61. Pesadilla manifiesta
Podemos registrar cualquier secreto que deseemos y dejarlo aquí? ¿Cómo sabemos que alguien los descubrirá? Bueno, me da igual. Puedes dejar registrado eso
Del cajón 2-3, cuarzo ahumado
El ejército enemigo estaba permitiendo que llegaran refugiados a la ciudad.
Al principio, Kaladin se sorprendió. ¿El objetivo de un asedio no era precisamente evitar que la gente entrara? Y, sin embargo, había un flujo constante de personas que podían acercarse a Kholinar. Los portones estaban cerrados para impedir una invasión militar, pero las puertas laterales, que seguían siendo amplias, estaban abiertas de par en par.
Kaladin pasó el catalejo a Adolin. Habían aterrizado en un lugar discreto y llegado a la ciudad a pie, pero había anochecido de camino. Habían decidido hacer noche fuera de la ciudad, ocultos por una ilusión de Shallan. Era impresionante que su tejido hubiera resistido toda la noche con tan poca luz tormentosa.
Con el amanecer, habían decidido estudiar la ciudad, que les quedaba como a kilómetro y medio de distancia. Desde fuera, su escondrijo tendría el mismo aspecto que el terreno de piedra circundante. Shallan no podía hacerlo transparente solo desde un lado, por lo que tenían que mirar por una rendija que, si alguien pasaba cerca, sería visible.
La ilusión daba la sensación de ser una cueva, salvo por el hecho de que el viento y la lluvia entraban en ella. El rey y Shallan llevaban rezongando toda la mañana, protestando por una noche húmeda y fría. Kaladin y sus hombres habían dormido como troncos. Haber sobrevivido al Puente Cuatro tenía sus ventajas.
—Dejan llegar a los refugiados para que agoten los recursos de la ciudad —dijo Adolin, mirando por el catalejo—. Es buena táctica.
—Brillante Shallan —dijo Elhokar, aceptando el catalejo que le ofrecía Adolin—, puedes cubrirnos a todos con ilusiones, ¿verdad? Fingiremos que somos refugiados y entraremos en la ciudad sin problemas.
Shallan asintió, distraída. Estaba sentada dibujando cerca de un rayo de luz que entraba por un agujerito del techo.
Adolin recuperó el catalejo y lo enfocó hacia el palacio, cuya cúspide coronaba la ciudad en la lejanía. Era un día soleado, claro y fresco, con solo una insinuación de humedad en el aire por la alta tormenta de la víspera. No se veía ni una nube en el cielo.
Pero por algún motivo, aun así el palacio estaba sumido en la sombra.
—¿Qué puede ser? —preguntó Adolin, bajando el catalejo.
—Una de esas cosas —susurró Shallan—. Los Deshechos.
Kaladin la miró. Había hecho un boceto del palacio, pero estaba retorcido, con ángulos extraños y paredes distorsionadas.
Elhokar escrutó el palacio.
—Hiciste bien en recomendar precaución, Corredor del Viento. Mi instinto sigue diciéndome que irrumpamos allí. Se equivoca, ¿verdad? Debo ser prudente y cauteloso.
Dejaron tiempo a Shallan para que bosquejara, ya que afirmaba que necesitaba los dibujos para crear ilusiones complejas. Cuando terminó, se levantó y pasó páginas de su cuaderno de bocetos.
—Muy bien. La mayoría de nosotros no necesitaremos disfraces, porque a mis ayudantes y a mí no nos identificará nadie. Supongo que lo mismo ocurre con los hombres de Kaladin.
—Si alguien me reconoce a mí —dijo Cikatriz—, tampoco dará problemas. Nadie de aquí sabe lo que me pasó en las Llanuras Quebradas.
Drehy asintió.
—De acuerdo —dijo Shallan, volviéndose hacia Kaladin y Adolin—. Vosotros dos tendréis caras y ropas nuevas, que os transformarán en ancianos.
