé en Braize, el lugar al que llamáis Condenación, me robaron la capacidad de sentir. Cada uno lo afronta a su manera, pero solo Ishar sobrevivió con la mente intacta. En todo caso, ¿estás seguro de querer seguir a un hombre con tu juramento?
—No es tan perfecto como la ley, lo sé —dijo Szeth—. Pero siento que es lo correcto.
—La ley la crean los hombres, por lo que tampoco es perfecta. No es la perfección a lo que aspiramos, pues la perfección es imposible. Buscamos la consistencia. ¿Has pronunciado las Palabras?
—Aún no. Juro cumplir la voluntad de Dalinar Kholin. Este es mi juramento. —Al pronunciarlo, la nieve cristalizó a su alrededor en el aire y cayó flotando. Notó una oleada de algo. ¿Aprobación del spren oculto que en tan pocas ocasiones se mostraba a él, ni siquiera en ese momento?
—Creo que tus Palabras han sido aceptadas. ¿Has elegido tu misión para el siguiente Ideal?
—Purgaré a los shin de sus falsos líderes, siempre que Dalinar Kholin me lo permita.
—Ya veremos. Quizá lo encuentres un amo difícil.
—Es un buen hombre, Nin-hijo-Dios.
—Justo por eso lo digo. —Nin le hizo un saludo y empezó a alejarse en el aire. Negó con la cabeza cuando Szeth lo siguió y señaló hacia abajo—. Debes proteger al hombre que una vez intentaste matar, Szeth-hijo-Neturo.
—¿Y si nos encontramos en el campo de batalla?
—Entonces los dos lucharemos con confianza, sabiendo que obedecemos los preceptos de nuestros juramentos. Adiós, Szeth-hijo-Neturo. Te visitaré de nuevo para supervisar tu entrenamiento en nuestro segundo arte, la potencia de la División. Ya tienes acceso a ella, pero ve con cuidado. Es peligrosa.
Dejó a Szeth solo en el cielo, sosteniendo una espada que tarareaba feliz para sí misma, pero dejó de hacerlo para confesarle que en realidad nunca le había caído bien Nin.
Shallan había descubierto que, por muy mal que estuvieran las cosas, siempre habría alguien preparando una infusión.
Ese día era Teshav, y Shallan aceptó agradecida una taza y escrutó el interior del puesto de mando establecido en la cima de la ciudad, todavía buscando a Adolin. Estando en movimiento, había descubierto que podía hacer como si la fatiga no existiera. El ímpetu podía ser una cosa poderosa.
Adolin no estaba allí, pero una corredora lo había visto hacía poco, de modo que Shallan estaba sobre su pista. Volvió a la avenida principal cruzándose con hombres que llevaban camillas con heridos. Por lo demás, las calles estaban casi desiertas. Habían enviado a la gente a los refugios para tormentas o a sus casas mientras los soldados de la reina Fen recogían las gemas de la reserva, reunían a las tropas de Amaram y se aseguraban de que no hubiera saqueos.
Shallan se quedó en la boca de un callejón. La infusión estaba amarga pero buena. Conociendo a Teshav, seguro que llevaba algo para mantenerla en pie y alerta. Las escribas siempre conocían los mejores ingredientes para eso.
Estuvo un rato viendo pasar a la gente, pero miró arriba cuando Kaladin aterrizó en un tejado cercano. Tenía turno en la Puerta Jurada, reemplazando a Renarin.
El Corredor del Viento se alzaba como un centinela, vigilando la ciudad. ¿Iba a convertirse en su estilo? ¿Estaría siempre de pie en algún lugar elevado? Shallan había observado la envidia con que miraba a aquellos Fusionados, con sus ropajes ondulantes, moviéndose como el viento.
Shallan miró hacia la avenida al oír una voz familiar. Adolin bajaba por la calle siguiendo a la mensajera, que señaló hacia Shallan. La chica hizo una inclinación y salió corriendo de vuelta hacia el puesto de mando.
Adolin fue en su dirección y se pasó la mano por su mata de pelo, rubio y negro. Le quedaba de maravilla, a pesar del uniforme hecho trizas y la cara arañada. Quizá esa fuese la ventaja de un pelo siempre enmarañado, que casaba bien con cualquier cosa. Aunque Shallan no tenía ni idea de por qué llevaba tanto polvo en el uniforme. ¿Se había peleado con un saco de arena?
Tiró de él hacia ella en la boca del callejón, giró y se pasó el brazo de Adolin por los hombros.
—¿Dónde te habías metido?
—Mi padre me ha pedido que encuentre a todos los portadores de esquirlada thayleños y le informe. Te he dejado un palanquín.
—Gracias —dijo ella—. Yo estaba evaluando las consecuencias de la lucha. Creo que lo hemos hecho bien. Solo hay media ciudad destruida, que es toda una mejora respecto a nuestro trabajo en Kholinar. Si seguimos así, hasta habrá quien pueda sobrevivir al fin del mundo.
Él gruñó.
—Pareces más animada que antes.
—Teshav me ha dado una infusión —respondió ella—. Seguro que me subo por las paredes en cualquier momento. Y no me hagas reír, que sueno como un cachorro de sabueso-hacha cuando voy tan activada.
—Shallan… —dijo él.
Shallan se volvió para mirarlo a los ojos y los siguió hasta Kaladin, que estaba elevándose en el aire para inspeccionar algo que ellos no veían.
—No quería abandonarte antes —dijo Shallan—. Lo siento. No debería haber dejado que te marcharas.
Adolin respiró hondo y le quitó el brazo de los hombros.
«¡La he cagado! —pensó Shallan al instante—. Padre Tormenta, lo he echado todo a perder.»
—He decidido hacerme a un lado —dijo Adolin.
—Adolin, no quería que…
—Tengo que decirte esto, Shallan. Por favor. —Estaba erguido, envarado—. Voy a dejar que él se quede contigo.
Shallan parpadeó.
—Dejar que se quede conmigo.
—Te estoy reprimiendo —dijo Adolin—. Veo la forma en que os miráis los dos. No quiero que sigas obligándote a pasar tiempo conmigo porque te doy lástima.
«¡Tormentas, ahora es él quien intenta echarlo a perder!»
—No —dijo Shallan—. Para empezar, no puedes tratarme como a una especie de premio. Tú no decides quién se me queda.
—No pretendía… —Adolin dio otra profunda bocanada—. Mira, para mí esto es difícil, Shallan. Intento hacer lo correcto. No me lo compliques más.
—¿Y yo no tengo elección?
—Ya has elegido. He visto cómo lo miras.
—Soy una artista, Adolin. Aprecio un cuadro bonito cuando lo veo. No significa que quiera descolgarlo de la pared y ponerme íntima con él.
Kaladin se posó en un techo lejano, aún mirando hacia el otro lado. Adolin lo señaló.
—Shallan, literalmente puede volar.
—¿Ah? ¿Y se supone que eso es lo que buscan las mujeres en una pareja? ¿Aparece en el Manual del cortejo y la familia para la dama educada? ¿En la edición de Bekenah, tal vez? «Señoritas, ni se os ocurra casaros con un hombre que no sepa volar.» Da igual que la otra opción sea guapo hasta decir basta, amable con todos tengan la categoría que tengan, apasionado por su arte y verdaderamente humilde del modo más raro y confiado posible. Da igual que de veras parezca entenderte, que escuche tus problemas y te anime a ser tú misma y no esconderte. Da igual que estar cerca de él te dé ganas de arrancarle la camisa, meterlo en la callejuela más próxima y besarlo hasta que no pueda respirar. ¡Si no puede volar, nada de nada, se acabó lo que se daba!
Paró a coger aire, jadeando.
—¿Y… ese tipo soy… yo? —dijo Adolin.
—Pero qué tonto eres.
Shallan le cogió la casaca hecha jirones para tirar de él y besarlo, mientras cristalizaban pasionspren en el aire a su alrededor. La calidez del beso la ayudó más de lo que jamás podría la infusión. La hizo burbujear y hervir por dentro. La luz tormentosa era agradable, pero aquello… aquello era una energía que la volvía opaca en comparación.
Tormentas, amaba a ese hombre.
Cuando lo liberó del beso, él la cogió y se la acercó, respirando fuerte.
—¿Estás… segura? —preguntó—. Porque… No me pongas esa cara, Shallan. Tengo que decirlo. Ahora el mundo está lleno de dioses y Heraldos, y tú eres una de ellos. Yo vengo a ser un don nadie. No estoy acostumbrado a esa sensación.
—Entonces, creo que es lo mejor que te ha pasado en la vida, Adolin Kholin. Bueno, quitándome a mí. —Giró y se acurrucó contra él—. Debo reconocerte, en aras de la sinceridad absoluta, que Velo sí que tendía a embobarse con Kaladin Bendito por la Tormenta. Tiene un gusto terrible en hombres y ya la he convencido de que me haga caso.
—Eso es preocupante, Shallan.
—No dejaré que haga nada al respecto, te lo prometo.
—No me refería a eso —dijo Adolin—. Me refería… a ti, Shallan. A que te conviertas en otras personas.
—Todos somos personas distintas en momentos distintos, ¿te acuerdas?
—No del mismo modo que tú.
—Lo sé —dijo ella—. Pero creo… que he dejado de filtrarme en nuevas personalidades. Tres por ahora. —Se volvió y le sonrió, con las manos de Adolin aún en la cintura—. ¿Qué te parece eso, eh? Tres prometidas en vez de una. Hay hombres que babearían ante tamaño libertinaje. Si quisieras, podría ser prácticamente cualquiera.