—Yo no necesito disfraz —objetó Kaladin—. No me…
—Pasaste tiempo con esos parshmenios no hace mucho —dijo Shallan—. Más vale prevenir. Además, ya miras igual de mal a todo el mundo que un viejo. Te quedará de maravilla.
Kaladin la fulminó con la mirada.
—¡Perfecto! Mantén esa expresión.
Shallan se acercó a él, sopló y la luz tormentosa envolvió a Kaladin. Sintió que debería ser capaz de absorberla, pero se le resistía. Era una sensación extraña, como si hubiera encontrado un ascua brillante que no diera calor.
La luz tormentosa se desvaneció y Kaladin alzó una mano, que encontró marchita. Su casaca de uniforme se había transformado en una chaqueta marrón tejida en casa. Se tocó la cara, pero no notó nada cambiado.
Adolin lo señaló con el dedo.
—Shallan, eso es de lo más abyecto. Me impresionas.
—¿Qué pasa? —Kaladin miró a sus hombres. Drehy se encogió.
Shallan envolvió a Adolin en luz. Lo transformó en un hombre fornido y guapo de sesenta y tantos años, con la piel marrón oscura, pelo canoso y figura esbelta. Su ropa ya no estaba ornamentada, pero sí en buen estado. Parecía la clase de viejo pícaro amable al que uno se encontraba en las tabernas, siempre con una historia en la boca sobre las genialidades que hizo en su juventud. La clase de hombre que hacía pensar a las mujeres que preferían los hombres mayores, cuando en realidad solo lo preferían a él.
—Eso es muy injusto —dijo Kaladin.
—Si estiro demasiado una mentira, es más fácil que la gente sospeche —dijo Shallan con ligereza, y se acercó al rey—. Majestad, tú vas a ser una mujer.
—Bien —respondió Elhokar.
Kaladin se sorprendió. Habría esperado que se opusiera. A juzgar por cómo Shallan pareció ahogar una ocurrencia, ella también había esperado una negativa.
—Verás —optó por decir Shallan—, no creo que puedas evitar el porte regio, así que he pensado que, si te ven como una mujer ojos claros de alta cuna, es menos probable que te recuerden los guardias que…
—He dicho que está bien, tejedora de luz —la interrumpió Elhokar—. No debemos perder el tiempo. Mi ciudad y mi nación corren peligro.
Shallan sopló de nuevo y el rey se transformó en una alezi alta y majestuosa, con rasgos que recordaban a los de Jasnah. Kaladin asintió con la cabeza, aprobador. Shallan tenía razón: había algo en la forma de moverse de Elhokar que transmitía nobleza. Convertirlo en mujer era una forma excelente de despistar a quienes pudieran preguntarse quién era.
Mientras recogían sus macutos, Syl entró volando en el recinto. Tomó la forma de una joven y revoloteó hacia Kaladin antes de retroceder en el aire, espantada.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Vaya!
Kaladin miró furioso a Shallan.
—¿Qué me has hecho?
—Venga, no te pongas así —dijo ella—. Esto solo resalta tu excelente personalidad.
«No dejes que te pinche —pensó Kaladin—. Solo quiere pincharte.» Recogió su morral. Su aspecto no tenía ninguna importancia. No era más que una ilusión.
Pero tormentas, ¿qué le había hecho?
Salió el primero de la zona oculta y los demás lo siguieron en fila. La ilusión de piedra se deshizo a sus espaldas. Los hombres de Kaladin llevaban uniformes azules genéricos, sin insignias. Podrían haber pertenecido a la guardia de cualquier casa inferior dentro del principado Kholin. Los dos seguidores de Shallan llevaban uniformes marrones, y con Elhokar vestido de mujer ojos claros, de verdad parecían un auténtico grupo de refugiados. A Elhokar lo verían como a una brillante señora que había huido, sin un palanquín o carruaje siquiera, del avance enemigo. Había llevado consigo a unos pocos guardias y sirvientes, y a Shallan como su joven protegida. Y Kaladin era… ¿qué?
Tormentas.