—Pero ahí está la cosa, Shallan. No quiero a cualquiera. Te quiero a ti.
—Esa puede ser la más difícil. Pero creo que puedo hacerlo, Adolin. ¿Con un poquito de ayuda, tal vez?
Él puso aquella sonrisa bobalicona que tenía. Tormentas, ¿cómo podía quedarle tan bien el pelo teniendo gravilla metida?
—Bueno —dijo él—, habías mencionado algo de besarme hasta que no pudiera respirar. Pero aquí estoy, que ni jadeo todav…
Se interrumpió cuando Shallan volvió a besarlo.
Kaladin aterrizó al borde de un tejado, en las alturas de la parte superior de Ciudad Thaylen.
Pobre ciudad. Primero la tormenta eterna y sus continuos regresos. Y cuando los thayleños empezaban a encontrar la forma de reconstruir, les tocaba ocuparse de más edificios destruidos en hilera hacia el cadáver de un tronador, que yacía como una estatua derribada.
«Podemos ganar —pensó—, pero cada victoria nos deja unas pocas cicatrices más.»
Frotó una piedrecita con el pulgar. Por debajo, en un callejón que salía de la avenida principal, una mujer de pelo rojo besaba a un hombre con el uniforme andrajoso y destrozado. Había quienes podían celebrarlo a pesar de las cicatrices. Kaladin lo aceptaba. Pero le encantaría saber cómo lo conseguían.
—¿Kaladin? —dijo Syl. Dio vueltas a su alrededor como una cinta de luz—. No te sientas mal. Las Palabras tienen que venir a su debido momento. Estarás bien.
—Siempre lo estoy.
Entornó los ojos para mirar a Shallan y Adolin y descubrió que no podía amargarse. Tampoco sentía resignación. Lo que sentía era… ¿aprobación?
—Ah, ellos —dijo Syl—. Bueno, si algo sé de ti es que no rehúyes las peleas. Has perdido este asalto, pero…
—No —la interrumpió él—. Ha tomado su decisión. Puedes verlo por ti misma.
—¿Puedo?
—Deberías poder. —Frotó la piedra con el dedo—. No creo que la amara, Syl. Sentía… algo. Un alivio de mis cargas cuando estaba cerca de ella. Me recuerda a alguien.
—¿A quién?
Kaladin abrió la mano y Syl se posó en ella, adoptando la forma de una joven con el cabello y el vestido ondeantes. Se inclinó para examinar la piedra que había en la palma de la mano y murmuró, admirada. Syl todavía podía hacer gala de una inocencia sorprendente, mirando el mundo emocionada con los ojos muy abiertos.
—Qué piedra tan bonita —dijo, completamente en serio.
—Gracias.
—¿De dónde la has sacado?
—La he encontrado ahí abajo, en el campo de batalla. Si se moja, cambia de colores. Parece marrón, pero con un poco de agua se puede ver el blanco, el negro y el gris.
—¡Halaaa!
Dejó que Syl la inspeccionara un poco más.
—¿Es verdad, entonces? —dijo luego—. Lo de los parshmenios. ¿Que esto era su tierra, su mundo, antes de que llegáramos? ¿Que nosotros… éramos los Portadores del Vacío?
Ella asintió.
—Odium es el vacío, Kaladin. Absorbe la emoción y no la suelta. Vosotros… lo trajisteis aquí. Yo no estaba viva entonces, pero sé esa verdad. Él fue vuestro primer dios, antes de que optarais por Honor.
Kaladin soltó el aire despacio, cerrando los ojos.
Los hombres del Puente Cuatro estaban teniendo problemas con esa idea. Y bien que deberían. Entre los militares había a quienes les daba igual, pero sus hombres… lo sabían.
Podías proteger tu hogar. Podías matar para defender a la gente de dentro. Pero ¿y si hubieras robado esa casa desde un principio? ¿Y si aquellos a quienes matabas solo intentaban recuperar lo que les pertenecía por derecho?
Los informes procedentes de Alezkar decían que los ejércitos parshmenios estaban avanzando hacia el norte, que las tropas alezi de la zona habían pasado a Herdaz. ¿Qué pasaría en Piedralar? ¿A su familia? Sin duda, con una invasión inminente, podría convencer a su padre de que se mudara a Urithiru. Pero luego, ¿qué?
Cuánto se complicaba todo. Los humanos habían vivido en esa tierra miles de años. ¿De verdad podía esperarse que alguien renunciara a ella por lo que habían hecho otros en la antigüedad, por muy deshonrosos que fueran sus actos?
¿Contra quién luchaba? ¿A quién protegía?
¿Defensor? ¿Invasor?
¿Caballero honorable? ¿Matón a sueldo?
—La Traición —dijo a Syl—. Siempre la había imaginado como un acontecimiento aislado. Un día en que todos los caballeros renunciaron a sus esquirlas, como en la visión de Dalinar. Pero no creo que de verdad sucediera así.
—¿Cómo, entonces? —preguntó Syl.
—Como esto de ahora —dijo Kaladin. Entornó los ojos para contemplar la luz de un sol poniente jugando en el océano—. Descubrieron algo que no pudieron pasar por alto. En algún momento, tuvieron que afrontarlo.
—Tomaron la decisión equivocada.
Kaladin se guardó la piedra en el bolsillo.
—Los juramentos están basados en la percepción, Syl. Eso me lo confirmaste tú. Lo único que importa es si estamos convencidos o no de obedecemos nuestros principio. Si perdemos esa confianza, entonces soltar la armadura y las armas es solo un formalismo.
—Kal…
—Yo no voy a hacerlo —dijo—. Me gusta pensar que el pasado del Puente Cuatro nos habrá hecho un poco más pragmáticos que esos Radiantes de tiempos remotos. No os abandonaremos. Pero descubrir lo que sí haremos puede acabar poniéndose feo.
Kaladin se dejó caer del edificio y se aplicó un lanzamiento para alzarse y trazar un amplio arco sobre la ciudad. Se posó en el tejado donde la mayoría del Puente Cuatro estaba comiendo pan ácimo con kuma, es decir, lavis machacado con especias. Podrían haber pedido algo mucho mejor que raciones de viaje, pero no parecían darse cuenta.
Teft estaba apartado, brillando con suavidad. Kaladin saludó con la mano a los demás y fue con Teft al borde del techo, donde el barbudo teniente tenía la mirada perdida en el océano.
—Ya es casi hora de poner a los hombres a trabajar otra vez —comentó Teft—. El rey Taravangian quiere que llevemos volando a los heridos desde los puestos de triaje hasta la Puerta Jurada. La tropa ha pedido un descanso para comer, aunque tampoco es que hayan hecho mucha tormentosa cosa. Ya habíais ganado esta batalla cuando hemos llegado, Kal.
—Yo estaría muerto si no hubierais activado la Puerta Jurada —dijo Kaladin en voz baja—. No sé cómo, pero sabía que lo harías, Teft. Sabía que vendrías a por mí.
—Pues sabías más que yo. —Teft dio un fuerte suspiro.
Kaladin puso la mano en el hombro de Teft.
—Sé cómo te hace sentir.
—Ya —dijo Teft—, supongo que sí. Pero ¿no debería sentirme mejor? El ansia del tormentoso musgo sigue aquí.
—Esto no nos cambia, Teft. Seguimos siendo quienes somos.
—Condenación.
Kaladin giró la cabeza para mirar a los otros. Lopen estaba intentando impresionar a Lyn y Laran con una historia de cómo perdió el brazo. Era la séptima versión que había oído Kaladin, cada una un poco distinta de la anterior.
«Barba —pensó Kaladin, sintiendo la pérdida como una puñalada en el costado—. Él y Lopen se habrían llevado bien.»
—No se vuelve más fácil, Teft —dijo—. Se vuelve más difícil, creo, cuanto más aprendes sobre las Palabras. Por suerte, sí que recibes ayuda. Tú me la diste cuando la necesitaba. Yo te ayudaré a ti.
Teft asintió, pero entonces señaló.
—¿Y qué pasa con él?
Kaladin cayó en la cuenta de que Roca no estaba con el resto del grupo. El enorme comecuernos estaba sentado, ya sin luz tormentosa, en los peldaños de un templo de abajo. Tenía el arco esquirlado en el regazo. La cabeza gacha. Sin duda consideraba lo que había hecho como un juramento roto, aunque hubiera salvado la vida a Kaladin.
—Levantamos el puente juntos, Teft —dijo Kaladin—. Y lo llevamos.
Dalinar se negó a marcharse de Ciudad Thaylen de inmediato, pero llegó con Navani al acuerdo de volver a su mansión del distrito real y descansar. De camino, paró en el templo de Talenelat, que habían despejado de gente para que los generales tuvieran donde reunirse.
Aún no había llegado nadie, así que Dalinar tenía un poco de tiempo para sí mismo, que dedicó a mirar los relieves dedicados al Heraldo. Sabía que debería tirar para arriba y dormir, al menos hasta que llegara el embajador azishiano. Pero había algo en esas imágenes de Talenelat’Elin, alzándose contra fuerzas sobrecogedoras, que…
«¿Alguna vez tendría que luchar contra humanos en una de esas resistencias desesperadas? —se preguntó Dalinar—. Es más, ¿alguna vez dudó de lo que había hecho? ¿De lo que hicimos todos, al apoderarnos de este mundo?»