—Syl —gruñó—, ¿podría invocarte no como espada, sino como placa metálica reluciente?
—¿Como espejo? —preguntó ella, volando a su lado—. Hum…
—No sé si es posible.
—Yo no sé si es digno.
—¿Digno? ¿Desde cuándo te preocupa la dignidad?
—No soy ningún juguete. Soy un arma majestuosa que debe usarse solo de formas majestuosas.
Murmuró para sí misma y se alejó revoloteando. Antes de que Kaladin pudiera llamarla para quejarse, Elhokar se puso a su lado.
—Afloja el paso, capitán —dijo el rey. Hasta su voz había cambiado y sonaba femenina—. O te adelantarás demasiado.
A regañadientes, Kaladin obedeció. Elhokar no reveló qué opinaba del rostro de Kaladin. El rey mantuvo la mirada al frente. Nunca pensaba demasiado en los demás, así que tampoco era raro.
—Lo llaman el Corredor del Viento, ¿sabes? —dijo el rey en voz baja. A Kaladin le costó un momento comprender que Elhokar se refería al río que pasaba por Kholinar. Iban a cruzarlo por un amplio puente de piedra—. Los ojos claros alezi gobiernan gracias a vosotros. Tu orden era muy predominante aquí, en lo que antes se llamaba Alezela.
—Eh…
—Nuestra misión es crucial —continuó Elhokar—. No podemos permitirnos que caiga esta ciudad. No podemos permitirnos ningún error.
—Te lo aseguro, majestad —repuso Kaladin—. No pretendo cometer errores.
Elhokar le lanzó una mirada y, por un instante, Kaladin creyó ver al auténtico rey. No porque la ilusión fallara, sino por la forma en que los labios de Elhokar se apretaron, su frente se arrugó y su mirada se volvió muy intensa.
—No hablaba de ti, capitán —dijo el rey sin levantar la voz—. Me refería a mis propias limitaciones. Cuando yo falle a esta ciudad, quiero asegurarme de que estés ahí para protegerla.
Kaladin apartó la mirada, avergonzado. ¿De verdad acababa de pensar en lo egoísta que era aquel hombre?
—Majestad…
—No —dijo Elhokar, firme—. Es momento de ser realistas. Un rey debe hacer todo lo que esté en su mano por el bien de su pueblo, y mi juicio se ha demostrado… deficiente. Todo lo que he conseguido en la vida me lo entregaron en bandeja mi padre o mi tío. Tú estás aquí, capitán, para triunfar cuando yo fracase. Recuérdalo. Abre la Puerta Jurada, encárgate de que mi esposa y mi hijo la crucen para ponerse a salvo y regresa con un ejército para reforzar esta ciudad.
—Haré todo lo que pueda, majestad.
—No —replicó Elhokar—. Harás lo que te ordeno. Sé extraordinario, capitán. No bastará con ninguna otra cosa.
Tormentas. ¿Cómo era posible que Elhokar hiciera un cumplido y al mismo tiempo resultara ofensivo? Kaladin había sentido que le caía encima una carga al oír unas palabras que le recordaron a sus tiempos en el ejército de Amaram, cuando la gente había empezado a hablar y a esperar cosas de él.
Esos rumores se habían convertido en un desafío, habían imbuido en todo el mundo la idea de un hombre que era como Kaladin, pero al mismo tiempo mucho más grandioso de lo que él podría ser jamás. Kaladin se había valido de ese hombre ficticio, se había apoyado en él para equipar y lograr que trasladaran soldados a su escuadrón. Sin él, nunca habría conocido a Tarah. Era útil tener una reputación, siempre que no lo aplastara a uno.
El rey retrocedió en la fila. Cruzaron el terreno despejado bajo la atenta mirada de los arqueros que había en las almenas. Dio escalofríos a Kaladin, aunque fuesen soldados alezi. Intentó quitárselos de la mente examinando la muralla cuando entraron en su sombra.
«Esos estratos —pensó— me recuerdan a los túneles de Urithiru.» ¿Podía haber alguna relación?