Dalinar seguía allí de pie cuando una silueta frágil oscureció la entrada del templo.
—He traído a mis cirujanos —dijo Taravangian, y su voz resonó en la gran cámara de piedra—. Ya han empezado a ayudar con los heridos de la ciudad.
—Gracias —dijo Dalinar.
Taravangian no entró. Se quedó allí, esperando, hasta que Dalinar dio un suave suspiro.
—Me has abandonado —dijo Dalinar—. Has abandonado esta ciudad.
—Daba por sentado que caerías —repuso Taravangian—, así que me posicioné de forma que pudiera hacerme con el control de la coalición.
Dalinar se sobresaltó. Se volvió hacia la silueta del anciano en el umbral.
—¿Hiciste qué?
—Suponía que el único modo de que la coalición se recuperara de tus errores era ponerme yo al mando. No podía apoyarte, amigo mío. Por el bien de Roshar, me aparté.
Incluso después de sus conversaciones, incluso sabiendo cómo contemplaba Taravangian sus obligaciones, Dalinar estaba perplejo. Aquello era política brutal, utilitaria.
Taravangian por fin entró en la cámara, pasando una mano arrugada por un relieve de la pared. Llegó hasta Dalinar y juntos estudiaron la talla de un hombre poderoso, erguido entre dos pilares de piedra, cerrando el camino entre monstruos y hombres.
—No llegaste a rey de Jah Keved por accidente, ¿verdad? —preguntó Dalinar.
Taravangian negó con la cabeza. Para Dalinar se había hecho todo evidente. Era fácil no tener en cuenta a Taravangian si se daba por hecho que era lento de ideas. Pero en cuanto se sabía la verdad, otros misterios empezaban a encajar.
—¿Cómo? —preguntó Dalinar.
—Hay una mujer en Kharbranth —dijo el rey—. Se hace llamar Dova, pero creemos que es Battah’Elin. Una Heraldo. Nos dijo que se avecinaba la Desolación. —Miró a Dalinar—. Yo no tuve nada que ver con la muerte de tu hermano. Pero cuando supe las cosas increíbles que hacía el asesino, lo busqué. Años más tarde logré localizarlo y le di unas instrucciones muy concretas…
Moash salió del palacio de Kholinar a las sombras de una noche que había tardado demasiado en llegarle.
Había gente atestando los jardines de palacio, humanos a los que habían expulsado de sus casas para hacer hueco a los parshmenios. Algunos refugiados habían extendido lonas entre bancos de cortezapizarra, creando unas tiendas muy bajas, de poco más de medio metro de altura. Los vidaspren cabeceaban entre ellos y las plantas del jardín.
El objetivo de Moash era un humano en particular, que reía sentado en la oscuridad, casi al fondo de los jardines. Un demente cuyo color de ojos se perdía en la noche.
—¿Me has visto? —preguntó el hombre mientras Moash se arrodillaba.
—No —dijo Moash, y clavó el extraño cuchillo dorado en la tripa del hombre.
El anciano la encajó con un quedo gruñido, compuso una sonrisa tonta y cerró los ojos.
—¿De verdad eras uno de ellos? —preguntó Moash—. ¿Un Heraldo del Todopoderoso?
—Era, era, era… —El hombre empezó a temblar con violencia y abrió los ojos como platos—. Era… no. No. ¿Qué es esta muerte? ¿Qué es esta muerte?
Algunas figuras acurrucadas se movieron, y algunas de las más sabias se alejaron de allí.
—¡Se me lleva! —chilló el hombre, y bajó la mirada al cuchillo que Moash aún empuñaba—. ¿Qué es eso?
El hombre tembló un momento más, se sacudió una vez y se quedó quieto. Cuando Moash sacó el cuchillo amarillo blanquecino, lo siguió un rastro de humo oscuro y dejó una herida ennegrecida. El gran zafiro de su pomo empezó a emitir un brillo apagado.
Moash miró a su espalda, en dirección a los Fusionados que flotaban en el cielo nocturno detrás del palacio. Aquel asesinato parecía algo que no se atrevían a hacer ellos en persona. ¿Por qué? ¿Qué era lo que temían?
Moash alzó el cuchillo hacia ellos, pero no recibió vítores. Lo único que acompañó su acto fueron unas palabras murmuradas de gente que intentaba dormir. Aquellos esclavos hechos polvo eran los únicos otros testigos de su gran momento.
La muerte final de Jezrien. Yaezir. Jezerezeh’Elin, rey de los Heraldos. Una figura conocida en la mitología y la historia como el ser humano más grandioso que había vivido jamás.
Lopen saltó detrás de una roca y sonrió, divisando al pequeño spren con forma de hoja que estaba allí.