Miró hacia atrás mientras Adolin se aproximaba a él. El príncipe disfrazado hizo una mueca al mirar a Kaladin.
—Oye —dijo Adolin—. Esto… vaya. De verdad que eso distrae.
«Tormentosa mujer.»
—¿Qué quieres?
—He estado pensando —dijo Adolin—. Querremos un lugar en la ciudad que usar como base, ¿verdad? No podemos seguir ninguno de nuestros planes originales. No podemos llegar caminando sin más a palacio, pero tampoco nos interesa asaltarlo. Por lo menos, no hasta haber explorado antes un poco.
Kaladin asintió. Odiaba la perspectiva de pasar demasiado tiempo en Kholinar. Ningún otro hombre del puente había avanzado lo suficiente para jurar el Segundo Ideal, por lo que el Puente Cuatro no podría seguir practicando con sus poderes hasta que regresara. Pero por otra parte, el sombrío palacio era inquietante. Era cierto que debían dedicar unos días a reunir información.
—Así es —dijo Kaladin—. ¿Se te ocurre alguna idea de dónde podríamos instalarnos?
—Tengo el lugar perfecto. Pertenece a personas en las que confío y está lo bastante cerca del palacio para poder explorar, pero no tanto como para que nos atrape… lo que sea que esté sucediendo allí. Espero.
Parecía preocupado.
—¿Cómo era? —preguntó Kaladin—. ¿Cómo era la cosa de debajo de la torre contra la que luchasteis Shallan y tú?
—Shallan tiene dibujos. Deberías preguntarle a ella.
—Ya los he visto, en los informes que me entregaron las escribas de Dalinar —dijo Kaladin—. Pregunto cómo era.
Adolin apartó sus ojos azules de vuelta al camino. La ilusión era tan verosímil que costaba creer que de verdad era él, pero sí que andaba igual, con esa confianza innata que solo tenían los ojos claros.
—Era… errónea —dijo Adolin al cabo de un tiempo—. Perturbadora. Una pesadilla manifiesta.
—¿Un poco como mi cara? —preguntó Kaladin.
Adolin lo miró y sonrió.
—Por suerte, Shallan te ha hecho el favor de taparla con esa ilusión.
Kaladin sonrió también, casi sin querer. La forma en que Adolin decía cosas como aquella dejaba claro que bromeaba, y no solo a costa del otro. Adolin hacía que quisiera reír con él.
Se acercaron a la entrada. Aunque los portones principales de la ciudad eran mucho más inmensos, los accesos laterales seguían siendo lo bastante amplios para que pasara un carro. Por desgracia, la entrada estaba bloqueada por soldados y empezaba a congregarse una muchedumbre, con furiaspren bullendo en el suelo a su alrededor. Los refugiados agitaban los puños y gritaban, quejándose de que les prohibieran el paso.
Antes habían dejado entrar a gente. ¿Qué ocurría? Kaladin echó una mirada a Adolin y señaló con el mentón.
—¿Vamos a ver?
—Echaremos un vistazo —dijo Adolin, volviéndose hacia el resto del grupo—. Esperad aquí.
Cikatriz y Drehy se detuvieron, pero Elhokar siguió a Kaladin y Adolin hacia delante, igual que Shallan. Sus sirvientes vacilaron un momento y luego fueron tras ella. Tormentas, la estructura de mando en aquella expedición iba a ser una pesadilla.
Elhokar avanzó imperioso y ladró a la gente para que se apartara de su camino. Lo hicieron reacios, ya que no convenía contrariar a una mujer de su porte. Kaladin cruzó una mirada de cansancio con Adolin y los dos siguieron al rey.
—Exijo entrar —dijo Elhokar cuando llegó al frente de la multitud, que ya se componía de cincuenta o sesenta personas y a la que no dejaban de sumarse nuevos miembros.
El pequeño grupo de guardias miró a Elhokar y su capitán habló.
—¿Cuántos luchadores puedes proporcionar para la defensa de la ciudad?