—Te encontré, naco.
Rua adoptó la forma de un niño irritable, de unos nueve o diez años. Su nombre era Rua, pero, cómo no, Lopen lo llamaba «naco».
Rua salió disparado al aire como cinta de luz. El Puente Cuatro estaba cerca de unas tiendas en la parte inferior de Ciudad Thaylen, el distrito bajo, a la sombra de la muralla. Allí había un enorme puesto de cirujanos atendiendo a los heridos.
—¡Lopen! —lo llamó Teft—. Deja de hacer el loco y ven aquí a ayudar.
—¡No estoy loco! —gritó Lopen en respuesta—. ¡Vamos, si soy el menos loco de esta pandilla, y lo sabéis todos!
Teft suspiró e hizo una seña a Peet y Leyten. Entre los tres, aplicaron meticulosos lanzamientos a una enorme plataforma, de más de cinco por cinco metros, para elevarla. Estaba llena de heridos en recuperación. Los tres hombres del puente volaron con ella hacia la parte alta de la ciudad.
Rua se posó en el hombro de Lopen, cobró la forma de un hombrecillo, sacó una mano hacia los hombres del puente y probó el gesto que le había enseñado Lopen.
—Bien —dijo Lopen—, pero te has equivocado de dedo. ¡No! Tampoco es ese. Naco, eso es tu pie.
El spren giró el gesto en dirección a Lopen.
—Exacto —dijo él—. Ya puedes darme las gracias, naco, por inspirar este gran avance en tu aprendizaje. La gente, y seguro que también las cositas hechas de nada, acostumbra a inspirarse estando cerca del Lopen.
Se volvió y entró paseando en una tienda de heridos, cuya pared del fondo estaba atada a la parte bonita de la muralla, la que estaba hecha de bronce. Lopen esperaba que los thayleños supieran apreciarla. ¿Quién tenía una muralla metálica? Lopen pondría una en su palacio cuando se lo construyera. Pero los thayleños eran gente rara. ¿Cómo si no podía calificarse a una gente que disfrutaba viviendo tan al sur, con el frío que hacía? Su idioma nativo era casi el castañeteo de dientes.
Aquella tienda de heridos estaba llena de los considerados demasiado sanos para la curación de Renarin o Lift, pero que aun así necesitaban un cirujano. No estaban muriéndose, o no ya mismo. Quizá después. Pero todo el mundo moriría quizá después, así que seguro que no pasaba nada por colar antes de ellos a alguien que tenía las tripas fuera de sitio.
Los gemidos y quejidos indicaban que no ir a morir de inmediato tampoco los satisfacía mucho. Los fervorosos hacían lo que podían, pero casi todos los cirujanos estaban trabajando más arriba en la ciudad. Las fuerzas de Taravangian habían decidido unirse a la batalla, ahora que todo lo fácil, como morirse, que en realidad no requería gran habilidad, estaba hecho.
Lopen recogió su morral y pasó junto a Dru, que estaba doblando vendajes recién hervidos. Hasta después de tantos siglos, hacían lo que les habían dicho los Heraldos. Hervir las cosas mataba a los putrispren.
Lopen dio una palmada a Dru en el hombro. El delgado alezi alzó la mirada y lo saludó con la cabeza, enseñándole unos ojos enrojecidos. Amar a un soldado no era fácil, y si Kaladin había vuelto solo de Alezkar…
Lopen siguió adelante y acabó sentándose junto a un hombre herido en un catre. Era thayleño, con las cejas muy largas y una venda alrededor de la cabeza. Miraba recto hacia delante, sin parpadear.
—¿Quieres ver un truco? —preguntó Lopen al soldado.
El hombre se encogió de hombros.
Lopen levantó el pie y apoyó la bota en el camastro del hombre. Se le habían desatado los cordones y Lopen, con una mano a la espalda, los cogió, se los enrolló en la mano, los retorció y tiró de uno usando el otro pie para sostener el otro. Terminó con un nudo excelente y un lazo bien bonito. Era hasta simétrico. A lo mejor podía convencer a algún fervoroso para que escribiera un poema sobre él.
El soldado no reaccionó. Lopen se reclinó y acercó su morral, que tintineó un poco.
—No te pongas así, que no es el fin del mundo.
El soldado ladeó la cabeza.
—Bueno, vale. Puede que, si nos ponemos estrictos, lo sea. Pero para ser el fin del mundo, tampoco está tan mal, ¿verdad? Yo creía que, cuando todo terminara, nos hundiríamos en un hediondo baño de pus y destrucción, respirando agonía mientras el aire a nuestro alrededor, sí, se fundía, y dábamos un último grito ardiente, recreándonos en el recuerdo de la última vez que nos amó una mujer. —Lopen dio unos golpecitos en el catre del hombre—. No sé tú, muli, pero mis pulmones no están ardiendo. El aire no parece muy fundido. Para lo mal que podría haber salido esto, tienes mucho que agradecer. Recuérdalo.
—Eh… —El hombre parpadeó.
—Me refiero a que recuerdes esas palabras exactas. Es la frase que tienes que decir a la mujer con la que te estás viendo. No veas si ayuda.
Buscó en su morral y sacó una botella de cerveza de lavis que había rescatado. Rua dejó de revolotear por la parte de arriba de la tienda el tiempo suficiente para flotar hacia abajo e inspeccionarla.
—¿Quieres ver un truco? —preguntó Lopen.
—Eh… ¿Otro? —dijo el hombre.
—De normal, le quitaría el tapón con una uña. Tengo unas uñas herdazianas buenísimas, muy duras. Tú las tienes más débiles, como casi todo el mundo. Así que allá va el truco.
Lopen se arremangó la pernera del pantalón con una mano. Se apoyó la botella en la pierna, con la boca hacia arriba, y le dio un rápido giro que hizo saltar el tapón. Alzó la botella hacia el hombre.
El soldado intentó cogerla con el muñón vendado de su brazo derecho, que terminaba encima del codo. Lo miró, torció el gesto y extendió el brazo izquierdo hacia la botella.
—Si te hace falta algún chiste —dijo Lopen—, tengo unos cuantos que ya no puedo usar.
El soldado bebió en silencio y sus ojos se desviaron hacia el principio de la tienda, por donde había entrado Kaladin brillando un poco, para hablar con unos cirujanos. Conociendo a Kaladin, seguro que les estaba diciendo cómo hacer su trabajo.
—Eres uno de ellos —dijo el soldado—. Un Radiante.
—Claro —respondió Lopen—. Pero en realidad no soy uno de ellos. Estoy intentando decidir el siguiente paso.
—¿Siguiente paso?
—Ya tengo el vuelo —dijo Lopen—, y el spren. Pero no sé si se me da bien salvar a la gente todavía.
El hombre miró su bebida.
—Yo… diría que quizá sí que lo hagas bien.
—Eso es una cerveza, no una persona. Mejor no las confundas. Es muy embarazoso, pero no lo contaré, descuida.
—¿Cómo te…? —dijo el hombre—. ¿Qué hay que hacer para apuntarse? Dicen… que te cura…
—Claro, lo cura todo menos lo que tienes en el rocabrote del final del cuello. Y a mí ya me va bien, ojo. Soy la única persona cuerda de este grupo. Eso podría ser un problema.
—¿Por qué?
—Dicen que tienes que estar derrumbado —respondió Lopen, mirando hacia su spren, que hizo unos bucles emocionados y salió disparado otra vez para esconderse. Lopen tendría que ir a buscar al pequeñín. Cómo le gustaba ese juego—. ¿Sabes esa mujer tan alta, la hermana del rey? ¿La chortana con una mirada que podría partir una hoja esquirlada? Pues dice que el poder tiene que entrar en tu alma de alguna manera. Así que he probado a llorar un montón y a gimotear por lo terrible que es mi vida, pero creo que el Padre Tormenta sabe que miento. Es difícil hacerte el tristón cuando eres el Lopen.
—Creo que estoy hundido —dijo el hombre con voz suave.
—¡Bien, bien! Aún no tenemos ningún thayleño, y últimamente parece que intentamos coleccionar uno de cada cosa. ¡Si hasta tenemos un parshmenio!
—¿Lo pido y ya está? —preguntó el hombre, y dio un sorbo.
—Claro. Tú pídelo. Síguenos a todas partes. A Lyn le funcionó. Pero tienes que decir las Palabras.
—¿Palabras?
—«Vida antes que muerte, fuerza antes que debilidad, viaje antes que tortitas.» Esas son las fáciles. Las difíciles son: «Protegeré a aquellos que no puedan protegerse», y…
Una repentina frialdad invadió a Lopen y las gemas de la tienda perdieron brillo y se apagaron. Un símbolo de escarcha cristalizó en las piedras que rodeaban a Lopen y desapareció bajo los catres. El antiguo símbolo de los Corredores del Viento.
—¿Qué? —Lopen se levantó—. ¿Cómo? ¿Ahora?
Oyó un estruendo distante, como de trueno.
—¿Ahora? —exclamó Lopen, agitando un puño hacia el cielo—. ¡Me lo estaba reservando para un momento dramático, peñito! ¿Por qué no me has hecho caso antes? ¡Estábamos todos a punto de morir y tal!
Le llegó una clara pero muy lejana impresión.
NO ESTABAS PREPARADO DEL TODO.