—Ninguno —espetó Elhokar—. Estos son mi guardia personal.
—En ese caso, brillante, deberías hacerlos marchar personalmente hacia el sur y probar en otra ciudad.
—¿Dónde? —preguntó Elhokar, y el sentimiento se reflejó en buena parte del gentío—. Hay monstruos por todas partes, capitán.
—Dicen que al sur son menos —dijo el soldado, señalando—. En todo caso, Kholinar está a rebosar. No hallarás refugio aquí. Créeme. Sigue adelante. La ciudad…
—¿Quién es tu superior? —interrumpió Elhokar.
—Sirvo al alto mariscal Celeste, de la Guardia de la Muralla.
—¿El alto mariscal Celeste? Nunca he oído hablar de ese hombre. ¿A ti te parece que esta gente puede seguir caminando? Te ordeno que nos dejes entrar en la ciudad.
—Tengo orden de permitir el paso a una cantidad fija cada día —respondió el guardia con un suspiro. Kaladin reconoció aquella exasperación. Elhokar podía provocarla hasta en el más paciente de los guardias—. Hoy ya hemos superado el límite. Tendréis que esperar a mañana.
La gente gruñó y aparecieron más furiaspren a su alrededor.
—No es por crueldad —dijo levantando la voz el capitán de la guardia—. ¿Queréis escucharme, por favor? La comida escasea en la ciudad, y nos estamos quedando sin espacio en los refugios para tormentas. ¡Toda persona que llegue nos obliga a estirar más los recursos! Pero los monstruos se concentran aquí. Si huis hacia el sur, podréis refugiaros allí y quizá llegar hasta Jah Keved.
—¡Inaceptable! —exclamó Elhokar—. Recibiste esas órdenes tan necias del tal Celeste. ¿Quién es su superior?
—El alto mariscal no tiene superior.
—¿Qué? —casi gritó Elhokar—. ¿Y qué hay de la reina Aesudan?
El guardia se limitó a negar con la cabeza.
—Escucha, ¿esos dos son hombres tuyos? —señaló a Drehy y Cikatriz, que seguían al fondo de la muchedumbre—. Parecen buenos soldados. Si los asignas a la Guardia de la Muralla, te concedo el paso de inmediato y además nos encargaremos de que os asignen una ración de grano.
—Pero ese de ahí no —dijo otro guardia, con un gesto de cabeza hacia Kaladin—. Parece enfermo.
—¡Imposible! —restalló Elhokar—. Necesito a mis guardias conmigo en todo momento.
—Brillante… —dijo el capitán. Tormentas, cómo empatizaba Kaladin con el pobre hombre.
De pronto, Syl se puso en alerta y salió disparada al cielo como cinta de luz. Al instante, Kaladin dejó de prestar atención a Elhokar y los guardias. Registró el cielo hasta vislumbrar unas siluetas que volaban hacia la muralla en formación de V. Había al menos veinte Portadores del Vacío, cada uno dejando atrás una estela de energía oscura.
Sobre la muralla, los soldados empezaron a gritar. Al momento llegó la urgente llamada de los tambores y el capitán de la guardia maldijo en respuesta. Él y sus hombres se retiraron corriendo por las puertas abiertas, en dirección a la escalera más cercana hacia el adarve.
—¡Entrad! —exclamó Adolin mientras los otros refugiados se lanzaban adelante. Agarró al rey y tiró de él hacia dentro.
Kaladin se resistió a la marea, negándose a que lo metieran en la ciudad. Estiró el cuello para mirar arriba y vio cómo los Portadores del Vacío atacaban la muralla. El ángulo que tenía Kaladin en la base le impedía hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo justo encima.
Cayeron unos hombres del muro un poco más allá. Kaladin dio un paso hacia ellos, pero antes de que pudiera hacer nada, se estrellaron contra el suelo con impactos que sonaron tan altos que impresionaban. ¡Tormentas! La multitud lo empujó más hacia la ciudad y a duras penas logró resistirse a absorber luz tormentosa.
«No te alteres —se dijo—. El objetivo es entrar sin que se nos vea. ¿Vas a echarlo a perder volando en defensa de la ciudad?»
Pero se suponía que debía proteger.
—Kaladin —lo llamó Adolin, abriéndose paso entre la gente de vuelta hacia donde estaba Kaladin, justo fuera—. Vamos.
—Están tomando esa muralla, Adolin. Tendríamos que ir a ayudar.
—¿Ayudar cómo? —repuso Adolin. Se acercó a él y bajó la voz—. ¿Invocando hojas esquirladas y blandiéndolas a lo loco, como un granjero persiguiendo anguilas aéreas? Esto es solo una incursión para evaluar nuestras defensas, no un asalto a gran escala.
Kaladin inhaló una brusca bocanada, pero dejó que Adolin tirara de él al interior.
—Dos docenas de Fusionados podrían tomar esta ciudad sin sudar.
—Solos, no —respondió Adolin—. Todo el mundo sabe que los portadores de esquirlada no pueden defender terreno. Lo mismo debería valer para los Radiantes y para esos Fusionados. Hacen falta soldados para conquistar una ciudad. Vamos.
Llegaron dentro, se reunieron con los demás y se apartaron de la muralla y los portones. Kaladin intentó hacer oídos sordos a los lejanos gritos de los soldados. Como Adolin había adivinado, la incursión terminó tan de repente como había empezado y los Fusionados se alejaron volando de la muralla tras solo unos pocos minutos de lucha. Kaladin suspiró, viendo cómo se marchaban, y luego se recompuso y siguió al resto a una amplia avenida hacia la que los guiaba Adolin.
Kholinar era al mismo tiempo más impresionante y más deprimente vista desde dentro. Pasaron junto a una infinidad de calles laterales repletas de casas altas, de tres plantas, construidas como cajas de piedra. Y tormentas, el guardia de la muralla no exageraba. Todas las calles estaban atestadas de gente. Kholinar no tenía muchos callejones, porque los edificios de piedra estaban construidos unos contra otros formando largas hileras. Pero vio a gente sentada en la calle, aferrada a mantas y a sus escasas posesiones. Había demasiadas puertas cerradas, y en días claros como aquel, en los campamentos de guerra se dejaban las gruesas puertas de tormenta abiertas para airear los edificios. En Kholinar, no. Estaban cerradas a cal y canto, por miedo a que entrara una horda de refugiados.
Los soldados de Shallan se congregaron en torno a ella, cuidándose de llevar las manos en los bolsillos. Parecían acostumbrados a los bajos fondos de la vida en las ciudades. Por suerte, Shallan había aceptado la incisiva sugerencia de Kaladin y no había llevado a Gaz.
«¿Dónde están las patrullas?», pensó Kaladin mientras recorrían calles en curva, subiendo y bajando pendientes. Con tanta gente atascando las calles, sin duda harían falta tantos hombres como fuese posible para mantener la paz.
No vio nada parecido hasta que salieron del sector de la ciudad más próximo a los portones y entraron en una zona más adinerada. En aquella parte las casas eran más grandes y tenían terrenos delimitados por vallas de hierro ancladas a la piedra con crem endurecido. Tras esas vallas había guardias, pero en la calle siguió sin ver ni un asomo de ellos.
Kaladin sentía la mirada de los refugiados. Sabía lo que se preguntaban. ¿Merecía la pena atracar a ese hombre? ¿Era importante? ¿Su grupo tendría comida? Por suerte, las lanzas que portaban Cikatriz y Drehy, añadidas a las cachiporras de los dos hombres de Shallan, parecían bastar para desalentar a cualquier aspirante a atracador.
Kaladin apretó el paso para situarse junto a Adolin al frente de su grupito.
—¿Ese lugar seguro que dices está cerca? No me gusta el ambiente de estas calles.
—Aún falta un poco —respondió Adolin—. Pero estoy de acuerdo. Tormentas, debería haberme traído una espada en el cinturón. ¿Cómo iba a saber que me preocuparía invocar mi hoja esquirlada?