—¡A la tormenta contigo! —Lopen hizo un doble gesto obsceno hacia el cielo, algo que llevaba mucho tiempo esperando a utilizar como se debía por primera vez. Rua se unió a él haciendo el mismo gesto, y entonces hizo que le salieran otros dos brazos para darle más entidad.
—Muy bueno —dijo Lopen—. ¡Eh, gancho! Ahora soy Caballero Radiante del todo, así que ya puedes empezar a hacerme cumplidos. —Kaladin no parecía haberse dado cuenta—. Un momento —dijo Lopen al soldado manco, y fue con paso furioso al lugar donde Kaladin hablaba con una corredora.
—¿Estás segura? —preguntó Kaladin a la escriba—. ¿Esto lo sabe Dalinar?
—Me envía él, señor —dijo la mujer—. Aquí tienes un mapa con la posición de la vinculacaña indicada.
—Gancho —dijo Lopen—. Oye, ¿has…?
—Enhorabuena, Lopen, así me gusta. Te quedas como segundo al mando de Teft hasta que yo vuelva.
Kaladin salió a toda prisa de la tienda, se lanzó hacia el cielo y salió despedido, mientras las solapas frontales de la tienda se agitaban por el viento que había levantado.
Lopen puso los brazos en jarras. Rua aterrizó en su cabeza y dio un gritito de enfurruñado gozo mientras hacía un doble gesto grosero en dirección a Kaladin.
—Tampoco lo vayas a desgastar, naco —dijo Lopen.
—Vamos —dijo Ceniza, cogiendo la mano de Taln y tirando de él los últimos escalones.
Él la miró sin expresión.
—Taln —susurró ella—, por favor.
Sus últimos atisbos de lucidez se habían evaporado. En otros tiempos, nada habría podido alejarlo del campo de batalla cuando morían otros hombres. Ese día se había escondido a sollozar durante la lucha. Y ahora la seguía como un descerebrado.
Talenel’Elin se había derrumbado, como los demás.
«Ishar —pensó Ceniza—. Ishar sabrá que hacer.» Contuvo las lágrimas, pero verlo deteriorarse había sido como ver apagarse el sol. Todos esos años había deseado que quizá… quizá…
¿Qué? ¿Que Taln habría sido capaz de redimirlos?
Alguien maldijo usando su nombre cerca, y a Ceniza le dieron ganas de soltarle una bofetada. «No juréis por nosotros. No pintéis retratos nuestros. No adoréis nuestras estatuas.» Lo pisotearía todo. Echaría a perder hasta la última representación. Iba a…
Ceniza respiró y volvió a coger a Taln de la mano para devolverlo a la cola de refugiados que huían de la ciudad. Solo estaban permitiendo marcharse a los extranjeros, para no saturar la Puerta Jurada. Ceniza volvería a Azir, donde sus tonos de piel no destacarían.
«¡Qué regalo les hicisteis! —había dicho Taln—. Tiempo para recuperarse, por una vez, entre Desolaciones. Tiempo para progresar.»
¡Oh, Taln! ¿Por qué no podía haberse limitado a odiarla? ¿No podía haberle permitido…?
Ceniza se quedó petrificada mientras algo se desgarraba en su interior.
«Oh, Dios. ¡Oh, Adonalsium!»
¿Qué era eso? ¿Qué era eso?
Taln gimoteó y cayó al suelo, como una marioneta con las cuerdas cortadas. Ceniza tropezó y se derrumbó de rodillas. Se abrazó el torso, temblando. No era dolor. Era algo mucho peor. Una pérdida, un hueco dentro de ella, una parte de su alma extirpada.
—¿Señorita? —dijo un soldado que se acercaba al trote—. Señorita, ¿estás bien? ¡Eh, que alguien traiga a un sanador! Señorita, ¿qué ocurre?
—Lo… lo han matado de algún modo…
—¿A quién?
Ceniza levantó la mirada hacia el hombre, con la visión borrosa por las lágrimas. Aquella no era como sus otras muertes. Aquello era espantoso. No podía sentirlo en absoluto.
Habían hecho algo al alma de Jezrien.
—Mi padre —dijo— ha muerto.
Provocaron un revuelo entre los refugiados, y alguien se separó de un grupo de escribas que había más arriba. Era una mujer vestida de violeta oscuro. La sobrina del Espina Negra. Miró a Ceniza, luego a Taln y luego a un papel que llevaba. Contenía unos retratos sorprendentemente exactos de ellos dos. No como se los presentaba en la iconografía, sino auténticos bocetos. ¿Quién? ¿Por qué?
«Es su estilo de dibujo —dijo una parte de Ceniza al fijarse—. ¿Por qué está Midius repartiendo ilustraciones de nosotros?»
La sensación de desgarramiento por fin cesó. Fue tan brusco que, por primera vez en miles de años, Ceniza se quedó inconsciente.