—¿Por qué no pueden defender una ciudad los portadores de esquirlada? —preguntó Kaladin.
—Teoría militar básica —dijo Adolin—. A los portadores se les da de maravilla matar gente, pero ¿qué van a hacer contra la población de toda una ciudad? ¿Asesinar a todo el que desobedezca? Los abrumarían, con esquirlas o sin ellas. Esos Portadores del Vacío voladores tendrán que traer al ejército entero si quieren tomar la ciudad. Pero antes pondrán a prueba las murallas y tal vez debilitarán las defensas.
Kaladin asintió. Le gustaba pensar que sabía mucho de la guerra, pero la verdad era que no contaba con la formación de un hombre como Adolin. Había participado en guerras, pero nunca las había dirigido.
Cuanto más se alejaban del muro, mejor parecían estar las cosas en la ciudad: menos refugiados, mayor sensación de orden. Pasaron por un mercado que estaba abierto, y en él Kaladin por fin vio a las fuerzas de la ley, un grupo reducido de hombres vestidos con colores que no le sonaban.
El barrio habría tenido buen aspecto, en otras circunstancias. Las calles estaban decoradas con crestas de cortezapizarra, podadas en gran variedad de formas: algunas parecían bandejas, otras ramas nudosas que se extendían hacia arriba. Había árboles cultivados, que rara vez retraían las hojas, delante de muchos edificios, aferrados al suelo con gruesas raíces que se fundían con la piedra.
Los refugiados se apiñaban en familias. Allí las construcciones eran grandes y cuadradas, con ventanas que daban hacia el interior y patios en sus centros. La gente se amontonaba en ellos, convertidos en improvisados refugios. Por suerte, Kaladin no vio signos de hambruna, así que las reservas de la ciudad aún no debían de haberse agotado.
—¿Has visto eso? —preguntó Shallan en voz baja, situándose junto a él.
—¿Qué? —dijo él, mirando a su espalda.
—Los artistas callejeros de ese mercado de allí, esos que visten tan raro. —Shallan frunció el ceño y señaló por la intersección que estaban cruzando—. Ahí hay otro.
Era un hombre vestido todo de blanco, con tiras de tela que ondeaban y aleteaban al moverse. Estaba en una esquina con la cabeza gacha, saltando una y otra vez entre dos posiciones. Cuando alzó la mirada y la cruzó con la de Kaladin, fue el primer desconocido de ese día que no la apartó de inmediato.
Kaladin lo observó hasta que un chull que tiraba de un carro con restos de la tormenta se puso en medio. Por delante de ellos, la gente empezó a despejar la calle.
—Apartémonos —dijo Elhokar—. Tengo curiosidad por saber qué es esto.
Se unieron a las multitudes apretujadas contra los edificios, Kaladin metiendo la mano en su morral para proteger la gran cantidad de esferas que llevaba escondidas en una bolsa negra. Al poco tiempo, una extraña procesión bajó marchando por el centro de la calle. Eran hombres y mujeres que también iban disfrazados, con ropa decorada por cintas de colores brillantes como el rojo, el azul o el verde. Pasaron frente a ellos, pronunciando frases sin sentido. Eran palabras que Kaladin conocía, pero que no casaban juntas.
—Condenación, ¿qué está pasando en esta ciudad? —musitó Adolin.
—¿Esto no es normal? —preguntó Kaladin en voz baja.
—Tenemos músicos y artistas callejeros, pero nada como esto. Tormentas. ¿Qué representan?
—Spren —susurró Shallan—. Están imitando a spren. Mirad, esos son como llamaspren, y los que van de azul y blanco con tantas cintas son vientospren. También hay spren emocionales. Ahí está el dolor, ahí miedo, ahí expectación…
—Entonces, es un desfile —dijo Kaladin, arrugando la frente—. Pero nadie se está divirtiendo.
Los espectadores tenían las cabezas gachas y murmuraban, o… ¿rezaban? Cerca de ellos, una refugiada alezi envuelta en harapos que sostenía en brazos a un bebé lloroso se apoyó en un edificio. Hubo sobre ella un estallido de agotaspren, como exhalaciones de polvo que se alzaban en el aire. Solo que aquellos eran de un color rojo brillante en vez del marrón normal, y parecían deformados.
—Esto está mal, mal, mal —dijo Syl desde el hombro de Kaladin—. Oh… Oh, ese spren es de él, Kaladin.
Shallan observó el ascenso de aquello que no eran del todo agotaspren con los ojos muy abiertos. Cogió a Adolin del brazo.
—Llévanos adelante —siseó.
Adolin empezó a apartar a la gente hacia una esquina donde pudieran alejarse de la extraña procesión. Kaladin cogió al rey del brazo mientras Drehy, Cikatriz y los guardias de Shallan formaban por instinto en torno a ellos. El rey permitió que Kaladin se lo llevara, y menos mal. Elhokar había estado hurgando en su bolsillo, quizá buscando una esfera que dar a la mujer agotada. ¡Tormentas! ¡En medio de aquel gentío!
—Ya falta poco —dijo Adolin cuando pudieron respirar en la calle lateral—. Seguidme.
Los llevó a un pequeño arco que daba a un patio ajardinado rodeado de edificios. Por supuesto, los refugiados se habían cobijado allí, muchos apiñados en tiendas hechas con mantas que seguían mojadas por la tormenta del día anterior. Los vidaspren flotaban entre las plantas.
Adolin los guio con cautela entre la gente hasta la puerta que buscaba, a la que llamó. Era la puerta trasera de la casa, la que daba al patio y no a la calle. ¿Sería una cantina para clientes ricos, quizá? Aunque la verdad era que daba más sensación de hogar.
Adolin volvió a llamar con los nudillos, poniendo cara de preocupación. Kaladin fue junto a él y entonces se detuvo de sopetón. En la puerta había una reluciente placa de acero con números grabados. En ella, pudo ver su reflejo.
—Por el Todopoderoso —dijo Kaladin, tocando las cicatrices y los bultos de su cara, algunos con llagas abiertas. De su boca asomaban dientes falsos, y tenía un ojo más alto que el otro. El pelo le crecía en mechones sueltos y tenía una nariz diminuta—. ¿Qué me has hecho, mujer?
—He aprendido hace poco —respondió Shallan— que un buen disfraz puede ser memorable, siempre que te haga memorable por el motivo equivocado. Tú, capitán, tienes un don para permanecer en las cabezas de la gente, y me preocupaba que fueses a hacerlo te pusiera la cara que te pusiera. Así que la he envuelto con algo aún más memorable.
—Parezco una especie de spren horrible.
—¡Oye! —exclamó Syl.
La puerta por fin se abrió, revelando a una mujer thayleña, bajita y maternal, con vestido y delantal. Tras ella había un hombre corpulento con barba blanca, recortada al estilo comecuernos.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿Quiénes sois?
—¡Ah! —recordó Adolin—. Shallan, necesitaría que…
Shallan le frotó la cara con una toalla de su morral, como para quitarle el maquillaje, encubriendo así la transformación cuando recuperó su verdadero rostro. Adolin sonrió a la mujer, que se quedó boquiabierta.
—¿Príncipe Adolin? —dijo—. Corre, corre, entra aquí. ¡Fuera no es seguro!
Los hizo pasar corriendo y se apresuró a cerrar la puerta. Kaladin parpadeó en la cámara iluminada por esferas, cuyas paredes estaban jalonadas por rollos de tela y maniquíes con chaquetas sin terminar puestas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Kaladin.
—Bueno, he pensado que querríamos un lugar seguro —dijo Adolin—. Tendríamos que quedarnos con alguien a quien podría confiar mi propia vida, o incluso más. —Miró a Kaladin e hizo un gesto hacia la mujer—. Así que nos he traído a mi sastrería.